Arabella

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Al salir de Somerset House, Beaumaris subió a un coche de punto y se dirigió al Red Lion. Lo que le contaron en la posada arrojó mucha luz sobre la conducta de Arabella. Como tenía sus razones para creer que hacía mucho tiempo que se había ganado el afecto de la joven, no se sintió en absoluto herido al descubrir que Arabella había decidido casarse con él para rescatar a su hermano del endeudamiento, sino más bien solazado. Tras pagar lo que debía Bertram en la posada, y después de que el casero le devolviera el reloj del joven, volvió a su casa en otro coche de punto.

El mismo gusto por lo ridículo que le había hecho llevar un diente de león en el ojal durante tres días seguidos sin otro propósito que disfrutar de la turbación de sus infelices amigos e imitadores le hizo estar profundamente agradecido por la situación en que se encontraba; de modo que soportó tranquilamente el tedio del trayecto hasta Mount Street preguntándose cuándo se le ocurriría a su ingenua amada pensar que la revelación, inmediatamente después de la boda, de que necesitaba cuanto antes que su flamante esposo le diera una gran suma de dinero iba a provocar una situación un tanto violenta. No podía evitar imaginarse la escena, y todavía estaba riendo por lo bajo cuando llegó a su casa, actitud que sorprendió considerablemente a su mayordomo.

—Envía a alguien a los establos a buscar mi tílburi, Brough. Y pídele a Painswick… Ah, pero si estás aquí —añadió al ver que su ayuda de cámara bajaba por la escalera—. No quiero oír hablar de camisas desaparecidas, un tema aburridísimo que, por tu expresión, veo que te gustaría discutir en profundidad. Sin embargo, dime, ¿dónde está la carta que te entregué para que la llevaras al Red Lion, a un tal señor Anstey, y por qué no me dijiste que no la habías llevado?

—Quizá recuerde, señor —repuso Painswick con tono de reproche—, que cuando estaba usted desayunando, le mencioné que había un asunto del que consideraba que era mi deber hablar. Y usted, señor, me respondió: «Ahora no».

—Ah, ¿sí? Ignoraba que fuera tan fácil hacerte callar. ¿Dónde está esa carta?

—La puse debajo del montón que había en esa mesa —contestó Painswick negando tácitamente toda responsabilidad.

—En ese caso estará en la biblioteca. Gracias. Nada más.

Ulises, que se hallaba tumbado en la biblioteca disfrutando del sueño de los que han saciado sobradamente su apetito, despertó al oír entrar a su amo, bostezó, se levantó, se sacudió, estornudó varias veces, se desperezó e indicó con sus torcidas orejas y su alegre cola que ya estaba preparado para cualquier aventura.

—Me alegro de ver que has recuperado tu aspecto habitual —dijo Beaumaris mientras buscaba entre la correspondencia la carta escrita a Bertram—. No debiste disuadirme de volver a salir aquella noche. ¡Mira lo que ha pasado! Aunque… no sé. No me habría perdido la entrevista de esta mañana por nada del mundo. Supongo que piensas que me estoy portando muy mal. Es cierto, desde luego, pero al menos reconoce que esa joven se lo merece por ser tan adorablemente ingenua.

Ulises agitó la cola. No sólo estaba dispuesto a reconocerle lo que fuera a su amo, sino que le indicó su disposición a acompañarlo en cualquier expedición que tuviera planeada.

—Supongo que de nada servirá que te diga que estás ocupando el asiento de Clayton, ¿verdad? —dijo Beaumaris poco después, al subir a su tílburi.

Clayton, sonriente, aseguró que no le importaba llevar el perro encima de las rodillas, pero su señor negó con la cabeza.

—No, no. No creo que eso le guste a

Ulises. No voy a necesitarte —dijo, y se marchó comentándole a su atento acompañante—: Ahora nos enfrentamos a la agotadora tarea de encontrar al amigo de ese insensato joven, Felix Scunthorpe. Me pregunto si en tu heterogéneo linaje habrá sangre de sabueso.

Se dirigió directamente al alojamiento del señor Scunthorpe, pero cuando le informaron que éste había mencionado que pensaba ir a Boodle’s, se encaminó enseguida a St. James’s Street, y tuvo la suerte de avistar a su presa paseando por la acera. Frenó los caballos y lo llamó con tono imperativo:

—¡Scunthorpe!

Éste se había fijado en quién conducía el brioso zaino que tiraba del tílburi, pero como no esperaba que el

Incomparable lo reconociera, le sorprendió oír su nombre.

—¿Yo, señor? —preguntó, un tanto indeciso.

—Sí, usted. ¿Dónde está el joven Tallant? —Vio que Scunthorpe adoptaba una expresión cautelosa y añadió con impaciencia—: ¡Vamos, no sea tan necio! No pensará que pretendo entregarlo a los alguaciles, ¿verdad?

—Está en el Cock —confesó Scunthorpe con renuencia—. Es decir —se corrigió, recordando de pronto que su amigo utilizaba un nombre falso—, está allí si se refiere usted al señor Anstey.

—¿Tiene usted hermanos?

—No —contestó Scunthorpe mirándolo con extrañeza—. Soy hijo único.

—Qué alivio. Felicite de mi parte a sus padres.

El joven reflexionó, con la frente fruncida, pero no entendió el comentario y decidió aclarar el asunto.

—Querrá decir a mi madre. Mi padre murió cuando yo tenía tres meses.

—Es comprensible. Me sorprende que durara tanto tiempo. ¿Dónde está ese Cock de que habla?

—El caso es que… no sé si debo decírselo.

—Créame, Scunthorpe, si no me lo dice, estará perjudicando gravemente a su equivocado amigo.

—Pues… está en la esquina de Duck Lane, en Tothill Fields —capituló el joven.

—¡Dios mío! —exclamó Beaumaris, y se puso en marcha de inmediato.

Pese a tratarse de un edificio pequeño y achaparrado, la posada Cock resultó más respetable de lo que por su ubicación había creído al señor Beaumaris. La calzada de Duck Lane se veía cubierta de toda clase de desperdicios, pero el Cock parecía moderadamente limpio y bien cuidado. Hasta tenía un mozo de cuadra, que salió del establo para contemplar el tílburi. Cuando el mozo se dio cuenta de que el dandi que llevaba las riendas no se había detenido meramente para preguntar el camino, sino que quería que se encargara de su coche y su caballo, se emocionó pensando en la propina que quizá podría sacarle, y se apresuró a asegurarle a aquel noble cliente que estaba dispuesto a esmerarse con su coche.

Beaumaris se apeó entonces del tílburi y entró en la taberna de la posada, donde su aparición hizo que un aguador, un cochero, dos albañiles, un trapero y el posadero interrumpieran súbitamente su conversación y se quedaran mirándolo.

—Buenos días —los saludó Beaumaris—. Tengo entendido que se aloja aquí un tal señor Anstey.

El posadero, recuperándose de su sorpresa, se adelantó e inclinó varias veces la cabeza.

—¡Sí, excelencia! ¡Ya lo creo, excelencia! —Y añadió—: Joe, echa de aquí a ese chucho. Si lo desea, excelencia…

—¡No, Joe, no lo eche! —lo interrumpió Beaumaris.

—¿Es suyo el perro? —preguntó el posadero, extrañado.

—Sí, es mío. Una raza muy rara: su árbol genealógico lo sorprendería. ¿Se encuentra el señor Anstey en la posada?

—Debe de estar en su habitación, señor. Se pasa el día allí encerrado, señor. Si su excelencia quiere entrar en el salón, iré a buscarlo enseguida.

—No, prefiero que me indique la habitación. ¡Deja de buscar ratas,

Ulises! Esta mañana no hay tiempo para cacerías. ¡Ven aquí!

Ulises, que había descubierto un prometedor agujero en un rincón de la taberna y estaba olfateándolo de forma calculada para mantener a su ocupante muerto de miedo allí dentro al menos durante las veinticuatro horas siguientes, obedeció a su amo a regañadientes, y lo siguió por una empinada y estrecha escalera. El posadero llamó a una de las tres puertas que había en el piso de arriba, una voz le dijo que pasara, y el señor Beaumaris, indicándole a su guía con una cabezada que no lo necesitaba, entró, cerró la puerta y dijo alegremente:

—¿Cómo está usted? Espero que no le importe que haya traído a mi perro.

Bertram, que se hallaba sentado a una pequeña mesa intentando por enésima vez dar con el método para solucionar sus dificultades, alzó rápidamente la cabeza y se levantó, tan pálido como la camisa que llevaba.

—¡Señor Beaumaris! —balbuceó agarrándose al respaldo de la silla con una temblorosa mano.

A

Ulises no debió de gustarle el tono que había empleado, porque le gruñó, pero su amo lo llamó al orden.

—¿Cuántas veces he de decirte que eres un maleducado,

Ulises? —lo reprendió con severidad—. Nunca provoques una pelea con un hombre bajo su propio techo. ¡Túmbate ahora mismo! —Se quitó los guantes y los tiró encima de la cama—. ¡Es usted realmente tedioso! —le dijo a Bertram con tono afable.

—Pensaba ir a su casa el jueves, como usted me pidió —repuso el joven Tallant, sonrojado y con voz ahogada.

—No lo dudo. Pero si no hubiera sido tan necio y no hubiera abandonado el Red Lion tan… apresuradamente, no habría habido necesidad de que se desterrara de esta forma. Usted no se habría preocupado hasta casi enloquecer y yo no me habría visto obligado a traer a

Ulises a una localidad que, como puede ver, no le gusta en absoluto.

Bertram miró desconcertado a

Ulises, que estaba sentado de manera insinuante junto a la puerta.

—Usted no lo entiende, señor. Estaba… endeudado. Tenía que elegir entre eso y la cárcel, supongo.

—Sí, yo también lo pensé. A la mañana siguiente le envié un billete de cien libras junto con mi declaración de que no tenía intención alguna de reclamarle el dinero que había perdido jugando conmigo. Ya sé que habría sido mucho mejor que se lo hubiera dicho allí mismo, y mejor aún haberlo echado del Nonesuch Club nada más verlo entrar. Pero convendrá conmigo en que la situación era un tanto violenta.

—Señor Beaumaris —dijo Bertram con considerable dificultad—, ahora no pu–puedo liquidar mis pagarés, pero le doy mi palabra de que le devolveré el dinero que le debo. Pensaba ir a verlo el jueves para explicárselo todo y… y pe–pedirle que fuera indulgente conmigo.

—Me parece muy bien. Pero no acostumbro ganar grandes sumas de dinero a costa de colegiales, y no esperará usted que altere mis hábitos sólo para complacer a su conciencia. ¿Quiere que nos sentemos, o no se fía de estas sillas?

—¡Oh! ¡Perdóneme, se lo ruego! —balbuceó Bertram ruborizándose—. ¡Por supuesto! No sé en qué estaría pensando. ¿Quiere sentarse en esta silla? ¡Pero no! Debo… ¡Oh! ¿Puedo ofrecerle algo para beber? Aquí no tienen gran cosa, aparte de cerveza y ginebra, pero si le apetece un poco de ginebra…

—No, gracias, y si desde la última vez que lo vi ha estado dedicándose a eso, no me sorprende que esté tan demacrado.

—No, no he… Bueno, al principio sí bebía, pero coñac… Pero no, últimamente ya no —farfulló Bertram, avergonzado.

—Si ha estado bebiendo el coñac que venden en este barrio y está todavía vivo, es que debe de tener una constitución de hierro. ¿A cuánto asciende el total de sus deudas? ¿O no lo sabe?

—Sí lo sé, pero… ¡No voy a permitir que pague usted mis deudas, señor! —De pronto se le ocurrió algo espantoso; miró fijamente a su visitante y le preguntó—: ¿Quién le ha revelado mi paradero?

—Ese afable cabeza de chorlito amigo suyo, por supuesto.

—¿Scunthorpe? —dijo Bertram con incredulidad—. ¿Seguro que… no ha sido otra persona?

—No, no ha sido otra persona. Todavía no he hablado de este asunto con su hermana, si se refiere a eso.

—¿Cómo sabe que es mi hermana? No me diga que también fue Scunthorpe quien se lo contó.

—No, lo deduje yo mismo, hace tiempo. ¿Conserva sus facturas? Enséñemelas.

—¡Por nada del mundo! —se acaloró Bertram—. Es decir, le estoy muy agradecido, y es usted increíblemente considerado, pero comprenderá que no puedo aceptar tanta generosidad. ¡Pero si apenas nos conocemos! No entiendo cómo se le ha ocurrido hacer algo así por mí.

—Bueno, pero no estamos destinados a seguir siendo desconocidos. Voy a casarme con su hermana.

—¿Que va a casarse con…?

—Así es. Como comprenderá, eso lo cambia todo. No esperará que le saque el dinero al hermano de mi esposa jugando al

faro, ni que lleve el estigma de tener un pariente en la prisión de Fleet. Debería usted pensar un poco en mí, querido amigo.

A Bertram le temblaban los labios.

—¡Ya lo entiendo! ¡Mi hermana acudió a usted, y por eso…! Pero si cree que he caído tan bajo como para dejar que Bella se sacrifique sólo para salvarme de la desgracia…

Ulises, ofendido por el tono de voz de Bertram, corrió junto a su amo y ladró amenazadoramente al desconocido. Beaumaris le acarició la cabeza.

—Sí,

Ulises, este joven es muy grosero —concedió—. Pero no importa. Ten en cuenta que no todo el mundo me tiene en tan gran estima como tú.

—No me refería a… —balbuceó Bertram, turbado—. ¡Le ruego me perdone! Sólo quería decir… Bella no me lo había contado.

—Ah, ¿no? Qué reservadas son las mujeres, desde luego. Quizá pensó que sus padres debían ser los primeros en enterarse de la noticia.

—Es posible —dijo Bertram con escasa convicción—. Pero como me dijo que no podía casarse con nadie porque les había hecho creer a todos que era una gran heredera…

—Yo no lo creí en absoluto.

—¡Ah! —dijo Bertram con alivio—. Pues bien, señor, he de decir que me alegro muchísimo, porque me pareció que usted le gustaba más que ningún otro de sus pretendientes. Le–le deseo mucha felicidad. Y, por supuesto, comprendo que eso justifica que quiera perdonarme la deuda que contraje con usted, aunque no creo que deba permitirle pagar mis otras deudas, porque no son asunto suyo, y…

—¡No volvamos a empezar, por favor! Dígame qué piensa hacer si no asumo sus deudas.

—Pensaba alistarme en un regimiento de caballería, si es que me aceptan. Con nombre falso, por supuesto.

—Creo que le convendría ingresar en un regimiento de caballería —aconsejó Beaumaris—. Pero sería mucho mejor para usted, y para todos nosotros, que lo hiciera con su propio nombre y el rango de corneta. ¿Qué le gustaría? ¿Un regimiento de húsares?

Esas asombrosas palabras hicieron que Bertram se pusiera primero colorado y luego blanco, y que tragara saliva para finalmente farfullar:

—¡Me to–toma el pelo! ¡Después de lo que ha pasado! ¡Ay! ¿Habla en serio, señor?

—Por supuesto. ¡Pero entrégueme sus facturas!

—¡No merezco que nadie haga nada por mí! —dijo Bertram, abrumado.

—¡Las facturas!

El joven, que flotaba ya en un sueño beatífico, dio un respingo y dijo:

—¿Las facturas? ¡Ah! ¡Ah, sí! Las tengo todas aquí, pero le advierto que se asustará cuando vea cuánto dinero he gastado, y…

—A mí nada me asusta —afirmó Beaumaris tendiendo una mano. Se metió el montón de hojas arrugadas en el bolsillo de la chaqueta y dijo—: Saldaré estas deudas de modo que ninguno de sus acreedores sospeche que no ha sido usted quien las ha pagado. ¿Debe algo en este barrio?

Bertram negó con la cabeza.

—No, porque Bella me dio todo el dinero que tenía cuando vino a verme. Me temo que usted no aprobará que lo haya hecho, señor, y yo tampoco, pero ese insensato, Felix, la trajo y… Era un lugar espantoso, y debe admitir que fue culpa mía que mi hermana entrara en semejante pocilga.

—Me deja usted consternado. Espero que su hermana no viera a ningún indigente con quien creyera que era su deber trabar amistad.

—No, no lo creo. Pero Felix me comentó que Bella le dijo a una mujer conocida como Susie

la Trancas que no alimentara con ginebra a su hijo, y que le dio un chelín para que le comprara leche. Y lo siento muchísimo, señor, y desearía que no hubiera pasado, pero Felix dice que se toparon con Peggy

la Botellas, que… que fue quien me recogió cuando me hallaba tan destrozado que ni siquiera sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí. Ella… se portó muy bien conmigo, a su manera, usted ya me entiende, y a Bella se le metió en la cabeza que estaba en deuda con ella por haber cuidado de mí. Pero eso no es grave, pues le di a Peggy cinco libras del dinero que me dejó mi hermana.

—¡Que Dios nos asista! ¡Ahora me pedirá que acoja a esa bruja en mi casa! ¿Dice que se llama Peggy

la Botellas? ¡Cielo santo!

—¡No, no, señor! ¡Nada de eso! —exclamó Bertram—. ¿Por qué haría algo así mi hermana?

—Porque es lo que suele hacer —replicó Beaumaris con amargura—. No irá a pensar que he adoptado voluntariamente a ese animal, ¿verdad?

—¿Insinúa que se lo ha endilgado Bella? ¡Cómo se le habrá ocurrido semejante disparate! Permítame decirle que pensé que era un perro un poco raro para usted, señor.

—Todo Londres piensa exactamente lo mismo. Hasta el posadero de abajo ha intentado echarlo de la taberna. —Cogió su cartera, sacó de ella varios billetes y los puso encima de la mesa—. Aquí tiene: pague la factura de la posada, recupere cuanto tenga en prenda y cómprese un billete para la primera diligencia que salga hacia Harrowgate. Creo que las diligencias que van hacia el norte parten a una hora impía de la mañana, así que será mejor que pase la noche en la posada de la que parten. Confío en que unos días tomando aire puro reparen los estragos del coñac y que le permitan presentarse ante su padre sin despertar sus sospechas.

Bertram intentó hablar, no pudo, lo intentó de nuevo y al final atinó a decir con tono áspero:

—No pu–puedo darle las gracias como quisiera, y sé, por supuesto, que actúa así por Bella. Pero una cosa sí puedo hacer, y la haré. Se lo contaré todo a mi padre, señor, y… y si él me dice que no debo entrar en un regimiento de húsares después de lo mal que me he portado… ¡me estará bien empleado!

—Sí —admitió Beaumaris—, ésa es una actitud muy noble por su parte, desde luego, pero siempre he creído que, antes de que uno se permita una orgía de expiación, es conveniente considerar si no haría usted sufrir un dolor innecesario al receptor de la clase de confesión que tiene usted pensada.

Bertram se quedó callado un momento, mientras asimilaba esas palabras.

—¿No cree que deba explicárselo a mi padre, señor?

—No sólo no creo que deba explicárselo, sino que le prohíbo terminantemente que le mencione este asunto.

—No me gusta engañar a mi padre —se justificó Bertram con timidez—. Verá…

—Ya sé que no le gusta, de modo que si está usted decidido a hacer penitencia, ésa será una buena manera. Ha estado en Berkshire con Scunthorpe: tenga eso muy presente, y olvide que estuvo alguna vez ni a quince kilómetros de Londres. —Se levantó y le tendió la mano—. Ahora tengo que marcharme. Haga el favor de no atormentarse pensando que ha violado los diez mandamientos. Sólo actuó como habrían actuado cuatro de cada cinco jóvenes alocados si los hubieran soltado en la ciudad. Y de paso ha adquirido una valiosa experiencia, así la próxima vez que venga a Londres se comportará mucho mejor.

—Jamás podré volver a Londres, señor —dijo Bertram con nostalgia—. Pero muchas gracias.

—¡Eso son bobadas! Unos años en el ejército y se convertirá en un apuesto capitán con un hermoso bigote castrense. Nadie lo reconocerá. Por cierto, no vaya a visitar a su hermana para despedirse de ella, porque hoy está muy ocupada. Le diré que se ha marchado usted a Yorkshire. ¡

Ulises, deja de rascarte! Sí, ya nos vamos, pero no es necesario, y tampoco es de buena educación, que des esos brincos de alegría. —Recogió sus guantes, le estrechó la mano a Bertram y se dirigió hacia la puerta, pero entonces recordó algo y se llevó una mano al bolsillo interior—. Mi relación con este chucho (el amigo del alma de todos los ladrones de la ciudad, no me cabe duda) está minando rápidamente mi moral. ¡Tenga, Bertram! ¡Su reloj!

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