Arabella

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Los hijos del párroco no tenían reparo en expresar su opinión de que a su madre debía de haberle costado mucho convencer a su padre respecto a la partida de Arabella. Para él había pocas cosas más censurables que la vanidad y la búsqueda del placer; y aunque nunca ponía objeciones a que su madre acompañara a Arabella y Sophia a los salones de Harrowgate, e incluso había hecho algún comentario favorable sobre sus vestidos, siempre les recordaba que abusar de esas diversiones, inocentes en sí mismas, podía arruinar el carácter de la más virtuosa de las damas. No le gustaban las reuniones sociales y en numerosas ocasiones le habían oído reprobar con severidad las inútiles y frívolas vidas que llevaban las mujeres modernas. Además, pese a saber disfrutar de un buen chiste, le desagradaba la ligereza, no toleraba los comentarios superficiales y si la conversación derivaba hacia nimiedades mundanas, siempre la encauzaba hacia otros temas.

Pero la invitación de lady Bridlington a Arabella no pilló desprevenido al párroco. Sabía que su esposa había escrito a su vieja amiga, y aunque no aprobaba el principal motivo del viaje de su hija a Londres, algunos de los argumentos que presentó la señora Tallant para persuadirlo resultaron irrebatibles.

—Querido esposo, no vamos a discutir sobre las ventajas de un matrimonio conveniente. Hasta tú reconocerás que Arabella es una joven de belleza poco común.

Él lo admitió y añadió, pensativo, que Arabella se parecía mucho a ella, a su esposa, cuando tenía la misma edad. Ella no fue inmune a ese cumplido: se ruborizó y adoptó una expresión un tanto picara, pero repuso que no hacía falta que intentara engatusarla (una palabra que había aprendido de sus hijos).

—Lo único que quiero que entiendas es que Arabella merece moverse en los mejores círculos —explicó.

—Querida esposa —replicó el párroco dirigiéndole una mirada risueña—, si te creyera, quizá consideraría mi deber demostrarte que la ambición de frecuentar los mejores círculos, como tú los llamas, es una idea descabellada. No me agradaría que mis hijas aspiraran a ello. Pero como estoy convencido de que tienes más argumentos que presentar, me moderaré y me limitaré a pedirte que continúes.

—Bueno —prosiguió ella con seriedad—, corrígeme si me equivoco, pero supongo que no contemplarías con agrado una alianza con los Drayton de Knaresborough. —El párroco se quedó boquiabierto y dirigió una mirada inquisidora a su esposa—. El joven Joseph Drayton se muestra particularmente atento —añadió con gravedad. Observó el efecto de sus palabras y siguió con tono insulso—: Ya sé que se lo considera muy buen partido, porque heredará la fortuna de su padre.

El párroco no pudo evitar un comentario muy poco cristiano.

—¡Nunca lo consentiría! ¡Es un vulgar mercader!

—Exacto —coincidió la señora Tallant, satisfecha—. Pero desde hace seis meses no se separa de Arabella.

—¿Me estás diciendo que una hija mía alienta sus atenciones?

—¡No, en absoluto! —se apresuró a negar su esposa—. No las alienta más que alienta las que le dedican el coadjutor, el joven Dewsbury, Alfred Hitchin, Humphrey Finchley o una docena más de jóvenes solteros. Arabella, querido esposo, es la joven más solicitada de esta región.

—¡Dios mío! —exclamó el párroco meneando la cabezal con asombro—. Debo confesar, esposa mía, que no me gustaría que ninguno de esos jóvenes caballeros se convirtiera en mi yerno.

—Entonces quizá abrigues esperanzas de ver a tu hija Arabella casada con su primo Tom.

—¡Jamás he deseado nada parecido! —declaró el párroco con vehemencia. Se recompuso y añadió en tono más moderado—: Mi hermano es un hombre muy respetable, todo lo digno que le permite su inteligencia, y deseo lo mejor para sus hijos. Pero, por diversos motivos que no considero necesario enumerar, no quisiera que ninguna de mis hijas se casara con uno de sus primos. Es más, estoy seguro de que mi hermano tiene otros proyectos para Tom y Algernon.

—Sí, lo creo —corroboró la señora Tallant con cordialidad—. Está decidido a casarlos con alguna heredera.

Su esposo la miró con incredulidad.

—¿Muestra algún interés mi hija por esos jóvenes?

—Creo que no. Es decir, no muestra ninguna preferencia destacada por ninguno de ellos. Pero cuando una chica no conoce a más caballeros que quienes le han ido detrás desde que saliera del aula, ¿cómo quieres que acabe el asunto, mi querido esposo? Y el joven Drayton —añadió, pensativa— posee una fortuna considerable. No estoy insinuando que Arabella tuviera eso en cuenta, pero no puede negarse que un caballero que conduce un elegante carrocín y que puede permitirse el lujo de suplicar que una joven acepte todos los caprichos más elegantes, se halla en clara ventaja respecto a sus rivales.

Se produjo un tenso silencio que el párroco aprovechó para asimilar las repercusiones de esas palabras.

—Yo confiaba en que algún día se presentaría un buen partido al que entregaría de buen grado a mi hija Arabella —dijo al cabo con un deje de añoranza.

La señora Tallant le dirigió una mirada indulgente.

—Es muy probable, querido, pero sería absurdo pretender que esas cosas pasen cuando uno no ha hecho nada para propiciarlas. Los buenos partidos no aparecen por arte de magia en los pueblos: hay que salir a buscarlos. —Reparó en que el párroco estaba un poco afligido, y rió—. Y no me digas que no ocurrió así en nuestro caso, porque sabes muy bien que te conocí en una fiesta en York. Admito que mi madre no me llevó allí con la esperanza de que me enamorara de ti, pero tendrás que aceptar que si me hubiera quedado en mi casa esperándote, nunca nos habríamos conocido.

El párroco sonrió.

—Tus argumentos son siempre irrefutables, querida esposa. Y aun así, no acaba de gustarme la idea. Ya sé que Arabella es muy buena y obediente, pero todavía es muy joven, y a veces he pensado que si careciera de la orientación adecuada su carácter podría traicionarla y hacerla caer en una conducta indecorosa. Me temo que bajo el techo de lady Bridlington llevaría una vida disipada que más tarde podría perjudicarla.

—Seguro que es una joven demasiado dócil para procurarnos ni un solo momento de preocupación —dijo ella para tranquilizarlo—. Además, estoy convencida de que sus principios son lo bastante sólidos para permitirle perder la cabeza. Tiene tendencia a la melancolía, y eso, querido esposo, se debe a que todavía no ha disfrutado de las ventajas que ofrece la gran ciudad. No me cabe duda de que mejorará mucho si pasa una temporada con Bella Bridlington. Y si llegara a establecer una relación conveniente, lo que es sólo una hipótesis, estoy segura de que tú lo agradecerías más que nadie.

—Sí —concedió él con un suspiro—. Me alegraría verlas cómodamente establecida, desde luego, y convertida en la esposa de un hombre respetable.

—En lugar de casada con el joven Dewsbury.

—¡Por supuesto! Dudo que alguna de mis hijas fuera feliz con un hombre al que no tengo más remedio que considerar muy vulgar.

—En ese caso, querido —continuó la señora Tallant, poniéndose en pie—, escribiré a lady Bridlington para aceptar su amable invitación.

—Haz lo que consideres oportuno. Nunca he interferido en lo que has considerado adecuado para tus hijas.

Y así fue como, a las cuatro de la tarde de aquel memorable día, cuando el párroco se reunió con su familia en torno a la mesa del comedor, los sorprendió a todos haciendo un gracioso comentario sobre el previsto viaje de Arabella. Ni siquiera Betsy se habría atrevido a mencionar el plan, porque todos suponían que el señor Tallant lo desaprobaría. Sin embargo, cuando después de bendecir la mesa y de que los miembros de la familia se hubieran sentado alrededor de la larga mesa, Arabella empezó a trinchar sin mucha resolución la carne de una de las bandejas, el párroco, al ver cómo su hija ponía una destrozada ala de pollo en un plato, comentó con un guiño:

—Creo que Arabella debería aprender a trinchar la carne antes de marcharse a Londres, o nos pondrá a todos en ridículo con su torpeza. Verás, querida, no está bien tirarle el plato pon encima a tu vecino, como parece que estás a punto de hacer en este momento.

Arabella se sonrojó y protestó. Sophia, la primera en recuperarse de la sorpresa de oír a su padre hablando con tan buen humor del proyecto londinense, dijo:

—Pero padre, eso carece de importancia, porque seguro que allí los platos los sirven los lacayos de las mansiones.

—Es cierto, Sophia —admitió el párroco con docilidad.

—¿Tiene lady Bridlington muchos lacayos? —preguntó Betsy, deslumbrada por esa imagen de opulencia.

—Uno detrás de cada silla —se apresuró a contestar Bertram—. Y uno para acompañar a Arabella cada vez que se le antoje salir a tomar el aire; y dos para ir detrás de su coche; y cálculo que una docena para formar una avenida en el vestíbulo cada vez que milady ponga más cubiertos en la mesa para sus invitados. Cuando Arabella vuelva a casa, ya no se acordará de cómo agacharse para recoger un pañuelo del suelo.

—Pues no sé cómo va a desenvolverse en una casa así —dijo Betsy, que se había creído cuanto había dicho su hermano.

—¡Ni yo! —murmuró Arabella.

—Confío en que se desenvolverá exactamente como los hace en esta casa —dijo el párroco.

Su comentario fue recibido con un silencio. Bertram le hizo una mueca a Arabella y Harry le propinó un codazo en el costado con disimulo.

—Sí, padre, pero no sé cómo va a hacerlo —se aventuró por fin Margaret, que, con la frente fruncida, se había quedado cavilando sobre las palabras del párroco—. Debe de ser todo muy distinto a lo que estamos acostumbrados nosotros. No me sorprendería, por ejemplo, que tuviera que llevar vestidos de fiesta todas las noches, y estoy segura de que no podrá ayudar a cocinar, ni a almidonar camisas, ni a dar de comer a las gallinas, ni… ni a nada parecido.

—No me refería exactamente a eso, querida —respondió el párroco.

—¿No tendrá que hacer ningún trabajo? —exclamó Betsy—. ¡Ojalá también yo tuviera una madrina rica!

Ese inoportuno comentario hizo adoptar al señor Tallant una expresión de profundo desagrado. Los miembros de la familia se percataron de que la imagen que las palabras de Betsy habían conjurado, la de una hija entregada por completo a los placeres, no era algo que él pudiera contemplar con un sentimiento distinto a un intenso recelo. Betsy fue objeto de varias miradas de reprobación, pues aquel comentario indiscreto haría, sin duda, que las hermanas tuvieran que aguantar un sermón sobre los peligros de la ociosidad. Sin embargo, antes de que el párroco pudiera tomar la palabra, la señora Tallant intervino, reprendiendo a Betsy por hablar tanto.

—Bueno —añadió luego, risueña—, y creo que vuestro padre estará de acuerdo en que Arabella es una buena chica y en que merece esta indulgencia más que ninguno de vosotros. Os aseguro que no sé cómo me las apañaré sin ella, porque siempre que quiero que alguien me ayude a realizar alguna tarea, puedo confiar en Arabella. Y lo más importante: nunca hace una mala cara, ni se queja de estar aburrida ni se enfurruña porque tenga que arreglarse un vestido en lugar de comprarse otro.

No podía esperarse que ese magistral discurso complaciera a las tres damiselas a quienes iba dirigido, pero en cambio tuvo el benéfico efecto de suavizar la expresión del párroco. El señor Tallant miró a Arabella, que muy colorada y con la cabeza agachada miraba fijamente el plato.

—Desde luego —dijo el párroco con tono conciliador—, creo que Arabella nos ha demostrado que es una muchacha muy sensata y con muy buenos sentimientos.

La aludida levantó con presteza los ojos humedecidos.

—Si controla su lengua y no se expresa con términos que supongo que aprende de sus hermanos —añadió su padre sonriendo risueño—, ni se dedica a gastar bromas propias de marimacho, estoy convencido de que puedo abrigar la esperanza de que lady Bridlington no hallará nada que reprocharle.

Tal fue el alivio que sintieron sus hijos por haberse librado de uno de los sermones de su padre, que esa templada broma fue recibida con un halagador reconocimiento. Bertram aprovechó la oportunidad que le brindaron las alegres protestas de los hermanos para informar a Betsy, en tono amenazador, que si volvía a despegar los labios la tiraría al estanque de los patos al día siguiente, y esa promesa aterrorizó tanto a la pequeña que ya no abrió la boca durante el resto de la comida. Sophia, haciendo gala de su nobleza de carácter, pidió a su padre que explicara un pasaje que había leído en la

Historia de Persia de sir John Malcolm, una obra que el párroco (que sólo se permitía el lujo de la compra de libros) había añadido recientemente a su biblioteca. Fue una idea muy acertada: mientras sus hermanos miraban con estupefacción a Sophia, su padre, muy animado, habló largo y tendido sobre el tema, olvidando otros problemas más inmediatos y reduciendo al resto de sus hijos a un estado de silenciosa indignación cuando, al levantarse de la mesa, afirmó que se alegraba de comprobar que al menos tenía una hija con aptitudes intelectuales.

—¡Si Sophy jamás ha leído una sola línea de ese libro! —exclamó Bertram con amargura cuando, tras soportar una velada en el salón mientras el párroco les leía en voz alta varios pasajes de la memorable obra de sir John Malcolm, él y sus dos hermanas mayores lograron escapar al refugio del dormitorio de las niñas.

—¡Sí lo he leído! —protestó Sophia, sentándose a los pies de la cama y doblando las piernas bajo el cuerpo de una forma que, de haberlo visto su madre, sin duda le habría valido una buena reprimenda.

Margaret, a la que siempre mandaban a acostarse antes de que apareciera la bandeja del té, y que por ese motivo se había librado de la mayor parte de la plúmbea velada, se incorporó, se abrazó las rodillas y preguntó:

—¿Para qué?

—Fue ese día que madre tuvo que salir y me pidió que me quedara en el salón por si venía a visitarla la señora Farnham —explicó Sophia—. No tenía nada más que hacer.

Tras mirarla unos instantes, su hermano y sus hermanas decidieron, al parecer, que la excusa era razonable, porque dieron el tema por zanjado.

—Os aseguro que no sabía qué cara poner cuando padre ha hablado en esos términos de mí —comentó Arabella.

—Sí, Bella, pero ya sabes que es muy despistado —replicó Sophia—, y supongo que no se acordaba de lo que hicisteis Bertram y tú el pasado veintiséis de diciembre, ni de lo que dijo sobre tu afición a los ornamentos, cuando le arrancaste las plumas a los pavos reales de nuestro tío para adornar tu viejo sombrero.

—Sí, es posible que lo hubiera olvidado —concedió Arabella, desanimada—. Pero, de todas formas —añadió—, nunca afirmó que yo no tenía principios, lo que sí dijo de ti cuando descubrió que habías sido tú, Sophy, quien había puesto el botón de un pantalón de Harry en el cepillo de la iglesia aquel domingo.

A Sophia no se le ocurrió nada para defenderse de esa acusación.

—Bueno, como ya está decidido que vas a ir a Londres, Bella, voy a contarte algo —dijo de pronto Bertram.

Pese a que hacía diecisiete años que Arabella conocía a su hermano menor, la joven no pudo evitar preguntar muy interesada:

—¿Qué tienes que contarme?

—Es posible que cuando llegues allí recibas una sorpresa —anunció Bertram con tono misterioso—. Bueno, no digo que vayas a recibirla sino que podrías recibirla.

—¿A qué te refieres? ¡Dímelo, Bertram! ¡Querido Bertram, te lo ruego!

—¿Me tomas por idiota? ¡Las niñas os chiváis de todo!

—¡No lo revelaré! ¡Sabes que no lo haré! ¡Bertram, por favor!

—No le hagas caso —le recomendó Margaret recostándose de nuevo en su almohada—. Está tomándote el pelo.

—Te equivocas, señorita —repuso su hermano, molesto—. Pero no pienso decíroslo. Sin embargo, Bella, no te extrañe que cuando no lleves mucho tiempo en Londres recibas una sorpresa.

La actitud de Bertram hizo que sus hermanas se pusieran a chillar. Por desgracia, su alborozo llegó a oídos de la anciana niñera, que irrumpió en la habitación y pronunció una también estridente homilía sobre la incorrección de los jóvenes caballeros que se sentaban al pie de las camas de sus hermanas. Como la anciana era muy capaz de informar de esa asombrosa conducta a su madre, Bertram consideró prudente levantarse, y el simposio quedó bruscamente interrumpido. Tras apagar las velas, la niñera aseguro que si su madre llegaba a enterarse de lo ocurrido, la señorita Arabella podía ir olvidándose de viajar a Londres. Sin embargo, al parecer el incidente no llegó a oídos de la señora Tallant, pues a la mañana siguiente, y durante los días posteriores, en la rectoría no se habló de otra cosa (salvo en presencia del párroco) que de la introducción de Arabella en la buena sociedad.

El primer y más urgente factor que había que considerar era reunir un vestuario adecuado para una joven que esperara presentarse en sociedad debidamente. El detallado examen de las revistas de moda había dejado a Arabella en un estado de profunda desesperación, pero su madre enfocaba el asunto con más optimismo. Ordenó al criado que fuera a buscar al omnipresente Joseph Eccles para que ambos bajaran del desván dos baúles enormes. Joseph, que había trabajado de mozo de labranza para el párroco desde que éste se casara, se consideraba el puntal de la casa, de modo que se mostró muy bien dispuesto a complacer a las damas. Se quedó en el vestidor, dando consejos y apoyo con su marcado acento de Yorkshire, hasta que lo despacharon con amabilidad pero con firmeza.

En cuanto levantaron las tapas de los baúles, un agradable aroma a alcanfor impregnó el ambiente, y cuando retiraron una cubierta de papel plateado quedaron a la vista tesoros innumerables. Según dijo la señora Tallant, los baúles contenían toda la ropa elegante que llevaba cuando era una jovencita atolondrada como Arabella. Después de casarse con el párroco, ya no tuvo ocasión de lucir aquellas fruslerías, pero había sido incapaz de deshacerse de ellas, de modo que las había guardado y olvidado.

Se oyeron tres gritos extasiados cuando las tres embelesadas jovencitas se arrodillaron junto a los baúles y se dispusieron a rebuscar en su interior.

Los baúles estaban repletos de maravillas inimaginables: plumas de avestruz de varios colores; ramilletes de flores artificiales; una estola de armiño (sí, lamentablemente estaba amarillento, pero serviría para coserle un ribete al viejo abrigo de Sophy); una máscara; un paquete entero de delicado encaje; una capa de gasa con que Margaret se pavoneó por la habitación; varios metros de cinta de un tono que la señora Tallant aseguró que en su época se llamaba

Opera Brulé, y que estaba muy de moda; pañuelos de gasa, encaje y blonda, con lentejuelas y sencillos; una caja llena de intrigantes nudos de cinta, cuyos nombres su madre no recordaba, aunque creía que la de color azul cielo era «una señal de esperanza», y el lazo rosa, «un suspiro de Venus»; pecheras de encaje y escofietas; un manguito de plumas; innumerables abanicos; fajines; una falda de damasco con flores escarlatas —¡qué elegante debía de estar su madre con ella!— y una maravillosa capa de terciopelo con ribete de marta cibelina: un regalo de boda que le habían hecho a su madre, pero que apenas se había puesto, «porque, queridas, era más elegante que ninguna de las prendas que tenía vuestra tía y, al fin y al cabo, ella era la esposa del

squire, y me profesaba un gran cariño, así que siempre procuré no ofenderla en nada. Pero es una piel estupenda, y servirá para coserle un manguito a Arabella, además de para hacerle un reborde a un abrigo».

Por fortuna, su madre era una persona indulgente, y muy dada a las bromas, porque los baúles contenían, además de esos, tesoros, prendas tan anticuadas que las tres señoritas Tallant no pudieron aguantarse la risa. La moda había cambiado mucho desde entonces, y para una generación acostumbrada a los vestidos de cintura alta de muselina y crep, con mangas cortas y abullonadas, y con recatados volantes alrededor de la orilla, las rígidas y voluminosas sedas y brocados de los vestidos de la señora Tallant, con sus historiadas enaguas, almohadillas y corpiños con alambre, parecían no sólo arcaicos, sino también feos. ¿Qué era esa chaqueta tan larga y entallada? ¿Un

caraco, es decir, una camiseta interior? ¡Qué raro! ¿Y esa prenda a rayas que parecía un salto de cama? ¿Se ponía su madre eso en público? ¿Qué había en esa elegante caja? ¡

Poudre à la Maréchale! Pero ¿acaso se empolvaba entonces su madre el pelo, como en el retrato de la abuela Tallant que había en la casa solariega? ¡No, no tanto! ¿Con polvos de color gris? ¡No me digas eso, madre! ¡Y tú, que no tienes ni una sola cana! ¿Cómo te peinabas? ¿Nunca te lo cortabas? ¿Que los rizos te llegaban hasta la cintura? ¡Y con esos bufos cubriéndole las orejas! ¿Cómo podía tener la paciencia para soportarlo? ¡Y qué raro quedaba, además!

Pero la señora Tallant, examinando vestidos que casi había olvidado, se puso nostálgica al recordar que el vestido de tafetán verde italiano lo llevaba con un viso de raso,

soupir d’étouffe (que no aparecía por ninguna parte), el día que conoció a su marido; al recordar el cumplido que le dirigió aquel

baronet a quien había rechazado cuando la vio con el talle de seda blanca que Sophia tenía en las manos (con una cola de muselina, y también debería haber un abrigo de seda rosa, muy elegante, que se ponía con él); al recordar cómo se asombró cuando vio aquella ropa interior de muselina india de color rosa que Eliza —«Vuestra tía Eliza, queridas»— le había comprado en Londres.

Las niñas no supieron qué cara poner cuando su madre suspiró al contemplar un vestido de rayas color cereza ensalzándolo, porque la verdad es que era tan espantoso que casi se sintieron incómodas al pensar que la habían visto en público con semejante atuendo. No se atrevieron ni a reír y guardaron un respetuoso silencio; pero sintieron un profundo alivio cuando de pronto su madre abandonó aquella expresión tan inusual en ella y sonriendo dijo con su habitual vivacidad:

—Bueno, seguro que pensáis que debía de parecer una simplona, pero os garantizo que no es así. Sin embargo, ninguno de esos brocados va a servirle a Arabella, así que volveremos a guardarlos. Pero con ese raso de color paja podemos coserle un estupendo vestido de baile, al que pondremos un reborde de encaje.

En High Harrowgate vivía una anciana modista, una francesa que había llegado a Inglaterra huyendo de la Revolución. Había confeccionado muchos vestidos para la señora Tallant y sus hijas, y como tenía un gusto exquisito y no cobraba unos precios desorbitados, excepto durante la corta temporada, decidieron que le confiarían la tarea de coserle los vestidos a Arabella. El primer día que pudieron disponer de los caballos, la señora Tallant y sus dos hijas mayores fueron a High Harrowgate, cargadas con tres sombrereras llenas de las sedas, los terciopelos y los encajes que habían escogido del tesoro escondido de la señora Tallant.

Harrowgate, localidad situada entre Heythram y Knaresborough, era más famosa por las excelentes propiedades de sus manantiales medicinales que por la modernidad de sus visitantes. Consistía en dos pueblos que habían crecido de manera desordenada, separados por un par de kilómetros, y sólo disfrutaba de una breve temporada veraniega. Como cerca de un millar de personas, la mayoría de edad avanzada, la frecuentaban para tomar las aguas, ambos pueblos y sus alrededores se jactaban de contar con más hoteles y casas de huéspedes que residencias privadas. Desde el mes de mayo hasta la fiesta de San Miguel, había bailes públicos dos veces por semana en los nuevos salones; un gran baile popular en un agradable parque; un teatro; y una biblioteca de préstamo, muy frecuentada por la señora Tallant e hijas.

Madame Dupont se alegró mucho de recibir a una clienta en pleno mes de enero, y tan pronto se enteró del motivo del encargo de un vestuario tan completo, se apuntó al espíritu de la empresa con un entusiasmo típicamente francés, se deshizo en elogios para con las sedas y los rasos de las tres sombrereras y exhibió a las damas figurines y rollos de cambray, muselina y crep. Aseguró que supondría un placer trabajar para una

demoiselle con un

taille como el de mademoiselle Tallant. Ya podía imaginar cómo la polonesa de raso de madame Tallant se transformaría en un vestido de baile verdaderamente divino, y en cuanto al capote de tafetán —¡sí, los elegantes modelos del siglo pasado ya no estaban en boga!— no debían dudar de que nada sería más

comme il faut que una capa de ópera hecha con esa tela, y bordeada con cinta de terciopelo plisado. En cuanto al coste, estaba convencida de que llegarían a un acuerdo amistoso.

Arabella, que en general tenía su propia forma de hacer las cosas, así como ideas muy definidas sobre el color y estilo de sus vestidos, quedó impresionada por la cantidad de vestidos que su madre y madame Dupont consideraban indispensables para pasar la temporada en Londres, y apenas despegó los labios, salvo para dar su aprobación, con un hilo de voz, a cuanto le sugerían. Hasta Sophia, que tan a menudo recibía las reprobaciones del párroco por hablar por los codos, se quedó tan muda como su hermana. Los figurines que había visto en

The Ladies’ Monthly Museum no la habían preparado para las asombrosas creaciones dibujadas en

La Belle Assemblée. Pero la señora Tallant y madame Dupont estaban de acuerdo en que sólo los modelos más sencillos eran

convenable para una joven de la edad de Arabella. Únicamente necesitaría uno o dos vestidos de baile de raso, o de seda para las grandes ocasiones; pero para ir a Almack’s nada había más acertado, aseguró madame, que el crep o el

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