Arabella

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pas de zéphyr sin estropear esas figuras. Arabella lo miró a los ojos y se dijo que quizá él también estuviera un poco nervioso. Le preguntó si se encontraba bien, y su hermano le aseguró que jamás se había sentido mejor, pero se abstuvo de confiarle que la aventura londinense había menguado tanto sus recursos que llevaba varias noches sin poder conciliar el sueño pensando en cómo haría frente a sus deudas. Como Arabella no lo había visto desde la mañana en que concertaron una furtiva cita en Pall Mall, bajo la imprecisa vigilancia de las niñeras que llevaban a sus pupilos a tomar el aire allí y les compraban vasos de leche recién ordeñada, confiriendo un aire rural a la escena, no podía evitar estar preocupada por él. La desenvoltura con que ahora se movía Bertram no ayudaba a disipar sus temores, y culpaba injustamente al señor Scunthorpe por llevarlo por un camino que su padre habría reprobado. Arabella no tenía muy buena opinión de Scunthorpe, y con la encomiable idea de que Bertram se relacionara con personas más convenientes para él, presentó a su hermano a uno de sus más desinteresados admiradores, el joven lord Wivenhoe, heredero de un próspero título de conde, y a quien en Londres casi todo el mundo apodaba Moflete, sobrenombre afectuoso ganado por su redondo y risueño semblante. Ese vivaracho y joven miembro de la nobleza, aunque todavía no le había propuesto matrimonio a Arabella, formaba parte de la corte de la joven, y era uno de sus favoritos, pues hacía gala de unos modales ingenuos y simpatía desbordante. Se lo presentó a Bertram con toda su buena intención, aunque se había abstenido de haber sabido que el atractivo Moflete se había educado con un padre sumamente insensato según los principios marcados por el difunto progenitor del señor Fox. Aunque su actitud lo desmintiera, el conde de Chalgrove tenía en gran estima las máximas de lord Holland, y animaba a su heredero a permitirse cualquier lujo que se le antojara, liquidando sus deudas de juego con la misma tranquilidad con que liquidaba las facturas que no paraban de llegar de su sastre, su fabricante de coches, su sombrerero y una hueste de otros comerciantes de los que era cliente.

Los dos jóvenes caballeros simpatizaron nada más verse. Lord Wivenhoe era un poco mayor que Bertram, pero de mentalidad tan joven como su rostro, mientras que las aguileñas facciones de Bertram, y su superioridad intelectual, le hacían parecer mayor. Comprobaron que tenían mucho en común, y cuando sólo llevaban unos minutos conversando ya habían acordado acudir juntos a las carreras.

Entretanto, la satisfacción que la señorita Tallant había traslucido al bailar con su joven amigo de Yorkshire no había pasado inadvertida. Más de un pretendiente que abrigaba esperanzas de cautivar a la rica heredera se sumió en la tristeza, porque ni el más confiado de sus admiradores podría haberse convencido de que Arabella le hubiera sonreído alguna vez con un afecto tan sincero como el que demostró a Bertram, ni de que le hubiera hablado tanto ni de forma tan confidencial. Al señor Warkworth, agudo observador, le sorprendió comprobar que la pareja guardaba cierto parecido. Se lo mencionó a Fleetwood, que había sido tan afortunado que había conseguido la promesa de Arabella de bailar con él la cuadrilla, y que no estaba prestando ninguna atención a los requerimientos de otras damiselas no tan bien parecidas a quienes no habían sacado a bailar el vals, y que por ese motivo charlaban animadamente entre ellas, sentadas en unas sillas doradas colocadas junto a las paredes del salón de baile.

Lord Fleetwood miró con atención a los hermanos Tallant, pero no encontró entre ellos el más mínimo parecido, que residía más en alguna expresión ocasional que en sus facciones.

—¡Qué barbaridad! ¡La señorita Tallant tiene una nariz mucho más bonita!

Warkworth le dio la razón y justificó su errónea apreciación explicando que sólo había sido una ocurrencia sin importancia.

Beaumaris no llegó hasta pasada la medianoche, y por ese motivo no pudo bailar el vals con Arabella. No parecía estar de muy buen humor y, tras hacer el gran esfuerzo de dirigirle unas pocas palabras corteses a su anfitriona y de bailar una vez con una dama a la que lady Bridlington le había presentado y otra con su prima, lady Wainfleet, se dedicó a pasearse por los salones hablando lánguidamente con sus conocidos y observando a la concurrencia a través de su monóculo con aire de aburrimiento. Pasada media hora, cuando estaban formándose dos grupos para bailar una danza rústica, fue a buscar a Arabella, que al finalizar el último baile había desaparecido del salón y se había dirigido al invernadero acompañada por Epworth, que tras asegurarle que nunca había visto un baile tan concurrido en Londres se ofreció para proporcionarle un refrescante vaso de limonada. Beaumaris nunca llegó a enterarse de si Epworth había cumplido su promesa, pero unos minutos más tarde, cuando entró en el invernadero, encontró a Arabella acurrucada en una butaca, en un estado de tremenda agitación, e intentando soltar sus manos del ferviente apretón de las de Epworth, que se había arrodillado ante ella en romántica postura. Como el resto de los invitados había salido del invernadero para ocupar sus lugares en los nuevos grupos de baile, el emprendedor Epworth, envalentonado por las generosas dosis de champán de lord Bridlington, había aprovechado una vez más la oportunidad para declararse a la presunta heredera. Beaumaris llegó a tiempo para oír cómo Arabella murmuraba con profunda aflicción:

—¡No, se lo ruego! ¡Se lo suplico, señor Epworth! ¡Levántese! Le estoy muy agradecida, pero no voy a cambiar de idea. ¡No debería acosarme de esta forma! ¡No es propio de usted!

—¡No seas tan pesado, Epworth! —le espetó Beaumaris con su habitual sangre fría—. He venido a pedirle que baile conmigo el siguiente baile, señorita Tallant.

La joven estaba muy sonrojada y respondió incoherentemente. Epworth, avergonzado de que lo hubiera sorprendido en aquella postura una persona cuyo desprecio temía, se puso en pie, masculló y salió a toda prisa del invernadero. Beaumaris cogió el abanico que Arabella sostenía, lo desplegó y empezó a agitarlo ante su acalorado rostro.

—¿Cuántas veces le ha propuesto matrimonio? —preguntó con tono desenfadado—. ¡Qué ridículo resultaba, por Dios!

Arabella no pudo contener la risa, pero dijo con tono afectuoso:

—Es un hombrecillo detestable, y por lo visto piensa que sólo tiene que perseverar para que yo acepte sus proposiciones.

—Debería ser más indulgente con él. Si Epworth no supiera que va a heredar usted una gran fortuna, no la molestaría.

—De no haber sido por usted —dijo ella tomando aire y con voz temblorosa—, señor Beaumaris, nunca se habría enterado.

Él guardó silencio, en parte por resquemor pero también porque sabía que, aunque hubiera sido Fleetwood quien había extendido el rumor, sus imprudentes comentarios habían convencido a Fleetwood de que lo que decía Arabella era verdad.

—¿Vamos a bailar? —propuso ella al cabo de un rato.

—No, los grupos ya deben de estar formados —respondió él, y siguió abanicándola.

—¡Oh! Bueno, quizá… deberíamos regresar al salón de baile de todas formas.

—No se alarme —repuso Beaumaris con un deje de aspereza—. No tengo ninguna intención de importunarla arrodillándome a sus pies.

Arabella volvió a ruborizarse y, azorada, giró la cabeza. Beaumaris cerró el abanico y devolviéndoselo dijo:

—No deseo resultar pesado repitiendo mis ruegos, señorita Tallant, pero debe usted saber que sigo pensando lo mismo que cuando le propuse matrimonio. Si sus sentimientos experimentan algún cambio, una palabra, una mirada sería suficiente para comunicármelo. —Ella levantó una mano para suplicarle que se callara—. Está bien, no volveré a mencionar este asunto. Pero si en algún momento necesita a un amigo, déjeme asegurarle que puede contar conmigo para lo que sea.

Esas palabras, pronunciadas en un tono ferviente que Arabella no le había oído emplear hasta entonces, casi lograron paralizarle el corazón. Estuvo tentada de arriesgarse a confesarle la verdad, pero vaciló, porque el temor a ver cambiar su expresión de admiración por la de desagrado se apoderó de ella; lo miró, y luego se levantó con premura, pues otra pareja acababa de entrar en el invernadero. Arabella superó ese momento de turbación; sólo tuvo tiempo para pensar cuáles serían las repercusiones si el señor Beaumaris trataba su segunda confidencia con el mismo escaso respeto con que había tratado la primera; pero también para recordar las advertencias respecto al peligro de confiar demasiado en él. Su corazón le decía que podía sincerarse, pero su asustada mente no se atrevía a dar ningún paso que pudiera dejarla desprotegida y causarle la ruina.

Regresó con Beaumaris al salón de baile, que la dejó con sir Geoffrey Morecambe, que se acercó a reclamarla. Pasados unos minutos, se había despedido de su anfitriona y abandonado la fiesta.

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