Arabella

Arabella


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—¡No sé qué quiere de mí! —exclamó lord Bridlington con fastidio—. Si tuviera usted algún conocimiento sobre las leyes que regulan a los aprendices, querida señorita Tallant, sabría que es imposible arrebatar este niño a su patrón.

—Cuando el patrón de un aprendiz maltrata a un niño como han maltratado a éste —replicó Arabella, que por algo era hija de su padre—, pueden emprenderse acciones judiciales contra él. Es más, ese hombre lo sabe, y le aseguro que no espera que le devuelvan a Jemmy.

—¡Supongo que pretenderá que adopte al chico! —saltó Frederick, aguijoneado.

—No, no pretendo eso —repuso la joven con voz temblorosa—. Sólo creo que podría… mostrar alguna compasión por un crío tan tremendamente desgraciado.

Frederick se ruborizó.

—Por supuesto que lo siento muchísimo, pero…

—¿Sabe usted que su patrón enciende el fuego en la chimenea para obligarlo a trepar por ella? —lo interrumpió Arabella.

—Bueno, no creo que subiera si no… Sí, sí, es terrible, ya lo sé, pero al fin y al cabo hay que limpiar las chimeneas, porque si no, ¿qué sería de todos nosotros?

—¡Ay, si estuviera aquí mi padre! —exclamó Arabella—. Ya veo que es inútil hablar con usted, porque es egoísta, cruel y únicamente le preocupa su propia comodidad.

En ese inoportuno momento se abrió la puerta y el mayordomo anunció dos visitas. Después justificó su desliz, del que era tan consciente como milady, argumentando que creía que la señorita Tallant todavía se hallaba arriba con «ese chiquillo». Frederick esbozó un rápido ademán para indicar que no quería ver a las visitas, pero era demasiado tarde: lord Fleetwood y el señor Beaumaris entraron en la habitación.

Los recibieron de un modo nada habitual: lady Bridlington soltó un sonoro gemido; su hijo se quedó plantado en medio de la estancia, muy colorado, como si estuviera conteniendo la respiración; y la señorita Tallant, también muy ruborizada, apretó los labios, se dio la vuelta, condujo a Jemmy a una butaca y le pidió con dulzura que se sentara y se portara bien.

Lord Fleetwood contempló atónito la escena; el señor Beaumaris arqueó las cejas, pero no mostró ninguna otra señal de sorpresa, limitándose a inclinarse sobre la laxa mano de lady Bridlington y a decir:

—¿Cómo está usted? Espero no haber llegado en mal momento. He venido con la esperanza de convencer a la señorita Tallant para que me acompañe a los Jardines Botánicos. Me han dicho que hay unas flores de primavera espectaculares.

—Es usted muy amable, señor Beaumaris —dijo Arabella de manera cortante—, pero esta mañana tengo asuntos más importantes que atender.

—Querida mía —dijo lady Bridlington recobrando la compostura—, de eso podemos hablar más tarde. Estoy segura de que te sentará bien tomar el aire. Envía a ese… a ese niño a la cocina y…

—Gracias, madrina, pero no pienso moverme de la casa hasta que hayamos decidido qué hacer con Jemmy.

—Ah, ¿se llama Jemmy? —preguntó lord Fleetwood, que había estado observando al chiquillo con franca curiosidad—. ¿Es… amigo suyo, señorita Tallant?

—No. Es un escalador que ha bajado por error por la chimenea de mi dormitorio. Lo han maltratado terriblemente, y sólo es un crío, como podrá ver. No creo que tenga más de siete u ocho años.

La ternura de sus sentimientos confería un inconfundible temblor a la voz de la joven. Beaumaris la miró con curiosidad.

—¿En serio? —exclamó lord Fleetwood, comprensivo—. ¡Qué vergüenza! Algunos de esos deshollinadores son unos brutos. ¡Habría que enviarlos a la cárcel!

—Sí, eso es lo que estaba diciéndole a lord Bridlington, pero parece no entenderlo —replicó impulsivamente Arabella.

—¡Arabella! —imploró lady Bridlington—. ¿No ves que a lord Fleetwood no le interesan esos asuntos?

—Perdone, señora —terció el aludido—, pero le aseguro que me interesa cualquier cosa que concierna a la señorita Tallant. Así que ha rescatado a ese niño, ¿no? ¡Dios Santo! ¡Yo creo que ha hecho una buena obra! Y eso que no es un crío muy bien parecido.

—¿Qué importa eso? —soltó Arabella con desdén—. Me pregunto si usted o yo, milord, resultaríamos muy atractivos si desde la más tierna infancia nos hubiera criado una madre adoptiva borracha, si nos hubieran vendido a un patrón cruel cuando sólo éramos unos críos y si nos hubieran obligado a realizar un trabajo aborrecible.

Beaumaris se acercó a una butaca que había en el centro de la habitación, un poco separada del grupo, y se quedó de pie con una mano apoyada en el respaldo y sin apartar la vista del rostro de Arabella.

—¡Claro, claro! ¡Por supuesto! —se apresuró a añadir lord Fleetwood.

Lord Bridlington cometió la imprudencia de intervenir en ese momento:

—No cabe duda de que tiene usted razón, señorita Tallant, pero éste no es un asunto que haya que discutir en el salón de mi madre. Permítame pedirle que…

Arabella se volvió bruscamente hacia él, con los ojos anegados en lágrimas y la voz temblorosa de indignación.

—¡No pienso callarme! —le espetó—. ¡Éste es un asunto que habría que discutir en el salón de toda dama cristiana! ¡Ay, no he querido faltarle al respeto, madrina! Espero que no haya creído… ¡No lo piense, se lo ruego! ¡Si hubiera visto las heridas que tiene ese niño en el cuerpo no le negaría su ayuda! ¡Lamento no haberle pedido que subiera a mi habitación cuando lo tenía desnudo en la bañera! ¡Se habría emocionado!

—Ya estoy emocionada, Arabella —protestó su afligida madrina—. Lo que ocurre es que no necesito ningún paje, y ese niño es demasiado pequeño y muy feo. Además, lo más probable es que el deshollinador lo reclame, porque contrariamente a lo que tú piensas, si estaba de aprendiz con él, como parece que…

—Por eso no se preocupe, madrina. Su patrón no se atreverá a reclamarlo. Sabe muy bien que se arriesga a que lo lleven ante un juez, porque así se lo he dicho, y se ha dado cuenta de que yo hablaba en serio. Se ha acobardado al oír la palabra «juez», y ha salido de la casa a toda prisa.

—¿Ha hablado usted con el deshollinador, señorita Tallant? —preguntó por fin Beaumaris esbozando una misteriosa sonrisa.

—¡Pues claro que sí! —respondió la joven dirigiéndole una mirada fugaz.

—¡Hay que llevarlo a la parroquia! —exclamó de pronto lady Bridlington, inspirada—. Frederick, seguro que tú sabrás cómo hay que actuar.

—¡No, no podemos llevarlo a la parroquia! —declaró Arabella—. Eso sería aún peor, porque ¿qué supone que harían con él, sino enviarlo a realizar el único trabajo que sabe hacer? ¡Y le dan mucho miedo esas horribles chimeneas! Si no viviera tan lejos, se lo enviaría a mi padre, pero ¿cómo iba a viajar hasta allí un niño tan pequeño?

—¡No, claro que no! —Lord Fleetwood se mostró de acuerdo—. ¡No podemos hacerle eso!

—Lord Bridlington, no puede condenar a este infeliz a una vida tan dura como la que ha llevado hasta ahora —dijo Arabella tendiendo ambas manos en gesto suplicante—. ¡Usted, que tiene cuanto uno puede desear!

—¡Claro que no haría eso! —intervino lord Fleetwood—. ¡Dígaselo, Bridlington!

—Pero ¿por qué tendría que decirlo? —repuso Frederick—. Además, ¿qué haría yo con ese mocoso? ¡Es la mayor tontería que he oído jamás!

—Lord Fleetwood, ¿quiere quedarse usted a Jemmy? —preguntó Arabella volviéndose hacia él en tono suplicante.

El aludido se mostró atónito.

—No creo que… Verá, señorita Tallant… La verdad es que… ¡Maldita sea, lady Bridlington tiene razón! ¡La parroquia! ¡Ésa es la solución!

—¡Qué mezquino, Charles! —terció Beaumaris.

—Si eso es lo que piensa —dijo lord Bridlington muy exaltado, volviéndose hacia Beaumaris—, quizá acepte usted hacerse cargo de ese maldito mocoso.

Y entonces Beaumaris, mirando a Arabella, que tenía las mejillas coloradas y respiraba entrecortadamente, los sorprendió a todos y también a sí mismo afirmando:

—Sí. Lo tomo a mi cargo.

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