Arabella

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jaconet. Un poco de lamé, quizá —les mostró la tela— o un chal de Norwich, colgado con negligencia de los codos, le darían

cachet al vestido más simple. Y para el traje de mañana, ¿qué les parecía una muselina francesa, con cola corta? ¿O prefería mademoiselle la seda de Berlín, bordeada con hilo también de seda? Para los vestidos de paseo, les recomendaba un vestido de cambray, con un manto de terciopelo, y un sombrero Waterloo, o incluso un sombrero de piel, adornado —la tez de mademoiselle lo permitía, incluso lo imponía— con un ramillete de cerezas.

Vestidos de día, de tarde, de paseo, para ir en coche, de baile… Arabella y Sophia creían que la lista nunca terminaría.

—No sé de dónde vas a sacar tiempo para ponértelos todos —dijo Sophia al oído a su hermana.

—Zapatos, botines, bolsos, guantes, medias —murmuraba la señora Tallant, repasando su lista—. Ésas todavía te servirán un tiempo. Debes tener mucho cuidado con las medias de seda, hija mía, porque no puedo comprarte muchos pares. Sombreros… ¡aja! Es una suerte que haya conservado todas mis plumas de avestruz. Veremos qué podemos hacer con ellas. Me parece que por hoy ya hay suficiente.

—Madre, ¿qué se pondrá Bella cuando vaya al salón de la corte? —preguntó Sophia.

Ah, pour ça, alors, la grande parure!—exclamó madame con ojos chispeantes.

—Un vestido de gala, querida mía —aseguró la señora Tallant frustrando esas incipientes esperanzas—. De raso, diría. Con plumas, por supuesto. No sé si todavía se llevan los aros en la corte. Lady Bridlington quiere regalarle ese vestido a tu hermana, y estoy segura de que elegirá lo más adecuado. ¡Vamos, queridas! Si hemos de pasar a visitar a vuestro tío de regreso a casa, tenemos que darnos prisa.

—¿A visitar a nuestro tío? —repitió Sophia, sorprendida.

La señora Tallant se ruborizó un poco, pero replicó con desenvoltura:

—Claro que sí, hija mía. ¿Por qué no? Además, no hay que descuidar la observancia de la urbanidad, y estoy segura de que a él le extrañaría mucho que no le informara del próximo viaje de Arabella a Londres.

Sophia arrugó un poco la frente ante esa perspectiva, pues aunque los dos niños visitaban con frecuencia la casa solariega, y sus jóvenes primos iban mucho a la rectoría, las visitas entre sus respectivos padres eran infrecuentes. El

squire y su hermano, pese a mantener una relación muy correcta, no tenían casi nada en común, y se contemplaban con un afable desdén. Y la difunta lady Tallant, además de sufrir las desventajas propias de un carácter celoso, había sido, incluso en la caritativa opinión de su cuñado, una mujer muy vulgar. El matrimonio había tenido dos hijos: Thomas, un bucólico joven de veintisiete años, y Algernon, que en ese momento se hallaba en Bélgica con su regimiento.

La casa solariega, situada en un hermoso parque, a poco más de un kilómetro del pueblo de Heythram, era un edificio espacioso y sin pretensiones construido con la piedra gris preponderante en la región. La nota dominante de los muebles y la decoración era la comodidad más que la elegancia, y tenía, pese a los cuidados de una excelente ama de llaves, el indefinible aire de una residencia donde faltaba la señora de la casa. Al

squire le interesaban más sus establos que su vivienda. Se lo consideraba un hombre afable pero prudente; y aunque quería mucho a sus sobrinos y sobrinas, y siempre le proporcionaba una montura a Bertram durante la temporada de caza, el cariño que les profesaba no lo movía a hacer por ellos más que darles una guinea a cada uno por Navidad. Pero era un hombre hospitalario, y siempre parecía complacido de recibir a la familia de su hermano.

En cuanto el coche de la rectoría paró ante su puerta, se apresuró a salir de la casa exclamando:

—¡Vaya, vaya! ¡Pero si son Sophia y las niñas! ¡Qué alegría! Pero ¿cómo? ¿Sólo habéis venido vosotras dos? ¡No importa! Pasad y tomad una copa de vino. Hace un frío tremendo, ¿verdad? La tierra está dura como el hierro, no sé cuándo podremos salir.

Sin parar de hablar, condujo a las mujeres a un saloncito cuadrado de la parte delantera de la casa, y sólo interrumpió su monólogo para gritarle a alguien que les llevara un refrigerio al salón y que se diera prisa. Entonces observó a sus sobrinas, y declaró que estaban más guapas que nunca, para acto seguido pedir que le dijeran cuántos pretendientes contaban entre las dos. Las niñas no tuvieron necesidad de contestar esa jocosa pregunta, porque su tío se volvió al instante hacia la señora Tallant y dijo:

—Aunque no le llegan ni a la suela del zapato a su madre. Hacía una eternidad que no te veía, Sophia. No sé por qué el pobre Henry y tú no venís más a menudo a verme. ¿Cómo está mi hermano, por cierto? Seguro que sigue enfrascado en sus libros. ¡Nunca he conocido a nadie como él! Pero no deberías permitir que le contagie esa afición al joven Bertram, querida mía: es un chico estupendo, no un ratón de biblioteca.

—Bertram está preparándose para ingresar en Oxford, sir John. Ya sabe usted que tiene que estudiar.

—¡Créeme, no hará nada bueno allí! —opinó el

squire—. Sería mejor que ingresara en el ejército, como mi pequeño granuja. Pero dile que venga a mis establos si quiere ver un caballo espléndido: tiene una grupa y unos corvejones espectaculares, así como unos hombros impresionantes. No me importa que el chico lo monte, si lo desea, pero todavía es joven y hay que enseñarle. ¿Piensa venir Bertram cuando remita el frío? Dile que el zaino se ha lastimado una pata, pero que si quiere puede montar a

Thunderer.

—Me parece —replicó la señora Tallant dando un leve suspiro— que su padre no quiere que salga a cazar esta temporada. Eso lo distrae de sus estudios, pobre chico.

—Henry es excesivamente riguroso. ¿No se conforma con que James sea tan intelectual como él? ¿Dónde está el mayor? ¿En Oxford, verdad? Bueno, que cada uno haga lo que le plazca. ¿Y ese otro granuja vuestro? ¿Cómo se llama? ¡Harry! Me gusta la pinta que tiene, como él diría. Asegura que quiere ser marino. ¿Cómo pensáis conseguirlo?

La señora Tallant le explicó que uno de sus hermanos estaba dispuesto a ayudar a Harry. El

squire se mostró satisfecho, preguntó por la salud de su ahijado y tocayo y se dispuso a servir fiambres y vino a sus invitadas. Pasó un rato hasta que surgió la ocasión de revelarle el motivo de la visita: cuando el torrente de su conversación se calmó un poco, Sophia, que apenas podía contener su impaciencia, dijo de pronto:

—¿Sabe que Arabella se va a Londres, señor?

El

squire miró con fijeza a Sophia y luego a Arabella.

—¿Cómo? ¿Qué acabas de decir? ¿Cómo es eso?

La señora Tallant, mirando con reprobación a su hija Sophia, le explicó el asunto. Él escuchó con mucha atención, asintiendo con la cabeza y frunciendo los labios, como solía hacer cuando algo le interesaba. Tras reflexionar un instante, llegó a la conclusión de que era una idea excelente, de modo que felicitó a Arabella por su buena suerte. Después expresó su deseo de que la fortuna la acompañara en su relación con los galanes de la ciudad, envidió al afortunado que se ganara su amor y profetizó que iba a eclipsar a todas las bellezas de Londres, y hubiera seguido de esa guisa si la señora Tallant no hubiera puesto fin a sus galanterías sugiriéndole que sus hijas querían ir a la habitación del ama de llaves para saludar a la buena de la señora Paignton, que siempre se mostraba tan cariñosa con ellas. El estilo de los cumplidos del

squire no era de su gusto, y además quería hablar en privado con su cuñado.

Éste tenía muchas preguntas y comentarios que formular. Cuanto más pensaba en los planes de la señora Tallant, más le gustaba la idea, pues aunque quería mucho a su sobrina, y la consideraba una joven de notable hermosura, no deseaba verla convertida en su nuera. Aunque no era un hombre especialmente inteligente, ni muy suspicaz, en los últimos tiempos se había dado cuenta de que su heredero había empezado a interesarse por su sobrina. No creía que Tom sintiera un fuerte afecto por su prima, y confiaba en que si Arabella se marchaba del vecindario, pronto se recuperaría de su tenue enamoramiento y dirigiría sus galanterías a otra joven más adecuada. El

squire había encontrado una joven conveniente para Tom, pero como era un hombre justo no le quedaba más remedio que admitir que no podía compararse con Arabella. Así pues, nada de cuanto la señora Tallant pudiera haberle contado le habría agradado más. Dio su aprobación al proyecto y alabó la sensatez de su cuñada.

—Sí, no hace falta que me digas que todo esto ha sido idea tuya, Sophia. El pobre Henry nunca ha tenido buen juicio. Es un buen hombre, desde luego, pero cuando un hombre tiene tantos hijos, necesita ser un poco más hábil que él. En cambio tú eres despierta, querida. Estás haciendo justo lo que debes: la muchacha es extremadamente bella, y obtendrá mucho éxito en Londres. ¡Sí, debes empezar a realizar los preparativos de la boda, antes de que sea demasiado tarde! Lady Bridlington, ¿no? Tengo entendido que es una persona importante en la ciudad. ¡No podría habérsete ocurrido nadie mejor! Pero eso va a costarte mucho dinero.

—Sí, sir John, tiene usted razón —admitió la señora Tallant—. Va a costarme mucho, pero creo que cuando se presenta una oportunidad como ésta, hay que hacer lo posible por llevarla a buen término.

—Por supuesto, estarás invirtiendo tu dinero en una buena causa. Pero ¿confías en que lady Bridlington sabrá alejar de tu hija a los oficiales de segunda y otros individuos por el estilo? Imagínate que llegara a fugarse con algún tipo sin un céntimo. ¡Se echaría todo por la borda!

El que esa misma idea hubiera pasado por su mente en más de una ocasión no contribuyó a que ese franco comentario resultara agradable a la señora Tallant. Lo consideró en extremo vulgar, de modo que contestó en tono represivo que confiaba plenamente en el buen juicio de Arabella.

—Será mejor que adviertas a tu amiga —le recomendó sir John—. Ya sabes, Sophia, que si tu hija consiguiera atrapar a un hombre decente, y vive Dios que no veo por qué no tendría que lograrlo, sería muy beneficioso para sus hermanas. Sí, cuanto más lo pienso, más me gusta. Es una buena inversión. ¿Cuándo se marcha? ¿Cómo piensas enviarla allí?

—Todavía no está decidido, sir John, pero si la señora Caterham no cambia de planes y le da vacaciones a la señorita Blackburn el mes que viene (ya debe de saber usted que es su institutriz), podría viajar con Arabella. Creo que vive en Surrey, así que tendrá que pasar por Londres.

—Pero no pensarás enviar a la pequeña Bella en la diligencia, ¿verdad?

La señora Tallant suspiró.

—Querido sir John, no puedo ni plantearme enviarla en una silla de posta. Es demasiado caro. Admito que a mí tampoco me satisface la idea, pero ya sabe que los pobres no siempre podemos elegir.

El

squire adoptó una expresión pensativa.

—De ninguna manera —caviló—. No, no puede ser. ¿Cómo va a presentarse en casa de tu adinerada amiga en un coche de alquiler? Tendremos que pensar algo, Sophia. Déjame ver…

Se sentó y se quedó un rato contemplando el fuego de la chimenea, mientras su cuñada miraba ensimismada por la ventana e intentaba no pensar en lo que diría su sensato marido si llegara a enterarse de lo que su esposa estaba haciendo.

—¡Ya tengo la solución, Sophia! —saltó de pronto el

squire—. Enviaré a Bella a Londres en mi coche de viaje. Carece de sentido gastar dinero en una diligencia: a tu hija no le importará viajar en un vehículo un poco más lento. Es más, en esas sillas de posta no cabe todo el equipaje que supongo que llevará, y además esa institutriz que has mencionado también acarreará el suyo.

—¡Su coche de viaje! —exclamó la señora Tallant con asombro.

—Exacto. Nunca lo utilizo. No ha salido de la cochera desde que murió mi pobre Eliza. Ordenaré a mis criados que lo arreglen; no es uno de esos elegantes y modernos birlochos, pero es un coche bonito. Lo compré para Eliza cuando nos casamos, y lleva mi emblema grabado en la portezuela. No estarías tranquila si enviaras a la chica con unos postillones desconocidos: es mucho mejor que conduzca mi viejo cochero, y mandaré también a uno de los mozos de cuadras para que la acompañe, con una pistola en el bolsillo por si encontraran salteadores de caminos. —Se frotó las manos, satisfecho con su plan, mientras empezaba a calcular cuántos días tardarían un par de caballos fuertes (o, si fuera necesario, hasta cuatro) en llegar a Londres sin cansarse demasiado. Pensaba que su plan podía funcionar muy bien, y que a Arabella no le importaría parar de vez en cuando para que los animales pudieran descansar—. Podría viajar en cómodas etapas —concluyó.

La señora Tallant reflexionó y llegó a la conclusión de que el plan de su cuñado era muy recomendable. El inconveniente de detenerse en las diversas posadas del camino quedaba compensado por las ventajas de saber que el coche iba a conducirlo un cochero de confianza, y de poder llevar, como había señalado el

squire, todos los baúles y sombrereras en el vehículo, en lugar de enviarlos a Londres a través de una compañía de transportes. Así que le dio las gracias, y todavía estaba expresándole su agradecimiento cuando las dos jóvenes entraron en la habitación.

Sir John saludó a Arabella con jovialidad, le pellizcó la mejilla y dijo:

—Bueno, pequeña, ya me han contado que vas a presentarte en sociedad. Debes de estar muy emocionada. Escucha, tu madre y yo hemos estado hablando y hemos decidido que vas a ir a Londres por todo lo alto, en el coche de tu pobre tío, con su cochero Timothy. ¿Qué te parece, querida?

Arabella, que tenía muy buenos modales, le dio las gracias y aseguró que le parecía estupendo. Sir John se mostró complacido, dijo que estaría satisfecho si le daba un beso y a continuación salió de la habitación pidiéndole que esperara, porque tenía una cosita para ella. Cuando volvió, encontró a sus invitadas preparadas para despedirse. Les estrechó la mano a todas con mucho cariño, y en la de Arabella puso un pagaré doblado, y dijo:

—Toma, para que te permitas algún capricho, pequeña.

Arabella se turbó sobremanera, pues no esperaba nada parecido por parte de su tío. Ruborizada, le dio las gracias y le dijo que era muy amable. Su tío, complacido, la miró sonriente y volvió a pellizcarle la mejilla, muy satisfecho de sí mismo y de su sobrina.

—Pero madre —dijo Sophia cuando salieron de la casa solariega—, no puedes permitir que Arabella vaya a la ciudad en ese anticuado coche de mi tío.

—¡No digas bobadas! Es un coche muy respetable, y no importa que sea un poco anticuado. Ya sé que preferirías verla marchar en una silla de posta, pero eso cuesta cincuenta o sesenta libras, sin contar lo que hay que pagar a los postillones, y no podemos permitírnoslo. Un par de caballos, con lo lejos que estamos de Londres, ya costarían treinta libras, y ¿para qué? Ya sé que el coche de tu tío será un poco lento, pero la señorita Blackburn acompañará a tu hermana, y si tienen que pasar la noche en una posada (claro, para que descansen los caballos), podrá cuidar de ella, y yo estaré tranquila.

—¡Madre! —dijo de pronto Arabella con voz débil—. ¡Madre!

—¿Qué pasa, hija mía?

Arabella le mostró el pagaré que le había dado el

squire.

—Quieres que te lo guarde, ¿no? —preguntó la señora Tallant cogiéndolo—. Está bien, te lo guardaré, querida, y así no te lo gastarás comprándoles regalos a tus hermanos y hermanas.

—¡Madre! ¡Pero si es un pagaré de cincuenta libras!

—¡No puede ser! —exclamó Sophia.

—Bueno, tu tío ha sido muy generoso —reconoció la señora Tallant—. En tu lugar, Arabella, le bordaría unas zapatillas antes de marcharme, como muestra de agradecimiento.

—¡Oh, no! Es que no pensé… Estoy segura de que no le he dado las gracias como era debido. Madre, ¿lo utilizarás para comprarme los vestidos?

—Por supuesto que no. De tus vestidos ya me encargo yo. Te sentirás mucho más cómoda en Londres con dinero. Es más, esperaba que tu tío te diera algo para tus gastos. Sin duda querrás permitirte algunos caprichos. Y aunque no creo que a tu padre le gustara que hicieras apuestas, seguro que habrá partidas de

loo, y, como es lógico, querrás participar en ellas. De hecho, resultaría extraño que no lo hicieras.

Sophia abrió mucho los ojos al oír a su madre.

—A padre no le gusta que juguemos a nada, ¿no, mamá? Dice que los juegos de cartas son los responsables de todos los males que…

—Sí, hija, mía, tienes razón. Pero una partida de

loo no tiene nada que ver —repuso la señora Tallant con aire misterioso. Jugueteó un poco con su bolso, y luego añadió, con cierta timidez—: Yo no molestaría a vuestro padre explicándole cuanto hemos hecho el día de hoy, hijitas. A los hombres no les interesan tanto esas cosas como a nosotras, y estoy segura de que él tiene asuntos mucho más importantes en que pensar.

Sus hijas no fingieron que no la habían entendido.

—¡No pienso decirle ni una palabra! —prometió Sophia.

—Yo tampoco —coincidió Arabella—. Y menos aún de las cincuenta libras, porque seguro que le parecería demasiado dinero, y tendría que devolvérselo a mi tío. ¡Y no creo que pudiera devolvérselo!

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