Arabella

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El aula de la rectoría de Heythram no era una estancia muy amplia, pero, tratándose de un frío día de enero, en una casa donde se tenía muy en cuenta el consumo de carbón, sus ocupantes no lo consideraban una desventaja. El modesto fuego que ardía en la alta chimenea con barrotes calentaba lo suficiente para que sólo una de las jóvenes que allí se encontraban, Elizabeth, hubiera decidido cubrirse los hombros con un chal. A la menor de las hermosas hijas del reverendo Henry Tallant le dolía el oído, y además de ponerse una cebolla asada en la oreja enferma, se había envuelto la cabeza y el cuello con un viejo chal de cachemira. Estaba acurrucada en un gastado sofá, con la cabeza sobre un almohadón rojo, y de vez en cuando soltaba un quejumbroso suspiro al que ninguna de sus hermanas prestaba atención. Betsy era una niña enfermiza. El clima de Yorkshire no sentaba bien a su constitución, y como pasaba la mayor parte del invierno aquejada de una variedad de enfermedades menores, todos excepto su madre contemplaban su debilidad como algo común y corriente.

Esparcidos en la mesa principal había numerosos indicios de que las damiselas se habían retirado a aquella acogedora y desordenada sala para coser unas camisas, pero sólo una de ellas, la mayor, se ocupaba en esa tarea. En una butaca al lado de la chimenea, la señorita Margaret Tallant, una bien dotada joven de quince años, devoraba la historia por entregas de un ejemplar encuadernado de The Ladies’ Monthly Museum, con los índices metidos en las orejas para no oír a nadie. Sentada enfrente de la señorita Arabella, la señorita Sophia, que había dejado abandonada la labor en una mesita que tenía al lado, leía en voz alta de otro ejemplar de esa instructiva publicación periódica.

—Permíteme decir, Bella —observó Sophia bajando un momento la revista—, que esto resulta completamente desconcertante. ¡Escucha lo que pone aquí! «Hemos ofrecido a nuestras suscriptoras modelos del diseño más moderno, pero que no atentan contra las normas del buen gusto y el decoro, sino que estimulan la sonrisa del buen talante y provocan un encanto que se añade a la bondad. La economía debería estar a la orden del día». Y hay una imagen de un traje de fiesta absolutamente divino. ¡Pero míralo, Bella! Y dice que el canesú ruso es de raso azul, abrochado por delante con diamantes. ¡Imagínate!

Su hermana, obediente, levantó la vista del puño al que estaba haciendo el dobladillo, y examinó con mirada crítica la esbelta giganta dibujada entre los «Apuntes sobre moda». Entonces suspiró y volvió a inclinarse sobre su labor.

—Pues bien, si ése es su concepto de la economía, me temo que no podré ir a Londres, aunque me invite mi madrina. De todas formas, estoy segura de que no va a invitarme —dijo, pesimista.

—Tienes que ir e irás —declaró Sophy con vehemencia—. Piensa en lo que significaría para nosotras que no lo hicieras.

—Sí, pero no puedo acudir vestida como una campesina —objetó Arabella—, y si he de ponerme cierres de diamantes en los corpiños, sabes muy bien que…

—¡Eso son pamplinas! Seguro que es una exageración, o quizá esos diamantes sean falsos. Además, este número es antiguo. En otro ejemplar he visto que las joyas ya no se llevan por la mañana, así que… ¿Dónde está ese ejemplar? ¡Lo tienes tú, Margaret! Dámelo, te lo ruego. Eres demasiado joven para interesarte por esas cosas.

Margaret se destapó las orejas para sujetar la revista e impedir que su hermana se la arrebatara.

—¡No! ¡Estoy leyendo la historia por entregas!

—Pues no deberías hacerlo. Ya sabes que a nuestro padre no le gusta que leamos novelas.

—Tampoco le agradaría si te viera leyendo revistas de moda —replicó Margaret.

Las dos hermanas se miraron. A Sophy le temblaban los labios.

—Querida Meg, te ruego que me lo prestes, sólo un momento.

—Te lo dejaré cuando haya terminado de leer el Relato de Augustus Waldstein. Pero sólo un momento, ¿de acuerdo?

—Espera, por aquí había algo que se refería a eso —intervino Arabella dejando su labor para hojear el ejemplar abandonado por Sophia—. «Método para conservar la leche con rábanos picantes… Cera blanca para las uñas… Fundas para dientes renegridos…». ¡Sí, aquí está! ¡Escucha, Meg! «Si en su juventud una dama se dedica a leer novelas, no estará capacitada para ser la compañera de un hombre sensato ni para dirigir una familia con corrección y decoro». ¡Mira! —Levantó la cabeza, y sus chispeantes ojos desmintieron el gesto gazmoño de sus labios fruncidos.

—Te aseguro que nuestra madre está capacitada para ser la compañera de un hombre sensato —repuso Margaret, indignada—. ¡Y ella lee novelas! Y ni siquiera padre pone objeciones a El errante, ni a los Cuentos de la señora Edgeworth.

—No, pero no le gustó nada sorprender a Bella leyendo Los hermanos húngaros ni Los niños de la abadía —replicó Sophia, y aprovechó la ocasión para arrebatarle The Ladies’ Monthly Museum a su hermana, en ese momento desprevenida—. Aseguró que en esos libros se decían muchas tonterías y que les faltaba estatura moral.

—¡En el relato que estoy leyendo no falta estatura moral! —declaró Margaret un tanto alterada—. Mira lo que dice aquí, cerca del final de la página: «¡Albert! ¡Que tu primer deber sea la pureza!». Estoy segura de que eso no podría censurarlo.

Arabella se frotó la punta de la nariz.

—Bueno, supongo que lo consideraría rimbombante —observó—. Pero devuélveselo, Sophy.

—Se lo devolveré cuando haya encontrado lo que estoy buscando. Además, fui yo quien tuvo la feliz idea de pedir prestados los volúmenes a la señora Caterham, así que… ¡Ya lo tengo! Dice que hoy en día, por las mañanas sólo se llevan joyas de factura muy sencilla. —Y añadió con un deje de vacilación—: Supongo que las modas no cambian tan deprisa, ni siquiera en Londres. Este número sólo tiene tres años.

—Pero Bella no tiene joyas de ninguna clase, ¿no? —señaló Elizabeth incorporándose con cautela al sofá.

Esa observación, hecha con la franqueza propia de una damisela de sólo nueve años, ensombreció la conversación.

—Tengo el guardapelo de oro y la cadena con los mechones de pelo de nuestros padres —dijo Arabella.

—Si tuvieras una diadema y una pretinilla y una ajorca a juego, estaría todo solucionado —terció Sophy—. Aquí se describe un modelo con esos únicos ornamentos.

Sus tres hermanas la miraron con perplejidad.

—¿Qué es una pretinilla? —preguntaron.

Sophy sacudió la cabeza.

—No lo sé —admitió.

—Bueno, de todas formas, Bella no tiene ninguna —dijo Elizabeth, pragmática, desde el sofá.

—Si fuera tan blanda que acabara renunciando a ir a Londres por un motivo tan insignificante como ése, nunca la perdonaría.

—¡Claro que no renunciaría! —exclamó Arabella con desdén—. Pero no tengo ninguna esperanza de que lady Bridlington me invite. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Sólo porque soy su ahijada? ¡Si no la he visto en mi vida!

—Te envió un chal precioso como regalo de bautizo —le recordó Margaret.

—Y además es la mejor amiga de nuestra madre —observó Sophy.

—Pero madre tampoco la ve desde hace una eternidad.

—Y nunca le ha enviado nada más a Bella, ni siquiera por su confirmación —señaló Betsy quitándose con cuidado la cebolla de la oreja para arrojarla al fuego.

—Si ya no te duele tanto el oído —dijo Sophia mirando a su hermana pequeña con desaprobación—, podrías arreglar esta costura. Quiero dibujar un patrón para hacerme un volante.

—Madre dijo que me quedara sentada junto al fuego —replicó la enferma, y volvió a ponerse cómoda—. ¿Hay algún acróstico en esos trasnochados ejemplares?

—No, y si los hubiera, no se los pasaría a alguien tan poco dado a colaborar como tú, Betsy —respondió Sophy, tajante.

Betsy rompió a llorar, aunque con poco entusiasmo. Como nadie le hizo caso, pues Margaret volvió a concentrarse en su novela por entregas y Arabella estaba enseñando a Sophia el dibujo de un abrigo de terciopelo con un lujoso ribete de armiño, dejó de quejarse y se limitó a sorberse la nariz de vez en cuando, mirando con resentimiento a sus dos hermanas mayores.

Daba gusto verlas allí sentadas, estudiando minuciosamente la revista, con los oscuros tirabuzones entrelazados y abrazadas por la cintura. Vestían con sencillez, con unos trajes de sarga azul, de cuello alto y mangas largas y ceñidas, sólo con un par de lazos como único ornamento; pero todas las hijas del párroco eran conocidas por su belleza y no necesitaban aderezos. Pese a que Arabella era, sin ninguna duda, la belleza de la familia, en el vecindario todos estaban de acuerdo en que cuando Sophia se estilizara un poco y perdiera la redondez propia de sus dieciséis años, no tendría nada que envidiar a su hermana mayor. Ambas tenían ojos grandes, oscuros y expresivos, nariz pequeña y recta, y labios delicadamente perfilados; el cutis de las dos hermanas, que nada debía a la Loción de Dinamarca, al Rocío de Olimpia ni al Resplandor de Ninon, ni a ningún otra producto de belleza de los que se anunciaban en las revistas, era la envidia de otras jóvenes menos afortunadas. Sophia era la más alta de las dos; Arabella tenía mejor figura y unos tobillos más bonitos. Sophia parecía más robusta que Arabella, la cual subyugaba a sus admiradores con su engañoso aire de fragilidad, que había inspirado a un joven de mentalidad romántica a compararla con una hoja agitada por el viento, y a otro a dedicarle unos versos malísimos en que la llamaba «la Nueva Titania». Desgraciadamente, Harry encontró un día esa efusiva composición y se la mostró a Bertram, y hasta que su padre dijo, con su moderada austeridad, que consideraba que la broma ya estaba muy trillada, habían insistido en dirigirse a su hermana por ese cómico apelativo.

Rumiando sobre las injusticias de que era víctima, Betsy no encontraba nada que admirar en ninguna de las dos hermanas, y estaba sopesando la posibilidad de retirarse a la habitación de los niños para recibir los mimos de su nana aunque ésta le pidiera que se encargara de distraer al pequeño Jack, cuando se abrió la puerta y un fornido muchachito de once años de cabello rizado, ataviado con pantalones de nanquín y camisa con volantes, irrumpió en la habitación y exclamó:

—¡Hola! ¿No os habéis enterado? ¡Padre y madre están en el estudio, pero yo sé qué pasa!

—¿Qué pasa? —preguntó Sophia.

—Os encantaría saberlo, ¿verdad? —exclamó Harry. Se sacó un trozo de cordel del bolsillo y empezó a hacer un complicado nudo—. Mira cómo hago éste, Meg. Ya sé hacer seis nudos básicos, y si el tío James no convence al capitán Bolton para que me lleve con él en su próxima misión, será un timo y una infamia.

—Pero no has venido a contarnos eso —dijo Arabella—. ¿Qué ha pasado?

—Será otra de las bromas de Harry —conjeturó Margaret.

—No, nada de eso —replicó su hermano—. Joseph Eccles ha ido al White Hart por el correo. —Al ver que había conseguido captar la atención de sus hermanas, les sonrió—. ¡Sí, ya podéis poner cara de sorpresa! Hay una carta de Londres para nuestra madre. Y la envía un lord, lo he visto con mis propios ojos.

A Margaret se le cayó el libro de las manos, Sophia profirió un gritito ahogado y Arabella se levantó de un brinco de la silla.

—¡Harry! No será de mi madrina, ¿verdad? —exclamó.

—¿De tu madrina? —repitió el chico.

—Si viene de Londres, ha de ser de lady Bridlington —declaró Sophia—. Arabella, creo que la suerte nos acompaña.

—No es posible —dijo ésta con un hilo de voz—. Segura que ha escrito porque no puede invitarme.

—¡Bobadas! —repuso su pragmática hermana—. Si así fuera, ¿quieres explicarme por qué habría ido mamá a enseñarle la carta a papá? Yo lo doy por hecho. Te vas a Londres a pasar la temporada.

—¡Ay! ¡Ojalá fuera verdad! —exclamó Arabella, temblorosa.

Harry, que había dejado los nudos y se había puesto a hacer el pino, perdió el equilibrio en ese momento y cayó al suelo junto con una silla, el costurero de Sophia y una pantalla de mano que Margaret había estado pintando antes de sucumbir a The Ladies’ Monthly Museum. Las jóvenes suplicaron a Harry que no fuera tan bruto, pero no censuraron su torpeza. El niño se levantó y comentó con desdén que sólo una chica alborotaría tanto por una simple visita a Londres.

—¡Qué aburrimiento! —exclamó—. Me gustaría saber qué creéis que haríais allí.

—¿Cómo puedes ser tan estúpido, Harry? ¡Los bailes! ¡Los teatros! ¡Los salones! —dijo Arabella con voz ahogada.

—Yo creía que ibas a Londres a buscar un buen partido —intervino Betsy—. Eso fue lo que le oí decir a nuestra madre.

—Pues no debías estar escuchando —la reprendió Sophia con aspereza.

—¿Qué es un buen partido? —preguntó Harry, y se puso a hacer malabarismos con unos carretes de hilo de seda caídos del costurero.

—¿No sabes qué es un buen partido? —preguntó la enferma—. Es una boda muy espléndida. Y entonces Bella nos invitará a Sophy, a Meg y a mí a su casa de Londres, y todas encontraremos maridos ricos.

—Te aseguro que no haré nada parecido, señorita —declaró Arabella—. Permíteme decir que nadie te invitará a ningún sitio hasta que hayas corregido tus modales.

—Pues madre lo dijo —protestó Betsy con tono lastimero—. Y no creas que no entiendo de esas cosas, porque…

—Betsy —la interrumpió Sophia sin piedad—, si no quieres que le cuente a padre lo poco discreta que eres, te aconsejo que vayas a la habitación de los niños, que es donde te corresponde estar.

Esa terrible amenaza surtió un efecto inmediato. Quejándose de que sus hermanas eran unas antipáticas, Betsy salió tan despacio como pudo de la habitación, arrastrando su chal.

—Está muy enferma —la disculpó Arabella.

—¡Es una mocosa precoz! —la contradijo Sophia—. Debería ser más elegante y no pensar en esas cosas. Ay, Bella, si tuvieras la fortuna de contraer un matrimonio conveniente… Si lady Bridlington te presenta en sociedad, estoy segura de que lo conseguirás. Porque —añadió con nobleza— eres con mucho la joven más hermosa que he visto jamás.

—¡Oh! —ironizó Harry.

—Sí —coincidió Margaret—, pero si tiene que llevar botones con diamantes, diademas y… y todo lo que has mencionado antes, no sé cómo lo haremos.

Un melancólico silencio sucedió a esas palabras. Sophie fue la primera en reaccionar.

—¡Ya se nos ocurrirá algo! —anunció con resolución.

Nadie le contestó. Arabella y Margaret sopesaron con recelo su afirmación, y Harry, que acababa de descubrir unas tijeras, se puso a cortar trocitos de una madeja de lana para zurcir. Estaban todos callados y pensativos cuando entró en la habitación un joven que acababa de superar la adolescencia. Era atractivo, de tez más clara que la de su hermana mayor pero parecido a ella; y resultaba evidente, por la exagerada altura del cuello de su camisa y el estudiado desorden de sus rizos castaños, que cuidaba su aspecto hasta rayar el dandismo. El sastre de Knaresborough que le confeccionaba los trajes no podía aspirar al virtuosismo de Weston o Stultz, pero había realizado su trabajo lo mejor posible, facilitado desde luego por las admirables proporciones de su cliente. Bertram Tallant sabía sacar partido de su físico y poseía unas piernas muy estilizadas. En ese momento llevaba unos pantalones de gamuza, pero en uno de sus baúles guardaba unos pantalones ajustados amarillos que todavía no se había atrevido a enseñarle a su padre y que le conferían un aire muy distinguido. Sus botas, a las que dedicaba mucha atención, brillaban cuanto podía esperarse de las botas de un joven caballero cuyos padres no podían comprar al segundón betún negro del bueno; y las puntas del cuello de su camisa, gracias a las bondadosas manos de sus hermanas, estaban tan bien almidonadas que debía esforzarse para girar la cabeza. Al igual que su hermano mayor, James, que estaba estudiando en Oxford antes de recibir las órdenes, se había educado en Harrow, pero en esa época vivía en la casa familiar y estudiaba supervisado por su padre para presentarse a los exámenes del ingreso en Oxford las próximas vacaciones de Pascua. Se había embarcado en aquella tarea sin entusiasmo, ya que su ambición era alcanzar el rango de corneta en un regimiento de húsares. Sin embargo, dado que eso costaba nada menos que ochocientas libras, y como el fin de la larga guerra contra Bonaparte había dificultado mucho los ascensos, que sólo podían conseguirse mediante el pago de cuantiosas sumas de dinero, el señor Tallant había decidido, con muy buen juicio, que una ocupación civil resultaría menos ruinosa que una carrera militar. Quería que su hijo Bertram, tras conseguir una licenciatura respetable, entrara a trabajar en el Ministerio del Interior. Las dudas que pudiera haberle hecho albergar el carácter voluble de su hijo sobre su idoneidad para ese puesto las disipaba pensando que, al fin y al cabo, Bertram todavía no había cumplido dieciocho años, y que la Universidad de Oxford, donde el párroco había pasado tres años estudiando, ejercería una influencia benéfica en su personalidad.

El futuro candidato al Parlamento anunció su entrada en el aula con un amortiguado grito de caza, seguido de la afirmación de que había personas a quienes la fortuna favorecía injustamente.

Arabella juntó ambas manos delante del pecho y dirigió una elocuente mirada a su hermano.

—¿Es verdad, Bertram? —preguntó—. Te ruego que no me tortures.

—Pues sí, es verdad. Pero ¿quién te lo ha dicho?

—Harry, por supuesto —respondió Sophia—. ¡En esta casa, los niños están enterados de todo!

—¡Vamos! —exclamó Harry poniéndose en guardia frente a su hermano mayor—. ¡Peleemos un poco!

—¡Aquí no! —chillaron sus hermanas, acostumbradas a las ocurrencias del bullicioso Harry.

Pero como no abrigaban esperanzas de que les hicieran caso, las damiselas buscaron refugio donde pudieron, lo que no resultó fácil pues, además de ser pequeña, la habitación estaba abarrotada de cachivaches y bibelots. Los hermanos forcejearon y se balancearon, abrazados, durante un par de minutos, pero como Harry, pese a ser un muchacho lozano, no era rival para Bertram, tuvo que resignarse a que su hermano lo echara a empellones de la estancia y le cerrara la puerta en las narices. Tras patear la puerta y amenazar a su hermano con truculentas represalias, se marchó silbando a través del hueco dejado por el incisivo que le faltaba, de modo que Bertram dejó de sujetar la puerta con los hombros y pudo arreglarse la corbata.

—Pues sí, vas a ir a Londres —informó a Arabella—. ¡Cómo me gustaría tener una madrina rica! Lo único que ha hecho la anciana señora Calne por mí fue regalarme un libro espantoso titulado El consuelo del cristiano, o algo parecido.

—Sí, creo que eso fue una mala pasada —concedió Margaret—. Hasta nuestro padre dijo que si la señora Calne hubiera pensado que te gustaba ese tipo de literatura, podría haber deducido que ya encontrarías ese libro en nuestra biblioteca.

—Padre sabe que no siento esas inclinaciones, y es justo que diga que tampoco lo espera —dijo Bertram, magnánimo—. Quizá sea terriblemente puritano y esté lleno de ideas anticuadas, pero es justo y sincero, y no intenta engañar a nadie con patrañas.

—Sí, sí —dijo Arabella, impaciente—. Pero ¿sabe lo de la carta? ¿Me dejará ir a Londres?

—Me parece que la idea no le complace en absoluto, pero ha dicho que no puede impedírtelo y que debe confiar en que te comportarás correctamente en sociedad y que no permitirás que te pierdan ni la vanidad ni la frivolidad. Y respecto a eso —añadió Bertram con fraternal sinceridad—, no creo que teman que estés fuera de lugar entre los nobles, así que no hay muchas posibilidades de que te estropees.

—No; estoy segura de que no —dijo Arabella—. Pero cuéntamelo todo. ¿Qué dice la carta de lady Bridlington?

—¡Eso no lo sé! Cuando madre entró yo estaba intentando descifrar un endiablado texto griego, así que no le presté mucha atención. Supongo que ella te lo explicará. Me ha enviado para decirte que te espera en su vestidor.

—¡Dios mío! ¿Por qué no me lo has dicho antes? —exclamó Arabella. Metió la camisa que no había terminado de coser en una bolsa y salió a toda prisa de la habitación.

La rectoría sólo constaba de dos plantas, pero era grande y anticuada, y para llegar al vestidor de su madre, Arabella tuvo que recorrer varios pasillos, todos cubiertos con gastadas alfombras de lana y muy fríos.

El beneficio eclesiástico de Heythram era respetable, pues ascendía a unas trescientas libras anuales; además, su actual titular gozaba de una pequeña renta personal; pero las necesidades de una familia numerosa convertían el cambio de las alfombras de los pasillos en un sueño más que un gasto que pudieran permitirse. El párroco, que era hijo de un hacendado, se había casado con la hermosa señorita Theale, que podía haber aspirado a algo mejor que desposarse con un simple segundón, por muy atractivo que éste fuera. De hecho, se decía que la joven se había casado para contrariar a su familia y que, de habérselo propuesto, habría podido atrapar a algún baronet. Pero se había enamorado a primera vista de Henry Tallant. Como él, procedía de una familia respetable, y dado que los padres de ella tenían otras hijas casaderas, la señorita Theale se había salido con la suya. Aparte de lamentar a veces que el beneficio no rindiera más o que Henry no pudiese desprenderse de una moneda cada vez que un mendigo se cruzaba en su camino, nunca había dado motivos a nadie para pensar que estuviera arrepentida de su elección. Cierto es que le habría gustado instalar en la rectoría uno de esos nuevos inodoros y una cocina nueva; o, como su cuñado, tener velas de cera en todas las habitaciones sin pasar estrecheces. Pero era una mujer sensata, y aunque la chimenea de la cocina echara humo y el mal tiempo convirtiera las visitas al viejo inodoro en algo particularmente desagradable, sabía que era mucho más feliz con su Henry de lo que jamás habría podido serlo con aquel baronet al que ya casi había olvidado. Estaba de acuerdo con la decisión de su esposo de que, fuera cual fuese el destino de sus hijas, sus hijos debían recibir una buena educación.

Sin embargo, aunque administraba muy bien el dinero para asegurarse de que James y Bertram pudieran llevar una vida respetable en Harrow, las ambiciones puestas en el futuro de la mayor y más hermosa de sus hijas iban en aumento. Pese a no lamentar abiertamente las circunstancias que a ella le habían impedido destacar más allá de York y Scarborough, estaba decidida a que Arabella no quedara tan limitada como su madre. Quizá ya albergaba esa esperanza cuando invitó a su amiga del colegio, Arabella Haverhill, que había hecho una boda muy conveniente, a ser la madrina de su hijita. Sin duda alguna, su propósito de enviar a la joven Arabella a presentarse en sociedad bajo los auspicios de lady Bridlington no era nada nuevo. A lo largo de los años había mantenido una infrecuente pero regular correspondencia con su vieja amiga, y estaba convencida de que la vida moderna no había hecho mella en la bondad de la rechoncha y alegre señorita Haverhill. Lady Bridlington no había tenido hijas —de hecho, sólo un hijo varón, siete u ocho años mayor que Arabella Tallant—, pero desde el punto de vista de su amiga, eso suponía una clara ventaja. Por muy bondadosa que fuera la madre de una familia con varias hijas en edad de merecer, no aceptaría acoger a otra joven en busca de un marido adecuado. Pero una viuda acomodada, amante de las diversiones de la moda y sin hijas casaderas no tenía por qué no recibir con entusiasmo la oportunidad de acompañar a una joven protegida a los bailes, fiestas y salones que tanto le gustaban. La señora Tallant no concebía que pudiera ser de otro modo. Y su amiga no la decepcionó. Lady Bridlington, en una carta de varias hojas de papel con bordes dorados, admitió que no entendía cómo la idea no se le había ocurrido a ella. Se aburría mucho y nada le gustaba más que verse rodeada de jóvenes. Confesó que le había dolido mucho no tener féminas; y como no le cabía ninguna duda de que la hija de su querida Sophia sería un encanto, esperaría su llegada con impaciencia. La señora Tallant ni siquiera hubo de mencionar su objetivo al enviar a Arabella a la ciudad: Henry Tallant quizá considerara que las cartas de lady Bridlington sólo traslucían frivolidad e insensatez, pero lo cierto es que la dama, pese a no ser una persona muy inteligente, sabía desenvolverse muy bien en sociedad. Le escribió a Sophia que podía estar tranquila porque no dejaría piedra sin mover hasta haberle encontrado un buen partido a Arabella. De hecho insinuó que ya había pensado en unos cuantos solteros.

Por eso no es de extrañar que Arabella, al asomarse por detrás de la puerta del vestidor de su madre, la encontrara absorta en agradables ensoñaciones.

—¿Madre?

—¡Arabella! Pasa, hija mía, y cierra la puerta. He recibido una carta maravillosa de tu madrina. ¡Ya sabía que podía confiar en ella, querida!

—Entonces ¿es verdad? ¿Voy a ir a Londres? —preguntó la muchacha con un hilo de voz.

—Sí, y me ha suplicado que te envíe tan pronto sea posible porque al parecer su hijo se halla de viaje por el continente y ella está muerta de aburrimiento, sola en esa casona. ¡Ya me lo imaginaba! Te tratará como si fueras su propia hija. Ah, y pese a que nunca se lo he pedido, se ha ofrecido a llevarte a uno de esos salones.

Esa impresionante perspectiva hizo enmudecer a Arabella. Sólo pudo mirar a su madre mientras ésta enumeraba todas las delicias que la esperaban en Londres.

—¡Lo que siempre he deseado para ti! Seguro que te consigue una invitación para ir a Almack’s, porque conoce a las patrocinadoras. Y te llevará a conciertos y al teatro. Y a las fiestas de la buena sociedad. Desayunos, salones, bailes… ¡Ya verás cuántas oportunidades tendrás, tesoro! Ah, y también dice que… ¡pero eso no importa!

—Pero madre —consiguió balbucear Arabella—, ¿cómo lo haremos? ¡Piensa en los gastos! No puedo… no puedo ir a Londres si no tengo ropa que ponerme.

—¡No, claro que no! —admitió la señora Tallant, risueña—. Eso sería espantoso, desde luego.

—Sí, madre, pero ya sabes que me refiero a ropa adecuada. Sólo tengo dos vestidos de baile, y aunque son perfectos para el salón de Harrowgate y para las fiestas rústicas, no son bastante elegantes para Almack’s. Sophy le ha pedido prestadas a la señora Caterham sus Montly Museums, de manera que he estado mirando los modelos que aparecen, y es todo demasiado lujoso, madre. Todo lleva adornos de diamantes, o de armiño o de encaje.

—No te alteres, querida Arabella. Te aseguro que he pensado en todo. Debes saber que hace mucho tiempo que lo tengo planeado. —Reparó en la expresión de perplejidad de su hija y volvió a reír—. ¿Acaso creías que iba a enviarte a la ciudad vestida de campesina? ¡No estoy tan chiflada! He estado ahorrando para esta ocasión desde ya no recuerdo cuándo.

—¡Madre!

—Mira, tengo un poco de dinero mío —explicó la señora Tallant—. Tu querido padre jamás quiso utilizarlo, y me pidió que lo gastara en lo que yo quisiera, porque me gustaban mucho los caprichos y él no soportaba pensar que cuando me desposara con él no podría ofrecérmelos. Eso son tonterías, por supuesto, y te aseguro que en cuanto nos casamos dejé de pensar en esas fruslerías. Pero me alegraba disponer de ese dinero para gastármelo en mis hijos. Y a pesar de las clases de dibujo de Margaret, y del maestro de piano de Sophy, y del abrigo nuevo de Bertram, y de esos pantalones amarillos ajustados que no se atreve a enseñarle a tu padre (ay, qué chico tan bobo, ¡como si vuestro padre no lo supiera ya!), y de haber tenido que llevar a la pobre Betsy al médico tres veces este año, he conseguido ahorrar un poco para ti.

—¡No, madre, no! —exclamó Arabella, muy turbada—. Prefiero no ir a Londres si vas a tener que gastarte tanto dinero.

—Eso lo dices porque estás conmocionada, hija mía —replicó la señora Tallant con serenidad—. Yo lo veo como una inversión, y me sorprendería muchísimo no obtener un excelente beneficio de ese dinero. —Vaciló un momento y, escogiendo con cuidado las palabras, añadió—: Estoy segura de que no hace falta que te diga que tu padre es un santo. Es más, no creo que exista ningún esposo ni padre mejor que él. Pero no es nada pragmático, y cuando uno tiene que asegurarse el bienestar de ocho hijos, no hay más remedio que aguzar el ingenio. Nuestro querido James no me preocupa lo más mínimo, desde luego; y como Harry está decidido a ser marino, y su tío se ha prestado a utilizar sus influencias para ayudarlo, su futuro está asegurado. Pero admito que no estoy muy tranquila respecto al pobre Bertram; y no sé dónde voy a encontrar esposos adecuados para todas vosotras en este vecindario tan reducido. Bueno, sospecho que a tu padre no le gustaría que te hablara con tanta franqueza, pero eres una muchacha muy sensata, Arabella, y no tengo inconveniente en sincerarme contigo. Si consigo darte una situación respetable, quizá puedas ocuparte de tus hermanas, y si tuvieras la suerte de casarte con un caballero bien situado, tal vez hasta podrías ayudar a Bertram a adquirir una buena plaza. No estoy diciendo que debiera comprarla tu esposo, desde luego, pero quizá tuviera influencia en el regimiento de los Horse Guards, o algo parecido.

Arabella asintió, pues no era ninguna novedad para ella que, siendo la mayor de cuatro hermanas, se esperaba que se casara con un buen partido. Sabía muy bien que ése era su deber.

—Madre, haré cuanto esté en mi mano para no decepcionarte —dijo de todo corazón.

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