Arabella

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La repentina convicción del señor Beaumaris de que la joven Tallant no tenía ni un pelo de tonta se mantuvo en los días que siguieron. Empezó a percatarse de que no corría ningún peligro de perder la cabeza por él. Se mostraba amabilísima, aceptaba sus atenciones y, al parecer, estaba decidida a sacarle el mayor partido. Si él le prodigaba cumplidos, ella los escuchaba con un aire de suprema inocencia, pero con una mirada que a él le daba que pensar. La joven Tallant no daba ningún valor a sus halagos. En lugar de emocionarse con las atenciones que le prodigaba el soltero más codiciado de Londres, se limitaba a considerar que estaba participando en un agradable juego. Si él coqueteaba con ella, Arabella solía responder de la misma manera, consintiéndole que empleara sus dotes de cazador, de modo que se sentía a la vez complacido y resentido. Empezó a darle vueltas a la idea de lograr que la joven se enamorara de él en serio, sólo para demostrarle que al Incomparable no se lo podía tratar de ese modo impunemente. En una ocasión, cuando al parecer ella no estaba de humor para galanterías, hasta tuvo la desfachatez de cortarlo diciendo:

—¡Se lo ruego, no insista! Dígame, ¿quién es ese individuo tan extraño que acaba de saludarnos? ¿Por qué anda de esa manera tan ridícula y tuerce así la boca? ¿Le duele algo?

Beaumaris se sorprendió, porque acababa de dirigirle un cumplido pensado para sumirla en la más exquisita confusión.

Sonrió, porque se forjaba tan pocas ilusiones acerca de sí mismo como la joven que iba a su lado, y contestó:

—Es Golden Ball, señorita Tallant, uno de nuestros dandis, como seguramente ya le habrán informado. Y no le duele nada. Esa forma de andar denota su importancia.

—¡Cielo santo! ¡Parece como si caminara sobre zancos! ¿Por qué se cree tan importante?

—Es que todavía no se ha hecho a la idea de que gana nada más y nada menos que cuarenta mil libras al año —respondió él con gravedad.

—¡Qué hombre más detestable debe de ser! No soporto a las personas que se creen importantes por una razón como ésa.

—Es lógico —coincidió él.

—La fortuna no hace al hombre —se apresuró a añadir Arabella, sonrojándose—. Estoy convencida de que estará de acuerdo conmigo, porque, según tengo entendido, es usted todavía más rico, señor Beaumaris, y permítame que se lo diga: usted no se da tantos aires.

—Gracias —dijo él mansamente—. No esperaba recibir semejante elogio de sus labios, señorita Tallant.

—¿Es de mala educación que se lo diga? Le ruego me perdone.

—En absoluto. —La miró—. Dígame, señorita Tallant. ¿Por qué me concede el honor de pasearla en mi carrocín?

Ella respondió con enorme serenidad, pero con ese destello en los ojos que él ya conocía:

—Usted ya debe de saber que me beneficia mucho socialmente que me vean en su compañía, señor.

Beaumaris se llevó tal sorpresa que soltó por un momento las riendas. Los rucios salieron a medio galope, de modo que la señorita Tallant aconsejó a su acompañante que prestara atención a sus caballos. El jinete más notable del país le agradeció la recomendación y sujetó los caballos. Arabella lo consoló por el disgusto que pudiera haberle causado diciendo que opinaba que conducía muy bien. Tras un instante de perplejidad, el hombre rompió a reír. Su voz temblaba perceptiblemente cuando replicó:

—¡Es usted demasiado buena, señorita Tallant!

—No diga eso —repuso ella con educación—. ¿Piensa acudir esta noche al baile de disfraces de Argyll Rooms?

—Nunca asisto a esa clase de fiestas, señorita Tallant —contestó él bajándole los humos.

—Ah, entonces no lo veré allí —observó ella sin que su alegría se viera empañada.

Aunque Arabella no lo vio en el baile de disfraces y aunque no tuviera forma de enterarse, el señor Beaumaris se vio obligado a hacer un gran esfuerzo de contención para no dejarse llevar por su habitual meticulosidad y presentarse en el baile, con lo que habría provocado que la vanidad de Arabella creciera. No apareció, y confiaba en que ella lo hubiera echado de menos. Arabella lo echó en falta, pero por nada del mundo lo habría admitido. La joven, que se había sentido atraída por el Incomparable desde el primer momento, estaba protegiéndose con firmeza de su sensibilidad. Cuando vio por primera vez a Beaumaris, a Arabella le había parecido la personificación de un sueño. Después, él le había dirigido un comentario a su amigo con el que se había esfumado el aprecio incipiente que ella le tenía y que la había obligado a mentir de la manera más vulgar. Ahora se complacía eligiéndola entre las bellezas de la ciudad, por motivos que él conocía mejor que ella, pero que Arabella sospechaba que debían ser maliciosos. ¡No, la joven Tallant no tenía ni un pelo de tonta! Ni por un instante se permitiría soñar que él estuviera cortejándola en serio. A veces Beaumaris aparecía en sus meditaciones, pero tan pronto se percataba de ello, Arabella ahuyentaba su imagen con resolución. En ocasiones pensaba que él no se había creído ni una sola palabra de cuanto alardeó la noche en Leicestershire de la que nunca se arrepentiría bastante; otras, creía que lo había engañado tan bien como a lord Fleetwood. Era imposible descifrar las complejidades de su mente, pero de algo estaba segura: de que el gran señor Beaumaris y la hija del párroco de Heythram no podían tener nada que ver, de modo que cuanto menos pensara en él, mucho mejor. No podía negarse que era muy galante y atractivo, pero Arabella también se había fijado en las muchas imperfecciones de su carácter. Era claramente indolente, un niño mimado de la sociedad, y no pensaba más que en procurarse placeres fugaces: un despiadado e inconsciente árbitro de las modas, entregado al egoísmo y a todos los otros vicios que a la hija del párroco le habían enseñado a censurar.

Si lo echó de menos en el baile de disfraces, nadie se enteró. Bailó infatigablemente toda la noche, rechazó una proposición de matrimonio del señor Epworth, que estaba un poco ebrio, cayó rendida en la cama a altas horas de la madrugada y al instante se apoderó de ella un profundo y apacible sueño.

La despertó, muy temprano, el ruido de los atizadores en la chimenea apagada. Como la sirvienta que entraba todas las mañanas en su habitación para limpiar el hogar y encender el fuego realizaba su tarea con perfecto sigilo, ese ruido era lo bastante inusual para que Arabella despertara sobresaltada. Un grito ahogado y un gimoteo provenientes del conducto la hicieron incorporarse de un brinco y parpadear ante la inesperada visión de un chiquillo pequeño, sucio y lloroso, encogido sobre la estera de la chimenea, muerto de miedo y mirándola con los ojos muy abiertos.

—¡Santo cielo! —exclamó Arabella—. ¿Quién eres tú?

El niño se encogió aún más al oír la voz de la joven, y no le contestó. El sopor que embargaba a Arabella se esfumó rápidamente; al ver el hollín que había en el suelo y el mugriento aspecto de su extraño visitante, la joven entendió lo sucedido.

—¡Debes de ser un escalador! Pero ¿qué haces en mi habitación? —Entonces vio el terror reflejado en aquella mugrienta y transida carita, y se apresuró a decir—: ¡No tengas miedo! ¿Te has perdido en esas espantosas chimeneas?

El niño asintió, apretando los párpados, y explicó que el viejo Grimsby iba a propinarle una buena paliza por ello. Arabella, que se había fijado en que el chiquillo tenía un lado de la cara hinchado y amarillento, preguntó:

—¿Te refieres a tu patrón? ¿Te pega?

Él volvió a asentir y se estremeció.

—Tranquilo, no te pegará por esto —dijo ella estirando un brazo para coger la bata que estaba castamente dispuesta en la silla que había junto a su cama—. ¡Espera! ¡Voy a levantarme!

Ante el anuncio, el niño reaccionó muy alarmado y se pegó contra la pared, mirando a Arabella con desconfianza. Ella se levantó de la cama, se calzó las zapatillas, se abrochó la bata y avanzó lentamente hacia su visitante. El niño levantó instintivamente un brazo, encogiéndose ante ella. Iba vestido con harapos; la joven se fijó en que tenía los bajos de los pantalones chamuscados y quemaduras en las flacas piernas y en los pies desnudos. Se arrodilló y exclamó, compungida:

—¡Pobrecillo! ¡Te has quemado!

El niño bajó poco a poco el brazo con que pretendía protegerse, y miró a Arabella con recelo.

—Me lo ha hecho el viejo Grimsby —reveló.

Arabella contuvo la respiración.

—¡Qué barbaridad!

—Me da miedo subir por las chimeneas —explicó el chiquillo—. A veces hay ratas. ¡Ratas muy grandes y fieras!

Arabella se estremeció.

—¿Y así es como te obliga a subir?

—Sí —confirmó el chiquillo, resignado.

Arabella estiró un brazo.

—Déjame ver. No te haré daño.

El niño no se fiaba, pero tras un instante de vacilación pareció decidir que Arabella no albergaba malas intenciones, porque dejó que le cogiera un pie. Le sorprendió ver que Arabella tenía los ojos humedecidos, porque, según su experiencia, el sexo débil era más propenso a pegarte con una escoba que a llorar por ti.

—¡Pobre chiquillo! ¡Pobrecillo! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Y qué delgado estás! Seguro que estás hambriento. ¿Tienes hambre?

—Siempre tengo hambre.

—¡Y frío, seguro! —añadió ella—. ¡No me extraña, con esos harapos que llevas! ¡Qué barbaridad! —Se levantó de un brinco y tiró con energía del cordón del timbre que colgaba junto a la chimenea.

El chiquillo profirió otro de sus asustados gemidos y dijo:

—¡El viejo Grimsby me va a moler a palos! ¡Déjeme marchar!

—¡No te va a poner la mano encima! —prometió Arabella, con las mejillas encendidas y los ojos destellando y anegados en lágrimas.

El bribonzuelo llegó a la conclusión de que aquella mujer estaba mal de la cabeza.

—¡Usted no conoce al viejo Grimsby! —se lamentó con amargura—. ¡Ni a su mujer! ¡Una vez me rompió una costilla!

—Nunca volverá a romperte nada, pequeño —le aseguró Arabella volviéndose para abrir un cajón de una de las cómodas. Sacó el suave chal que no hacía mucho había servido para envolverle la cabeza a la sirvienta aquejada de dolor de muelas y se lo echó sobre los hombros al niño. Entonces dijo, con tono persuasivo—: Ven, déjame que te abrigue hasta que hayan encendido el fuego. ¿Estás más cómodo así, jovencito? Siéntate en esta butaca. Ahora mismo te traerán algo de comer.

El niño, con una enternecedora expresión de sospecha y terror, dejó que ella lo sentara en la butaca. La joven le acarició con dulzura el cabello, rubio rojizo y muy corto, y dijo en tono tranquilizador:

—No debes tenerme miedo. Te prometo que no te haré daño y que no dejaré que tu patrón te lo haga. ¿Cómo te llamas, tesoro?

—Jemmy —contestó él ciñéndose el chal y mirándola con expresión asustada.

—¿Y cuántos años tienes?

El pequeño no pudo contestar, porque ignoraba la respuesta. Arabella calculó que debía de tener siete u ocho años, pero estaba tan desnutrido que podía ser mayor. Mientras esperaba a que la doncella acudiera a la habitación, siguió formulándole preguntas. Al parecer, Jemmy no tenía noticias de la existencia de sus padres, y explicó que era un niño de la parroquia. Cuando vio que esa respuesta afligía a su interlocutora, intentó consolarla declarando que una tal señora Balham le había dicho que era un hijo natural. Esa mujer lo había cuidado unos años y después se lo había entregado a su actual patrón. Arabella le preguntó cómo era la señora Balham y Jemmy contestó que era una gran aficionada al mejunje, y que cuando se hallaba bajo la influencia de ese estimulante era capaz de matar a cualquiera.

Arabella no tenía ni idea de a qué mejunje se refería, pero dedujo que la madre adoptiva de Jemmy era adicta a las bebidas alcohólicas. Siguió interrogando al niño, y él, cada vez más confiado, le reveló, con la más absoluta naturalidad, ciertos detalles de la vida de un escalador que la hicieron palidecer. Le habló, con orgullo un tanto distorsionado, del carácter violento de uno de los socios del viejo Grimsby el señor Molys, un deshollinador que el año anterior había sido sentenciado a dos años de encarcelamiento por causarle la muerte a su esclavo de seis años.

—¡Sólo dos años! —exclamó Arabella, horrorizada por aquel relato de crueldad, revelado con tanta indiferencia—. ¡Si hubiera robado un metro de seda de la mercería lo habrían deportado!

Jemmy no estaba en situación de negar ni corroborar esa afirmación, así que guardó un cauteloso silencio. Comprendió que la joven se hallaba muy enojada, y aunque su ira no parecía dirigirse contra él, la experiencia le había enseñado a no exponerse al riesgo innecesario de verse lanzado por los aires contra la pared. Se acurrucó en la butaca y se ciñó aún más el chal alrededor del cuerpo.

Se oyeron unos discretos golpecitos en la puerta, y una doncella, un tanto nerviosa y bastante asombrada, entró en la habitación.

—¿Ha llamado usted, señorita? —preguntó sin disimular su sorpresa. Entonces vio al visitante de Arabella y profirió un grito—. ¡Ay, señorita! ¡Qué susto me ha dado ese granuja! ¡Y también se lo habrá dado a usted! Es el chico del deshollinador. Lo están buscando por todas partes. ¡Ven conmigo ahora mismo, bribonzuelo!

—¡No grites! —dijo Arabella poniendo una mano sobre el huesudo hombro del niño—. Ya sé que es el chico del deshollinador, María, y si te fijas verás que lo han maltratado. Baja, por favor, y tráeme algo de comer para él. Y haz que venga alguien a encender el fuego.

María la miró como si Arabella hubiera perdido el juicio.

—¡Señorita! —consiguió articular—. ¿Algo de comer para ese mugriento escalador?

—Cuando lo hayan bañado —prosiguió Arabella con serenidad—, ya no estará mugriento. Voy a necesitar mucha agua caliente, y la bañera, por favor. Pero primero haz que vengan a encender el fuego, y tráeme leche y comida para este pobre crío.

—Espero, señorita —dijo la indignada doncella haciendo una mueca—, que no pretenda que sea yo quien lave a esa desagradable criatura. ¡No sé qué diría la señora si se enterara de lo que está pasando!

—No. De ti no espero nada que sí podría esperar de una muchacha un poco más sensible que tú. Ve y haz lo que te he pedido, y dile a Becky que suba.

—¿Becky? —se extrañó María.

—Sí, la muchacha que tenía dolor de muelas. Y cuando me hayas traído la comida (pan con mantequilla y también un poco de carne, pero sobre todo no te olvides de la leche), puedes enviar a alguien a decirle a lord Bridlington que quiero hablar con él inmediatamente.

—Pero señorita… —balbuceó María tragando saliva—, el señor aún está acostado.

—¡Pues ve a despertarlo! —saltó Arabella, impaciente.

—Señorita, yo no haría eso por nada del mundo. Ha dado órdenes de que nadie lo molestara hasta las nueve, y no bajará hasta que se haya afeitado y vestido.

Arabella reflexionó por un instante y llegó a la conclusión de que quizá fuera más sensato prescindir, de momento, de la ayuda de lord Bridlington.

—Está bien —concedió—. En ese caso, voy a vestirme ahora mismo y yo misma iré a hablar con el deshollinador. ¡Dile que me espere!

—¿A hablar con el deshollinador? ¿A vestirse? ¡Señorita, no puede vestirse delante de este muchacho! —exclamó María, escandalizada.

—¡No seas boba! —le espetó Arabella dando un taconazo—. ¡Este crío no es mayor que mi hermano pequeño! ¡Vete antes de que se me acabe la paciencia!

María obedeció, aunque antes colocó un biombo entre el perplejo Jemmy y su anfitriona. Entonces salió de la alcoba tambaleándose y fue a difundir por la casa la noticia de que la señorita Tallant se había vuelto loca y que había que llevarla cuanto antes al manicomio. Pero como no se atrevía a desobedecer a una invitada tan mimada por la señora, transmitió a Becky el mensaje de Arabella y se dignó subirle una bandeja de comida a la habitación.

Jemmy, que seguía acurrucado en la amplia butaca, estaba desconcertado por aquel insólito giro de los acontecimientos y no entendía qué planes le tenían reservados. En cambio, conocía perfectamente el valor de plato de carne de ternera y media hogaza de pan, y eso hizo que se le iluminara la mirada. Arabella, que se había vestido de cualquier manera y recogido el cabello en un descuidado moño, lo dejó disfrutando de su comida y fue a discutir con el temible señor Grimsby, que la esperaba, nervioso, en el salón.

La escena, representada bajo la mirada perpleja de un lacayo en mangas de camisa, dos asombradas doncellas que no paraban de reír tontamente y el ayudante de cocina, merecía una audiencia más selecta. El señor Beaumaris, por ejemplo, habría disfrutado enormemente con ella. Grimsby, consciente de que contaba con la simpatía de los miembros de la casa con que había tratado hasta ese momento, y al descubrir que su contrincante sólo era una jovencita, intentó desde el principio adoptar una postura firme, enumerando rápidamente todos los vicios de Jemmy e implorándole a Arabella que no creyera ni una sola palabra de lo que le había contado el pilluelo. Sin embargo, no tardó en descubrir que lo que a Arabella le faltaba en estatura le sobraba en temperamento. La joven lo desarmó sin dificultad y le advirtió cuál iba a ser su destino definitivo; le echó en cara las quemaduras y cardenales de Jemmy y lo retó a justificarlos si se atrevía. El señor Grimsby no pudo defenderse. Ella le aseguró que jamás permitiría que Jemmy volviera con él, y cuando el deshollinador intentó alegar los dudosos derechos que tenía sobre el chiquillo, Arabella lo miró con tal fiereza que el hombre retrocedió. Cuando Arabella afirmó que si quería hablar de sus prerrogativas podía hacerlo ante un juez, al hombre lo abandonó todo vestigio de belicosidad. El funesto destino de su amigo el señor Molys todavía se hallaba fresco en su memoria, de modo que no quería tener ningún trato con la ley. No cabía duda de que una joven que viviera en una casa como aquélla debía de estar respaldada por gente que, si ella lo pedía, podía complicarle mucho la vida a un pobre deshollinador. Lo más prudente era retirarse: resultaba fácil encontrar escaladores, y además Jemmy nunca había sido muy bueno. Grimsby se marchó cabizbajo de la casa tras intentar asegurar a Arabella que le parecía muy bien que se quedara a Jemmy y que, a pesar de lo que dijese el desagradecido granuja, él siempre había sido como un padre para él.

Ebria de triunfo, Arabella volvió a su habitación, donde encontró a Jemmy, que ya se había terminado el plato de carne, contemplando con gran aprensión los preparativos de su aseo. Delante de la chimenea había una enorme bañera, en la que Becky estaba vaciando el tercero de tres cubos de latón de agua caliente. Aunque no tuviera en gran estima a los escaladores, Becky había desarrollado una ciega adoración por Arabella, y declaró que estaba dispuesta a hacer todo cuanto la señorita Tallant le pidiera.

—En primer lugar —señaló ésta con brío—, tengo que bañarlo y aplicarle pomada de albahaca en las piernas y los pies. Luego debo conseguir ropa para niños. Becky, ¿sabes dónde puede comprarse en Londres?

Becky asintió con decisión, estrujando el delantal con los dedos, y explicó que una vez le había enviado un traje a su hermano Ben y que su madre estaba encantada con él.

—¿Tienes hermanos pequeños? ¡Entonces sabrás qué necesita este niño! —exclamó Arabella—. Una chaqueta de abrigo, ropa interior, una camisa… ¡Ah! ¡Y zapatos y medias! ¡Espera! Voy a darte el dinero para que vayas inmediatamente a comprárselo.

—Si no le importa, señorita —dijo Becky con firmeza—, creo que antes tendría que ayudarla a lavarlo. —Y añadió con perspicacia—: Seguro que se resiste, señorita, porque no debe de estar acostumbrado a que lo bañen.

Becky tenía razón. Jemmy peleó como un tigre para defenderse de aquel atropello y no prestó ninguna atención a las persuasivas y tranquilizadoras palabras de ambas mujeres. Pero no en vano aquellas dos jóvenes a que se enfrentaba habían ayudado a criar a sus respectivos hermanos menores. Sin dejarse impresionar por los sollozos y las protestas de Jemmy, le quitaron los harapos, lo metieron en la bañera y le frotaron sin piedad cada centímetro del descarnado cuerpecito mientras él propinaba fuertes patadas.

Como era de esperar, los aullidos de Jemmy traspasaron los confines de la habitación y llegaron a oídos de lady Bridlington. La buena mujer no podía dar crédito a que realmente provinieran del interior de la casa, y ya se disponía a tocar la campanilla y pedirle a Clara Crowle que saliera a regañar a ese niño que chillaba en la calle cuando los gritos cesaron (habían sacado a Jemmy de la bañera y lo habían envuelto con una toalla caliente), así que volvió a recostarse en la cama. Poco después, la señorita Crowle entró sigilosamente en la habitación con la bandeja del desayuno de lady Bridlington y con la grata noticia de que la señorita Arabella había perdido el juicio y metido a un chiquillo mugriento en su alcoba, al que no quería dejar marchar dijeran lo que le dijesen. Milady todavía no había captado los aspectos esenciales de la historia cuando se presentó Arabella. Su aparición hizo necesario que la señorita Crowle reanimara a su señora con una infusión de estrellamar y que quemara unas tabletas aromáticas, porque le produjo un ataque de nervios de intensidad alarmante. Lady Bridlington se enteró entonces de que su ahijada no sólo pretendía que diera alojamiento a un niño del arroyo, sino también que persiguiera a su antiguo patrón valiéndose de todos los medios que tuviera al alcance. Arabella habló de la ley y de los magistrados; de crueldades que hicieron que lady Bridlington apenas pudiera beberse el café y de lo que diría su padre que era su deber en una situación tan espeluznante. Lady Bridlington profirió un gemido y dijo con un hilo de voz:

—¡Pero no puedes! ¡Hay que devolver a ese niño a su patrón! ¡Tú no entiendes de estas cosas!

—¿Que no puedo? —exclamó Arabella echando fuego por los ojos—. ¿Que no puedo, madrina? Le ruego que me perdone, pero es usted la que no lo entiende. Cuando vea las espantosas heridas que tiene esa pobre criatura en la espalda… y cómo se le marcan las costillas… ¡Entonces cambiará de opinión!

—¡No, Arabella, por el amor de Dios! —le suplicó su madrina—. ¡No permitiré que lo traigas aquí! ¿Dónde está Frederick? Querida mía, ya sé que es espantoso, y veremos qué puede hacerse, pero te lo suplico, espera a que me haya vestido.

Clara, ¿dónde está el señor?

—El señor, milady —respondió Clara deleitándose—, ha ido después de desayunar a montar al parque, como acostumbra. El ayuda de cámara de milord ha mencionado que la señorita tenía a un escalador en su habitación, y el señor ha dicho que debíamos echarlo de inmediato.

—¡De eso, nada! —saltó Arabella, decidida.

Lady Bridlington pensó que era muy propio de Frederick impartir órdenes de esa forma tan ridícula y dejar que los otros las llevaran a cabo, y decidió aplazar cualquier discusión hasta que su hijo hubiera regresado y pudiera prestarle su apoyo. Convenció a Arabella para que se marchara, echó una mirada de desagrado a su bandeja de desayuno y le suplicó a Clara, con voz débil, que le acercara las sales.

Cuando lord Bridlington volvió de su paseo matutino, lo contrarió mucho enterarse de que todavía no habían procedido a echar al escalador y que la señorita Tallant había enviado a una de las doncellas a comprarle ropa. Aún tenía el entrecejo fruncido cuando bajó su madre, quien, al verlo, estuvo a punto de abrazársele.

—¡Gracias a Dios, por fin has llegado! ¿Cómo se te ocurre marcharte habiendo tanto revuelo en la casa? ¡Estoy muy trastornada! ¡Arabella quiere que emplee a ese niño de paje!

Frederick la condujo con firmeza al salón de la planta baja y le cerró la puerta ante el interesado mayordomo. Entonces pidió a su madre una explicación de lo ocurrido, pues aseguró que no lo entendía. Ella estaba dándosela cuando Arabella entró en el salón; llevaba a Jemmy, lavado y vestido, de la mano.

—¡Buenos días, lord Bridlington! —dijo la joven con tranquilidad—. Me alegro de que haya vuelto a casa, porque usted es la persona más indicada para ayudarme a decidir qué debo hacer con Jemmy.

—En efecto, señorita Tallant. El niño debe volver donde le corresponde, por supuesto. Permítame que le diga que ha sido muy incorrecto por su parte interferir entre él y su patrón.

La mirada que le lanzó la joven lo sorprendió.

—No permitiré que nadie, lord Bridlington, me diga que actúo incorrectamente rescatando a un niño indefenso de la brutalidad de un monstruo.

—¡No, claro que no, querida! —intervino lady Bridlington—. Frederick no ha querido decir… Verás, es que en estos casos no puede hacerse nada. Es decir… Estoy segura de que Frederick hablará con ese hombre y le dará su merecido, desde luego.

—Perdona, madre, pero…

—¿Y Jemmy? —preguntó Arabella—. ¿Qué van a hacer con él?

Lord Bridlington miró con desagrado al candidato a recibir su protección. Arabella había lavado muy bien a Jemmy, pero ni la más concienzuda aplicación de agua y jabón lo habría convertido en un niño bien parecido. Tenía la carita afilada, una boca muy grande en la que le faltaba un diente y nariz respingona. El cabello, corto y desgreñado, era completamente lacio, y las orejas se despegaban mucho del cráneo.

—¡No sé qué quiere de mí! —exclamó lord Bridlington con fastidio—. Si tuviera usted algún conocimiento sobre las leyes que regulan a los aprendices, querida señorita Tallant, sabría que es imposible arrebatar este niño a su patrón.

—Cuando el patrón de un aprendiz maltrata a un niño como han maltratado a éste —replicó Arabella, que por algo era hija de su padre—, pueden emprenderse acciones judiciales contra él. Es más, ese hombre lo sabe, y le aseguro que no espera que le devuelvan a Jemmy.

—¡Supongo que pretenderá que adopte al chico! —saltó Frederick, aguijoneado.

—No, no pretendo eso —repuso la joven con voz temblorosa—. Sólo creo que podría… mostrar alguna compasión por un crío tan tremendamente desgraciado.

Frederick se ruborizó.

—Por supuesto que lo siento muchísimo, pero…

—¿Sabe usted que su patrón enciende el fuego en la chimenea para obligarlo a trepar por ella? —lo interrumpió Arabella.

—Bueno, no creo que subiera si no… Sí, sí, es terrible, ya lo sé, pero al fin y al cabo hay que limpiar las chimeneas, porque si no, ¿qué sería de todos nosotros?

—¡Ay, si estuviera aquí mi padre! —exclamó Arabella—. Ya veo que es inútil hablar con usted, porque es egoísta, cruel y únicamente le preocupa su propia comodidad.

En ese inoportuno momento se abrió la puerta y el mayordomo anunció dos visitas. Después justificó su desliz, del que era tan consciente como milady, argumentando que creía que la señorita Tallant todavía se hallaba arriba con «ese chiquillo». Frederick esbozó un rápido ademán para indicar que no quería ver a las visitas, pero era demasiado tarde: lord Fleetwood y el señor Beaumaris entraron en la habitación.

Los recibieron de un modo nada habitual: lady Bridlington soltó un sonoro gemido; su hijo se quedó plantado en medio de la estancia, muy colorado, como si estuviera conteniendo la respiración; y la señorita Tallant, también muy ruborizada, apretó los labios, se dio la vuelta, condujo a Jemmy a una butaca y le pidió con dulzura que se sentara y se portara bien.

Lord Fleetwood contempló atónito la escena; el señor Beaumaris arqueó las cejas, pero no mostró ninguna otra señal de sorpresa, limitándose a inclinarse sobre la laxa mano de lady Bridlington y a decir:

—¿Cómo está usted? Espero no haber llegado en mal momento. He venido con la esperanza de convencer a la señorita Tallant para que me acompañe a los Jardines Botánicos. Me han dicho que hay unas flores de primavera espectaculares.

—Es usted muy amable, señor Beaumaris —dijo Arabella de manera cortante—, pero esta mañana tengo asuntos más importantes que atender.

—Querida mía —dijo lady Bridlington recobrando la compostura—, de eso podemos hablar más tarde. Estoy segura de que te sentará bien tomar el aire. Envía a ese… a ese niño a la cocina y…

—Gracias, madrina, pero no pienso moverme de la casa hasta que hayamos decidido qué hacer con Jemmy.

—Ah, ¿se llama Jemmy? —preguntó lord Fleetwood, que había estado observando al chiquillo con franca curiosidad—. ¿Es… amigo suyo, señorita Tallant?

—No. Es un escalador que ha bajado por error por la chimenea de mi dormitorio. Lo han maltratado terriblemente, y sólo es un crío, como podrá ver. No creo que tenga más de siete u ocho años.

La ternura de sus sentimientos confería un inconfundible temblor a la voz de la joven. Beaumaris la miró con curiosidad.

—¿En serio? —exclamó lord Fleetwood, comprensivo—. ¡Qué vergüenza! Algunos de esos deshollinadores son unos brutos. ¡Habría que enviarlos a la cárcel!

—Sí, eso es lo que estaba diciéndole a lord Bridlington, pero parece no entenderlo —replicó impulsivamente Arabella.

—¡Arabella! —imploró lady Bridlington—. ¿No ves que a lord Fleetwood no le interesan esos asuntos?

—Perdone, señora —terció el aludido—, pero le aseguro que me interesa cualquier cosa que concierna a la señorita Tallant. Así que ha rescatado a ese niño, ¿no? ¡Dios Santo! ¡Yo creo que ha hecho una buena obra! Y eso que no es un crío muy bien parecido.

—¿Qué importa eso? —soltó Arabella con desdén—. Me pregunto si usted o yo, milord, resultaríamos muy atractivos si desde la más tierna infancia nos hubiera criado una madre adoptiva borracha, si nos hubieran vendido a un patrón cruel cuando sólo éramos unos críos y si nos hubieran obligado a realizar un trabajo aborrecible.

Beaumaris se acercó a una butaca que había en el centro de la habitación, un poco separada del grupo, y se quedó de pie con una mano apoyada en el respaldo y sin apartar la vista del rostro de Arabella.

—¡Claro, claro! ¡Por supuesto! —se apresuró a añadir lord Fleetwood.

Lord Bridlington cometió la imprudencia de intervenir en ese momento:

—No cabe duda de que tiene usted razón, señorita Tallant, pero éste no es un asunto que haya que discutir en el salón de mi madre. Permítame pedirle que…

Arabella se volvió bruscamente hacia él, con los ojos anegados en lágrimas y la voz temblorosa de indignación.

—¡No pienso callarme! —le espetó—. ¡Éste es un asunto que habría que discutir en el salón de toda dama cristiana! ¡Ay, no he querido faltarle al respeto, madrina! Espero que no haya creído… ¡No lo piense, se lo ruego! ¡Si hubiera visto las heridas que tiene ese niño en el cuerpo no le negaría su ayuda! ¡Lamento no haberle pedido que subiera a mi habitación cuando lo tenía desnudo en la bañera! ¡Se habría emocionado!

—Ya estoy emocionada, Arabella —protestó su afligida madrina—. Lo que ocurre es que no necesito ningún paje, y ese niño es demasiado pequeño y muy feo. Además, lo más probable es que el deshollinador lo reclame, porque contrariamente a lo que tú piensas, si estaba de aprendiz con él, como parece que…

—Por eso no se preocupe, madrina. Su patrón no se atreverá a reclamarlo. Sabe muy bien que se arriesga a que lo lleven ante un juez, porque así se lo he dicho, y se ha dado cuenta de que yo hablaba en serio. Se ha acobardado al oír la palabra «juez», y ha salido de la casa a toda prisa.

—¿Ha hablado usted con el deshollinador, señorita Tallant? —preguntó por fin Beaumaris esbozando una misteriosa sonrisa.

—¡Pues claro que sí! —respondió la joven dirigiéndole una mirada fugaz.

—¡Hay que llevarlo a la parroquia! —exclamó de pronto lady Bridlington, inspirada—. Frederick, seguro que tú sabrás cómo hay que actuar.

—¡No, no podemos llevarlo a la parroquia! —declaró Arabella—. Eso sería aún peor, porque ¿qué supone que harían con él, sino enviarlo a realizar el único trabajo que sabe hacer? ¡Y le dan mucho miedo esas horribles chimeneas! Si no viviera tan lejos, se lo enviaría a mi padre, pero ¿cómo iba a viajar hasta allí un niño tan pequeño?

—¡No, claro que no! —Lord Fleetwood se mostró de acuerdo—. ¡No podemos hacerle eso!

—Lord Bridlington, no puede condenar a este infeliz a una vida tan dura como la que ha llevado hasta ahora —dijo Arabella tendiendo ambas manos en gesto suplicante—. ¡Usted, que tiene cuanto uno puede desear!

—¡Claro que no haría eso! —intervino lord Fleetwood—. ¡Dígaselo, Bridlington!

—Pero ¿por qué tendría que decirlo? —repuso Frederick—. Además, ¿qué haría yo con ese mocoso? ¡Es la mayor tontería que he oído jamás!

—Lord Fleetwood, ¿quiere quedarse usted a Jemmy? —preguntó Arabella volviéndose hacia él en tono suplicante.

El aludido se mostró atónito.

—No creo que… Verá, señorita Tallant… La verdad es que… ¡Maldita sea, lady Bridlington tiene razón! ¡La parroquia! ¡Ésa es la solución!

—¡Qué mezquino, Charles! —terció Beaumaris.

—Si eso es lo que piensa —dijo lord Bridlington muy exaltado, volviéndose hacia Beaumaris—, quizá acepte usted hacerse cargo de ese maldito mocoso.

Y entonces Beaumaris, mirando a Arabella, que tenía las mejillas coloradas y respiraba entrecortadamente, los sorprendió a todos y también a sí mismo afirmando:

—Sí. Lo tomo a mi cargo.

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