Arabella

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Beaumaris se mantuvo muy ocupado horas antes de su fuga, y aunque dio instrucciones precisas a su cochero y su postillón, y se ausentó brevemente de Londres, no realizó los trámites para conseguir la licencia necesaria para casarse. Así pues, podía deducirse que pensaba dirigirse a la frontera escocesa y celebrar la ceremonia en Gretna Green, lo que suponía una desviación del canon del buen gusto que habría dejado estupefacto a cualquiera de sus conocidos que hubiera albergado la menor sospecha de sus ocultas intenciones. Pero como nadie con quien se encontró detectó nada fuera de lo habitual en su conducta, nadie excepto su futura esposa llegó a especular acerca de lo que se proponía.

Arabella, como es lógico, dedicó todo el tiempo que no estuvo ocupada con compromisos sociales a las especulaciones, pero como ignoraba por completo las normas que regían las bodas precipitadas, no se le ocurrió pensar en la necesidad de una licencia especial. Suponía, desde luego, que el señor Beaumaris la llevaría a Gretna Green, y como había aceptado ese desagradable requisito, decidió apartarlo de su mente. Por muy romántica que pudiera resultar semejante aventura, ninguna joven que, como en su caso, se hubiera criado en un ambiente del más estricto decoro podía embarcarse en ella sin sentir que había caído en una irreparable depravación. No sabía cómo iba a explicarle su conducta al párroco, y sólo la consolaba pensar en las dificultades de Bertram. Después de asistir al ascenso de un globo y antes de vestirse para un baile espectacular, aprovechó diez minutos para escribirle una carta a Bertram a fin de asegurarle que bastaba con que tuviera un poco de paciencia y esperara en el Cock unos días más, y que ella lo libraría de todas sus dificultades.

No volvió a ver a Beaumaris hasta que se lo encontró en los jardines de Vauxhall, pues él no había asistido al baile de la noche anterior a su cita, una circunstancia por la que Arabella no había sabido si debía alegrarse o preocuparse.

Quizá fuera una suerte que los planes de lady Bridlington le hubieran dejado tan poco tiempo para reflexionar. No pudo permitirse el lujo de pasar ni un par de horas a solas en su dormitorio. Por mucho que lo intentó, no consiguió permanecer despierta después de aquel espléndido baile, y a la mañana siguiente durmió hasta que Maria descorrió las cortinas. Como durante esa jornada tenía innumerables compromisos, antes de que pudiera darse cuenta ya estaba vistiéndose para acudir a la fiesta de Beaumaris en los jardines de Vauxhall.

Desde su llegada a Londres había recibido infinidad de invitaciones, pero Arabella todavía no había tenido ocasión de visitar los famosos jardines. Cruzaron el río en unos botes de remo y entraron por el embarcadero, y en cualquier otra circunstancia, la joven se habría quedado extasiada ante tanta belleza. Los jardines, formados por arboledas y columnatas, estaban iluminados (como Beaumaris se encargó de explicarle) por no menos de treinta y siete lámparas, algunas suspendidas mediante elegantes guirnaldas entre los pilares de las columnatas. La orquesta, que alcanzaba a verse al otro lado de la arboleda principal, se hallaba instalada en un gigantesco quiosco, iluminada con luces de colores; había un amplio pabellón, recubierto de espejos, que formaba el comedor principal para quienes no quisieran pagar por el alquiler de uno de los palcos que daban a las diferentes columnatas; una rotonda, donde se celebraban excelentes conciertos durante toda la temporada; varias espléndidas fuentes; e innumerables senderos por donde los amantes podían perderse a su antojo.

El anfitrión recibió a sus invitados en el embarcadero y los guió hasta la rotonda, donde, como eran más de las ocho, ya había empezado el concierto. Arabella casi no se atrevía a mirarlo, pero en una ocasión se obligó a alzar brevemente la cabeza y permitir que sus miradas se encontraran. Él le sonrió, pero ninguno de los dos dijo nada.

Tras la primera parte del concierto, cerca de las diez de la noche, sonó un timbre, y los que no tenían mucho oído musical salieron de la rotonda para admirar las maravillas de la Gran Cascada. Pese a que el sentimiento de culpa amenazaba con abrumarla, Arabella no pudo contener una exclamación de goce cuando se alzó el oscuro telón y reveló una escena rural, hecha en miniatura pero asombrosamente fiel, de una cascada, un molino, un puente y una sucesión de coches, carromatos y otros vehículos que pasaban con absoluta verosimilitud por el escenario. Hasta el sonido de las ruedas y el del rugido del agua estaban ingeniosamente logrados, y a Arabella no le sorprendió que la gente visitara Vauxhall tres o cuatro veces sólo para contemplar aquella maravilla.

Cuando volvió a caer el telón, Beaumaris propuso a sus invitados que fueran a cenar en lugar de esperar para oír la segunda parte del concierto. Todos se mostraron de acuerdo, así que se levantaron con sigilo de la fila donde estaban sentados y fueron paseando por una de las columnatas hasta su reservado. Éste estaba excelentemente situado, lo bastante alejado de la orquesta del quiosco para que no resultara difícil conversar, y con una espléndida vista de la arboleda principal. Nadie, por supuesto, podía visitar Vauxhall sin probar las finísimas lonchas de jamón ni el ponche que habían hecho famosas sus cenas, pero además de esas exquisiteces Beaumaris había encargado un surtido de platos capaz de tentar hasta al apetito más moderado. Incluso Arabella, que llevaba varios días muy desganada, disfrutó con el pollo, cocinado en un hornillo ante los comensales; y la convencieron para que probara la sopa inglesa. Beaumaris le preparó un melocotón con sus propias manos, y dado que la joven pensó que la inminente fuga no era excusa para que olvidara los buenos modales, también se lo comió, sonriendo con timidez y agradecimiento. En la cena, a Arabella no se le ocurrió nada que decir que no fueran simples lugares comunes, pero ese silencio pasó inadvertido en medio de la avalancha verborreica de lord Bridlington. Éste tuvo la amabilidad de explicar a las damas el mecanismo de las maravillas de la Gran Cascada; esbozó la historia de los jardines de Vauxhall; examinó con detalle su reivindicación de que los consideraran una ampliación de los antiguos Spring Gardens; y despachó la tradición que vinculaba aquel barrio con el nombre de Guy Fawkes. Sólo lo interrumpieron cuando surgió la necesidad de saludar a algún conocido que pasaba al lado del reservado. Y como su madre murmuraba de vez en cuando algún comentario alentador y Beaumaris, haciendo alarde de un gran autocontrol, se abstuvo de expresar consideraciones irónicas, lord Bridlington pasó una agradable velada, y lamentó mucho que su anfitrión le propusiera a la señorita Tallant ir a ver los fuegos artificiales.

Lord Bridlington llevó a Arabella del brazo hasta la parte de los jardines desde donde mejor podía contemplarse el espectáculo, y Beaumaris los siguió escoltando a lady Bridlington. Pero en cuanto hubo encontrado dos sitios adecuados se encontró con que lo habían suplantado, y además Frederick se vio obligado a atender a su madre, que insistió en que su hijo le buscara otro asiento pues el peinado de una dama que llevaba unas altísimas plumas de avestruz en la cabeza estorbaba su visión.

Hechizada por aquel espectáculo, Arabella olvidó momentáneamente sus problemas, y aplaudió cuando los cohetes estallaron en el cielo formando una rociada de estrellas. Beaumaris, habituado a los fuegos artificiales, disfrutó todavía más observando la mirada de embeleso de Arabella. Sin embargo, después de la primera pieza, consultó su reloj y dijo en voz baja:

—¿Nos vamos, señorita Tallant?

Esas palabras la hicieron bajar de golpe de las nubes. Tuvo que dominar el impulso de decirle que había cambiado de idea y recordar las miserias que debía de estar soportando el pobre Bertram.

—¡Ah, sí! ¿Ya es la hora? —preguntó nerviosa, ciñéndose la capa de tafetán—. ¡Sí, vayámonos enseguida!

No tuvieron ninguna dificultad para escabullirse sin ser vistos de una multitud concentrada en las evoluciones de una gigantesca girándula; Arabella posó una fría mano sobre el brazo del señor Beaumaris y bajó con él por un callejón; pasaron al lado de la Fuente de Neptuno, deliciosamente iluminada, recorrieron una de las columnatas y llegaron hasta la entrada principal. Allí había varios coches que esperaban a sus propietarios, y entre ellos se hallaba el cupé del señor Beaumaris, con su cochero y un postillón. Ninguno de los dos empleados pareció sorprenderse al ver a una dama acompañando a su patrón, y aunque Arabella estaba demasiado avergonzada para alzar la mirada, se dio cuenta de que aparentaban estar habituados a situaciones como aquélla. Nada más ver a su señor, pusieron manos a la obra: retiraron las mantas que cubrían el lomo de los caballos, bajaron los estribos del coche, abrieron las puertas y Beaumaris ayudó a la novia a subir al lujoso vehículo. Arabella había tenido que esperar tan poco tiempo en la calle que ni siquiera miró para comprobar si había equipaje atado a la parte trasera del coche. Beaumaris sólo se detuvo un instante para intercambiar unas palabras con el cochero, y entonces subió al coche y se sentó al lado de Arabella en un asiento con mullidos cojines. A continuación se cerraron las puertas, el postillón ocupó su puesto y se pusieron en marcha.

Beaumaris cubrió las piernas a Arabella con una suave manta.

—Tengo una capa más gruesa. ¿Quiere que se la ponga sobre los hombros?

—¡No, gracias! ¡No tengo frío! —respondió ella con nerviosismo.

Él le cogió una mano y se la besó. Arabella la retiró al cabo de un momento, y buscó desesperadamente algo que decir para aliviar la tensión.

—¡Qué muelles tan buenos tiene su cupé, señor Beaumaris! —consiguió articular.

—Me alegro de que le guste —respondió él con el mismo tono cortés que había empleado ella—. No he olvidado, por supuesto, que ambos detestamos los vehículos de alquiler.

—Ah, ¿sí? —repuso ella sin convicción—. Sí, claro…

—El día que nos conocimos intercambiamos nuestras opiniones respecto a los modos de viajar.

No es de extrañar que ese recuerdo dejara sin habla a Arabella. Beaumaris, muy atento, se abstuvo de presionarla para que diera alguna respuesta y empezó a hablar distendidamente sobre el concierto que habían escuchado aquella noche. Arabella, que había experimentado unos momentos de pánico al verse encerrada con su prometido en un cupé, viajando a un destino desconocido pero seguramente remoto, le agradeció muchísimo que se comportara como si estuviera acompañándola a su casa después de algún espectáculo. La joven había temido que él intentara cortejarla. Ella carecía de experiencia en esos asuntos, pero había pensado que un caballero que se fuga con una joven quizá espera obtener alguna muestra de afecto por parte de su amada. Una semana antes, a salvo en la oscuridad de su dormitorio, con la mejilla sobre la húmeda almohada, Arabella había reconocido que nada habría podido hacerla más feliz que el abrazo del señor Beaumaris. Ahora, atormentada por su duplicidad, no podía imaginar nada más exasperante. Sin embargo, Beaumaris, que sin duda era el más calmado de los novios fugitivos, no mostraba deseo alguno de sucumbir a su pasión. Al ver que Arabella sólo le contestaba con monosílabos, desistió de entablar una conversación en toda regla, y se recostó en su extremo del cupé, con la cabeza ligeramente vuelta hacia los cojines, de modo que podía verle la cara a la joven, iluminada por la débil luz de luna que penetraba en el vehículo. Ella ni siquiera se dio cuenta de que su acompañante había dejado de hablarle. Se hallaba absorta en sus pensamientos, muy erguida y agarrada a la correa que colgaba junto a su asiento. Veía al postillón, oscilando levemente delante de ella, y cuando dejaron el camino de adoquines apenas se percató de haber salido de las calles y de estar circulando por el campo. No tenía ni idea de qué dirección habían tomado ni dónde se encontraría cuando hicieran la primera parada, ni eran ésas las preguntas que la atormentaban. Sabía desde el principio que su indecorosa conducta resultaba imperdonable. Pero lo que en esos momentos la llenaba de repugnancia era la repentina idea de que si se casaba con el señor Beaumaris sin haberse sincerado con él estaría tratándolo con una crueldad que dudaba de que pudiera llegar a perdonarle jamás, sumada a la sospecha de que él no podría seguir sintiendo afecto por ella. Le estaba dando vueltas a esos melancólicos pensamientos cuando se le escapó un sollozo.

—¿Qué le pasa, amada mía?

—¡Nada! ¡Nada! —susurró Arabella, turbada.

Beaumaris pareció aceptar esa respuesta, pues se mantuvo en silencio. La joven decidió, abrumada por el remordimiento, que no podía haber en el mundo otro caballero más noble, con mejores modales, más paciente ni más amable que él. Fue entonces cuando llegó el momento que el señor Beaumaris tanto había esperado. De repente Arabella se preguntó cuánto tendría que aguardar, después de la boda, para revelarle a su esposo la noticia de que no sólo necesitaba que le perdonara a su hermano la deuda que había contraído con él, sino que además debía darle cien libras para que saldara sus otras deudas; y con qué palabras iba a expresar esa urgente necesidad sin ofenderlo. No tuvo que pensar mucho para comprender que dichas palabras no existían. No se explicaba cómo podía haber sido tan necia para suponer que hallaría la forma de expresarse, ni que podría hacer semejante confesión sin que después le resultara imposible convencer al señor Beaumaris de que lo amaba.

Esas ideas, y otras aún más desagradables, se abrían paso en su asustada mente cuando el coche empezó a reducir la marcha. El cupé tomó una curva tan cerrada que, de no haber ido agarrada a la correa, Arabella habría salido despedida hacia el hombro de Beaumaris. El vehículo avanzó un poco más, y luego se detuvo. Arabella miró a su acompañante y, casi sin aliento, exclamó:

—¡No puedo! ¡No puedo! ¡Lo siento mucho, señor Beaumaris, pero todo esto es un error! ¡Déjeme volver enseguida a Londres, por favor! ¡Por favor, lléveme a Londres!

Beaumaris recibió ese desalentador requerimiento con un grado considerable de serenidad, limitándose a decir al mismo tiempo que se abría la puerta del cupé:

—¿No prefiere que discutamos este asunto en un entorno más íntimo? Déjeme ayudarla a bajar, amada mía.

—¡Lléveme a Londres, por favor! ¡No–no quiero fugarme! —pidió Arabella con un angustiado susurro.

—Pues no nos fugaremos —la tranquilizó Beaumaris—. He de admitir que lo considero innecesario. ¡Vamos!

Arabella vaciló, pero como él parecía decidido a que la joven se apeara del cupé, y como quizá quería que sus caballos descansaran, le tendió una mano y permitió que la ayudara a bajar. Se encontraban ante un gran edificio, pero no había luces encendidas como era habitual en las casas de posta, y no parecía que el cupé hubiera entrado en un patio. Al final de un tramo de anchos y no muy altos escalones de piedra se abrió una gran puerta, y un rayo de luz proveniente del interior del edificio permitió a Arabella divisar los pulcros arriates de flores que flanqueaban la entrada. Antes de que se hubiera recuperado de la sorpresa de encontrarse ante lo que sin duda era una residencia privada, el señor Beaumaris la había ayudado a subir los escalones y había entrado con ella en un amplio recibidor elegantemente decorado e iluminado por las velas de los candelabros de pared.

—Buenas noches, señor —dijo un anciano mayordomo con una inclinación de la cabeza.

Un lacayo de librea ayudó al señor Beaumaris a quitarse la capa, mientras otro lo despojó de su sombrero y sus guantes.

Arabella se quedó petrificada cuando comprendió lo que implicaba aquella situación. La tranquilizadora revelación de Beaumaris de que no iban a casarse en secreto adquiría ahora el más siniestro significado. La joven lo miró, pálida y con expresión de pánico. Él le sonrió, pero antes de que ninguno de los dos tuviera ocasión de hablar, el mayordomo había informado a su patrón de que encontraría el Salón Amarillo preparado; y luego había aparecido un ama de llaves de aspecto muy respetable, con el cano cabello pulcramente recogido bajo una cofia, y había saludado a Arabella con una reverencia.

—¡Buenas noches, señorita! ¡Buenas noches, señorito Robert! Por favor, acompañe a la señorita al salón mientras yo me encargo de que las doncellas deshagan su equipaje. Encontrarán el fuego encendido; estoy segura de que la señorita debe de estar congelada después del largo viaje, con lo tarde que es. Déme su capa, señorita. Enseguida le subiré un vaso de leche caliente; estoy segura de que le sentará bien.

La promesa de un vaso de leche caliente, que no encajaba en absoluto con la horrorosa imagen de seducción y rapto que se había forjado, tranquilizó un poco a Arabella. Uno de los lacayos había abierto una puerta al fondo del recibidor; el señor Beaumaris le cogió una fría y temblorosa manita y dijo:

—Quiero presentarle a la señora Watchet, una vieja amiga mía. ¡Es más, una de nuestras más antiguas aliadas!

—¡Señorito Robert! Me alegro mucho de conocerla, señorita. No deje que el señorito Robert la tenga levantada hasta altas horas de la noche.

El temor de que el señorito Robert tuviera intenciones muy diferentes se alejó un poco más. Arabella esbozó una sonrisa, dijo algo con una tímida vocecilla y dejó que el señor Beaumaris la guiara hasta el salón, decorado con exquisita elegancia y donde un pequeño fuego ardía en la lustrosa chimenea.

La puerta se cerró suavemente detrás de ellos; Beaumaris acercó una butaca e invitó a Arabella a tomar asiento.

—Siéntese, señorita Tallant. Me alegro mucho de que, después de todo, haya decidido no casarse en secreto conmigo. La verdad es que hay una circunstancia, como mínimo, por la que me cuesta continuar con usted el viaje a Escocia, un viaje que nos llevaría seis o siete días, calculo, hasta que regresáramos a Londres.

—¡Oh! —exclamó Arabella, sentándose con recato en el borde de la butaca y mirando a su interlocutor con gesto de aprensión.

—Sí —confirmó Beaumaris—. ¡

Ulises!

—¿

Ulises? —repitió sin comprender Arabella, abriendo mucho los ojos.

—Sí, ese animal que usted tuvo el detalle de ofrecerme como obsequio. Desgraciadamente, ha desarrollado una predilección tan marcada por mi persona que cuando me separo de él más de una noche se inquieta mucho y deja de comer. No quería llevármelo en nuestra fuga, porque no creo que exista ningún precedente al respecto, y no me gustaría quebrantar las convenciones en un momento así.

La puerta se abrió en ese momento y por ella entró la señora Watchet, que llevaba un vaso de leche caliente y un plato con galletas en una bandeja de plata. La depositó en una mesita junto a la butaca de Arabella, y le dijo que cuando se la bebiera y le diese las buenas noches al señorito Robert la acompañaría a su dormitorio. Tras ordenar con cierta severidad al señor Beaumaris que no retuviera a la señorita allí largo rato hablando con él, hizo una reverencia y salió de la estancia.

—¡Señor Beaumaris! —dijo Arabella, desesperada, tan pronto volvieron a quedarse a solas—. ¿De quién es esta casa?

—La he traído a la casa de mi abuela, en Wimbledon. Debe disculparla por no haber bajado a recibirla, pero es muy anciana y se acuesta temprano. La conocerá mañana por la mañana. Mi tía, que vive con ella, se habría quedado despierta, sin ninguna duda, para recibirla, pero está de visita en casa de una de sus hermanas.

—¿La casa de su abuela? —exclamó Arabella, levantándose casi del asiento—. Cielo santo, ¿por qué me ha traído aquí, señor Beaumaris?

—Verá, pensé que cabía la posibilidad de que se pensara usted mejor eso de la fuga. Si después de consultarlo con la almohada sigue usted creyendo que deberíamos ir a Gretna Green, le aseguro que la llevaré allí, haga lo que haga

Ulises. Por mi parte, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que sería mejor que nos armáramos de valor para recibir las felicitaciones de nuestros amigos y que anunciáramos nuestro compromiso en las columnas de los periódicos de sociedad de la manera habitual.

—Señor Beaumaris —lo interrumpió Arabella, pálida pero decidida—, no puedo casarme con usted. —Y añadió con otro de sus contenidos sollozos—: No entiendo que usted se haya planteado casarse conmigo, pero…

—He perdido toda mi fortuna y debo recuperarla cuanto antes —se apresuró a decir él.

Arabella se levantó, temblorosa, y decidió por fin revelarle la verdad.

—Es que… ¡yo no tengo ni un penique! —anunció.

—En ese caso —replicó Beaumaris sin perder la calma—, no tiene usted opción: es evidente que debe casarse conmigo. Ya que estamos siendo sinceros el uno con el otro, le confesaré que mi fortuna sigue intacta.

—Pero… ¿no lo entiende? ¡Lo he engañado! ¡No soy una rica heredera! —exclamó Arabella creyendo que no la había comprendido.

—Usted no me ha engañado ni un solo momento —replicó él sonriéndole de una forma que la hizo temblar aún con más violencia.

—¡Le he mentido! —gritó Arabella, decidida a hacerle entender el alcance de su iniquidad.

—Eso es comprensible. Pero resulta que las herederas no me interesan ni remotamente.

—¡Señor Beaumaris —dijo Arabella con seriedad—, todo Londres cree que soy rica!

—Sí, y como todo Londres debe seguir creyéndolo, no tiene usted otra alternativa, como acabo de decirle, que casarse conmigo. Mi fortuna, por suerte, es de tal magnitud que nadie sospechará que la suya nunca haya existido.

—¡Ay! ¿Por qué no me dijo que sabía la verdad? —repuso Arabella retorciéndose las manos.

Beaumaris se las cogió con dulzura.

—Mi querida Arabella, ¿por qué no confió usted en mí, cuando le aseguré que podía hacerlo? He mantenido la creencia de que acabaría confiándose a mí, y ya ve que tenía razón. Estaba tan convencido de que, cuando llegara el momento, no se fugaría conmigo de esta forma tan absurda, que ayer visité a mi abuela y se lo conté todo. A ella la divirtió mucho, y me ordenó que la trajera aquí a pasar unos días en su compañía. Espero que no tenga inconveniente: a mi abuela todo el mundo la teme, pero usted podrá contar con mi apoyo para soportar esta dura prueba.

Arabella apartó las manos con decisión y volvió la cabeza para ocultar el temblor de sus labios y las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.

—¡El asunto es más infame de lo que imagina! —dijo con voz débil—. Cuando sepa la verdad, no querrá casarse conmigo. He sido algo peor que mentirosa; ¡he sido desvergonzada! ¡No puedo casarme con usted, señor Beaumaris!

—Qué contrariedad. No sólo he enviado la noticia de nuestro compromiso a la

Gazette y al

Morning Post, sino que también le he pedido consentimiento a su padre para casarme con usted.

La joven se volvió y lo miró de nuevo con cara de perplejidad.

—¿Que le ha pedido consentimiento a mi padre? —repitió, incrédula.

—Es lo habitual —explicó Beaumaris.

—¡Pero usted no conoce a mi padre!

—Se equivoca. Lo conocí la semana pasada, y pasé dos deliciosas noches en Heythram —aclaró él.

—Pero… ¿se lo dijo lady Bridlington?

—No, no fue ella. A su hermano se le escapó el nombre de Heythram en una ocasión, y tengo una memoria excelente. Siento mucho, por cierto, que Bertram lo haya pasado tan mal durante mi ausencia de la ciudad. Fue culpa mía: debí buscarlo y solucionar sus problemas antes de partir hacia Yorkshire. Le escribí una carta, pero desgraciadamente él se marchó del Red Lion antes de que se la entregaran. Sin embargo, no creo que la experiencia lo haya perjudicado, de modo que espero que me perdonen.

Arabella tenía las mejillas coloradas.

—¡Entonces está enterado de todo! ¡Ay! ¿Qué pensará de mí? Le pedí que se casara conmigo porque… porque necesitaba setecientas libras para salvar al pobre Bertram de la cárcel.

—Ya lo sé —admitió Beaumaris con cordialidad—. No sé cómo conseguí disimular tan bien. ¿Cuándo se le ocurrió pensar, ridícula criatura mía, que solicitar una gran suma de dinero a su esposo nada más le pusiera éste el anillo en el dedo quizá resultara un poco violento?

—Ahora mismo, en el cupé —confesó Arabella tapándose la cara con ambas manos—. ¡He comprendido que no podría! Me he portado muy mal, pero cuando me he dado cuenta de lo que estaba a punto de… ¡Sí, he sabido que jamás podría hacerlo!

—Ambos nos hemos portado muy mal. Yo animé a Fleetwood a extender el rumor de que era usted una gran heredera. Hasta le permití creer que conocía a su familia. Pensé que sería divertido averiguar si podía convertirla en la más famosa de Londres, y me avergüenza confesarlo, querida mía: fue divertido. Y no me arrepiento en absoluto, porque si no hubiera actuado de esa forma tan reprobable, quizá no nos habríamos visto tanto, después de nuestro primer encuentro, y tal vez no habría llegado a descubrir que había encontrado a la joven que tanto tiempo llevaba buscando.

—¡No, no! ¿Cómo puede decir eso? —exclamó ella, a punto de verter unas gruesas lágrimas—. Vine a Londres con la esperanza de… de encontrar un buen partido, y le pedí que se casara conmigo porque es usted muy rico. ¡Usted no podría casarse con una persona tan infame!

—Tiene usted razón: seguramente no podría. Pero aunque se le haya olvidado que cuando me declaré por primera vez usted rechazó mi proposición, yo no lo he olvidado. Si la riqueza fuera su objetivo, no me explico por qué me rechazó entonces. Me parecía que no le era del todo indiferente. Y tras reflexionar un poco, decidí que debía presentarme ante sus padres sin perder más tiempo. Y estoy muy contento de haberlo hecho, porque no sólo pasé unos días muy agradables en la vicaría, sino que también disfruté hablando largo y tendido con su madre… Por cierto, ¿sabe que se parece mucho a ella? Más, creo, que ninguno de sus hermanos y hermanas, aunque son todos muy atractivos. Pero, como iba diciéndole, tuve ocasión de dar un largo paseo con su madre, y lo que me contó me animó a pensar que no me había equivocado al pensar que usted sentía algo por mí.

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