Arabella

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La prima del señor Beaumaris no era la única que albergaba ideas vengativas respecto él. A lady Somercote, que pese a adorar a sus hijos no era tan estúpida para suponer que alguno de ellos pudiera resultarle más atractivo a la heredera que el señor Beaumaris, le habría encantado clavarle la larga aguja de diamantes que llevaba en el pelo entre las costillas; la señora Kirkmichael pensaba con amargura que Beaumaris, teniendo en cuenta el número de veces que ella se había molestado para complacerlo, habría podido dedicarle más atención a su lánguida hija, un gesto que nada le habría costado y que habría ayudado a la pobre María a destacar un poco en sociedad; el señor Epworth, consciente de que por alguna razón inescrutable el señor Beaumaris siempre le hacía sombra, se paseó por los clubes asegurando que estaba decidido a darle una lección a éste; su tía, que en una ocasión había discutido violentamente con lady Mary Beaumaris, afirmaba que el joven había heredado la tendencia al galanteo de su madre, para añadir que se compadecía de la mujer con que acabara casándose. Hasta el señor Warkworth y lord Fleetwood opinaron que era una lástima que jugara con la mujer más codiciada de la temporada; y varios caballeros que copiaban ciegamente todos los detalles del atuendo de Beaumaris deseaban verlo enterrado.

Sólo hubo una voz que no se elevó para aumentar aquel coro de desaprobación: lady Bridlington se deshacía en elogios hacia el joven. Durante todo el día siguiente no fue capaz de hablar de nada más. Mientras Beaumaris estaba sentado al lado de Arabella, ni una sonrisa, ni un solo gesto escaparon a la ansiosa mirada de la dama. Beaumaris no había prestado atención a ninguna otra joven de las que estaban presentes y nada había hecho para disimular que encontraba adorable a la señorita Tallant: no había en Londres nadie más afable, más educado, más condescendiente ni que estuviera en mejores relaciones con lady Bridlington. Su madrina no se cansó de repetir a Arabella que tenía el éxito asegurado; hasta que no remitieron un poco estos primeros arrebatos, no fue capaz de mostrarse lo bastante racional para hacerle alguna advertencia a la joven. Cuanto más pensaba en las atenciones que el señor Beaumaris había prodigado a su ahijada, cuanto más recordaba que muchas damiselas inocentes habían caído víctimas de su lanza, más se convencía de que era necesario poner en guardia a Arabella.

—Estoy segura, querida —acabó diciéndole con seriedad y una mirada que delataba cierta ansiedad—, de que eres demasiado inteligente para dejarte engañar. Pero quiero que entiendas que debo ocupar el lugar de tu madre, y creo que es mi obligación avisarte de que el señor Beaumaris es un seductor implacable. Nadie podría alegrarse más que yo de que se haya fijado en ti, pero no conviene, querida mía, que te entusiasmes en exceso. Sé que bastará con que te haga un comentario, y que no te ofenderás por ello. Beaumaris es un soltero empedernido. No te imaginas la cantidad de corazones que ha roto. La pobre Theresa Howden (que unos años más tarde se casó con lord Congleton) sufrió mucho de los nervios, y sus afligidos padres lo pasaron fatal. De hecho, creían (y te aseguro que aquella temporada no se habló de otra cosa) que… ¡Pero no! ¡No pasó nada!

Como Arabella era la joven más bella en treinta kilómetros a la redonda de Heythram, ya sabía distinguir entre un seductor y un hombre serio, de modo que replicó sin vacilar:

—Sé muy bien que el señor Beaumaris no quiere decir nada con sus cumplidos. Tranquilícese, madrina, porque no corro el peligro de que me engañen como a una tonta.

—¡Eso espero, querida!

—Puede estar segura de que eso no sucederá. Si no encuentra ninguna objeción, madrina, me gustaría permitir que el señor Beaumaris me dedique sus atenciones, y sacarles todo el partido que pueda. Él cree que se está divirtiendo a mi costa; yo pienso sacar buen provecho de él. Pero respecto a la posibilidad de que me enamore… ¡es imposible!

—Bueno, no podemos confiar en que siga fijándose en ti —dijo lady Bridlington con desacostumbrada cautela—. Si lo hiciera, sería estupendo, pero al fin y al cabo no hay nada asegurado. Sin embargo, la fiesta de anoche bastó para lanzarte, querida, y estoy muy agradecida al señor Beaumaris. —Profirió un extasiado suspiro y añadió—: ¡Supongo que ahora te invitarán a todas partes!

Lady Bridlington estaba en lo cierto. En menos de dos semanas se encontró en la feliz tesitura de tener cinco citas para la misma noche, y Arabella se vio obligada a cambiar el pagaré de cincuenta libras de sir John para renovar su vestuario. La habían visto paseando por el parque a la hora de mayor afluencia de público, sentada al lado del Incomparable en su faetón de pescante elevado; en el teatro no la habían dejado sola ni un momento; saludaba a toda clase de personajes ilustres; había recibido dos propuestas de matrimonio; lord Fleetwood, el señor Warkworth, el señor Epworth, sir Geoffrey Morecambe y el señor Alfred Somercote (por mencionar sólo a sus pretendientes más destacados) se contaban entre los rivales del señor Beaumaris. Mientras tanto, lord Bridlington había llegado del Continente y descubierto que, en su ausencia, su madre se dedicaba a llenar la casa de desconocidas.

Con tono comedido, declaró que estaba muy insatisfecho con las explicaciones de su madre. Era un joven bajo y fornido, más serio de lo que correspondía a sus veintiséis años. No estaba dotado de una gran inteligencia, pero leía mucho y había adquirido desde pequeño el hábito de acumular información mediante la detenida lectura de volúmenes autorizados, de modo que su memoria retentiva poseía gran cantidad de datos que no tenía objeción en compartir con sus menos instruidos contemporáneos. La muerte de su padre, acaecida cuando él todavía estudiaba en Eton, unida a la convicción de que su madre necesitaba los constantes consejos de un varón, había agravado desastrosamente su engreimiento. Se enorgullecía de su sentido común; administraba su fortuna con gran celo; le desagradaba muchísimo cuanto rayara en lo inusual; y deploraba la frivolidad de aquellos que podrían haber sido considerados amigos suyos. La euforia que sentía su madre por no haber pasado ni una sola velada en casa desde hacía diez días no produjo en él ningún júbilo. No entendía que lady Bridlington perdiera el tiempo con reuniones sociales, ni por qué había cometido la estupidez de invitar a una joven atolondrada a su casa. Temía que el coste de aquel trajín resultara desorbitado; si lady Bridlington le hubiera pedido consejo, lo cual no habría supuesto un gran esfuerzo para ella, le habría recomendado que no invitara a Arabella a Londres.

La severidad de Frederick dejó un tanto abatida a lady Bridlington, pero como su difunto esposo le había legado una importante herencia de la que podía disfrutar, que ella siempre había utilizado para compartir los gastos de la casa de Park Street con su hijo, pudo recordarle a éste que los costes añadidos debido a la presencia de Arabella los cubriría ella, y no él. Frederick aseguró que no tenía intención de imponerle nada a su madre, pero que seguía opinando que aquel asunto era una insensatez. Lady Bridlington quería mucho a su único hijo, pero el éxito de Arabella se le había subido a la cabeza, y no estaba de humor para escuchar sobrios consejos. Reprochó a Frederick que dijera tantas tonterías; él asintió con la cabeza, apretó las mandíbulas y le aseguró que más tarde recordaría sus palabras, para añadir que se desentendía de aquel asunto. Lady Bridlington, que no tenía ninguna intención de que su hijo fuera víctima de los encantos de Arabella, se debatía entre la exasperación y el alivio al comprobar que Frederick no mostraba señales de sucumbir a ellos.

—Reconozco que es una joven muy hermosa —admitió Frederick—, pero sus modales tienen una ligereza que me desagrada, y esta agitación que te ha impuesto no es de mi gusto.

—En ese caso, no entiendo por qué has vuelto corriendo a casa —repuso su madre.

—Pensé que era mi deber, madre —se justificó Frederick.

—Pues es una tontería, y la gente lo considerará muy extraño. Nadie esperaba verte en Inglaterra hasta el mes de julio como muy pronto.

Lady Bridlington se equivocaba: a nadie le extrañó lo más mínimo que lord Bridlington hubiera acortado su viaje. La señora Penkridge resumió sucintamente la opinión de la gente cuando aseguró que ella ya se había imaginado desde el principio que la intrigante lady Bridlington quería casar a la heredera con su hijo.

—¡Se veía a la legua! —declaró con su amarga y crispante risa—. ¡Y qué hipócrita ha sido fingiendo que no esperaba a lord Bridlington en Inglaterra hasta el verano! Créeme, Horace, se casarán antes de que termine la temporada.

—¡Por el amor de Dios, tía! ¡Lord Bridlington no es rival para mí! —exclamó su sobrino, ofendido.

—Entonces eres un necio —estalló la señora Penkridge—. ¡Todo juega a su favor! Tiene un apellido honorable, y un título, lo cual debe de atraer mucho a esa joven, y además cuenta con la ventaja de vivir en la misma casa, de estar siempre disponible para atender a sus deseos, acompañarla a fiestas y… ¡Ay, voy a perder la paciencia!

Sin embargo, desde el momento en que intercambiaron el primer saludo, la señorita Tallant y lord Bridlington habían sentido una antipatía mutua que no se veía en absoluto mitigada por la necesidad de ambos de comportarse con el otro de forma sumisa y cortés, pues ni Arabella habría entristecido a su anfitriona, por toda la fortuna que se creía que poseía, confesándole que le desagradaba su hijo, ni el sentido del decoro de Frederick, sumamente desarrollado, le impedía descuidar cualquier atención que exigiera la invitada de su madre. No sólo valoraba, sino que, puesto que tenía una mente previsora, aplaudía la ambición de la señora Tallant de situar bien a sus hijas; y como su madre había asumido la tarea de buscarle esposo a Arabella, estaba dispuesto a apoyar sus planes. Lo que lo sorprendió y molestó profundamente fue descubrir, tan sólo una semana después de su regreso a Londres, que todos los cazadores de fortunas de la ciudad andaban detrás de Arabella.

—No logro entender, madre, qué puedes haber dicho para que alguien piense que la señorita Tallant es una rica heredera.

Lady Bridlington, que en más de una ocasión se había formulado la misma pregunta, replicó con inquietud:

—Yo no he dicho nada, Frederick. No veo motivo para que alguien haya podido suponer tal absurdidad. He de reconocer que me sorprendió un poco que… Pero mira, es una joven muy atractiva, y el señor Beaumaris ha quedado prendado de ella.

—Nunca he intimado con Beaumaris. No me gusta la gente con que se relaciona ni me parece bien que dirija sus galanterías a una joven tan modesta. Además, la influencia que ejerce sobre personas que yo suponía que tenían un poco más de…

—Eso no importa —se apresuró a decir su madre—. Tú mismo me lo dijiste ayer, Frederick. Puedes pensar lo que quieras de Beaumaris, pero ni siquiera tú podrás negar que se halla en situación de hacer famoso a quien quiera.

—Sí, madre, pero dudo de que tenga poder para convencer a hombres como Epworth, Morecambe, Carnaby y (debo añadir) Fleetwood para que le propongan matrimonio a una joven que nada tiene que ofrecer más que una bonita apariencia.

—¡Fleetwood no! —protestó lady Bridlington débilmente.

—¡Sí, Fleetwood! —repitió Frederick, inapelable—. No digo que ande buscando una esposa rica, pero todo el mundo sabe que no puede permitirse casarse con una muchacha sin posibles. Sin embargo, las atenciones que prodiga a la señorita Tallant son aún más notables que las de Horace Epworth. ¡Y eso no es todo! A juzgar por algunas indirectas que ha lanzado en mi presencia, y por ciertos comentarios que me ha hecho directamente, estoy convencido de que la mayor parte de nuestras amistades creen que la señorita Tallant posee una considerable fortuna. Te lo preguntaré una vez más, madre: ¿qué has dicho para que surja ese disparatado rumor?

—¡No he dicho nada! —insistió la pobre lady Bridlington, a punto de llorar—. Es más, hice un gran esfuerzo para no tocar el asunto de sus expectativas de heredar. Y no es cierto que no tenga ni un céntimo. Como es lógico, con tantos hijos, los Tallant no pueden hacer mucho para casarla, pero cuando muera su padre, y Sophia, porque ella también posee algún dinero…

—¿Unas mil libras? —la interrumpió Frederick con desdén—. Te ruego me perdones, madre, pero es evidente que has mencionado algo, aunque sea sin darte cuenta, que ha provocado esta circunstancia engorrosa. Porque eso es lo que es: un engorro. ¿En qué situación nos encontraremos si la gente empieza a decir (y lo dirá en cuanto se descubra la verdad) que has estado protegiendo a una impostora?

Esa terrible perspectiva distrajo momentáneamente a lady Bridlington de la intensa sensación de injusticia que le habían producido los anteriores comentarios de su hijo.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó mientras palidecía notablemente.

—Confía en que haré cuanto sea necesario, madre. A la mínima ocasión, diré que ignoro cómo puede haberse extendido ese rumor.

—Sí, supongo que eso es lo que debes hacer —concedió su madre, recelosa—. Pero te suplico, Frederick, que no hables con cualquiera de este asunto. No hay ninguna necesidad de que entres en los pormenores de las circunstancias de la pobre Arabella.

—Sería indecoroso por mi parte, madre. Yo no soy el responsable de su visita a Londres. Debo recordarte que fuiste tú quien se comprometió (en mi opinión, imprudentemente) a buscarle un buen partido. No es mi intención poner en peligro la oportunidad de Arabella de contraer matrimonio. Es más, como deduzco que piensas permitirle vivir aquí hasta que algún caballero le proponga desposarse, me alegraré de verla casada cuanto antes.

—¡Qué desagradable eres! —exclamó lady Bridlington, y rompió a llorar.

Cuando Arabella entró en la habitación de su madrina, ésta seguía muy disgustada; la encontró enjugándose las lágrimas con un pañuelo y sorbiéndose la nariz. Consternada, la joven rogó que le revelara el motivo de su tristeza. Lady Bridlington, aliviada al ver que tenía una audiencia comprensiva, le apretó la mano en señal de agradecimiento y, sin pensarlo, desahogó a gusto todas sus quejas.

Arrodillada junto a su silla, Arabella escuchaba en silencio, muy acongojada y con una mano lánguida entre las de la dama.

—¡Frederick ha sido muy cruel! —protestó ésta—. Y muy injusto, porque te aseguro, querida, que jamás he dicho nada parecido a nadie. ¿Cómo puede pensar mi hijo que soy capaz de hacer algo así? Habría sido infame divulgar semejante mentira, además de ridículo, y vulgar, y muchas más cosas espantosas. Y no entiendo cómo a Frederick se le ha ocurrido pensar que yo pueda haber perdido por completo el sentido del decoro.

Arabella estaba destrozada; la vergüenza y el remordimiento la habían dejado casi aturdida e incapaz de hablar. Malinterpretando su confusión, a su madrina le produjo cierto cargo de conciencia haberse confiado a ella en un momento de flaqueza.

—¡No he debido contártelo! Frederick tiene la culpa de todo, y estoy segura de que lo ha exagerado, como acostumbra. No debes dejar que esto te aflija, querida mía, porque aunque fuera verdad, sería absurdo suponer que a un caballero como el señor Beaumaris, el joven Charnwood o como muchos otros a los que podría nombrar, le importa lo más mínimo si eres una rica heredera o una indigente. ¡Y Frederick se encargará de aclararlo todo!

—¿Qué va a hacer para explicarlo? —consiguió preguntar Arabella.

—Cuando encuentre la ocasión, verá el modo de apagar esos ridículos rumores. Me refiero a que dirá cualquier cosa para quitarle importancia al asunto. Nosotras no tenemos nada de que preocuparnos, y lamento haber hablado de esto contigo.

Arabella anhelaba tener coraje para confesárselo todo a su madrina, pero no lo tenía. Lady Bridlington siguió hablando, quejándose de la crueldad de Frederick, preguntándose qué motivos podía tener para pensar que su madre fuera capaz de dar pábulo a semejante mentira, y deseando que su padre estuviera vivo para que le soltara uno de sus famosos sermones.

—¿Es por eso… por lo que todo el mundo ha sido tan educado conmigo, madrina? —consiguió preguntar la joven con tono apagado.

—¡Claro que no! —contestó lady Bridlington categóricamente—. Ya debes de haber visto, querida mía, cuántos amigos tengo en Londres, y créeme que si te han aceptado ha sido por el respeto que me tienen. Con eso no quiero decir… Pero, como es lógico, antes de que te conocieran fue mi buen nombre lo que te puso en el buen camino. —Dio unas consoladoras palmaditas en la mano a su ahijada y prosiguió—: Y además eres tan lista y tan guapa, que no me extraña que estés tan solicitada. Y sobre todo, Arabella, hemos de recordar que la gente siempre sigue lo que parece estar de moda, y el señor Beaumaris te ha hecho famosa fijándose en ti, paseándote incluso en su faetón, lo cual es un gran honor, te lo aseguro.

Arabella seguía cabizbaja.

—¿Piensa contar lord Bridlington a todos que… que carezco de fortuna, madrina?

—¡Cielo santo! ¡Claro que no, pequeña! Eso sería terrible, y espero que mi hijo tenga más sentido común. Se limitará a señalar que ese rumor es una exageración; lo suficiente para ahuyentar a los cazadores de fortunas, pero sin espantar a los hombres honrados. ¡No pienses más en ello, por favor!

Arabella se vio incapaz de obedecer esa orden. Tardó mucho en poder pensar en otra cosa. Su primer impulso fue huir de Londres y volver a Heythram, pero apenas había terminado de calcular si todavía contaba con dinero suficiente para pagar el billete de la primera diligencia, cuando reparó en todas las dificultades asociadas a una partida tan precipitada. Eran insuperables. No se atrevía a confesarle a lady Bridlington que la maleducada e infame responsable de aquel rumor era ella, y tampoco se le ocurría ninguna excusa para volver a Yorkshire. Menos aún podía afrontar la necesidad de contarles a sus padres su vergonzoso comportamiento. Debía permanecer en Park Street hasta que hubiera terminado la temporada, y si su madre se llevaba un desengaño al ver frustrados sus planes, al menos su padre nunca culparía a su hija de haber regresado a casa sin ninguna promesa de matrimonio. Era claramente consciente de que, a menos que sucediera algo maravilloso, eso era lo que pasaría, de modo que se sentía muy culpable.

Tardó varias horas en recobrar su estado de ánimo habitual, pero era joven y optimista, y tras una buena llorera, seguida de un periodo de serena reflexión, empezó a recuperar la esperanza. Ocurriría algo que resolvería sus problemas; el odioso Frederick acallaría los rumores, y poco a poco la gente se percataría de que se había equivocado. El señor Beaumaris y lord Fleetwood la tacharían, sin duda alguna, de vulgar y fanfarrona, pero confiaba en que no le hubieran contado a todo el mundo que la responsable de aquel rumor era ella. Entretanto, no podía hacer más que comportarse como si no pasara nada, tarea que, para una criatura optimista por naturaleza, no resultaba tan difícil como podría parecer: Londres le ofrecía demasiados entretenimientos como para seguir deprimida. Quizá creyera que todos sus sueños se habían malogrado, pero sólo una joven poco común habría recordado sus dificultades cuando no paraban de llegar a la casa ramos de flores y tarjetas; cuando recibía invitaciones para todo tipo de espectáculos de los que tuvieran noticia las damas londinenses; cuando todos los caballeros de la ciudad le solicitaban que les reservara un baile; cuando el señor Beaumaris la llevaba a pasear por el parque con su par de rucios y las demás jóvenes la miraban con envidia. Fuera cual fuese la causa, el éxito social resultaba muy agradable, de modo que era natural y humano que Arabella no pudiera evitar sacarle partido.

Esperaba advertir una disminución considerable entre sus cortejadores tan pronto como lord Bridlington hubiera explicado que su fortuna se había exagerado mucho, y se preparó para soportar esa humillación. Pero aunque sabía por lady Bridlington que Frederick había cumplido fielmente con su deber, seguía recibiendo invitaciones y los solteros continuaban apiñándose en torno a ella. La animó percatarse de que, al fin y al cabo, la buena sociedad no era tan interesada como había creído al principio. Sin embargo, ni Arabella ni Frederick tenían la menor idea de lo que estaba pasando: ella, porque era demasiado ingenua; Frederick, porque nunca en su vida se le habría ocurrido pensar que alguien pudiera poner en duda algo que él hubiera dicho. Pero en esa ocasión, el esfuerzo de Frederick resultó completamente vano. Hasta el señor Warkworth, un caballero caritativo, negó con la cabeza y comentó a sir Geoffrey Morecambe que a Bridlington se le estaba viendo el plumero.

—Eso mismo pensaba yo —coincidió sir Geoffrey examinando su corbata en el espejo con gesto de insatisfacción—. Qué truco tan viejo. ¿Crees que el nudo de mi corbata se parece al nuevo estilo del Incomparable?

Warkworth le dirigió una larga y desapasionada mirada y respondió:

—No.

—Ya. Yo tampoco —admitió sir Geoffrey, triste pero nada sorprendido—. Me pregunto cómo lo llamará. No es exactamente un Coche de Correos, ni un Osbaldeston, desde luego; y aunque creo que se parece un poco a un Trône d’ amour, tampoco es el mismo. Todos esos nudos sí se hacerlos.

Warkworth, cuyo pensamiento se había desviado de ese asunto de vital importancia, dijo frunciendo la frente:

—¡Maldita sea! ¡Qué vileza, tienes razón!

Sir Geoffrey se sintió un poco dolido.

—¿Tan grave te parece, Oswald?

—Sí —afirmó—. De hecho, cuanto más pienso en ello, peor me parece.

Sir Geoffrey se miró con mucha atención en el espejo y suspiró.

—Sí, tienes razón. Tendré que ir a casa y cambiármela.

—¿Cómo? —exclamó Warkworth, desconcertado—. Cambiarte ¿qué? ¡Santo cielo! ¡No me refería a tu cortaba! ¡No le diría algo así ni a mi peor enemigo! ¡Hablaba de Bridlington!

—¡Ah! —dijo sir Geoffrey con alivio—. ¡Sí, es un majadero!

—No creía que lo fuera tanto como para pensar que también lo somos los demás. Te diré una cosa: no va a hacerle ningún bien engañar a la gente con ese cuento chino. La señorita Tallant es una joven muy elegante, y estoy convencido de que no aceptaría la proposición de matrimonio de Bridlington aunque fuera la única que recibiera.

—Pero no puedes esperar que él lo sepa. No me extrañaría que no tuviera la más mínima sospecha de que es un soso. ¡De hecho no puede tenerla! Es evidente: si lo supiera, no nos castigaría con sus peroratas.

Warkworth meditó sobre esa reflexión.

—No —declaró al fin—. Te equivocas. Si él ignora que es un pelmazo, ¿por qué quiere ahuyentar a los demás pretendientes? Todo esto resulta muy sospechoso. ¡No me gusta nada! ¡Hay que jugar limpio!

—No se trata de eso. Recuerda que la señorita Tallant no desea que se sepa que es archimillonaria. Me lo dijo Fleetwood: está harta de que la cortejen por su fortuna. En el norte iban todos tras ella.

—¡Oh! —exclamó Warkworth, y preguntó con vago interés—: ¿De dónde es?

—De algún lugar del norte. Creo que de Yorkshire —contestó sir Geoffrey mientras insertaba con cautela un dedo entre los pliegues de su corbata y aflojaba un poco el nudo—.

¿Está mejor así?

—Qué raro. El otro día vi a Clayton. Él es de Yorkshire, y no conocía a la señorita Tallant.

—No, y tampoco Withernsea. Pero no estoy seguro de que sea de Yorkshire. Podría proceder de otro de esos condados infernales, como Northumberland o algo así. ¿Sabes qué creo?

—No.

—Pues que no me extrañaría que fuera hija de algún comerciante; eso lo explicaría todo.

—¿La señorita Tallant? —se asombró Warkworth—. No lo creo, amigo mío. Jamás le he oído pronunciar una palabra que delatara ese origen.

—Pues quizá sea la nieta de un comerciante —especuló sir Geoffrey—. Sería una lástima que tuviera razón, pero voy a decirte algo, Oswald: para mí no tendría ninguna importancia.

Warkworth reflexionó y decidió que para él tampoco.

Como esas opiniones estaban muy extendidas, Arabella no tuvo que sufrir la humillación de ver cómo sus pretendientes dejaban de asistir a la siguiente reunión de Almack’s. Lord Bridlington acompañó a su madre y a su invitada, pues además de ser muy correcto en cuanto a modales, le gustaba Almack’s, y aprobaba la severidad de las normas impuestas en el club por sus imperiosas patrocinadoras. Muchos de los jóvenes de su edad afirmaban sin reparos que una velada en Almack’s era lo más aburrido de la ciudad, pero se trataba de tipos pretenciosos con quienes Frederick no tenía mucha relación.

La buena educación de lord Bridlington hizo que le pidiera a la señorita Tallant la primera danza rústica, una circunstancia que provocó que el resto de aspirantes a bailar con ella intercambiara elocuentes miradas y se encargara de que lord Bridlington no tuviera ninguna otra oportunidad de bailar con la joven. Ni uno solo de ellos habría creído que Frederick no deseara hacerlo y prefiriera pasearse por las salas contando sus viajes por el extranjero a todo el que estuviera dispuesto a escucharlo.

El vals, que los más anticuados aún veían con recelo, se había introducido hacía ya tiempo en Almack’s, pero todavía se sobreentendía que ninguna damisela podía bailarlo a menos que una de las patrocinadoras hubiera expresado claramente su aprobación. Lady Bridlington se había ocupado de recalcarle esa importante convención a Arabella, y por ese motivo la joven rechazó todas las peticiones que recibió cuando sonaron los primeros acordes de los violines. Arabella sabía que su padre no habría aprobado ese baile: nunca se había atrevido a decirle que Sophia y ella habían aprendido a bailarlo con sus amigas las señoritas Caterham, una pareja muy gallarda. Así que se sentó en una silla, al lado de lady Bridlington, y se quedó allí abanicándose y procurando que no se notara que le habría encantado estar dando vueltas en la pista de baile. Un par de damiselas más afortunadas que no habían visto con buenos ojos el rápido ascenso de la popularidad de Arabella le lanzaron tales miradas de desdén y superioridad que la joven tuvo que recordar las máximas de su padre para aplacar los indecorosos sentimientos que surgieron en su pecho.

El señor Beaumaris, que había llegado con retraso —de hecho, apenas diez minutos antes de que las puertas se cerraran implacablemente a los rezagados—, al parecer con el único propósito de distraer a la esposa del embajador de Austria, reparó en Arabella e interpretó correctamente sus emociones.

—¿Puedo pedirle a esa joven que baile conmigo? —preguntó de repente a la princesa Esterházy lanzándole una de sus socarronas miradas.

La princesa arqueó las delicadas y negras cejas y esbozó una sonrisa.

—Aquí, amigo mío, no es usted la autoridad suprema. Me parece que no debería proponérselo.

—Ya sé que no debería —replicó él, desarmando rápidamente a su interlocutora—. Por eso le he pedido, princesa, que me presente ante la joven como una pareja de baile deseable.

Ella vaciló: miró a Arabella, rió y se encogió de hombros.

—¡Está bien! Al fin y al cabo, esa joven ha demostrado ser muy discreta y elegante. ¡Acompáñeme!

Arabella, asombrada al verse de pronto abordada por una de las más imponentes patrocinadoras, se puso rápidamente en pie.

—Veo que no baila usted, señorita Tallant. ¿Me permite que le presente al señor Beaumaris como una pareja de baile muy deseable? —dijo la princesa sonriendo con malicia a su acompañante.

La joven sólo pudo hacer una reverencia, sonrojarse y lamentar el bajo instinto que provocaba en su fuero interno aquellos sentimientos de innoble triunfo sobre las damas que hacía sólo unos momentos la habían mirado con desprecio.

El señor Beaumaris la guió hasta la pista de baile, le rodeó la cintura con un brazo y le cogió la mano derecha con delicadeza. Arabella era una buena bailarina, pero estaba muy nerviosa, en parte porque nunca había bailado el vals, salvo en la vieja aula de la casa de las señoritas Caterham, y en parte porque le resultaba muy extraño encontrarse tan cerca de un hombre. Durante varias vueltas, contestó a las preguntas de Beaumaris sin prestar mucha atención, porque estaba pendiente de sus pies. Era mucho más baja que él, de modo que la cabeza sólo le llegaba a la altura de los hombros, y como era muy tímida, no alzaba la vista, sino que miraba con fijeza su chaleco. Él, que no tenía por costumbre bailar con muchachas tan jóvenes, encontró divertida e incluso atractiva la timidez de Arabella. Cuando creyó que la joven había tenido tiempo para recuperarse un poco de ella, dijo:

—Es un chaleco muy bonito, ¿verdad, señorita Tallant?

Arabella levantó rápidamente la cabeza y emitió una risita. Estaba tan encantadora, y sus grandes ojos se clavaron en los de él con una expresión tan franca e ingenua, que Beaumaris sintió algo que no era mera diversión. Pero no tenía intención de entrar en terreno peligroso por ésa ni por cualquier otra joven hermosa, así que en tono de broma añadió:

—Verá, la costumbre es mantener una conversación educada durante el baile. Ya le he dirigido tres comentarios anodinos sin obtener respuesta alguna por su parte.

—Es que tengo que mirar dónde piso —le confió ella, muy seria.

Sin duda alguna, aquella absurda jovencita era un soplo de aire fresco comparada con el resto de las damiselas de Londres. De haber sido más joven, reflexionó Beaumaris, habría podido sucumbir fácilmente a sus encantos. Era una suerte que tuviera treinta años y que ya no se dejara cautivar por un rostro hermoso o por unos modales ingenuos, porque sabía que acabarían aburriéndolo, y esperaba algo más de la mujer con que un día se casaría. Todavía no había encontrado lo que andaba buscando, y además ignoraba lo que necesitaba, de modo que se había resignado a seguir soltero.

—No es necesario, baila usted maravillosamente. No pretenderá que me crea que ésta es la primera vez que baila el vals, ¿verdad?

La señorita Tallant no pretendía que él se creyera nada parecido, desde luego, y se arrepintió de su impulsiva confesión.

—¡Por supuesto que no! —mintió—. Pero sí es la primera vez que lo bailo en Almack’s.

—En ese caso, me alegra pensar que ha sido mío el honor de bailarlo con usted por primera vez. Ahora que todos han visto que no pone usted objeciones al vals, sin duda todos los caballeros aquí presentes la asediarán.

Arabella no respondió, y siguió estudiando el chaleco de su pareja de baile. El señor Beaumaris la miró sonriendo burlonamente.

—¿Cómo se siente, señorita Tallant, ahora que se ha convertido en la mujer más famosa de la ciudad? ¿Lo disfruta, o preferiría no ser tan popular como lo era en Yorkshire?

Arabella levantó la mirada, y también la barbilla.

—Me temo, señor Beaumaris, que ha revelado usted lo que… lo que le supliqué que guardara en secreto.

—Le aseguro, señorita Tallant —replicó él con frialdad, a pesar del destello sarcástico de sus ojos—, que sólo he comentado sus circunstancias con una persona: lord Fleetwood.

—Entonces debe de haber sido él quien… —Se ruborizó, interrumpiéndose.

—Es muy probable —concedió él—. Pero no debe usted culparlo por ello. Esas cosas siempre acaban sabiéndose.

Arabella abrió la boca, para volver a cerrarla. Beaumaris se preguntó qué había estado a punto de decir: si iba a dirigirle uno de sus comentarios educados o tal vez había estado a punto de revelarle la verdad. En realidad se alegró de que ella se lo hubiera pensado mejor. Si se confiaba a él, suponía que se vería obligado, por piedad, a poner fin a aquel juego, lo cual sería una lástima, pues le estaba proporcionando una excelente diversión. Haber encumbrado en la buena sociedad a una joven provinciana completamente desconocida era un logro que sólo una persona que no se forjaba ilusiones sobre el mundo que lideraba podía valorar correctamente. Además, lo regocijaba sobremanera observar los esfuerzos de sus esmerados imitadores para obtener su mano en matrimonio. En cuanto a Arabella, sintió un leve escrúpulo, pero lo pasó por alto. Sin duda, la joven se retiraría en su momento a su remoto rincón norteño, se casaría con algún terrateniente de cara sonrosada y se pasaría el resto de la vida hablando de su excelente temporada londinense. Volvió a mirar a la joven y pensó que sería una lástima que se fuera demasiado pronto. Seguramente, antes de que terminara la temporada se alegraría de verla marchar, pero de momento le producía gran satisfacción gratificarla con un discreto coqueteo.

La música cesó, y el señor Beaumaris acompañó a Arabella a una de las estancias contiguas a la sala de baile, donde se servían refrigerios. Las bebidas eran muy sencillas: la más fuerte que se ofrecía era un ligero burdeos.

—Permítame darle las gracias por estos deliciosos minutos —dijo mientras le procuraba un vaso de limonada a la joven—. Nunca había disfrutado tanto con un baile.

Ella se limitó a esbozar una sonrisa e inclinar la cabeza; ambos gestos denotaban una incredulidad tan evidente que Beaumaris quedó fascinado. ¡Estaba claro que la joven Tallant no tenía ni un pelo de tonta! Él habría seguido conversando en ese tono, con la esperanza de hacerla hablar, pero en ese momento se les acercaron dos resueltos caballeros. Arabella cedió a los requerimientos del señor Warkworth y se marchó cogida de su brazo. Sir Geoffrey Morecambe soltó un lánguido suspiro, pero aprovechó aquel revés para preguntarle al señor Beaumaris qué nombre tenía el nudo de su corbata. Tuvo que repetirle la pregunta, porque éste se hallaba observando cómo se alejaba Arabella del brazo de Warkworth y no estaba prestándole atención. Pero cuando sir Geoffrey se la repitió, lo miró y arqueó las cejas.

—¡El nudo de tu corbata! —insistió sir Geoffrey—. Creo que no lo reconozco. ¿Es nuevo? ¿Te importaría decirme cómo se llama?

—No, claro que no —replicó Beaumaris con tono insulso—. Lo llamo «variación sobre un tema original».

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