Arabella

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De regreso a su casa, el señor Beaumaris pasó por Bond Street y tuvo la suerte de ver a Arabella, acompañada de una doncella de aspecto mojigato, saliendo de la biblioteca Hookham. Paró de inmediato el coche; la joven sonrió y se acercó al carrocín, exclamando:

—¡Oh, cómo ha mejorado su aspecto! ¡Ya se lo decía yo! Hola, perrito adorable. ¿Te acuerdas de mí?

Ulises agitó la cola mecánicamente y dejó que la joven lo acariciara, pero bostezó.

—¡Por amor de Dios, Ulises! ¡Tienes que ser más educado! —lo reprendió Beaumaris.

Arabella rió.

—¿Es así como lo llama? ¿Por qué?

—Porque me pareció que había llevado una vida errante, y a juzgar por el episodio que usted y yo presenciamos, también repleta de aventuras.

—¡Es cierto! —Arabella se fijó en la adoración con que Ulises contemplaba a su amo y dijo—: Ya sabía que se encariñaría con usted. ¡Cómo lo mira!

—Su afecto, señorita Tallant, amenaza con convertirse en un grave problema.

—¡No diga eso! Estoy segura de que usted también le tiene cariño, porque, si no, no se lo llevaría de paseo.

—Si es eso lo que cree, señorita Tallant, no se imagina usted hasta dónde es capaz de rebajarse Ulises para conseguir sus propósitos. Es un maestro del chantaje. Sabe muy bien que no me atrevo a negarle nada para no ver perjudicada la poca reputación que tengo ante usted.

—¡Qué cosas tan absurdas dice! En cuanto vi lo bien que lo manejaba, comprendí que usted sabe tratar a los perros. Me alegro mucho de que se lo haya quedado.

Arabella hizo una última caricia a Ulises y volvió a la acera.

—¿Me concede el honor de llevarla hasta su casa? —preguntó el señor Beaumaris.

—No, gracias. Está aquí mismo.

—No importa. Dígale a su doncella que puede irse. Ulises también se lo suplica.

El perro eligió ese momento para rascarse una oreja, lo que hizo reír a la joven.

—Eso es pura timidez —explicó Beaumaris tendiéndole una mano a Arabella—. ¡Suba!

—Está bien. Ya que Ulises me lo pide con tanta insistencia… —aceptó ella, y le cogió la mano para subir al carrocín—. El señor Beaumaris me acompañará a casa, Maria.

Él le cubrió las rodillas con una manta ligera y por encima del hombro ordenó:

—Clayton, acabo de recordar que necesito una cosa de la botica. Ve y cómprame… ¡una cataplasma! Puedes volver a casa andando.

—Muy bien, señor —contestó el postillón con tono inexpresivo, y saltó a la calzada.

—¿Una cataplasma? —repitió Arabella mirando a Beaumaris con los ojos muy abiertos—. ¿Para qué la quiere?

—Para el reuma —respondió él, desafiante, y azuzó los caballos.

—¿Para el reuma? ¡Me está tomando el pelo!

—En absoluto. Sólo buscaba un pretexto para librarme de Clayton. Espero que Ulises se comporte como una buena carabina. Tengo que decirle algo, señorita Tallant, que no quiero que sepa nadie más.

A Arabella, que estaba acariciando al perro, se le colorearon las mejillas.

—¿Qué quiere decirme? —preguntó casi sin aliento.

—¿Me concederá el honor de casarse conmigo?

La chica se quedó atónita y, por un instante, sin habla. Cuando recobró la voz, dijo:

—Me está tomando el pelo.

—No, señorita Tallant.

Arabella se estremeció.

—Sí, por favor, admita que sólo era eso. Le estoy muy agradecida, pero no puedo casarme con usted.

—¿Puedo saber por qué?

—Por muchos motivos. ¡Créame, se lo ruego! ¡Es imposible! —contestó con voz temblorosa, a punto de echarse a llorar.

—¿Está usted segura de que esos motivos son insuperables? —perseveró él.

—¡Sí, estoy segura! ¡Ay, por favor, no insista! Jamás soñé… jamás me pasó por la cabeza… Por nada del mundo le habría dado motivos para suponer… ¡Ay, por favor, no diga nada más, señor Beaumaris!

Él asintió con la cabeza y guardó silencio. Arabella se quedó sentada, mirándose las entrelazadas manos, en un estado de intensa agitación, muy desconcertada, debatiéndose entre la sorpresa ante semejante declaración proveniente de un hombre que ella creía que sólo estaba divirtiéndose en su compañía, y la de darse cuenta, por primera vez, de que el señor Beaumaris era el único caballero con quien le gustaría casarse.

Tras una breve pausa, él dijo con su acostumbrada serenidad:

—Creo que las situaciones como ésta en que ahora nos encontramos siempre conllevan cierto grado de incomodidad. Hemos de procurar que eso no nos supere. ¿Va a ser el baile de lady Bridlington uno de los más concurridos de la temporada?

Arabella le agradeció que intentara aliviar la tensión del momento, y procuró contestar con naturalidad:

—Sí, ya lo creo. Hemos enviado trescientas invitaciones. ¿Cree que… encontrará tiempo para asistir?

—Sí, y confío en que aunque no se case conmigo, al menos pueda convencerla para que me conceda un baile.

Arabella, aturullada, contestó sin saber qué decía. Beaumaris le lanzó una ojeada a su esquivo perfil, vaciló y no dijo nada. Ya habían llegado a Park Street, de modo que él la ayudó a apearse del carrocín.

—No me acompañe hasta la puerta. Sé que no le gusta dejar solos los caballos —dijo la joven con precipitación—. ¡Adiós! ¡Nos veremos en el baile!

Beaumaris esperó a que entrara en la casa, subió a su carrocín y se marchó. Ulises le metió el hocico debajo del brazo.

—Gracias —dijo su amo con aspereza—. ¿Crees que es poco razonable por mi parte desear que esa joven confíe lo suficiente en mí para revelarme su secreto?

Ulises emitió un hondo suspiro; tenía mucho sueño después de un día en el campo.

—Supongo que acabaré diciéndole que lo sé todo desde el principio. Y sin embargo… Sí, Ulises, soy muy poco razonable. ¿Te ha parecido que le resulto tan indiferente como ella pretende hacerme creer?

Comprendiendo que se esperaba algo de él, el chucho profirió una mezcla de gañido y ladrido y agitó la cola con ímpetu.

—¿Crees que debo perseverar? La verdad es que me he precipitado. Quizá tengas razón. Pero si yo le importara, ¿no me habría dicho la verdad?

El animal resopló.

—De cualquier modo, no cabe duda de que le ha gustado que te lleve de paseo.

Ya fuera por esa circunstancia, o por la firme convicción de Ulises de que había nacido para pasear en coche, Beaumaris siguió sacándolo a pasear. Los amigos del Incomparable que veían a Ulises, tras recuperarse de su asombro inicial, opinaban que aquél estaba practicando algún misterioso juego con la sociedad, y sólo un ferviente imitador llegó al extremo de adoptar un animal de humilde origen para pasearlo en su coche. Pensó que si el Incomparable se había propuesto lanzar una nueva moda, en poco tiempo resultaría difícil encontrar un perro callejero. Pero el señor Warkworth, que era algo más inteligente, censuró esa actitud por considerarla precipitada e irreflexiva.

—¿Recuerdas cuando se puso un diente de león en el ojal tres días seguidos? —preguntó—. ¿Te acuerdas del revuelo que se organizó, cuando todos los infelices de la ciudad corrieron a las floristas en busca de dientes de león, que ellas no tenían, por supuesto? ¡Es evidente que no pueden comprarse dientes de león! El pobre Geoffrey se fue hasta Esher en busca de uno, mientras que Altringham se tomó la molestia de arrancar media docena de Richmond Park, y de pelearse con el jardinero por ello, y luego los plantó en los tiestos de su ventana. No era mala idea, si realmente los dientes de león se hubieran puesto de moda. Un tipo listo, ese Altringham. Pero el Incomparable sólo se estaba burlando de nosotros, por supuesto. Cuando nos tuvo a todos engalanados con ellos, dejó de ponérselo, ¡y qué pinta de mequetrefes teníamos los demás! Yo creo que nos está gastando una broma similar otra vez.

El ascenso social de Ulises sólo dio lugar a un incidente desagradable. El honorable Frederick Byng, al que desde hacía años apodaban el Caniche por su costumbre de acudir a todas partes con un caniche de pura raza, y exquisitamente afeitado, sentado a su lado en el coche, se encontró una tarde con el señor Beaumaris en Piccadilly.

—¿Qué demonios…? —le espetó, deteniendo sus caballos en cuanto reparó en aquel vergonzoso acompañante.

Beaumaris frenó también los suyos y miró hacia atrás inquisitivamente. Byng, intensamente ruborizado, hacía retroceder su carrocín, tirando del bocado de los caballos con una violencia que delataba lo alterado que estaba. Cuando hubo conseguido colocarse al lado del otro carrocín, le lanzó una fulminante mirada a Beaumaris y exigió una explicación.

—Una explicación ¿de qué? —preguntó éste—. Si no te andas con cuidado, un día de estos te va a dar una apoplejía, Caniche. ¿Qué te pasa?

Byng señaló a Ulises con un dedo tembloroso.

—¿Qué significa eso? —preguntó con agresividad—. ¡Si crees que voy a permitir semejante insulto…!

No pudo terminar la frase, pues los dos perros, que habían estado mirándose con aire desafiante desde sus respectivos vehículos, sucumbieron de pronto a un odio mutuo, soltaron dos gruñidos simultáneos y se lanzaron el uno contra el otro. Como los carrocines se hallaban demasiado separados para que los perros pudieran alcanzarse, no tuvieron más remedio que dar salida a sus sentimientos con una serie de frenéticas amonestaciones, amenazas e insultos en los que se perdió el resto del acalorado discurso del señor Byng.

Beaumaris, sujetando a Ulises por el pescuezo, reía tanto que apenas podía hablar, lo cual no contribuyó en absoluto a aplacar la ira del ofendido Byng. Empezó a decir que sabía muy bien cómo debía reaccionar ante aquel intento de ridiculizarlo, pero que primero tenía que calmar a su perro.

—¡No, no, Caniche! ¡No me retes a duelo! —pidió Beaumaris sin dejar de reír—. ¡De verdad, no era ésa mi intención! Además, nos pondríamos en ridículo si fuéramos a Paddington al amanecer para retarnos en duelo por un par de perros.

Byng vaciló; Beaumaris tenía razón y, además, era famoso por su excelente puntería, de modo que retarlo a duelo por una nimiedad como aquella habría sido una insensatez.

—Si no lo haces para ridiculizarme, ¿por qué entonces? —preguntó receloso.

—¡Déjalo, Caniche, te lo ruego! Estás pisando terreno delicado —le advirtió Beaumaris—. No puedo mencionar el nombre de una dama en medio de la calle.

—¿De qué dama? ¡No creo nada de lo que dices! ¿Por qué no haces callar a ese maldito chucho?

A diferencia de su bien domesticado adversario, que había vuelto a sentarse al lado de su amo con aire muy digno y fingiendo una exasperante sordera, Ulises, convencido de que había intimidado a aquel despreciable dandi, le lanzaba unas pullas extremadamente innobles. Beaumaris le propinó un cachete, pero aunque el perro se encogió de miedo bajo su vengativa mano, no se arrepintió, y reanudó sus amenazas con incólume fervor.

—¡Sólo son celos, Caniche! —explicó—. El odio del vulgo hacia la aristocracia. Será mejor que nos separemos, ¿no crees?

Byng profirió un furioso bufido y se alejó. Beaumaris soltó a Ulises, que se sacudió, resopló satisfecho y miró a su amo en busca de aprobación.

—Sí, ya veo que vas a ser mi ruina —admitió Beaumaris con severidad—. No soy experto en la materia, pero seguro que ese lenguaje lo has aprendido en los barrios bajos, donde te codeabas con basureros, carboneros, matones y chusma por el estilo. No estás preparado para moverte en los círculos elegantes. —El perro sacó la lengua y sonrió—. Por otra parte —añadió su amo cediendo un poco—, creo que habrías hecho picadillo a ese animal, y he de admitir que te comprendo. Pero el pobre Caniche me retirará el saludo por lo menos durante una semana, de eso no cabe duda.

Sin embargo, pasados cinco días, el señor Byng se relajó y adoptó una actitud tolerante hacia Ulises. Se había percatado de que pasar con su coche por el lado del carrocín del Incomparable, con la vista al frente, provocaba entre sus amigos la hilaridad que precisamente deseaba evitar.

Beaumaris y la señorita Tallant volvieron a encontrarse en el deslumbrante esplendor del salón circular de Carlton House, la noche de la fiesta de gala ofrecida por el regente. Ella estaba tan impresionada por la elegancia de las colgaduras azul cielo y el cegador resplandor de una inmensa araña de luces de cristal tallado, que se reflejaba, con sus innumerables velas, en cuatro enormes espejos, que casi olvidó su anterior encuentro con el señor Beaumaris y lo saludó emocionada.

—¿Cómo está usted? ¡Nunca había visto nada parecido! ¡Cada estancia es más espléndida que la anterior!

Él sonrió.

—¿Ha visitado ya el invernadero, señorita Tallant? Es la chef d’ouvre de nuestro real anfitrión, se lo aseguro. ¡Permítame que se lo muestre!

Para entonces, Arabella ya había recordado las circunstancias en que se separaron la última vez, y el rubor había teñido sus mejillas. Había derramado abundantes lágrimas a causa de la desgraciada circunstancia que le impedía aceptar la propuesta de matrimonio del señor Beaumaris, de tal manera que había sido necesaria la emoción que deparaba una fiesta en Carlton House para hacerle olvidar por una noche que era la muchacha más desgraciada del mundo. Vaciló, pero lady Bridlington estaba radiante, saludando a sus amigos, así que apoyó una mano en el brazo de su acompañante y atravesó con él una serie de espectaculares salas, todas ellas atestadas; subió la majestuosa escalera y cruzó varios salones y antecámaras. Beaumaris, que saludaba a sus conocidos y de vez en cuando se detenía a hablar con alguien, en los intervalos la distrajo con un relato de la pelea de Ulises y el caniche del señor Byng, y eso hizo reír tanto a Arabella que gran parte de su nerviosismo se desvaneció. El invernadero la dejó anonadada, y no era de extrañar. Beaumaris la miró, divertido, mientras ella observaba en silencio aquella extraordinaria estructura. Finalmente, la joven suspiró e hizo uno de sus asombrosamente ingenuos comentarios:

—No sé por qué lo llaman invernadero, porque se parece mucho más a una catedral, y muy fea, por cierto.

Beaumaris estaba encantado.

—Creí que le gustaría —dijo fingiendo seriedad.

—No me gusta en absoluto —contestó Arabella, muy seria—. ¿Por qué han cubierto esa estatua con un velo?

Él examinó con su monóculo la Venus dormida, bajo un velo de gasa.

—Lo ignoro —confesó—. Sin duda se tratará de uno de los caprichos del regente. ¿Quiere preguntárselo? ¿Vamos a buscarlo?

Ella se apresuró a rechazar esa sugerencia. El regente, que era un excelente anfitrión, ya había tenido ocasión de charlar un par de minutos con cada uno de sus invitados, y aunque Arabella atesoraba las refinadas palabras que le había dedicado, y pensaba describir la amabilidad del anfitrión a su familia en su próxima carta, le abrumaba conversar con persona tan importante. Así que Beaumaris la acompañó al lado de lady Bridlington, y tras quedarse unos minutos con ellas, lo acorraló un caballero que llevaba unos ceñidos pantalones de raso para decirle, ceceando, que la duquesa de Edgeware exigía su inmediata atención. Así pues, Beaumaris saludó con una cabezada a Arabella y se alejó. Aunque la joven lo vio en varias ocasiones, siempre estaba hablando con algún amigo suyo y no volvió a acercarse a ella. Notó que empezaba a hacer calor en las abarrotadas estancias; la compañía le resultaba sumamente aburrida y, además, la vivaracha e inquieta lady Jersey, que estuvo quince minutos coqueteando con el señor Beaumaris, parecía una criatura odiosa.

El baile de lady Bridlington fue la siguiente cita social de importancia. Prometía convertirse en un acontecimiento de extraordinario esplendor, y aunque el difunto lord Bridlington, para complacer a su ambiciosa esposa, había añadido un salón de baile y un invernadero en la parte trasera de la casa, parecía evidente que los invitados de milady iban a estar lo bastante apretados como para que la velada se considerara un gran éxito. Habían contratado una orquesta de excelentes músicos y la banda de zampoñas que tocaría durante la cena. Asimismo se había recurrido a sirvientes de refuerzo, avisado a los agentes de policía y a los faroleros para que se concentraran en Park Street y encargado refrigerios en Gunter’s para aligerar la carga del agobiado cocinero de lady Bridlington. Los días previos a la cita, las criadas estaban muy ajetreadas cambiando muebles de sitio, limpiando las arañas de cristal, lavando centenares de copas de refuerzo que habían desenterrado de un almacén del sótano, contando una y otra vez platos y cubiertos, y en general creando una atmósfera de ajetreo y nerviosismo en la casa. Lord Bridlington, que combinaba la tendencia a la hospitalidad ceremoniosa con un talante básicamente frugal, se debatía entre la satisfacción por haber atraído a su casa a las personas más destacadas de la buena sociedad y la convicción cada vez mayor de que el coste de la fiesta resultaría desmesurado. Sólo la factura de las velas de cera amenazaba con ascender a cifras astronómicas, y ni sus cálculos más optimistas del número de copas de champán que se consumiría reducían el de magnums que había que encargar a un total que no pudiera contemplar sino con profundo pesimismo. Sin embargo, era demasiado orgulloso para plantearse seriamente la posibilidad de servir el champán en forma de ponche. Tenía que haber ponche, desde luego, así como limonada, horchata de almendras y otras bebidas más suaves que gustaban a las damas, pero para que nadie pudiera calificar la celebración como poco esmerada, el mejor champán debía correr durante toda la velada en cantidades ilimitadas. Dado que no acostumbraba poner en duda su categoría, la satisfacción ante todo aquel revuelo superaba sus recelos, y si le pasó por la cabeza la sospecha de que era a Arabella a quien debía agradecer la halagadora cantidad de personas que habían aceptado la invitación al baile, no experimentó ninguna dificultad para ahuyentarla. Su madre, más perspicaz que él, sí atribuyo a Arabella el mérito que la joven merecía, y, en un arrebato de irresponsable derroche, le encargó a su modista particular un vestido nuevo para su ahijada. Pero al fin y al cabo, no fue tanto el dispendio, pues bastó que susurrara unas pocas palabras al oído de madame Dumaine para convencer a esa astuta negocianta de que el reclamo de haber diseñado el atuendo de la famosa señorita Tallant justificaba plenamente que le aplicara un sustancial descuento en el precio del vestido de encaje sobre una túnica blanca de raso, de manga corta, abrochado en la parte delantera con botones de perla a juego con el ribete perlado del capote. Arabella, contemplando arrepentida los estragos que una sucesión de fiestas había causado en su cajón de los guantes, se vio obligada a comprarse un nuevo par de guantes largos blancos, así como otras sandalias de raso y una estola de lamé para echarse sobre los hombros à la Ariane. A esas alturas ya no quedaba mucho del maravilloso regalo de su tío, y cuando pensó que a causa de su insensatez ya no podría corresponder a la generosidad de su familia de la única manera al alcance de una joven decente, se apoderó de ella un profundo sentimiento de culpabilidad y arrepentimiento, de manera que no pudo evitar derramar unas lágrimas. Tampoco fue capaz de no fantasear sobre la felicidad de que habría podido estar gozando en ese momento si su mal genio no la hubiera llevado a engañar al señor Beaumaris. Ese sentimiento de frustración era más amargo que todos los demás, y si logró serenarse fue sólo mediante la decidida aplicación de su sentido común. No era lógico suponer que el altivo Beaumaris, emparentado con tantas casas nobles, de porte tan distinguido, tan codiciado y adulado, se hubiera fijado en una muchacha proveniente de una parroquia rural, sin fortuna ni relaciones.

Así las cosas, no es de extrañar que Arabella experimentara sentimientos encontrados mientras aguardaba la llegada de los primeros invitados al baile. Lady Bridlington, advirtiendo en que su ahijada estaba un poco demacrada (y llevaba razón, porque después de una semana de preparativos estaba con los nervios destrozados), había intentado convencerla para que dejara que la señorita Crowle le pusiera un poco —¡sólo un poco!— de colorete en las mejillas. Pero tras un breve examen del resultado de esa delicada operación, Arabella se había lavado la cara y declarado que jamás emplearía esos afeites para resaltar su belleza, pues si su padre se enteraba, perdería para siempre su afecto. Lady Bridlington señaló, muy razonablemente, que no corría el riesgo de que su padre lo supiera, pero como Arabella se mantuvo inflexible y parecía a punto de romper a llorar, su madrina no insistió más, y la consoló asegurándole que incluso sin su habitual buen color estaba preciosa con el maravilloso vestido que le había confeccionado madame Dumaine.

Pese a todo lo dicho, y pese a que algunos invitados llegaron pronto, porque pensaban marcharse antes de finalizar el baile para poder asistir a otras citas y a que otros se presentaron pasadas las dos (porque relegaron el baile de lady Bridlington al tercer lugar de su lista de citas para esa noche), de modo que la reunión se convirtió en un caos de constantes entradas y salidas, y durante horas reinó un gran ajetreo en Park Street, donde se oían los gritos de «¡El carrocín de milord!» o «¡La silla volante de milady!», o a los acalorados agentes de policía pelear con los estridentes faroleros, al tiempo que los cocheros se insultaban unos a otros; aun así, Arabella tuvo al menos un motivo de satisfacción pues Bertram llegó a las diez en punto y se quedó hasta que la fiesta terminó.

Había cometido la imprudencia de encargar un traje de noche al servicial señor Swindon, pues consideraba que las sencillas prendas que se había llevado de Heythram eran inadecuadas para la ocasión. Swindon se había esmerado mucho, y cuando Arabella lo vio subir la escalera entre las hileras de flores que ella misma había ayudado a mantener frescas durante todo el día rociándolas con agua, su corazón se hinchó de orgullo.

La chaqueta azul marino de Bertram se ajustaba admirablemente a sus hombros; sus calzones cortos de raso apenas mostraban una arruga; y sus medias y chaleco eran de una sobriedad admirable. Con los oscuros rizos rigurosamente peinados al estilo Brutus, y aquel atractivo y aguileño rostro, pálido debido al nerviosismo propio de un joven caballero que asistía por primera vez a una fiesta de la buena sociedad, parecía casi tan distinguido como el Incomparable. Arabella, cogiéndole fugazmente la mano, le dedicó una elocuente mirada admirativa, y él no pudo contener una sonrisa tan juvenil y seductora que provocó que otra invitada, que también hacía su entrada en ese momento, le preguntara a su acompañante quién era aquel joven tan apuesto.

Envalentonado por la intensiva preparación a que lo había sometido un renombrado maestro de baile francés, Bertram solicitó el primer vals a su hermana y, como era un joven ágil y elegante que en Harrow había practicado diferentes deportes y aprendido a moverse con precisión y a controlar sus extremidades, se desenvolvió tan bien que Arabella no pudo por menos de exclamar: «¡Oh, Bertram, qué bien bailas! ¡Vamos a organizar una cuadrilla y a bailarla juntos!».

Sin embargo, él no se sintió capaz de complacer a su hermana. Era cierto que había adquirido los rudimentos de los bailes más sencillos, pero dudaba de su capacidad para bailar la grande ronde o el pas de zéphyr sin estropear esas figuras. Arabella lo miró a los ojos y se dijo que quizá él también estuviera un poco nervioso. Le preguntó si se encontraba bien, y su hermano le aseguró que jamás se había sentido mejor, pero se abstuvo de confiarle que la aventura londinense había menguado tanto sus recursos que llevaba varias noches sin poder conciliar el sueño pensando en cómo haría frente a sus deudas. Como Arabella no lo había visto desde la mañana en que concertaron una furtiva cita en Pall Mall, bajo la imprecisa vigilancia de las niñeras que llevaban a sus pupilos a tomar el aire allí y les compraban vasos de leche recién ordeñada, confiriendo un aire rural a la escena, no podía evitar estar preocupada por él. La desenvoltura con que ahora se movía Bertram no ayudaba a disipar sus temores, y culpaba injustamente al señor Scunthorpe por llevarlo por un camino que su padre habría reprobado. Arabella no tenía muy buena opinión de Scunthorpe, y con la encomiable idea de que Bertram se relacionara con personas más convenientes para él, presentó a su hermano a uno de sus más desinteresados admiradores, el joven lord Wivenhoe, heredero de un próspero título de conde, y a quien en Londres casi todo el mundo apodaba Moflete, sobrenombre afectuoso ganado por su redondo y risueño semblante. Ese vivaracho y joven miembro de la nobleza, aunque todavía no le había propuesto matrimonio a Arabella, formaba parte de la corte de la joven, y era uno de sus favoritos, pues hacía gala de unos modales ingenuos y simpatía desbordante. Se lo presentó a Bertram con toda su buena intención, aunque se había abstenido de haber sabido que el atractivo Moflete se había educado con un padre sumamente insensato según los principios marcados por el difunto progenitor del señor Fox. Aunque su actitud lo desmintiera, el conde de Chalgrove tenía en gran estima las máximas de lord Holland, y animaba a su heredero a permitirse cualquier lujo que se le antojara, liquidando sus deudas de juego con la misma tranquilidad con que liquidaba las facturas que no paraban de llegar de su sastre, su fabricante de coches, su sombrerero y una hueste de otros comerciantes de los que era cliente.

Los dos jóvenes caballeros simpatizaron nada más verse. Lord Wivenhoe era un poco mayor que Bertram, pero de mentalidad tan joven como su rostro, mientras que las aguileñas facciones de Bertram, y su superioridad intelectual, le hacían parecer mayor. Comprobaron que tenían mucho en común, y cuando sólo llevaban unos minutos conversando ya habían acordado acudir juntos a las carreras.

Entretanto, la satisfacción que la señorita Tallant había traslucido al bailar con su joven amigo de Yorkshire no había pasado inadvertida. Más de un pretendiente que abrigaba esperanzas de cautivar a la rica heredera se sumió en la tristeza, porque ni el más confiado de sus admiradores podría haberse convencido de que Arabella le hubiera sonreído alguna vez con un afecto tan sincero como el que demostró a Bertram, ni de que le hubiera hablado tanto ni de forma tan confidencial. Al señor Warkworth, agudo observador, le sorprendió comprobar que la pareja guardaba cierto parecido. Se lo mencionó a Fleetwood, que había sido tan afortunado que había conseguido la promesa de Arabella de bailar con él la cuadrilla, y que no estaba prestando ninguna atención a los requerimientos de otras damiselas no tan bien parecidas a quienes no habían sacado a bailar el vals, y que por ese motivo charlaban animadamente entre ellas, sentadas en unas sillas doradas colocadas junto a las paredes del salón de baile.

Lord Fleetwood miró con atención a los hermanos Tallant, pero no encontró entre ellos el más mínimo parecido, que residía más en alguna expresión ocasional que en sus facciones.

—¡Qué barbaridad! ¡La señorita Tallant tiene una nariz mucho más bonita!

Warkworth le dio la razón y justificó su errónea apreciación explicando que sólo había sido una ocurrencia sin importancia.

Beaumaris no llegó hasta pasada la medianoche, y por ese motivo no pudo bailar el vals con Arabella. No parecía estar de muy buen humor y, tras hacer el gran esfuerzo de dirigirle unas pocas palabras corteses a su anfitriona y de bailar una vez con una dama a la que lady Bridlington le había presentado y otra con su prima, lady Wainfleet, se dedicó a pasearse por los salones hablando lánguidamente con sus conocidos y observando a la concurrencia a través de su monóculo con aire de aburrimiento. Pasada media hora, cuando estaban formándose dos grupos para bailar una danza rústica, fue a buscar a Arabella, que al finalizar el último baile había desaparecido del salón y se había dirigido al invernadero acompañada por Epworth, que tras asegurarle que nunca había visto un baile tan concurrido en Londres se ofreció para proporcionarle un refrescante vaso de limonada. Beaumaris nunca llegó a enterarse de si Epworth había cumplido su promesa, pero unos minutos más tarde, cuando entró en el invernadero, encontró a Arabella acurrucada en una butaca, en un estado de tremenda agitación, e intentando soltar sus manos del ferviente apretón de las de Epworth, que se había arrodillado ante ella en romántica postura. Como el resto de los invitados había salido del invernadero para ocupar sus lugares en los nuevos grupos de baile, el emprendedor Epworth, envalentonado por las generosas dosis de champán de lord Bridlington, había aprovechado una vez más la oportunidad para declararse a la presunta heredera. Beaumaris llegó a tiempo para oír cómo Arabella murmuraba con profunda aflicción:

—¡No, se lo ruego! ¡Se lo suplico, señor Epworth! ¡Levántese! Le estoy muy agradecida, pero no voy a cambiar de idea. ¡No debería acosarme de esta forma! ¡No es propio de usted!

—¡No seas tan pesado, Epworth! —le espetó Beaumaris con su habitual sangre fría—. He venido a pedirle que baile conmigo el siguiente baile, señorita Tallant.

La joven estaba muy sonrojada y respondió incoherentemente. Epworth, avergonzado de que lo hubiera sorprendido en aquella postura una persona cuyo desprecio temía, se puso en pie, masculló y salió a toda prisa del invernadero. Beaumaris cogió el abanico que Arabella sostenía, lo desplegó y empezó a agitarlo ante su acalorado rostro.

—¿Cuántas veces le ha propuesto matrimonio? —preguntó con tono desenfadado—. ¡Qué ridículo resultaba, por Dios!

Arabella no pudo contener la risa, pero dijo con tono afectuoso:

—Es un hombrecillo detestable, y por lo visto piensa que sólo tiene que perseverar para que yo acepte sus proposiciones.

—Debería ser más indulgente con él. Si Epworth no supiera que va a heredar usted una gran fortuna, no la molestaría.

—De no haber sido por usted —dijo ella tomando aire y con voz temblorosa—, señor Beaumaris, nunca se habría enterado.

Él guardó silencio, en parte por resquemor pero también porque sabía que, aunque hubiera sido Fleetwood quien había extendido el rumor, sus imprudentes comentarios habían convencido a Fleetwood de que lo que decía Arabella era verdad.

—¿Vamos a bailar? —propuso ella al cabo de un rato.

—No, los grupos ya deben de estar formados —respondió él, y siguió abanicándola.

—¡Oh! Bueno, quizá… deberíamos regresar al salón de baile de todas formas.

—No se alarme —repuso Beaumaris con un deje de aspereza—. No tengo ninguna intención de importunarla arrodillándome a sus pies.

Arabella volvió a ruborizarse y, azorada, giró la cabeza. Beaumaris cerró el abanico y devolviéndoselo dijo:

—No deseo resultar pesado repitiendo mis ruegos, señorita Tallant, pero debe usted saber que sigo pensando lo mismo que cuando le propuse matrimonio. Si sus sentimientos experimentan algún cambio, una palabra, una mirada sería suficiente para comunicármelo. —Ella levantó una mano para suplicarle que se callara—. Está bien, no volveré a mencionar este asunto. Pero si en algún momento necesita a un amigo, déjeme asegurarle que puede contar conmigo para lo que sea.

Esas palabras, pronunciadas en un tono ferviente que Arabella no le había oído emplear hasta entonces, casi lograron paralizarle el corazón. Estuvo tentada de arriesgarse a confesarle la verdad, pero vaciló, porque el temor a ver cambiar su expresión de admiración por la de desagrado se apoderó de ella; lo miró, y luego se levantó con premura, pues otra pareja acababa de entrar en el invernadero. Arabella superó ese momento de turbación; sólo tuvo tiempo para pensar cuáles serían las repercusiones si el señor Beaumaris trataba su segunda confidencia con el mismo escaso respeto con que había tratado la primera; pero también para recordar las advertencias respecto al peligro de confiar demasiado en él. Su corazón le decía que podía sincerarse, pero su asustada mente no se atrevía a dar ningún paso que pudiera dejarla desprotegida y causarle la ruina.

Regresó con Beaumaris al salón de baile, que la dejó con sir Geoffrey Morecambe, que se acercó a reclamarla. Pasados unos minutos, se había despedido de su anfitriona y abandonado la fiesta.

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