Arabella

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—Querrás decir que se ha negado a entenderlo —insinuó Beaumaris con gravedad.

—Eso no puedo asegurarlo. Dudo que el perro se encuentre a gusto con Clayton, porque los perros no se le dan tan bien como los caballos. Me temo que con él no estará tranquilo, señor.

—¡Dios mío! —refunfuñó Beaumaris—.

¡Entonces llévatelo a la cocina!

—Sí, señor. Si usted me lo ordena… —repuso Brough, vacilante—. Aunque Alphonse… —Miró a su amo, y al parecer no tuvo dificultad para adivinar la pregunta que éste no había llegado a formular—: Sí, señor. Ha sido muy francés respecto a este asunto. Parece mentira, desde luego, pero hay que recordar que los extranjeros son muy raros, y que no les gustan los animales.

—Está bien —se resignó Beaumaris suspirando—. ¡Déjalo aquí!

—Sí, señor —asintió Brough, aliviado, y salió de la biblioteca.

Ulises, que mientras el mayordomo y su amo conversaban había estado inspeccionando detenida aunque tímidamente la habitación, se dirigió de nuevo hacia la alfombrilla de la chimenea y se quedó allí contemplando el fuego con desconfianza. Pareció llegar a la conclusión de que no era peligroso, porque pasados unos momentos se arrellanó frente al fuego, soltó un bufido, apoyó la cabeza en los cruzados tobillos del señor Beaumaris y se puso a dormir.

—Supongo que te has imaginado que vamos a ser compañeros.

Ulises agachó las orejas y movió débilmente la cola.

—Si fuera prudente, me retiraría ahora.

Ulises levantó la cabeza y bostezó; luego volvió a apoyarla en los tobillos de su amo y cerró los ojos.

—Quizá tengas razón —admitió Beaumaris—. Pero me preguntó con qué me saldrá esa joven la próxima vez.

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