Arabella

Arabella


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—Jamás le insinué a mi madre, ni siquiera a Sophy, que usted… que usted no me fuera indiferente —aseguró Arabella.

—Bueno, desconozco el motivo, pero ni a su madre ni a Sophy les sorprendió mi visita. Quizá me mencionara con frecuencia en sus cartas, o tal vez lady Bridlington contara a su madre que yo era el más perseverante de sus pretendientes.

Cuando Beaumaris mencionó a su madrina, Arabella dio un respingo y exclamó:

—¡Lady Bridlington! ¡Dios mío, le he dejado una carta en la mesa del recibidor explicándole lo que había hecho y suplicándole que me perdonara!

—No sufra, amor mío: lady Bridlington sabe muy bien dónde está. Es más, fue muy amable, sobre todo cuando le pedí que preparara su equipaje para una breve estancia en la casa de mi abuela. Me prometió que su doncella particular se encargaría del asunto mientras escuchábamos aquel tedioso concierto. Supongo que ya le habrá dicho a su hijo que puede buscar el anuncio de nuestro compromiso en la

Gazette de mañana y que hemos ido a pasar unos días con la duquesa de Wigan. Cuando regresemos a la ciudad, nuestros conocidos ya se habrán acostumbrado a la noticia, y no nos abrumarán con su perplejidad, su disgusto o sus felicitaciones. Pero creo que debería permitirme usted que la acompañe a su casa de Heythram tan pronto como sea posible: como es lógico, querrá que nos case su padre, y yo estoy impaciente por llevarme a mi esposa cuanto antes. Querida mía, ¿qué he dicho para hacerla llorar?

—¡Ay! ¡Nada, nada! —gimoteó Arabella—. Es sólo que no merezco ser tan feliz, y que nu–nunca me fue usted indiferente, aunque lo intenté por todos los medios cuando creía que sólo estaba jugando conmigo.

Entonces Beaumaris la abrazó con firmeza y la besó; Arabella se agarró a las solapas de su elegante chaqueta y lloró sobre su hombro. Ninguno de los halagos que murmuró en los rizos que le cosquilleaban en la barbilla consiguió otra cosa que intensificar los amargos sollozos de su amada, así que terminó advirtiéndole que a pesar del gran amor que sentía por ella no podía permitirse que le estropeara su chaqueta favorita. Eso transformó las lágrimas en risas, y después de enjugarle las lágrimas y besarla de nuevo, Arabella recuperó la compostura y pudo sentarse en el sofá a su lado y aceptar el vaso de leche tibia que él le ofreció aconsejándole que debía bebérselo para no decepcionar a la señora Watchet. La joven sonrió con los ojos llorosos y se bebió la leche.

—¡Y mi padre dio su consentimiento! ¡Ay! ¿Qué dirá cuando se entere de la verdad? ¿Qué le contó usted?

—Le conté la verdad.

Arabella estuvo a punto de soltar el vaso.

—¿Toda la verdad? —balbuceó consternada.

—Sí, toda. Bueno, excepto lo de Bertram. Su nombre no salió en la conversación, y ordené estrictamente a su hermano, cuando lo mandé a Yorkshire, que no revelara ni una sola palabra de sus aventuras. Aprecio a su padre, y no creo que le hiciéramos ningún favor confesándole esa historia. Le conté la verdad sobre nosotros dos.

—Y él… ¿se mostró muy enfadado conmigo? —preguntó Arabella con aprensión.

—Sí, me temo que estaba un poco disgustado. Pero cuando comprendió que usted nunca habría alardeado de ser una rica heredera si no me hubiera oído hablarle como un necio a Charles Fleetwood, pronto se percató de que yo era más culpable que usted del engaño.

—Ah, ¿sí? —dijo Arabella con recelo.

—¡Bébase la leche, amor mío! Sí, se lo aseguro. Su madre y yo conseguimos hacerle ver que si yo no hubiera animado a Charles, el rumor nunca se habría extendido, y que una vez divulgada la patraña, era imposible que usted la desmintiera, porque, como es lógico, nadie le preguntó nunca si era cierta. Quizá su padre le dé una regañina, pero estoy convencido de que ya la ha perdonado.

—¿Y también lo ha perdonado a usted? —preguntó Arabella con temor.

—Yo fui quien hizo la confesión —le recordó Beaumaris con aire de virtuoso—. Su padre me perdonó sin vacilar. No entiendo por qué se sorprende usted tanto: me pareció una persona encantadora, y pocas veces he pasado una velada más agradable que la que transcurrió conversando con él en su estudio, después de que su madre y Sophy se hubieran acostado. Es más, estuvimos hablando hasta que se consumieron las velas.

La expresión de turbación de Arabella se acrecentó.

—¿De qué hablaron, señor Beaumaris? —preguntó, incapaz de imaginar a su padre y al

Incomparable charlando.

—Discutimos ciertos aspectos de la obra

Prolegomena ad Homerum de Wolf, que casualmente había visto en su biblioteca —respondió él con toda tranquilidad—. Yo me compré un ejemplar de esa obra el año pasado en Viena, y me interesaba mucho la teoría de Wolf de que en la redacción de la

Ilíada y la

Odisea había intervenido más de un autor.

—¿Trata de eso el libro?

Beaumaris sonrió, pero respondió con gravedad:

—Sí. Aunque su padre, que es mucho más erudito que yo, opinaba que el capítulo inicial, que habla de los métodos correctos para la recensión de manuscritos antiguos, era el más interesante. De eso no entiendo mucho, pero espero que sus agudas observaciones me sean de provecho.

—¿Y disfrutó usted con esa conversación? —preguntó Arabella, impresionada.

—Muchísimo. Pese a mis frívolos modales, de vez en cuando me gusta mantener una conversación racional, y puedo disfrutar con ella tanto como jugando a la lotería con su madre, Sophy y los pequeños.

—¡Cómo! ¿Eso hizo? —exclamó la joven—. ¡Ay, se está burlando de mí! ¡Debió de aburrirse terriblemente!

—En absoluto. El que se aburra en medio de una familia tan animada como la suya debe de ser una persona insufrible e incapaz de hallar satisfacción en nada. Por cierto, si ese tío suyo no cumple su promesa, tendremos que ayudar nosotros a Harry a realizar su sueño de convertirse en un segundo Nelson. No me refiero a ese excéntrico tío suyo que murió y le legó toda su fortuna, sino al que todavía vive.

—¡Ay, por favor, no vuelva a mencionar jamás mi supuesta fortuna! —le suplicó Arabella agachando la cabeza.

—¡Pues tendré que hablar de ella! Dado que supongo que a partir de ahora invitaremos con frecuencia a los diversos miembros de su familia a nuestra casa, y como no puedo hacerlos pasar a todos por herederos y herederas, habré de dar alguna explicación de sus superiores circunstancias. Su madre, que es una mujer admirable, y yo decidimos que el tío excéntrico nos sacaría del apuro. También coincidimos, tácitamente, en que sería innecesario, y desde luego indeseable, mencionarle el asunto a su padre.

—¡No, claro, eso no podemos contárselo! —se apresuró a confirmar Arabella—. A él no le gustaría, y cuando se enfada con alguno de nosotros… ¡Ay! Espero que no descubra el lío en que se metió Bertram, y que éste no suspendiera sus exámenes en Oxford, como me temo que puede haber sucedido, porque no me pareció que…

—Eso no tiene ninguna importancia —la interrumpió Beaumaris—. Su padre todavía no lo sabe, pero Bertram no va a ir a Oxford: va a ingresar en un buen regimiento de caballería, donde se sentirá mucho más cómodo y nos hará sentir orgullosos a todos.

Al oír eso, Arabella le cogió una mano y se la besó, exclamando con voz llorosa:

—¡Qué bueno es usted! ¡Qué bueno, mi querido señor Beaumaris!

—No vuelvas a hacer eso jamás —repuso él apartando la mano y abrazando a Arabella con tanta urgencia que la leche restante en el vaso se derramó sobre su vestido—. Y no me hables con tanta rimbombancia ni sigas llamándome señor Beaumaris.

—¡Debo hacerlo! —protestó ella con la cabeza apoyada en su hombro—. No puedo… no puedo llamarlo… ¡Robert!

—Pues lo has hecho muy bien, y si perseveras, comprobarás que en poco tiempo esa palabra saldrá de tus labios sin ningún esfuerzo.

—Bueno, si eso te hace feliz, lo intentaré —cedió Arabella. De pronto se incorporó, como si acabara de recordar algo, y dijo con su habitual impulsividad—: Señor… quiero decir… ¡Robert! En esa horrorosa casa donde fui a ver a mi hermano Bertram había una pobre mujer llamada Peggy

la Botellas que se portó muy bien con él. ¿Crees que…?

—No, Arabella —repuso Beaumaris con firmeza—. ¡No!

Arabella se disgustó, pero dijo con docilidad:

—¿No?

—No —repitió él, rodeándola de nuevo con sus brazos.

—Pensé que podríamos sacarla de aquel espantoso barrio —sugirió Arabella mientras le alisaba las solapas de la chaqueta con aire persuasivo.

—No me extraña en absoluto, amor mío, pero aunque esté dispuesto a recibir en mi casa a aprendices de deshollinador y a perros callejeros, no pienso hacer lo mismo con una mujer que responde al apodo de

la Botellas.

—¿No crees que podría aprender a ser una buena criada, o algo parecido? Ya sabes que…

—Sólo sé dos cosas —la interrumpió él—. La primera es que no va a intentarlo en ninguna de mis casas; y la segunda, y la más importante, es que te adoro, Arabella.

Ella se emocionó tanto que perdió el interés por Peggy

la Botellas y se entregó a la tarea, mucho más agradable, de convencer al señor Beaumaris de que sus halagadores sentimientos eran plenamente correspondidos.

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