Arabella

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Cualquier joven caballero interesado en el boxeo tenía que pasar, tarde o temprano, del Daffy Club al Limmer’s Hotel de Counduit Street, el local donde se encontraban los grandes del

ring y los sibaritas que los patrocinaban. Bertram se dirigió a al Limmer’s bajo los auspicios del señor Scunthorpe, que se había propuesto alejar a su amigo de otros establecimientos más peligrosos. El joven Tallant empezaba a tener amigos en Londres, de modo que pudo saludar a varios caballeros que encontró allí. El señor Scunthorpe y él se sentaron a una mesa, y aquél le señaló minuciosamente a todas las personas importantes que vio, entre ellos un individuo muy gallardo que, como le explicó en voz baja, casi nunca fallaba cuando pronosticaba quién ganaría una carrera; acto seguido se disculpó y fue a hablar con ese informado caballero. Entretanto, Bertram vio entrar al señor Beaumaris con un grupo de amigos, y como para entonces se había hecho cargo perfectamente de la elevada posición que ocupaba el

Incomparable, se sintió muy halagado cuando, tras levantar su monóculo y mirarlo a través de él por un momento, Beaumaris atravesó el pulido suelo, se sentó a su mesa y dijo sonriéndole:

—¿No nos conocimos el otro día en el parque? Usted es el señor… Anstey, ¿no?

Bertram se ruborizó ligeramente y asintió; pero cuando Beaumaris añadió con tono despreocupado: «Tengo entendido que es usted pariente de la señorita Tallant», se apresuró a negar cualquier parentesco con ella, añadiendo que ella provenía de una familia mucho más acomodada que la suya. Beaumaris aceptó su respuesta sin hacer comentarios y le preguntó dónde se hospedaba. Bertram no vio inconveniente en revelarle su dirección, ni en decirle que aquélla era su primera visita a la metrópolis.

El señor Jack Carnaby opinaba que el

Incomparable era un hombre altanero y antipático, pero Bertram no advirtió la menor señal de altivez ni de reserva en sus modales. Los amigos íntimos de Beaumaris habrían podido explicarle que, aunque no había nadie más estirado que él, tampoco nadie podía ser —cuando él se lo proponía— más simpático. En poco tiempo, Bertram, olvidando su timidez, estaba abriéndose a él mucho más de lo que era su intención. El

Incomparable, que era miembro de la partida de caza de Melton, lo felicitó por lo bien que montaba, de manera que cualquier barrera que Bertram pudiera haber levantado entre él y el responsable del aprieto en que se hallaba su hermana se desmoronó al instante. El joven Tallant procedió a describir la región donde cazaba él, la localidad de Heythram y sus inalcanzables proyectos, sin sospechar que toda esa información estaba sonsacándosela hábilmente su interlocutor. Mencionó los exámenes de ingreso de Oxford y su intención de ingresar en el Ministerio del Interior, y cuando Beaumaris comentó, arqueando una ceja, que no sabía que deseara dedicarse a la política, Bertram le reveló su verdadera ambición.

—Ya sé que es imposible, por supuesto —acabó admitiendo con nostalgia—. Pero nada me habría hecho más feliz que poder entra en un regimiento de caballería.

—Creo que encajaría usted muy bien en un regimiento —coincidió su interlocutor, y se puso en pie, porque Scunthorpe había vuelto a la mesa—. De momento, no haga usted demasiados estragos en Londres durante su visita. —Saludó a Scunthorpe y se alejó, y éste explicó muy entusiasmado a Bertram el gran honor que acababan de concederle.

Sin embargo, una hora más tarde, el señor Beaumaris, sofocando los eufóricos saludos de su canino admirador, dijo:

—Si de verdad te importara,

Ulises, me recibirías dándome el pésame y no con estos gratuitos arrebatos.

Ulises, que había engordado considerablemente, tenía la oreja más caída que nunca y la cola aún más enroscada sobre el lomo. Se estiró ante su idolatrado amo y emitió un alentador ladrido. Entonces corrió hacia la puerta de la biblioteca e invitó a Beaumaris a entrar allí y compartir con él un refrigerio. Brough ayudó a su patrón a quitarse la larga capa, el sombrero y los guantes, y confesó que estaba maravillado de la inteligencia de aquel perrito.

—¡Lo maravilloso es el apoyo que ha recibido de mi personal de servicio para seguir agobiándome con su no deseada presencia en mi casa! —replicó Beaumaris con mordacidad.

Brough, que llevaba muchos años trabajando para el señor Beaumaris, se permitió esbozar una sonrisa.

—De haber sabido que quería usted que lo echáramos, señor, habría hecho cuanto fuera posible. Aunque le tiene tanta devoción que dudo que se hubiera marchado, y por otra parte, me dolería mucho ahuyentar a un perro que trata a Alphonse como lo hace éste.

—¡Si este desgraciado animal ha molestado a Alphonse, le retorceré el cuello! —prometió Beaumaris.

—¡Ah, no, señor, nada de eso! Cuando usted está fuera y

Ulises baja, se comporta ante Alphonse como si llevara un mes sin probar bocado, pero no se le ocurriría tocar siquiera un trozo de carne que encontrara en el suelo de la cocina. Como le dije a la señora Preston, si hay algún perro capaz de hablar, es éste, porque ha logrado convencer a Alphonse de que es el único amigo que tiene en el mundo. Se ha ganado la simpatía del cocinero, se lo aseguro. De hecho, el otro día, cuando se echaron en falta dos hermosas chuletas de lomo, Alphonse aseguró que el ayudante de cocina estaba acusando al perro de haberlas robado sólo para encubrir su torpeza, mientras

Ulises se hallaba allí sentado mirando, como si no supiera a qué sabía una chuleta. Escondió los huesos bajo la alfombra de su estudio, señor, pero ya los he retirado.

—No sólo eres feo —le dijo Beaumaris con severidad—, sino que tienes todos los defectos de los plebeyos: la adulación, la falsedad y la insolencia.

Ulises se sentó y empezó a rascarse una herida. Su dueño lo reprendió, y como el perro lo había oído hablar otras veces con ese tono —como cuando le había expresado su voluntad de no compartir el dormitorio con él—, dejó de rascarse y agachó las orejas para apaciguarlo.

Beaumaris se sirvió una copa de vino y se sentó en su butaca favorita.

Ulises se recostó a su lado y resopló.

—Sí, te creo, pero tengo asuntos más importantes que resolver que ponerte ungüento en las heridas. Además, deberías recordar que no te permitiré volver a ver a tu benefactora hasta que estés completamente curado. —

Ulises bostezó y apoyó la cabeza sobre sus patas delanteras, como si aquella conversación lo aburriera. Su amo lo sacudió con un pie—. Quizá estés en lo cierto —caviló—. Hace un mes no tenía ninguna duda. Sin embargo, le he permitido cargarme con un niño de la parroquia y con un chucho (espero que me perdones por hablarte con sinceridad,

Ulises), y ahora estoy casi convencido de que ninguno de los dos estáis destinados a ser la más pesada de mis responsabilidades. ¿Crees que ese condenado joven tiene sus propias razones para utilizar un nombre falso, o que lo hace para proteger a la señorita Tallant? ¡No me mires así! Ya sé que la experiencia debería haberme enseñado algo, pero no creo que fuera inteligente intentar engatusarme para que me declare. Ni siquiera estoy seguro de resultarle atractivo a la señorita Tallant. De hecho,

Ulises, no estoy muy seguro de nada, así que me parece que va siendo hora de que vaya a visitar a mi abuela.

A la mañana siguiente, Beaumaris puso en práctica su decisión y pidió que prepararan el carrocín.

Ulises, que había compartido el desayuno con su amo, salió con él de la casa, subió al vehículo y se instaló en el asiento del pasajero como si fuera un perro de lo más aristocrático.

—¡No! —gritó Beaumaris.

Ulises bajó acobardado y se postró en la acera—. He de cuidar de mi reputación, que se vería muy perjudicada por tu vergonzoso aspecto —le dijo al chucho—. ¡No te alarmes! No me marcho para siempre. —Subió al carrocín y añadió—: Deja de sonreírte, Clayton, y vámonos.

—¡Sí, señor! —dijo el postillón obedeciendo ambas órdenes y subiendo con agilidad al carrocín cuando éste pasaba por delante de él.

Unos minutos más tarde, y después de mirar un par de veces por encima del hombro, se aventuró a informar a su amo que el perrito los estaba siguiendo.

Beaumaris profirió un juramento y frenó los caballos. El fiel perro siguió trotando, rendido de cansancio y con la lengua fuera, hasta alcanzar el carrocín, momento en el que se tumbó en la calzada.

—¡Maldito seas! —exclamó Beaumaris—. ¡Supongo que serías capaz de seguirme hasta Wimbledon! Ahora sabremos si mi reputación es lo bastante sólida para soportar que te lleve en mi coche. ¡Sube!

Aunque

Ulises se hallaba sin aliento, al oír esas palabras saltó una vez más al carrocín. Sacudió la cola en señal de agradecimiento y se sentó al lado de su amo, jadeante y feliz. Éste le soltó un breve discurso sobre los peligros del chantaje que puso a prueba la capacidad de autocontrol de su postillón, lo regañó por ladrarle a un perro que pasaba por la calle y continuó su camino hacia Wimbledon.

La duquesa viuda de Wigan, que era el terror de cuatro hijos, tres hijas, numerosos nietos, su administrador, su abogado, su médico y cuantas personas tenía a su cargo, recibió a su nieto favorito con su acostumbrada franqueza. Beaumaris la encontró ingiriendo unas tostadas mojadas en té e intimidando a una de sus hijas, soltera, que vivía con ella. En sus tiempos había sido una mujer muy bella, belleza que todavía se apreciaba en sus delicadas facciones. Acostumbraba lanzar a sus visitantes una mirada de águila, jamás le había hecho cumplidos a nadie y despreciaba ferozmente todo lo moderno. Sus hijos le profesaban un respeto reverencial, y vivían con el temor de recibir una repentina orden de presentarse en su casa. Cuando el mayordomo acompañó al señor Beaumaris a la salita de la viuda, ésta lo fulminó con la mirada.

—¡Oh! ¿Eres tú? ¿Por qué has pasado tanto tiempo sin venir a verme?

Inclinándose sobre su mano, él contestó sin alterarse:

—En mi última visita, abuela, me dijiste que no querías volver a verme hasta que hubiera corregido mis modales.

—¿Y lo has hecho? —preguntó la duquesa antes de meterse otro trozo de tostada en la boca.

—Por supuesto, abuela. Estoy a punto de convertirme en filántropo. —Y se volvió para saludar a su tía.

—Estoy harta de filántropos —dijo su excelencia—. Ya me revuelve bastante el estómago tener que pasar las horas aquí sentada viendo cómo Caroline teje para los pobres. En mis tiempos no nos andábamos con tantas tonterías. Pero no te creo. Toma, Caroline, llévate esta papilla y toca el timbre. Este té es una porquería. Le diré a Hadleigh que traiga una botella de Madeira. ¡Del que bebía tu abuelo, y no ese brebaje que me envió Wigan el otro día!

Lady Caroline recogió la bandeja y, atemorizada, se atrevió a preguntar a su madre si creía que el doctor Sudbury lo aprobaría.

—Sudbury es una vieja chocha, y tú eres tonta, Caroline —repuso la duquesa—. Vete y déjame hablar con Robert. No soporto estar rodeada de mujeres. —Mientras lady Caroline recogía su labor, añadió—: Dile a Hadleigh que me traiga una botella de Madeira del bueno. Él ya sabe a cuál me refiero. Y bien, Robert, ¿qué me cuentas ahora que por fin te has dignado venir a verme?

El nieto cerró la puerta por la que había salido su tía y expresó con engañosa docilidad su alegría por encontrar a su abuela de tan excelente humor y con tan buena salud.

—¡Qué sinvergüenza eres! —repuso la duquesa. Miró de arriba abajo a su atractivo nieto y agregó—: Tienes muy buen aspecto. O mejor, lo tendrías si no llevaras ese atuendo tan ridículo. Cuando yo era joven, ningún caballero se habría atrevido a hacer una visita sin antes ponerse polvos. Tu abuelo se revolvería en la tumba si viera en qué os habéis convertido todos, con esas ridículas chaquetas, esos cuellos almidonados y sin nada de encaje en la corbata ni en los puños de la camisa. Haz el favor de sentarte, si es que lo logras a pesar de esos pantalones tan ceñidos, medias o como se llamen.

—Claro que puedo sentarme —dijo Beaumaris, para acto seguido tomar asiento en una butaca frente a su abuela—. Estos pantalones, como los que tía Caroline les regala a los pobres, son de punto, y se adaptan razonablemente bien a mis necesidades.

—¡Ja! Entonces le pediré a Caroline que te haga unos para Navidad. ¡Seguro que le da un síncope, porque jamás he conocido a una mujer más gazmoña!

—Es probable, abuela, pero como estoy seguro de que mi tía la obedecería, por mucho que eso ofendiera su pudor, le ruego que no se lo pida. Las zapatillas bordadas que me envió la pasada Navidad ya me pusieron a prueba. ¿Qué pensó que haría con ellas?

La duquesa soltó una carcajada.

—¡Pero si ella no piensa! Y no deberías enviarle bonitos regalos.

—A usted también le envío bonitos regalos —murmuró él—, pero nunca corresponde.

—No, ni debes esperarlo. Ya tienes mucho más de cuanto necesitas. ¿Qué me has traído esta vez?

—Nada. A menos que le apetezca acoger un perro callejero.

—No soporto los perros, ni los gatos. ¡Tienes una renta de cincuenta mil libras anuales, como mínimo, y ni siquiera me traes un ramillete de flores! ¡Suéltalo ya, Robert! ¿A qué has venido?

—Para preguntarle si cree que sería un marido tolerable, abuela.

—¿Qué? —exclamó la anciana, enderezándose en la butaca y agarrándose a los brazos con sus frágiles y enjoyadas manos—. No irás a proponerle matrimonio a la hija de los Dewsbury, ¿verdad?

—¡No, por Dios!

—Ah, así que hay otra idiota que te va detrás, ¿no? —soltó la duquesa, que tenía sus propias formas de descubrir qué pasaba en el mundo del que ella ya se había retirado—. ¿Quién es? ¡Créeme, cualquier día vas a cometer una locura!

—Creo que ya la he cometido —admitió su nieto.

Ella lo miró a los ojos, pero antes de que pudiera añadir nada, el mayordomo entró en la habitación tambaleándose bajo el peso de una bandeja ducal que su excelencia se había negado categóricamente a cederle a su hijo, el actual duque, alegando que era propiedad suya y que no debería haberse casado con aquella tontaina que provocaba a la duquesa dolor de tripas. Hadleigh depositó la imponente bandeja sobre la mesa, y al hacerlo le dirigió una elocuente mirada al señor Beaumaris. Éste asintió para darle a entender que había captado la indirecta, así que se levantó y fue a servir el vino. Ofreció a su abuela una copa a medio llenar, por lo que ella protestó al instante, exigiendo saber si su nieto era tan impertinente que creía que no aguantaba la bebida.

—Estoy seguro de que la aguanta mucho mejor que yo —replicó el joven—, pero sabe muy bien que no le conviene beber alcohol, y también es consciente de que con sus amenazas no conseguirá amilanarme para que le consienta sus caprichos. —Entonces se llevó la mano de su abuela a los labios y añadió con dulzura—: Es usted una mujer dominante y cruel, abuela, pero espero que viva cien años, porque la quiero mucho más que a ningún otro de mis parientes.

—Eso no es un gran halago —replicó ella, complacida por las audaces palabras de su nieto—. Siéntate y no intentes engatusarme con tus galanterías. Ya veo que estás a punto de ponerte en ridículo, así que no hace falta que disimules. Espero que no hayas venido para anunciarme que vas a casarte con esa descarada pelandusca que tenías mantenida la última vez que nos vimos.

—No, nada de eso —la tranquilizó el joven.

—Menos mal, porque no toleraría que metieras a una peliforra en la familia. Aunque no creo que fueras capaz de cometer semejante barbaridad.

—¿Dónde aprende usted esas expresiones tan espantosas, abuela?

—Yo no pertenezco a esa generación tuya de pusilánimes, gracias a Dios. Pero dime, ¿de quién se trata?

—Si no supiera por mi propia y cruda experiencia, abuela, que en Londres no pasa nada sin que usted se entere inmediatamente, aseguraría que no había oído usted hablar de ella. Es (o en cualquier caso, eso dice ella) esa gran heredera.

—¡Oh! ¿Te refieres a esa muchacha que la idiota de lady Bridlington hospeda en su casa? Me han dicho que es una belleza.

—Sí, es muy hermosa, desde luego. Pero eso no es lo que importa.

—Entonces ¿qué es?

Beaumaris reflexionó un instante y contestó:

—Es la muchachita más adorable que jamás he conocido. Cuando intenta convencerme de que conoce a la perfección las normas sociales, consigue aparentar que es una joven como cualquier otra; pero si, como ocurre con demasiada frecuencia para mi tranquilidad, alguien despierta su compasión, es capaz de hacer cualquier cosa para socorrer al objeto de su piedad. Si me caso con ella, sin duda alguna esperará que emprenda una campaña para socorrer a todos los que trepan por las chimeneas de la ciudad, y es muy probable que convierta mi casa en un asilo para perros callejeros.

—Ah, ¿sí? —Miró a su nieto de hito en hito y con el entrecejo fruncido—. ¿Por qué?

—Verá, ya me ha endilgado un ejemplar de cada categoría. Pero no, quizá no sea justo hablar así. A

Ulises es cierto que me obligó a adoptarlo, pero al inefable Jemmy le ofrecí voluntariamente mi protección.

La duquesa puso una mano sobre el brazo de la butaca y ordenó:

—¡Deja ya de confundirme! ¿Quién es

Ulises? ¿Y quién es Jemmy?

—A

Ulises ya me he ofrecido a regalárselo —le recordó Beaumaris—. Jemmy es un aprendiz de deshollinador cuya pésima conducta la señorita Tallant está decidida a enmendar. Me habría gustado que la hubiera oído decirle a lady Bridlington que no le interesaba otra cosa que su propia comodidad, como al resto de nosotros; y pedirle al pobre Charles Fleetwood que imaginara qué aspecto tendría él en la actualidad si lo hubiera criado una madre adoptiva alcohólica y lo hubiera vendido a un deshollinador. ¡Lástima que no tuviera el privilegio de presenciar su encuentro con Grimsby, el deshollinador! Tengo entendido que lo echó de la casa tras amenazar con denunciarlo a las autoridades. No me sorprende en absoluto que el tipo se acobardara ante ella, porque fui testigo de cómo dispersaba a un grupo de patanes.

—Por lo que dices, parece una mujer fuera de lo común —observó su excelencia—. ¿Es una joven respetable?

—Por supuesto. Sin ninguna duda.

—¿Quién es su padre?

—Ése es un misterio que confío que usted me ayude a resolver.

—¿Yo? —se extrañó su abuela—. ¡No sé qué esperas que pueda decirte!

—Tengo motivos para pensar que vive cerca de Harrowgate, abuela, y recuerdo que visitó usted ese balneario no hace mucho. Quizá la viera en el salón de esa localidad, porque supongo que debe de haber un salón en Harrowgate; o tal vez oyera hablar de su familia.

—¡Pues no! —repuso la anciana con aspereza—. Es más, no quiero volver a oír hablar de Harrowgate. Es un lugar frío, feo y muy poco refinado, con las aguas más repugnantes que he probado en mi vida. No me hicieron ningún bien, como habría deducido desde el principio cualquiera que no fuera tan idiota como esa quejosa sanguijuela mía. ¡Salones! ¡Ja! Como si me produjera algún placer ver a una pandilla de campesinos bailando ese vergonzoso vals. ¿Bailar? ¡A eso yo lo llamo de otra manera!

—No me cabe duda, abuela, pero le ruego que no me obligue a ruborizarme. Además, para ser alguien que se pasa la vida clamando contra los remilgos de las jovencitas de hoy en día, su actitud hacia el vals parece un tanto incoherente.

—No sé si parecerá incoherente, pero sé cuando algo es indecente.

—Nos estamos desviando del tema —advirtió su nieto con firmeza.

—Bueno, no conocí a ningunos Tallant en Harrowgate, ni en ningún otro sitio. Cuando no estaba intentando tragarme una cosa que nadie me convencerá de que no la sacaban directamente de las cloacas, me hallaba sentada viendo cómo tu tía anudaba los flecos de un pañuelo en el alojamiento más incómodo en que jamás me he hospedado. ¡Imagínate, tuve que llevarme toda mi ropa de cama!

—Usted siempre se la lleva, abuela —le recordó el joven, que en varias ocasiones había tenido el privilegio de presenciar los preparativos de uno de los impresionantes viajes de la duquesa—. Y su vajilla, su butaca favorita y a su camarero…

—¡No seas insolente, Robert! No siempre tengo que llevármelo necesariamente. —Dio un tirón al chal y añadió—: Me tiene sin cuidado con quién decidas casarte, pero no entiendo por qué persigues a una mujer rica.

—Ah, no, no creo que posea fortuna alguna —aclaró su nieto con frialdad—. Eso sólo lo dijo para bajarme los humos.

Su excelencia volvió a mirarlo con ojos de lince.

—¿Para bajarte los humos? ¿Dices que no está deseando cazarte?

—Nada de eso. Guarda las distancias conmigo. Ni siquiera estoy seguro de que sienta la menor atracción por mí.

—La han visto con frecuencia en tu compañía, ¿no es así? —preguntó su excelencia de repente.

—Sí, dice que la beneficia mucho socialmente que la vean conmigo —admitió su nieto con aire pensativo.

—O es una arpía —dijo la anciana con un destello en la mirada—, o es una buena muchacha. Dios mío, creía que no quedaba ni una sola de esas jovencitas modernas y remilgadas que fuera capaz de no adularte. ¿Crees que me gustará?

—Sí, creo que sí, pero si he de ser sincero, su opinión me tiene sin cuidado.

Sorprendentemente, la duquesa no se ofendió por ese comentario, sino que se limitó a asentir con la cabeza.

—Será mejor que te cases con ella, a menos que no provenga de una buena familia. Tú no eres un Caldicot de Wigan, pero eres de buena cepa. Yo no habría permitido que tu madre se casara con tu padre si la familia de él no hubiera sido de alcurnia. —Y añadió, nostálgica—: María era estupenda. Me agradaba más que cualquiera de mis otros hijos.

—A mí también —coincidió Beaumaris levantándose de la butaca—. ¿Le propongo matrimonio a Arabella, arriesgándome a que me rechace, o me concentro en la tarea de convencerla de que no soy el conquistador incorregible por quien ella me ha tomado?

—A mí es inútil que me lo preguntes. No te haría ningún daño que te dieran calabazas, pero no me importaría que algún día me presentaras a esa joven. —Le tendió una mano, pero cuando él se la hubo besado y se disponía a soltarla, su abuela cerró los dedos alrededor y dijo—: ¡Desembucha ya, Robert! ¿Qué es lo que tanto te irrita?

—No es exactamente eso, abuela —sonrió su nieto—. Es que me encantaría que esa joven me dijera la verdad.

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

—Sólo se me ocurre un motivo, abuela. ¡Y eso es lo que me irrita!

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