Arabella

Arabella


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«Me estoy adaptando muy bien a Londres, y ya empiezo a saber moverme por las calles, aunque como es lógico todavía no salgo sola. Siempre me acompaña un lacayo de lady Bridlington, como Bertram predijo, pero me he fijado en que hoy en día algunas jóvenes salen sin compañía, aunque quizá no pertenezcan a la buena sociedad. Esto es muy importante, y vivo siempre con el temor de hacer algo improcedente, como pasear por St. Jame’s Street, donde están todos los clubes de los caballeros. Lady Bridlington ha organizado una fiesta para presentarme a sus amistades. Voy a estar muy nerviosa, porque todo el mundo es muy elegante, aunque también muy correcto y más amable de lo que yo esperaba. A Sophy le encantará saber que lord Fleetwood, al que conocí durante el viaje, como os expliqué desde Grantham, vino a visitarnos una mañana para saber cómo me iba, lo cual fue un detalle muy encomiable por su parte. También nos visitó el señor Beaumaris, pero estábamos paseando por el parque y dejó su tarjeta. Lady Bridlington se emocionó mucho cuando se enteró, y le dio suma importancia; yo lo encuentro disparatado, pero veo que así es como funciona este mundo, y eso me hace reflexionar sobre cuanto nos ha enseñado nuestro padre sobre la frivolidad y la vacuidad de la vida moderna. —Con esa alusión creyó zanjar satisfactoriamente el tema de Beaumaris. Volvió a mojar la pluma en el tintero—. Lady Bridlington es un verdadero ángel; por otra parte, estoy segura de que su hijo es un joven muy respetable y que no se entrega a la búsqueda de los placeres, como temía nuestro padre. Se llama Frederick. Se encuentra de viaje por Alemania y ha visitado gran parte de los campos de batalla. Le escribe unas cartas muy interesantes a su madre, que estoy segura que complacerían a nuestro padre, porque de ellas se desprende que es una persona íntegra, y reflexiona sobre cuanto ve de un modo muy edificante, aunque se extiende demasiado. —Constató que le quedaba poco espacio en la hoja y apretando la letra añadió—: Seguiría escribiendo, pero no puedo franquear esta carta, y no quiero que padre tenga que pagar seis peniques por una segunda hoja. Les envío todo mi cariño a mis hermanos y hermanas, y mi más profundo respeto a mi querido padre. Tu hija que te quiere. Arabella».

Con eso, su madre y las niñas tendrían suficiente tema de conversación, aunque Arabella se dejó muchas cosas en el tintero. Era difícil no alardear un poco de los cumplidos que le había prodigado un duque real, o no mencionar a un noble que había ido a visitarla para ver cómo estaba; por no hablar del gran señor Beaumaris, si es que a una le importaban esas cosas. Pero ella era demasiado modesta para revelarle incluso a su madre con qué elegancia y amabilidad se comportaban todos con una insignificante muchacha de Yorkshire.

Porque así era. Cuando iba de compras a Bond Street, o a pasear por Hyde Park las tardes que hacía buen tiempo, o cuando asistía al servicio de la Capilla Real, lady Bridlington siempre encontraba a algún conocido, y en cada ocasión presentaba a Arabella. Algunas matronas de la alta sociedad que no tenían por qué prestarle ninguna atención se comportaban con ella de la forma más gratificante, abrumándola con la amabilidad de sus preguntas y con su insistencia en que lady Bridlington fuera a visitarlas acompañada de su ahijada. Hubo quienes presentaron a sus hijas a la joven, y le propusieron que fuera a pasear con ellas por Green Park alguna mañana soleada, de modo que en muy poco tiempo parecía tener un montón de conocidos en Londres. Los caballeros tampoco se quedaban cortos: a menudo ocurría que uno que estuviera paseando por el parque se acercara al birlocho de lady Bridlington y charlara un rato con ella y su hermosa protegida; y más de un petimetre, al que milady apenas conocía, fue a visitarla sirviéndose de lo que incluso para alguien tan poco dado a las especulaciones como lady Bridlington parecía una pobre excusa.

Lady Bridlington estaba un poco sorprendida, pero tras reflexionar acerca del asunto, pudo explicar fácilmente tanto la cortesía de las damas como la de los caballeros. Estaban deseosos de complacerla. Y eso la condujo de forma natural a creer que el mérito era en gran parte suyo por haber anunciado tan bien la visita de Arabella a la ciudad. En cuanto a los caballeros, nunca había dudado, desde el momento en que vio a su ahijada, de que aquella hermosa figura y aquel adorable semblante fueran a causar de inmediato gran admiración. Además Arabella tenía una sonrisa adorable que hacía que le salieran hoyuelos en las mejillas y le conferían una expresión traviesa y seductora. Lo más probable era que cualquier hombre, salvo quizá los más insensibles, pensó lady Bridlington con envidia, se comportara de forma arrebatada bajo esa embriagadora influencia, por mucho que más tarde pudiera lamentarlo.

Pero ninguna de esas conclusiones acababa de explicar las visitas diurnas de varias damas de renombre, cuyo trato con lady Bridlington se había limitado hasta ese momento a invitaciones a sus fiestas y mudos saludos desde sus respectivos coches. La actitud de lady Somercote resultaba particularmente desconcertante. Fue a Park Street cuando Arabella estaba paseando con las tres adorables hijas de sir James y lady Hornsea, y pasó más de una hora en compañía de la satisfecha lady Bridlington. Expresó gran admiración por Arabella, a la que se había encontrado en el teatro con su madrina.

—¡Qué joven tan encantadora! Es muy educada, y no hay nada pretencioso en su forma de vestir ni en su conducta.

Lady Bridlington le dio la razón, y como no era muy despierta, su invitada ya había pasado a su siguiente observación cuando se preguntó por qué esperaría alguien que Arabella fuera pretenciosa.

—Tengo entendido que procede de buena familia, ¿verdad? —dijo lady Somercote con indiferencia, pero escrutando el rostro de su anfitriona.

—Sí, por supuesto —respondió lady Bridlington con dignidad—. De una familia muy respetada de Yorkshire.

Lady Somercote asintió con la cabeza.

—Ya me lo imaginaba. Sus modales son excelentes y se comporta con perfecto decoro. Me complació especialmente la modestia de su porte: no daba la menor señal de querer destacar. ¡Y su vestido! Es precisamente lo que me gusta en una joven. Nada vulgar, como lamentablemente solemos ver hoy en día. Ahora que todas las damiselas se cubren de joyas, resulta reconfortante ver a una con una simple corona de flores en la cabeza. Somercote quedó muy impresionado. Es más, quedó prendado de ella. Debe llevarla a Grosvenor Square la semana que viene, querida lady Bridlington. Nada formal, ya me entiende: sólo unos cuantos amigos, y quizá los jóvenes se animen a bailar un poco.

Lady Somercote se marchó en cuanto su anfitriona hubo aceptado esa halagüeña invitación. La madrina de Arabella quedó muy desconcertada. Era lo bastante astuta para saber que detrás de aquel inesperado honor debía de haber algo más que un cumplido dirigido a ella, pero ignoraba los motivos de lady Somercote. Tenía cinco hijos solteros, y era bien sabido que las propiedades de los Somercote estaban gravosamente hipotecadas. La progenie de los Somercote necesitaba casarse con mujeres adineradas, y su madre estaba decidida a buscarles una heredera. Por un instante lady Bridlington temió haber ocultado demasiado bien, en su ansiedad para ayudar a Arabella, las circunstancias de su ahijada. Pero no recordaba haberlas mencionado siquiera: es más, se acordaba de que había tenido mucho cuidado de no hacerlo nunca.

La honorable señora Penkridge, que fue a visitar a su querida amiga con el propósito expreso de invitarlas a ella y su protegida a una selecta

soirée musical, y de explicarle, con las debidas disculpas, que por causa de la estupidez de su secretario todavía no había recibido la invitación, habló de Arabella en términos todavía más cariñosos:

—¡Adorable! ¡Francamente adorable! —declaró obsequiando a lady Bridlington con su gélida sonrisa—. ¡Eclipsará a todas nuestras bellezas! Su sencillez es lo que más llama la atención. ¡Debo felicitarla, lady Bridlington!

Pese a lo perpleja que ese discurso hubiera podido dejar a lady Bridlington, por proceder de los labios de una dama famosa tanto por su altivez como por su mordacidad, al menos la libró de las sospechas que había hecho surgir en su mente la visita de lady Somercote. Los Penkridge no tenían hijos. Lady Bridlington, sobre la que la señora Penkridge había formulado en más de una ocasión algún comentario despectivo, no la conocía bastante para saber que la única señal de emoción humana que la habían visto expresar era el profundo cariño que sentía por su sobrino, Horace Epworth.

Ese elegante caballero, de esmerado atuendo que comprendía patillas, leontina, sellos, monóculo y pañuelo perfumado, había honrado a su tía recientemente con una de sus infrecuentes visitas. Sorprendida y encantada, ésta le había preguntado si podía ayudarlo en algo. El señor Epworth no vaciló en decírselo:

—Podrías presentarme a la nueva heredera, tía. Es una joven muy hermosa, y además muy rica.

Lady Penkridge aguzó el oído.

—¿A quién te refieres, querido Horacio? Si es a la hija de los Flint, tengo entendido que…

—¡Bah! ¡No, no me refiero a ella! —la interrumpió él con un ademán de su blanca y lánguida mano—. No creo que tenga más de treinta mil libras. Esta joven es tan rica que eclipsa a todas las demás. La llaman lady Dives.

—¿Quién la llama así? —preguntó su incrédula tía.

Epworth volvió a hacer un ademán de desdén, esta vez señalando hacia lo que vagamente creyó que debía de ser el norte.

—No lo sé, tía. Por ahí, en Yorkshire o en otro condado remoto. Creo que es hija de un comerciante de lana, de algodón o de algo parecido. Es una lástima, pero no importa; dicen que es adorable.

—No he oído hablar de ella. ¿Quién es? ¿Quién te ha dicho que es adorable?

—Me lo contó Fleetwood anoche, en el Great–Go —explicó él con despreocupación.

—¡Ese charlatán! No deberías frecuentar tanto Watier’s, Horace. Te lo advierto, es inútil que vengas a suplicarme. No me queda una sola guinea y no pienso pedirle al señor Penkridge que vuelva a ayudarte, al menos hasta que se le olvide lo de la última vez.

—Preséntame a esa joven, tía, y nunca volveré a molestar a Penkridge —replicó el sobrino—. Conoces a lady Bridlington, ¿verdad? Pues esa joven está viviendo en su casa.

Lady Penkridge se quedó mirándolo con fijeza.

—Si Arabella Bridlington tuviera una heredera en su casa, se habría enterado toda la ciudad.

—No; te equivocas. Fleetwood me contó que la joven no desea que se sepa. No le gusta que la cortejen por su fortuna. Y según me ha asegurado Fleetwood, es de una belleza deslumbrante. Se llama Tallant.

—¿Tallant? No había oído ese apellido en mi vida.

—Pero ¿por qué ibas a conocerlo, tía? Ya te digo que viene de no sé qué remoto condado del norte.

—Yo no le daría ningún valor a nada que me contara Fleetwood.

—¡Pero si no es él! —exclamó Epworth alegremente—. Él también lo ignora todo de esa joven. Se trata de su amigo, el

Incomparable. Está muy informado sobre la familia de la heredera y da fe de que lo que dice es cierto.

Lady Penkridge mudó de expresión y una mirada aún más perspicaz se adueñó de sus ojos.

—¿Beaumaris? —preguntó. Su sobrino asintió con la cabeza—. Bueno, si él responde por ella… ¿Es presentable?

Epworth se sorprendió.

—¿Cómo puedes formularme una pregunta tan necia, tía? —respondió indignado—. Veamos, contéstame tú: ¿crees que Beaumaris respondería por una joven que no gozara de una reputación impecable?

—No. No, claro que no —contestó ella con decisión—. Si eso es cierto, y no tiene parientes vulgares, sería ideal para ti, querido Horace.

—Eso mismo pienso yo, tía.

—Iré a hacerle una visita diurna a lady Bridlington —decidió la señora Penkridge.

—¡Eso! ¡Hazlo por mí!

—No creas que no me resulta un poco violento, porque nunca he intimado mucho con ella. Sin embargo, esto altera las circunstancias. ¡Déjalo en mis manos, querido sobrino!

Y así fue como lady Bridlington se encontró de pronto convertida en el objeto de las atenciones de la señora Penkridge. Como hasta entonces nunca había tenido el honor de recibir una invitación a uno de los exclusivos bailes de esa dama, estaba considerablemente extasiada, y aprovechó de inmediato para invitar a la señora Penkridge a su fiesta. La señora Penkridge aceptó con otra de sus exigua sonrisas, y dijo que sabía que podía contar con la asistencia de su esposo, para acto seguido marcharse pensando rápidamente en algún tipo de compromiso que exonerara a su marido de una aburrida velada y que le proporcionara a ella la coartada necesaria para que su sobrino la acompañara a la fiesta.

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