Arabella

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maintenon y al famoso codillo Queensberry, la especialidad del hotel. Decidió dejarse guiar por el destino. Apostaría las veinte guineas a una carta del paño elegida al azar: si ganaba, lo interpretaría como una señal de que su suerte, por fin, había cambiado, y seguiría jugando hasta que hubiera cubierto sus deudas; si perdía, su situación no habría degenerado mucho y, en el peor de los casos, podría cortarse el cuello.

Cuando lord Wivenhoe y él entraron en la sala de

faro del Nonesuch, Beaumaris, que ocupaba en ese momento el puesto de banquero, acababa de completar un reparto. Levantó la vista cuando un camarero le puso delante una baraja nueva, y miró hacia la puerta. La partida de dados que estaba jugándose en otra sala había hecho salir de la estancia a todos los decanos del club excepto a uno, lord Petersham, que estaba sumido en uno de sus arrebatos de profunda abstracción.

¡Maldito Petersham!, se dijo Beaumaris, que se encontraba en un dilema. ¿Por qué habrá elegido precisamente ese momento para pensar en las musarañas?

Ese afable pero distraído caballero, al ver a lord Wivenhoe, le sonrió con la vacilante expresión de quien parece recordar haber visto antes una cara. Si se fijó en que un joven desconocido había entrado en el sagrado recinto del club, no dio muestras de ello. El señor Warkworth le lanzó una mirada fulminante a Bertram, y luego miró hacia la cabecera de la mesa. Lord Fleetwood, que estaba llenando su copa, frunció el entrecejo y miró también al

Incomparable.

Éste ordenó al camarero que le llevara otra botella de borgoña. Habría bastado una palabra suya para que el desconocido no tuviera más remedio que despedirse y salir de la habitación con toda la dignidad que pudiera reunir. Ésa era la cuestión: el joven quedaría humillado, y no se podía confiar en que ese necio, Wivenhoe, pasara por alto el rechazo. Era mucho más probable que armara un escándalo por la exclusión de un amigo suyo, colocando al pobre Bertram en una posición aún más intolerable.

Lord Wivenhoe, buscó asientos para él y Bertram alrededor de la mesa, y empezó a presentar a sus vecinos. Uno de ellos era Fleetwood, que saludó a Bertram con una breve cabezada y volvió a mirar con la frente fruncida al

Incomparable; el otro, como la mayoría de los caballeros que había allí, parecía dispuesto a aceptar a cualquier amigo de Moflete sin hacer preguntas. Uno de los caballeros más veteranos dijo por lo bajo algo sobre los niños de pecho, pero los recién llegados no alcanzaron a oírle.

Beaumaris miró a los presentes y dijo con calma:

—Hagan sus apuestas, caballeros.

Bertram, que había cambiado su billete por un modesto cartucho, lo empujó con un rápido movimiento hacia la reina representada en el paño. Los otros jugadores estaban apostando; lord Petersham suspiró hondo, empujó varios cartuchos enormes y los puso junto a las cartas que había elegido; entonces sacó una caja de rapé delicadamente esmaltada de su bolsillo y tomó un pellizco de su mejor estornutatorio. Bertram notaba unas fuertes, casi dolorosas pulsaciones en la garganta; tragó saliva y fijó la vista en la mano de Beaumaris, posada sobre la baraja que tenía delante.

«El chico ha estado haciendo sus pinitos —pensó éste—. No me extrañaría que se hubiera endeudado hasta las cejas. ¿Cómo demonios se le habrá ocurrido a Moflete Wivenhoe traerlo aquí?».

Todas las apuestas estaban hechas; Beaumaris dio la vuelta a la primera carta y la puso a la derecha de la baraja.

—¡He vuelto a quemarme! —observó Fleetwood, una de cuyas apuestas correspondía a la que acababa de extraer el banquero.

Beaumaris dio la vuelta a la Carta Inglesa, y la puso a la izquierda de la baraja. La reina de diamantes bailó ante los ojos de Bertram. Por un instante no pudo sino mirar fijamente esa carta; cuando por fin levantó la vista y se encontró con los fríos ojos de Beaumaris, esbozó una temblorosa sonrisa. Esa sonrisa indicó a éste cuanto necesitaba saber, y no contribuyó a mejorar las perspectivas de la velada. Cogió el rastrillo y empujó dos cartuchos de veinte guineas hacia el otro lado de la mesa. Lord Wivenhoe pidió vino para él y para su amigo, y se dispuso a sumergirse en la partida con su acostumbrada imprudencia.

Durante media hora, la suerte estuvo de parte de Bertram, y Beaumaris empezó a abrigar esperanzas de que se levantaría de la mesa convertido en triunfador. El joven Tallant estaba bebiendo mucho y la excitación coloreaba sus mejillas; tenía los ojos, en los que se reflejaba la luz de las velas, fijos en las cartas. Lord Wivenhoe, sentado a su lado, seguía perdiendo, aunque no le importaba lo más mínimo. No tardó en empezar a firmar pagarés y entregárselos al banquero. Bertram se fijó en que otros caballeros hacían lo mismo. Al poco rato, el señor Beaumaris tenía ante sí un montoncito de papeles.

La suerte cambió. Bertram llevó a cabo fuertes apuestas, y la banca ganó tres veces seguidas. Sólo le quedaban dos cartuchos, que apostó simultáneamente, convencido de que aquélla no podía ganar por cuarta vez consecutiva. Pero sí ganó la banca, cuando para su propia sorpresa, Beaumaris levantó una carta idéntica a la anterior.

A partir de ese momento, aceptó, con expresión indiferente, los sucesivos pagarés de Bertram. Resultaba imposible decirle al muchacho que no pensaba admitir ningún otro vale suyo, ni que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa. Además, no estaba seguro de que Bertram fuera a hacerle caso. El joven se hallaba poseído por la fiebre del jugador: apostaba de manera imprudente, convencido cada vez que tenía un golpe de suerte de que la fortuna volvía a sonreírle y seguro, cuando perdía, de que la mala racha no podía durar mucho. Beaumaris dudaba que Bertram tuviera ni la más remota idea de cuánto dinero le debía ya a la banca.

La velada se interrumpió antes de lo habitual, pues Beaumaris había advertido a sus camaradas que no se quedaría más allá de las dos, y lord Petersham dijo, entre suspiros, que esa noche no deseaba hacer de banquero. Wivenhoe, sin dejarse intimidar por sus pérdidas, exclamó despreocupadamente:

—¡He vuelto a quedarme sin blanca! ¿Cuánto te debo, Beaumaris?

Éste le entregó los pagarés sin hacer comentarios. Mientras milord sumaba en silencio las cantidades, Bertram, de cuyas mejillas había desaparecido todo rastro de rubor, se quedó sentado mirando los papeles que el señor Beaumaris todavía tenía ante sí.

—¿Y yo? —preguntó con voz entrecortada.

—¡Limpio! ¡Me he quedado limpio! —exclamó Wivenhoe sacudiendo la cabeza—. Te enviaré un cheque de mi banco, Beaumaris. ¡Ésta no era mi noche!

Los otros caballeros estaban calculando sus pérdidas; en los oídos de Bertram resonaba su animada conversación. Comprobó que sus pagarés ascendían a seiscientas libras, una cantidad que le parecía elevadísima, casi increíble. Se recompuso, gracias al orgullo que acudió en su rescate, y se puso en pie. Aunque estaba muy pálido y su aspecto resultaba excesivamente infantil, mantuvo la cabeza muy alta y dijo al señor Beaumaris con serenidad:

—Quizá deba hacerle esperar unos días, señor. No dispongo de crédito bancario en Londres, pero mandaré a alguien a Yorkshire a buscarme fondos.

«¿Qué hago ahora? —se preguntó Beaumaris—. ¿Decirle al muchacho que sé muy bien que sus pagarés no tienen ningún valor? No: armaría un escándalo. Además, el susto le sentará bien».

—No hay prisa, señor Anstey. Me marcho de la ciudad mañana y pasaré una semana fuera. Vaya a verme a mi casa el próximo jueves. Cualquiera le indicará mi dirección. ¿Dónde se hospeda usted?

—En el Red Lion, en la City, señor —respondió mecánicamente Bertram.

—¡Robert! —lo llamó Fleetwood desde el otro extremo de la habitación, donde estaba discutiendo de forma acalorada con el señor Warkworth—. ¡Ven a confirmar lo que estoy diciendo, Robert! ¡Robert!

—Voy enseguida —repuso Beaumaris. Retuvo a Bertram un momento más—: ¡No falle! Lo espero el jueves.

Consideró inapropiado añadir nada, porque estaban rodeados de gente y era evidente que el orgullo del chico no toleraría una insinuación de que cuanto pensaba hacer el señor Beaumaris con sus deudas de juego era arrojarlas al fuego.

Pero Beaumaris seguía ceñudo cuando llegó a su casa.

Ulises, retozando y retorciéndose ante su amo, vio que éste no prestaba ninguna atención a la bienvenida que le dedicó, así que le ladró. Beaumaris se agachó y lo acarició distraídamente.

—¡Calla! No estoy de humor para estas muestras de afecto. ¿Lo ves? No me equivoqué cuando te dije que no estabas destinado a ser la peor de mis responsabilidades. Creo que debería haber tranquilizado al chico: con los jóvenes de su edad nunca se sabe, y no me ha gustado nada su expresión. Estaba destrozado, de eso no cabe duda. Por otra parte, no pienso salir otra vez a la calle a estas horas de la madrugada. Una noche de reflexión no le hará ningún daño.

Cogió el candelabro de la mesa del recibidor, lo llevó a su estudio y lo puso sobre el escritorio situado junto a la ventana. Al ver que su amo se sentaba y abría la escribanía, el perro expresó sus sentimientos emitiendo un profundo bostezo.

—¡Vete a dormir! —ordenó Beaumaris; acto seguido mojó una pluma en el tintero y cogió una hoja de papel.

Ulises se tumbó en el suelo, gimió un par de veces, recordó que tenía una tarea pendiente y se empleó en limpiarse meticulosamente las patas delanteras.

Su amo escribió unas breves líneas, espolvoreó la hoja, sacudió la arena sobrante y cuando se disponía a doblar el papel, se detuvo.

Ulises lo miró, esperanzado.

—Sí, enseguida. Si ha conseguido burlar al alguacil…

Dejó la hoja en la mesa, se sacó una gruesa billetera del bolsillo de la que extrajo un billete de cien libras. Lo dobló junto con la carta, selló la carta con una oblea y anotó la dirección.

Entonces se levantó, y para alivio de

Ulises le aclaró que todavía no pensaba acostarse. El animal, que dormía siempre en la esterilla que había frente a su puerta, y que había adoptado la rutina de poner en duda todas las mañanas el derecho de Painswick a entrar en ese sagrado recinto, subió la escalera delante de su amo. Beaumaris encontró a su ayuda de cámara esperándolo; la expresión de su semblante era una curiosa mezcla de sensibilidad herida, devoción al deber y prolongado sufrimiento. Le dio la carta que acababa de sellar y dijo con aspereza:

—Encárgate de que le entreguen esta carta al señor Anstey, en el Red Lion de la City, mañana por la mañana. ¡Y que se la entreguen en mano! —puntualizó.

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