Arabella

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Lady Bridlington no esperaba que la fiesta de Arabella fuera un fracaso, pues era una buena anfitriona y siempre ofrecía los mejores vinos y refrigerios a sus invitados, pero no se había imaginado que tendría tanto éxito. La había planeado más con la intención de presentar a Arabella a otras anfitrionas que como un brillante evento social; y aunque es cierto que había invitado a muchos caballeros solteros y sin compromiso, al no ofrecer el aliciente del baile, ni el de las cartas, tenía escasas esperanzas de ver a más de la mitad de ellos en sus amplios salones. Su principal preocupación era que Arabella no estuviera todo lo atractiva que podía, o que pusiera en peligro su futuro con algún acto poco convencional o alguna desafortunada referencia a aquella lamentable rectoría de Yorkshire. En general, la joven se comportó correctamente, pero en un par de ocasiones alarmó a su madrina, bien con un comentario que delataba claramente la humildad de sus orígenes —como cuando preguntó, delante del mayordomo, si querían que ayudara a preparar las salas para la fiesta, como si esperara que le dieran un delantal y un trapo para quitar el polvo—, bien con algún acto impulsivo que resultara escandaloso. Lady Bridlington no olvidaría la escena que había tenido lugar delante del Soho Bazaar, cuando Arabella y ella salieron de ese mercado y vieron un pesado carromato parado en la calle, y al único caballo que tiraba de él, un animal escuálido, recibiendo unos crueles latigazos para que se pusiera en marcha. La recatada damisela que acompañaba a lady Bridlington se transformó de pronto en una furia que se enfrentó al asombrado carretero; dando un fuerte taconazo, le ordenó que bajara de inmediato del carromato —¡de inmediato!— y que no se atreviera a volver a levantar el látigo. El carretero, un individuo fuerte como un roble, obedeció desconcertado y se quedó allí, delante de la pequeña fiera, mirándola de hito en hito mientras ella le criticaba su conducta. Cuando el hombre se recobró por fin, intentó justificarse, pero no consiguió calmar a la joven. Era un desgraciado cruel, indigno de aquel caballo, y además un imbécil, porque no se daba cuenta de que una rueda estaba atascada, sin duda a causa de lo mal que conducía. El hombre empezó a enfurecerse y a gritarle a Arabella, pero un par de cocheros abandonaron su estacionado vehículo, se acercaron a la plaza y expresaron con marcado acento irlandés su voluntad de defender a la dama y su intención de saber si aquel carretero quería que le arrancaran la cabeza. Durante todo ese tiempo, lady Bridlington se mantuvo paralizada de horror en la puerta del establecimiento comercial, sin saber qué hacer más que agradecer que ninguno de sus conocidos pasara por allí y presenciara aquel asombroso incidente. Arabella advirtió a los cocheros que no quería peleas y pidió al carretero que desatascara una de las ruedas traseras del carromato. Luego se colocó junto al caballo y empezó a tirar de él hacia atrás. Los cocheros se apresuraron a ayudarla. Entonces Arabella dirigió al carretero un conciso y expresivo sermón sobre lo absurdo e injusto que era enfadarse con los animales, y fue a reunirse de nuevo con su madrina, a la que dijo con serenidad: «En realidad, lo hacen por ignorancia». Y aunque cuando lady Bridlington le reprochó su indecoroso comportamiento la joven aseguró que lamentaba haber montado una escena en público, era evidente que no estaba arrepentida. Señaló que su padre le habría dicho que en un caso como aquél su deber era intervenir.

Pero ninguna protesta formal pudo inducirla a expresar su arrepentimiento por la indecorosa conducta que observó dos días más tarde, cuando entró en su dormitorio y encontró a una joven doncella, con la cara hinchada, encendiendo el fuego. Por lo visto, a la doncella le dolían las muelas. Pues bien, lady Bridlington no tenía ningún interés en que sus criados sufrieran dolor de muelas, y si se lo hubieran pedido sin duda alguna habría aconsejado que en cuanto fuera posible se enviara a la joven a que le arrancaran la muela. La señora de una gran casa tenía el deber de supervisar el bienestar de su personal. De hecho, unos años atrás, cuando se puso de moda vacunarse contra la viruela, ella misma había inoculado a todos los criados de Bridlington y también a la mayor parte de los arrendatarios de su finca. La mayoría de las grandes damas había hecho lo propio: estaba a la orden del día. Pero suplicarle a la paciente que se sentara en la butaca de la mejor habitación de invitados, proporcionarle un chal de seda india para que se envolviera la cabeza, y encima molestar a su anfitriona durante la sagrada hora de la siesta irrumpiendo en su habitación para pedirle láudano, era llevar la benevolencia demasiado lejos. Lady Bridlington hizo cuanto pudo por explicárselo a su ahijada, pero ésta no le prestó la menor atención.

—La pobre muchacha está sufriendo muchísimo, madrina.

—Bobadas. No debes dejarte impresionar. Las personas de su clase siempre exageran. Será mejor que mañana le arranquen esa muela, si es que los demás criados pueden pasar sin ella y…

—Querida madrina, le aseguro que no está en condiciones de subir y bajar esa escalera cargada con los cubos del carbón —protestó Arabella—. Debe tomar unas gotas de láudano y acostarse.

—¡Bueno, está bien! —dijo milady cediendo ante la obstinación de la joven—. Pero no es necesario que te alteres tanto, querida. Ni que le pidas a una de las criadas que se acomode en tu dormitorio, ni que le des uno de tus mejores chales…

—¡No, madrina, sólo se lo he prestado! —aclaró Arabella—. Esa muchacha es una campesina y creo que los otros sirvientes no la tratan como deberían. La pobre sentía añoranza y estaba muy triste. Y el dolor de muelas lo empeoraba, por supuesto. Creo que lo que más necesitaba era que alguien se mostrara cariñosa con ella. Ha estado hablándome de su casa, de sus hermanos y hermanas pequeños, y…

—¡Arabella! —saltó lady Bridlington—. No habrás estado chismorreando con los criados, ¿verdad? —Vio que su joven invitada se ponía en tensión, y se apresuró a añadir—: Nunca debes permitir que las personas de su clase te cuenten la historia de su vida. Supongo que lo has hecho con la mejor intención, querida, pero no te imaginas lo liantes que…

—Espero, madrina —dijo Arabella con los ojos brillantes y el cuerpo alarmantemente rígido—, que ninguno de los hijos de mi padre dejemos de atender a una persona necesitada.

Lady Bridlington no tardó en comprender que el reverendo Henry Tallant no sólo suponía un grave impedimento para el progreso social de su hija, sino también una amenaza cada vez mayor para su comodidad. Como es lógico, no pudo expresarle esa convicción a Arabella, así que se recostó en sus almohadas y dijo en tono débil:

—Está bien, pero si alguien te oyera, les extrañaría muchísimo, querida mía.

Fuera lo que fuese lo que los demás pudieran pensar, pronto resultó evidente que aquel episodio había propiciado que los sirvientes más antiguos de milady se formaran una idea muy pobre del nivel social de Arabella. La doncella personal de milady, una solterona de rasgos afilados que había estado siempre a su servicio, y que la criticaba sin el más mínimo reparo, se atrevió a insinuar, mientras peinaba a su señora aquella noche, que era fácil percatarse de que la señorita no estaba acostumbrada a vivir en una casa grande y refinada.

Lady Bridlington se mostraba muy permisiva con la señorita Clara Crowle, pero aquello era ir demasiado lejos. Si sus criados, con esa desagradable costumbre que tenían de hablar entre ellos de sus empleadores, revelaban el secreto a los criados de otras casas, sus patronos no tardarían en enterarse, y entonces ella se vería en un aprieto. Con pocas palabras, circunspectas y bien escogidas, lady Bridlington le dio a entender a su doncella que la señorita Tallant provenía de una mansión sumamente refinada y que no concedía importancia a las apariencias. Para zanjar el asunto, añadió que en el norte imperaban costumbres muy diferentes a las de Londres. La señorita Crowle, un tanto intimidada pero todavía con mordacidad, se sorbió la nariz y dijo:

—Eso tenía entendido, milady. —Entonces miró a su señora en el espejo y añadió de modo excesivamente obsequioso—: Aunque estoy segura de que nadie sospecharía jamás que la señorita proviene del norte, porque habla muy bien.

—Desde luego —confirmó lady Bridlington con frialdad, olvidando que había experimentado un considerable alivio cuando Arabella la saludó al llegar y comprobó que ningún acento extraño estropeaba su dulce voz. Más de una vez había sopesado la espantosa posibilidad de que su ahijada hablara con acento de Yorkshire. Lady Bridlington lo ignoraba, pero la pureza del acento de Arabella era un mérito del reverendo Tallant, un hombre demasiado puntilloso y culto para permitir que sus hijos descuidaran su forma de hablar y que hasta fruncía la frente cuando oía las cómicas imitaciones de las conversaciones de los mozos de labranza que hacían Bertram y Harry.

Era fácil hacer callar a la señorita Clara Crowle, pero la reprensible conducta de Arabella le provocaba gran aprensión a lady Bridlington, y le hacía abordar la fiesta con menos serenidad de la habitual.

Sin embargo, la fiesta no podía haber salido mejor. Para asegurarse de que, al menos en apariencia, Arabella le haría honor, lady Bridlington envió nada menos que a la señorita Crowle a darle los últimos retoques a su arreglo personal y a rematar los esfuerzos de la doncella que le habían asignado. A la señorita Crowle no le gustó mucho que la enviaran a ofrecer sus servicios a Arabella, pero hacía tanto tiempo que no vestía a una joven hermosa que no pudo evitar entusiasmarse cuando vio qué bien le sentaba a Arabella el vestido de crespón amarillo y la elegancia con que llevaba el pañuelo sobre los hombros. Al instante se dio cuenta de que no podría mejorar el sencillo peinado de aquellos oscuros rizos, recogidos en un moño en lo alto de la cabeza y con unos pocos tirabuzones sueltos a la altura de las orejas, pero suplicó a la señorita Tallant que le permitiera arreglarle las flores. Con sus hábiles manos, colocó el ramillete de rosas artificiales en el ángulo justo, y quedó tan satisfecha con el resultado que afirmó que la señorita sería la más bella de la fiesta, pues era morena y las rubias ya estaban pasadas de moda.

Arabella, que ignoraba lo condescendiente que la señorita Crowle estaba mostrándose con ella, se limitó a reír, y esa muestra de frescura hizo que mejorara un poco la opinión que la doncella tenía de ella. La joven se embarcaba en su primera fiesta londinense muy animada por la llegada, apenas una hora antes, de su primer ramillete de flores. Le habían subido la caja inmediatamente a su habitación, y cuando la abrió, vio que contenía un hermoso ramillete atado —¡con suma delicadeza!— con largos lazos amarillos. La tarjeta de lord Fleetwood acompañaba el obsequio, y Arabella la había sujetado en el marco del espejo. La señorita Crowle la vio y quedó impresionada.

Cuando lady Bridlington pasó revista a Arabella poco antes de que anunciaran la cena, quedó encantada y pensó que Sophia Theale siempre había tenido un gusto exquisito. Nada podría haber favorecido más a Arabella que aquella delicada túnica amarilla, abierta por delante, sobre una combinación de raso blanco, ornamentada con cierres de rosas diminutas a juego con las que adornaban su cabello. Las únicas joyas que lucía eran el anillo que le había regalado su padre y el collar de perlas de su abuela. Lady Bridlington estuvo tentada de llamar a Clara y pedirle que cogiera dos pulseras de oro y perlas de su joyero, pero decidió que los hermosos brazos de Arabella no necesitaban adornos. Además, iba a llevar guantes largos, de modo que las pulseras no se habrían visto.

—¡Estás preciosa, querida! —exclamó—. Me alegro de haberte enviado a Clara. ¡Por Dios! ¿De dónde han salido esas flores?

—Me las ha enviado lord Fleetwood, madrina —contestó Arabella con orgullo.

Lady Bridlington recibió esa información con decepcionante serenidad.

—Ah, ¿sí? En ese caso, seguro que lo veremos esta noche. Mira, querida, no esperes que acuda mucha gente. Supongo que mis salones estarán respetablemente llenos, pero todavía no ha empezado la temporada, así que no te apenes si no viene tanta gente como creías.

Lady Bridlington podría haberse ahorrado esas palabras de ánimo. A las diez y media, sus salones estaban abarrotados de invitados, mientras ella todavía se hallaba al pie de los escalones recibiendo a los que llegaban tarde. Jamás había visto nada parecido. Hasta los Wainfleet, a quiénes no tenía esperanzas de ver, habían asistido; y la altiva señora Penkridge, acompañada por su refinado sobrino, fue de las primeras en llegar y saludó cariñosamente a Arabella al tiempo que le presentaba al señor Epworth. También habían acudido lord Fleetwood y su amigo, el señor Oswald Warkworth; ambos se mantenían cerca de Arabella, muy galantes y animados; lady Somercote llevó a dos de sus hijos, y los Kirkmichael a su lánguida hija; no estaba lord Dewsbury, pero sir Geoffrey Morecambe sí había asistido, así como los Accrington, los Charnwood y los Sefton. Lady Sefton, una mujer adorable, se mostró muy amable con Arabella, y más tarde le prometió enviarle una invitación para Almack’s. Lady Bridlington no cabía en sí de gozo. El último invitado llegó pasadas las once, cuando milady, que ya le había dicho a Arabella que podía alejarse de ella, se disponía a abandonar su puesto y reunirse con sus invitados en los salones: el señor Beaumaris llegó y subió lentamente los escalones. Milady lo esperaba, henchida de orgullo bajo su lujoso vestido de raso morado, y con la mano con que sujetaba su abanico temblando ligeramente bajo la influencia de los acumulados triunfos de la noche. Beaumaris la saludó con su distante cortesía habitual, y lady Bridlington replicó con tolerable serenidad, agradeciéndole lo amable que había sido con su ahijada en Leicestershire.

—Fue un placer, señora —replicó él—. Espero que la señorita Tallant llegara a la ciudad sin sufrir ningún percance.

—Sí, desde luego. Y le agradezco que pasara a vernos para interesarse por ella. Lamentamos mucho no habernos encontrado en casa en ese momento. Encontrará a la señorita Tallant en una de las salas. También ha venido su prima, lady Wainfleet.

Beaumaris la saludó con una inclinación de la cabeza y la siguió a uno de los salones. Un minuto más tarde, Arabella, que estaba recibiendo las atenciones de lord Fleetwood, el señor Warkworth y el señor Epworth, lo vio cruzar la habitación dirigiéndose a ella, deteniéndose en un par de ocasiones para saludar a sus amigos. Hasta ese momento había creído que el señor Epworth era el hombre mejor vestido de cuantos había allí; le había impresionado la exquisitez de su ropa, y la profusión de anillos, agujas, leontinas, cadenas y sellos que llevaba. Sin embargo, en cuanto reparó en la alta y varonil figura de Beaumaris se percató de que los acolchados hombros de Epworth, su cintura de avispa y su asombroso chaleco resultaban absolutamente ridículos. No había nada que pudiera ofrecer mayor contraste con la extravagancia de su atuendo que la chaqueta y los pantalones negros de Beaumaris, su sencillo chaleco blanco, la leontina que colgaba de él y la única perla sujeta recatadamente en los intrincados pliegues de su corbata. Ninguna de las prendas que llevaba estaba diseñada para llamar la atención, pero conseguía que los demás hombres allí presentes parecieran demasiado arreglados o un poco desaliñados.

Beaumaris llegó a su lado y sonrió, y cuando ella le tendió una mano, él se la llevó brevemente a los labios.

—¿Cómo está usted, señorita Tallant? Me alegro mucho de tener la oportunidad de volver a verla.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Epworth mirando con picardía a Arabella—. Fleetwood y usted nos han ganado por la mano. ¡Qué lástima!

Beaumaris lo miró desde su superior estatura, como si tratara de decidir si aquella agudeza merecía una respuesta; resolvió que no y volvió a mirar a Arabella.

—Cuénteme qué le parece Londres. Es evidente que la ciudad la considera a usted maravillosa. ¿Me permite que le ofrezca un vaso de limonada?

Ese ofrecimiento puso en guardia a Arabella, que le dirigió una mirada desafiante. Había tenido tiempo de sobra para descubrir que retirar el vino de la mesa al final del primer plato no era una práctica habitual, y albergaba serias sospechas de que Beaumaris estaba poniéndola a prueba. Sin embargo, a él se le veía muy serio y su mirada no denotaba ni un ápice de burla. Antes de que Arabella pudiera contestarle, lord Fleetwood cometió un error estratégico y exclamó:

—¡Por supuesto! Seguro que está sedienta, señorita. Voy a buscarle un vaso inmediatamente.

—Estupendo, Charles —repuso Beaumaris con cordialidad—. Permítame que la aparte de esta aglomeración, señorita Tallant.

Beaumaris debió de dar por hecho su conformidad, porque, sin esperar a que la joven contestara, la condujo hasta un sofá desocupado junto a una pared. Arabella no se explicaba cómo su acompañante se las había ingeniado para hallar el camino entre la multitud de animados invitados, porque Beaumaris ni siquiera necesitó abrirse paso. Bastaba un toquecito en el hombro a un caballero o una inclinación de la cabeza y una sonrisa a una dama. Él se sentó junto a ella en el sofá, colocándose un poco de lado para poder mirarla a los ojos, con una mano sobre el respaldo del sofá mientras con la otra jugueteaba distraídamente con el monóculo.

—¿Está a la altura de lo que usted esperaba, señorita? —preguntó sonriendo.

—¿Londres? ¡Sí, ya lo creo! ¡Creo que nunca había sido tan feliz!

—Me alegro mucho —replicó él.

Arabella recordó que lady Bridlington le había advertido que no debía dejar traslucir excesivo entusiasmo, porque no era elegante mostrarse demasiado complacido. También recordó que había prometido no causarle una mala impresión al señor Beaumaris, así que agregó con languidez:

—Hay demasiada gente en todas partes, desde luego, pero siempre es agradable establecer nuevas amistades.

—¡No, no lo estropee! —exclamó él, risueño—. La primera respuesta ha sido encantadora.

La joven lo miró un instante con recelo, pero los inevitables hoyuelos aparecieron en sus mejillas.

—¡Pero sólo los pueblerinos admiten su disfrute, señor!

—¿De veras?

—Sospecho que usted no disfruta en reuniones como ésta.

—Se equivoca: mi disfrute depende de la compañía en que me encuentre.

—Eso —dijo Arabella ingenuamente tras reflexionar un momento— es lo más bonito que me han dicho esta noche.

—Entonces he de suponer, señorita Tallant, que Fleetwood y Warkworth no han encontrado palabras para expresar lo que sienten ante su imagen exquisita. ¡Qué raro! Me ha dado la impresión de que estaban dirigiéndole toda clase de cumplidos.

Arabella rió.

—Sí, pero sólo eran tonterías. No he creído ni una sola de las palabras que han pronunciado.

—Espero que sí crea lo que yo le digo, porque hablo muy en serio.

El tono despreocupado que utilizó parecía contradecir sus palabras. Arabella lo encontró desconcertante, le dirigió otra de sus miradas especulativas y decidió que debía contestarle de la misma manera.

—¿Está mostrándose tan atento conmigo para que todos se fijen en mí, señor Beaumaris? —preguntó con audacia.

Él paseó la mirada por la concurrida habitación, con las cejas un poco arqueadas.

—No me parece que necesite usted mi ayuda, señorita. —Vio que sir Fleetwood intentaba abrirse paso entre un grupo de gente, con un vaso en la mano, y esperó a que llegara al sofá—. Gracias, Charles —dijo con frialdad cogiendo el vaso para ofrecérselo a Arabella.

—¡Tendrás noticias de mí por la mañana, Robert! —protestó lord Fleetwood—. Esto es el acto de piratería más descarado que he visto jamás. Señorita Tallant, ¿por qué no le dice a este individuo que se ocupe de sus asuntos? ¡Su desfachatez supera con mucho lo tolerable!

—Tienes que aprender a no ser tan impulsivo —aconsejó Beaumaris con amabilidad—. Un instante de reflexión, una pizca de habilidad, y habría sido yo el que fuera por la limonada, y tú, el que habría tenido el privilegio de sentarse al lado de la señorita Tallant en este sofá.

—Pero el que se ha ganado mi gratitud es lord Fleetwood, porque se ha mostrado muy caballeroso —intervino Arabella.

—Gracias, señorita Tallant.

—Ya has recibido tu recompensa, de modo que puedes marcharte —dijo Beaumaris.

—¡De eso, nada! —declaró milord.

—¡Cuántas veces he tenido que deplorar tu falta de tacto! —exclamó Beaumaris con un suspiro.

Arabella, radiante bajo la influencia de aquel emocionante intercambio de pullas, se acercó el ramillete de flores a la nariz y, mirando con agradecimiento a Fleetwood, dijo:

—¡Estoy doblemente en deuda con lord Fleetwood!

—No, señorita Tallant, soy yo quien lo está, por haberse dignado a aceptar mi modesto obsequio.

Beaumaris le echó una ojeada al ramillete y esbozó una sonrisa, pero no dijo nada. Arabella, al reparar en el señor Epworth, que rondaba expectante por allí cerca, preguntó de pronto:

—Señor Beaumaris, ¿quién es ese individuo que viste de forma tan extraña?

Él se volvió y dijo:

—Hay tantos hombres vestidos de forma extraña, señorita Tallant, que me temo que no sé a quién se refiere. ¿Tal vez al pobre Fleetwood?

—¡Claro que no! —exclamó Arabella, indignada.

—Pues estoy seguro de que resultaría difícil encontrar algo más extraño que ese chaleco que lleva. Y es descorazonador, porque he dedicado gran parte de mi tiempo a intentar corregirle los gustos. ¡Ah, creo que ya sé a quién se refería! Ése, señorita Tallant, es Horace Epworth. Según su propio juicio, no cabe duda de que encarna a una serie de personajes que tengo motivos para pensar que usted detesta.

—¿Es un… dandi? —aventuró ruborizándose la joven.

—A él le gustaría que usted lo pensara, desde luego.

—Pues si lo es —repuso Arabella con franqueza—, no cabe duda de que usted no lo es, y le ruego me perdone por decírselo aquella noche.

—¡No le pida disculpas, señorita! —terció lord Fleetwood—. Ya va siendo hora de que alguien lo ponga en su sitio, y aquello, se lo aseguro, fue un duro golpe para él. Sepa usted que el señor Beaumaris se considera un sibarita.

—¿Un sibarita? ¿Qué significa? —preguntó Arabella.

—Un sibarita, además de ser un figurín, es un amante de la caza, un maestro de la esgrima, un tipo infalible con la pistola, un jinete sin parangón, un…

Beaumaris interrumpió aquel catálogo que parodiaba un tono solemne:

—Si te pones así de pesado, Charles, no tendré más remedio que explicarle a la señorita Tallant qué quiere decir la gente cuando te llama «chicharra».

—¿Y bien? —inquirió Arabella con picardía.

—Un frívolo y un charlatán, señorita, que no merece su atención —contestó Beaumaris poniéndose en pie—. Veo que ha venido mi prima, debo ir a saludarla. —Sonrió, inclinó la cabeza y se alejó.

Luego estuvo un par de minutos hablando con lady Wainfleet; se bebió una copa de vino con Warkworth; felicitó a su anfitriona por el éxito de la fiesta y después se marchó, cumplida la misión que había salido a realizar: colocar a Arabella en la escalera de la notoriedad. La noticia de que la acaudalada señorita Tallant era la última conquista del señor Beaumaris no tardaría ni veinticuatro horas en extenderse por toda la ciudad.

—¿Has visto a Beaumaris cortejando a esa hermosa joven? —le preguntó lord Wainfleet a su esposa cuando volvían a su casa en el coche.

—¡Pues claro! —replicó ella.

—Parecía fascinado por la joven, ¿verdad? No como suele ocurrirle. Me pregunto si albergará intenciones serias.

—¿Robert? —replicó su esposa con cierto desdén—. Si lo conocieras tan bien como yo, Wainfleet, te habrías dado cuenta al momento de que sólo estaba divirtiéndose. Pero ¡qué bien lo disimula! Alguien tendría que advertirle a esa muchacha que no le haga caso. Es una crueldad por parte de él, porque no es más que una cría.

—En los clubes se dice que es archimillonaria.

—Eso he oído, pero no sé qué puede tener eso que ver. Robert es tremendamente rico, y si algún día se casa, lo que empiezo a dudar, no será por una fortuna, te lo aseguro.

—Tienes razón —coincidió milord—. Dime, ¿por qué hemos acudido a la fiesta, Louisa? Ya sabes cómo me aburren esas reuniones.

—Pues porque Robert me pidió que asistiera. Admito que sentía curiosidad por ver a su heredera. Me aseguró que iba a convertirla en la mujer más solicitada de Londres.

—A mí me suena a cuento chino —repuso milord—. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—¡Eso fue lo que le pregunté! Y me contestó que sería divertido. A veces, Wainfleet, me gustaría darle un tirón de orejas a Robert.

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