Arabella

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Arabella

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—Querida, creo que esa criada se da muchos aires. Ten cuidado con ella. Debes recordarle quién manda ahora. Tú por supuesto.

Arabella tardó un poco en comprender de qué hablaba su madre hasta que ella mencionó el incidente con el ama de llaves.

—He notado cómo os mira y la forma en que dirige la mansión, querida. Tú deberías tomar riendas en el asunto, como os enseñé, ¿lo recuerdas?

La jovencita recordó aquellos consejos días antes de la boda sobre cómo dirigir la servidumbre de Wensthwood, con firmeza pero haciéndoles sentir que ella era la nueva marquesa y le debían obediencia y respeto.

—He notado que escoge el menú del día sin consultarte si te agrada la crema de frambuesas o prefieres otro postre, eso no es bueno querida. Tú debes controlar eso y también, moverte con más soltura y libertad. Si deseabas ir hoy a la playa, quién es ella para decirte que no debes hacerlo?

Su madre estaba muy molesta pero Arabella no le dio tanta importancia. Problemas más grave la  angustiaban en esos momentos, además necesitaba tener a los sirvientes de su lado, luego comprendió que de nada le valdría mostrarse altiva y soberbia con la señora Stuart pues ella conocía Wensthwood como la palma de su mano, y le era muy útil. Pues aunque deseara escoger el menú del día o dar órdenes a la servidumbre, no tenía idea de qué  ordenar para el almuerzo porque tampoco conocía los gustos culinarios de su esposo ni la comida que solía servirse en la mansión. Alice Stuart  sí lo sabía y hacía muy bien su trabajo.

Sin embargo la joven creyó oportuno tranquilizar a su madre al respecto.

—Mamá, la señora Stuart lo organiza todo muy bien. Todo está perfectamente aquí. Ella conoce la mansión y los alrededores como la palma de su mano—le dijo—Es algo antipática sí, pero muy servicial, además mi esposo la aprecia.

Esa respuesta no convenció demasiado a lady Blayton.

—Bueno, ahora tal vez te convenga tenerla de tu lado pero luego, con sutileza…

La joven escuchó los consejos pensando que a ella no le importaba que el ama de llaves se diera aires mientras dirigiera todo en la mansión y lo hiciera bien, además tampoco era hostil. Sólo era un poco entrometida y mandona pero eso no le molestaba tanto como ver a su hermana hacer teatro para tener a todos pendientes de ella.

Hasta tuvieron que llamar a un doctor, que llegó una hora después para examinar su tobillo. El hombre llegó empapado y cansado. Bueno, al menos no era tan viejo como el doctor que las atendía siempre en Spring Valley. Era un hombre joven, Joseph Murray, y muy paciente, pero Arabella imaginó que tendría que atender a enfermos más graves que una simple torcedura de pie…

Lo vio examinar el pie en cuestión y luego le pidió a su hermana que intentara caminar.

—Oh, no, me duele mucho doctor—se quejó ella, dramática, casi al borde de las lágrimas—Además, creo que tengo fiebre.

—¿Tiene fiebre?—dijo el doctor sorprendido.

—Creo que sí…

Arabella supo que su hermana exageraba y no entendía por qué, hasta que su marido dijo con mucha tranquilidad que podía quedarse unos días hasta que se recuperara el tobillo.

Sintió que los colores le subían al rostro al ver cómo aceptó encantada quedarse y se le iban todas las dolencias. Casi olvidó por completo que tenía el tobillo hinchado.

—Se lo agradezco sir Lawrence, pero no será necesario—dijo lord Blayton.

Beatrice se puso pálida.

—No es ninguna molestia, Lord Blayton, al contrario. Me siento culpable de lo sucedido. Pueden quedarse esta noche y mañana, si la señorita Beatrice está mejor regresarán a Spring Valley—respondió sir Lawrence.

Arabella miró a ambos y luego a su hermana sin decir palabra.

Finalmente Beatrice salió victoriosa, su padre aceptó quedarse ese día.

—Sólo por hoy caballero, no deseamos abusar de su hospitalidad.

—Oh, no es ninguna molestia para mí dar alojamiento a la familia de mi querida Arabella—respondió el marqués mirando a su esposa con una leve sonrisa.

Esta se sonrojó y bajó la mirada, algo incómoda deseando que Beatrice no se quedara. Sabía que volvería a molestarla, a decirle algo hiriente o sencillamente se dedicaría a coquear con su esposo para fastidiarla.

Pero no pudo evitar que se quedara, habría sido descortés no insistir en que pasaran la noche en Wensthwood.

Arabella se alejó para descansar en su habitación, esa fue la excusa que encontró para estar a solas antes de la cena.

Nada más entrar escuchó que golpeaban su puerta.

—Adelante—dijo.

Era Dolly, su doncella.

—¿Necesita algo, lady Arabella? La señora Stuart dijo que me había llamado.

—No necesito nada. Acaso el ama de llaves adivina los pensamientos? Vete Dolly, voy a descansar un poco antes de la cena.

Era la primera vez que era tan brusca con su doncella pero no pudo decir nada más, sólo quería tirarse en la cama y llorar.

No era feliz en esa mansión y la visita de su familia, en vez de mejorar las cosas: sólo las empeoraba.

—Lo siento mucho, lady Arabella. No quise molestarla. Si me necesita, llámeme por favor—dijo la doncella y se marchó con prisa.

**************

        A la mañana siguiente despertó sintiéndose cansada y aturdida. No había dormido bien, había escuchado ruidos en la madrugada, como de pasos acercándose a su habitación pero luego despertó espantada sin saber si había sido real o lo había soñado. De todas formas no pudo volver a conciliar el sueño.

Lo primero que hizo fue acercarse a la ventana para ver cómo estaba el día, entonces vio el mar y pensó en esos ruidos extraños que había oído la noche anterior. Pasos acercarse a su habitación y luego, un silencio sepulcral. ¿Acaso era el fantasma de Caprice o era su esposo que quería ir a su recámara?

La visión del mar embravecido a la distancia la hizo olvidar ese asunto y recordar a su hermana Beatrice y cuando su doncella entró poco después le preguntó si sabía algo de ella.

Dolly se puso seria.

—Está mejor, al menos ha despertado sin dolor, lady Arabella.

—¿De veras?

La joven se sintió algo culpable por haber sentido esos celos la tarde anterior, pues no debía ser agradable tener un dolor así en el pie, además su hermana debería quedarse en cama un buen tiempo y eso era lo peor que podía pasarle. Y luego de vestirse y desayunar fue a visitarla.

Encontró a Beatrice sentada en la cama con su madre y su hermana sentadas a ambos lados. No tenía buena cara, estaba pálida y no tardó en notar que además, de un humor de perros.

—Buenos días, Arabella—dijo, mientras hacía un esfuerzo por sonreír.

La joven se acercó y le preguntó cómo estaba.

Su hermana mayor sacó el pie del cobertor para mostrarle.

—Mira esto, está hinchado y no puedo ni moverlo, me duele horrible—se quejó.

No dejó de quejarse en todo el día y el siguiente. Su estadía fue un verdadero tormento para todos. Los criados ya no soportaban sus quejas y caprichos, hasta sir Lawrence parecía fastidiado como si el malhumor de su hermana fuera contagioso. Ni que hablar de sus padres. Una mañana hasta él perdió la paciencia y le dijo a Beatrice que dejara de quejarse pues estaba en ese estado por su propia imprudencia.

Cuando al fin se marchó, hasta los criados suspiraron aliviados.

Los días se hicieron más fríos y grises, y Arabella sintió que su hermana había clavado una nueva espina en su mente relacionado con Caprice. Parecía contenta de hacer eso, de mencionar a la esposa muerta cada vez que iba a Wensthwood y sabía la razón: no le perdonaba que ella le hubiera robado a sir Lawrence. ¿Es que nunca lo superaría?

Eso se dijo mientras escribía cartas en la sala de música, se llamaba así pero sólo había un piano pequeño y olvidado desafinado y un escritorio muy coqueto para escribir cartas. Contempló el piano y se preguntó si su esposo lo arreglaría algún día, se lo había dicho hacía una semana pero él debió olvidarlo. La joven pensó que le gustaría poder tocar una melodía.

—Lady Arabella—dijo una voz fuerte.

La joven lanzó un respingo al ver a la señora Stuart mirándola con esos ojos oscuros tan fieros.

—Señora Stuart, qué sucede?

—Es que he venido a traer el menú para que lo apruebe. Su madre dijo que debía hacerlo. Aquí está—le respondió el ama de llaves y le entregó unas hojas escritas con letra algo infantil con los menús de esa semana.

Vaya, entonces su madre había hablado con la imponente ama de llaves para recordarle quién mandaba en la mansión? Era inútil, esa mujer no se dejaría gobernar jamás.

Arabella tomó las hojas y las leyó.

Pensó que era una tontería tener que decidir qué comer cada día pero su madre tenía razón. En ocasiones los almuerzos no eran de su agrado y debía comerlos por educación, tal vez podría mejorar eso. Se servía demasiado pescado para su gusto.

—Señora Stuart, quisiera hacer modificaciones y sugerir que en vez de tanto pescado se sirvan reses y aves de corral. Y en cuanto a los postres…

Tenía algo que decir sobre esas cremas insulsas y la costumbre de servir tarta de manzana o bizcocho de jengibre en las tardes.

La señora Stuart soportó estoica todos los cambios.

—Disculpe lady Arabella… es que a la señora Caprice le encantaba el pastel de manzana y también el bizcocho de jengibre—dijo luego.

A la joven dama no le hizo gracia ese asunto, especialmente por la mirada que le dirigió el ama de llaves mientras mencionaba a Caprice.

—Pero Caprice ya no es la dama de la mansión, señora Stuart—respondió Arabella incómoda—y no me agrada ni el pastel de manzana ni el bizcocho de jengibre.

—Bueno, es que son los postres de estas tierras, la comida que se sirve en Wensthwood es la tradicional en Cornualles—insistió la mujer.

Sin embargo no tuvo reparos en hacer los cambios que sugería lady Arabella.

      Arabella siguió escribiendo una carta a su madre para  preguntarle cómo seguía su hermana Beatrice, y luego de terminar la misiva pensó en las palabras del ama de llaves. Al parecer ella sí tenía permiso para nombrar a Caprice, y lo hacía con total naturalidad. Bueno, ella era la criada con más influencia en Wensthwood luego del imponente mayordomo con cara de pocos amigos a quien todos reverenciaban y temían.

Así que a Caprice le encantaba el pastel de manzana y por eso, esa vieja bruja siempre lo servía a la hora del té. En ocasiones servía bollos o masas de crema pero esa tarta era algo constante.

La señora Stuart debía saber muchas cosas de Caprice pero estaba segura de que no le diría una palabra. ¿O tal vez sí?

Entonces se preguntó si esa casa no estaría embrujada, hechizada por la bella Caprice. La esposa de la que nadie podía hablar.

Su hermana Beatrice había sembrado la duda al decirle que su muerte había sido sospechosa y dijo que no había sido feliz en esa mansión. ¿Sería verdad? ¿Por qué nadie podía nombrarla? ¿Qué había hecho Caprice? La esposa que su marido había amado tanto que ahora no podía siquiera tocar a una mujer. A su esposa. Arabella hervía de celos cada vez que lo veía conversar con alguna criada guapa o distinguida dama invitada en Wensthwood. Él parecía ser más gentil con las demás, más atento que con su propia esposa y eso la hacía sufrir, no podía evitarlo.

Pero claro, no era más que una esposa comprada para tapar las apariencias. Una huésped en la gran mansión fría y sombría para llenar sus días solitarios, para presentar a sus amigos y familiares y que todos creyeran que era un hombre honorable y marido ejemplar

Lady Arabella terminó de escribir las cartas y abandonó la sala de música.

*************

En algún momento comenzó a sentir su presencia, la presencia del fantasma de Caprice. Fue muy sutil al comienzo.

Una noche, mientras cenaban con lord y lady Arundell, los vecinos y amigos más cercanos de su marido sintió un frío helado inundar la sala de  repente y luego esa voz. Una voz susurrante.

Pensó que lo había imaginado por supuesto.

—Querida, no has probado casi nada de la cena—la reprendió su marido entonces.

Ella lo miró inquieta.

La señora Stuart había cambiado el menú de esa noche y había servido un pavo relleno que debió ser delicioso, si no lo hubiera rociado con una salsa agridulce muy condimentada que le hacía picar la lengua cada vez que probaba el bocado. Tenía que tomarse un vaso entero de agua cada vez que probaba un poco de ese pavo. Debía recordar decirle que no abusara de los condimentos.

Y mirando a su marido le dijo la verdad. Que el pavo estaba muy picante para su gusto por la salsa que llevaba.

Él la miró sorprendido, claro, estaba acostumbrado a que siempre bajara la cabeza cada vez que le hacía notar algo pero esta vez decidió hacer lo contrario.

—Pero este pavo está delicioso querida. Os parece muy picante?

—Sí, creo que la cocinera le ha puesto demasiada pimienta.

Los Arundell se miraron desconcertados como si ella estuviera exagerando. Pero su esposo llamó a los criados para probaran el plato de su esposa.

Una camarera acudió asustada y se convirtió en el conejillo de indias.

—Está muy picante sir Lawrence, lo siento mucho—dijo la joven quien tuvo que tragarse el trozo de pavo con expresión atormentada.

—Pero el pavo no tenía tantos condimentos. Qué le ha pasado a la cocinera?

—Oh, fue un descuido, tal vez fue a condimentarlo y le puso demasiado adobo y pimienta.

De pronto Arabella comprendió que sólo su plato tenía pimienta y notó que su esposo se enojó con la criada y luego con la cocinera.

Esta se mostró muy apenada por lo ocurrido y aseguro que ella no había puesto más que un poco de adobo antes de llevarlo al horno.

La joven no era tonta, se dio cuenta de que seguramente fue la señora Stuart o alguna criada amiga suya, quien le había puesto ese picante para fastidiarla, porque le molestaba que se entrometiera en sus asuntos domésticos.

¡Qué buena suerte la suya! Su marido la ignoraba y los criados querían envenenarla con picantes y por si fuera poco, el fantasma de la muerta le susurraba cosas.

Sin embargo su esposo dijo que lo sentía y ordenó a la cocinera que le trajera otro plato a lady Arabella.

Ella aceptó el cambio no muy confiada en los resultados y sin embargo, cuando probó el pavo relleno sintió que era un manjar. Tierno, sin picantes y con un sabor delicioso.  Excepto por el hecho de comprender que ese no era el plato que le habían servido antes pues alguien le había echado pimienta hasta arruinarlo. La señora Stuart por supuesto, ¿quién más?

¿Sería el fantasma de Caprice, su presencia en esa casa la responsable de todo eso, de que su esposo no la amara y que los sirvientes la odiaran? Todo el entusiasmo durante el breve noviazgo, sus gestos y atenciones, todo parecía haberse esfumado luego de esa triste noche de bodas.

El picante no era nada en comparación con su indiferencia y sin embargo se sintió molesta. Era la señora de esa casa, para bien o para mal lo era, cómo se atrevían a hacer eso? Pues ahora su marido lo sabía y también estaba fastidiado.

Hasta que llegó la hora del oporto y él se fue con Richard Arundell y ella debió quedarse a conversar con su esposa, una dama de la edad de su madre que era muy callada y aburrida a más no poder.

Fue ella quien se esforzó por conversar cuando se retiraron a su sala de té para beber ese aperitivo.

Hasta que de pronto fue Elizabeth Arundell quien habló.

—¿Os agrada Wensthwood, lady Arabella?

Era una pregunta de cortesía a la que sólo podía responder: oh, sí por supuesto, me encanta este lugar. Adoro sus peligrosas costas, la vista maravillosa del acantilado y…

Luego de decir eso la dama sonrió, complacida.

—Pues me alegra que Lawrence se casara, sabes? estoy muy feliz por él. Nosotros nunca tuvimos hijos y él fue casi como nuestro hijo, lo vimos nacer y crecer.

Arabella pensó que la conversación se volvía interesante  y no pudo evitar decir:—Entonces conocieron a Caprice.

Fue nombrarla y la cara de lady Arundell cambió. Se puso pálida y algo preocupada.

—Sí… pero no fue un matrimonio feliz. Él la adoraba pero ella no… No está bien que hable de esto, disculpa. No es de mi incumbencia. Sólo que ahora lo veo tan feliz. Lawrence es un buen hombre, querida, y será un magnífico esposo para ti. Y tú, eres una jovencita dulce y encantadora. Es lo que él necesita. Una esposa dulce y amorosa.

Vaya manera de escaparse, de evitar hablar de la esposa muerta, pero Arabella sabía que era su oportunidad de saber algo más y que la prohibición de mencionar a Caprice se aplicaba sólo a los sirvientes de la mansión no a sus amigos.

—¿Entonces, mi esposo no era feliz con Caprice?—le preguntó.

Los ojos de lady Elizabeth se oscurecieron de repente.

—No, no lo fue. Al comienzo sí pero… su muerte fue algo espantoso. Pero no… no debí decir eso. Querida, discúlpame. Me dejo llevar por la pasión. No debes pensar en Caprice. Tú eres su esposa ahora y sé que serán muy felices juntos—dijo la dama.

Era una invitación a que no hiciera más preguntas, a que olvidara a Caprice. Como si fuera tan sencillo, cuando esa casa y todo le recordaba a la antigua marquesa de Trelawney. Por momentos se sentía un huésped, una intrusa en esa mansión. No era la esposa de Lawrence más que de nombre, ¿cómo podía pensar en olvidarlo todo y confiar en las palabras de lady Elizabeth de que serían muy felices?

Sin embargo esa respuesta le dio una maligna satisfacción al saber que ellos no habían sido felices, que su esposo no fue feliz con su adorada esposa. ¿Por qué? Él había dicho algo de una boda concertada. ¿Había sido tan tonta de rechazar al marido que adoraba el suelo que pisaba? ¿Por qué diablos lady Arundell se alegraba de que encontrara una   esposa dulce y buena como ella? ¿Acaso Caprice no había sido una buena esposa?

Más preguntas y ninguna respuesta. Cada vez que mencionaba a la esposa muerta su obsesión crecía y la intriga también.

Sería mejor que olvidara ese asunto. Si es que podía hacerlo…

 

La carta

Luego del incidente de la comida picante, sir Lawrence dio la orden de que se sirviera en la mesa y a la vista de todos y que si volvía a ocurrir despediría a la cocinera y sus ayudantes.

La señora Stuart se mostró igualmente indignada pero lady Arabella no le creyó una palabra. Sin embargo el hecho sirvió de advertencia y por fortuna no volvió a repetirse. Y mientras leía la correspondencia de ese día tuvo de nuevo la sensación de que ser espiada en la salita de música y se incorporó inquieta.

—¿Hay alguien allí?—preguntó la joven pues había sentido pasos y luego una voz susurrante.

No había nadie. La salita de música estaba vacía y sin embargo, cuando miró el piano vio que había algo, una especie de sobre.

Se acercó intrigada y encontró un sobre dirigido a Caprice. Era una carta y estaba segura de que nunca la había visto allí. Qué extraño.

La tomó y la abrió.

“Caprice:

Mi hermosa Caprice. No sabes cuánto anhelo que llegue el día de nuestra boda. Tengo la sensación de que se hace eterna la espera. ¿Por qué siempre debo esperar?”

Era una carta de amor de su esposo a Caprice y mientras leía lloró de rabia y celos. Maldita sea. ¿Por qué tuvieron que mostrarle en la carta? ¿Quién la dejó en ese piano? ¿Lo hizo para que la viera y así atormentarla?

Demonios, cuánto la había amado. En esa sencilla carta había tanto amor de Lawrence por quien había sido su esposa y tal vez por eso no podía olvidarla.

Un sonido en la puerta hizo que olvidara la carta y se acercara a ver quién era.

Era la señora Stuart. ¿Lo imaginó o parecía regodearse al verla con los ojos llenos de lágrimas? ¿Tanto la odiaba esa mujer? No… eso era absurdo. Ella no había hecho nada.

—Disculpe, lady Arabella. Tiene visitas. Sir Lawrence me ha pedido que le avise.

¿Visitas a media mañana?

Amigos de su esposo que habían ido temprano cuando fueron invitados a almorzar y también su primo Theodore y su esposa.

No era buena anfitriona, era muy tímida y todos eran desconocidos. Pero procuró esforzarse y ser cordial y representar su papel de esposa perfecta por supuesto.

De todas formas era agradable recibir invitados. La casa estaba menos sola que esos días en los que sólo un fantasma parecía merodear en cada rincón y susurrar cosas.

A medida que pasaban los días se preguntó si viviría allí toda su vida como un fantasma desdichado en Wensthwood, perdiendo su juventud, los mejores años de su vida al lado de un hombre que no la quería. Qué triste sería eso, casi tan triste como regresar a su casa con la vergüenza de un divorcio.

Lo peor era que sabía que ya no había camino de regreso, no podía volver atrás. Estaba casada con el amo de esa mansión y le pertenecía. Su vida entera le pertenecía y al parecer no podía hacer nada, nada para cambiar su suerte. Sólo aceptar que sería una esposa de mentira, de aquí a la eternidad. Porque él no soportaba tocarla, a pesar de que en su noche de bodas él la besó y quiso hacerle el amor. No podía hacerlo.  Y creía imaginar la razón: Caprice.

Estaba en esa casa, casi podía sentir su presencia fantasmal.

Amada, venerada por todos, mientras que ella era la esposa de sir Lawrence y nadie la amaba. Ni siquiera su esposo.

Arabella sufría en silencio sin decir nada. Sin hacerse notar. Pero cuando estaba sola o daba paseos por la mansión lloraba en silencio, cuando nadie la veía. Necesitaba hacerlo. Odiaba que su esposo la ignorara, que fuera galante y seductor con las demás y con ella tan frío y apenas cortés.

Luego de la noche de bodas no había vuelto a tocarla y eso la angustiaba.

La noche anterior lo había visto mirándola a través del espejo.

Y es mirada era intensa, sus ojos tenían un brillo.

Hasta que habló y la hizo comprender que seguramente había visto visiones.

—Arabella, es que os quedaréis toda la noche aquí. Nuestros invitados esperan—le recordó y luego se marchó.

La joven secó sus lágrimas y decidió dar un paseo por la playa. Conocía un atajo, su doncella le había dicho cómo llegar al mar sin seguir el camino empinado. No quería terminar como su hermana Beatrice que aún llevaba un vendaje en el pie izquierdo y estaba rabiosa porque no podía bailar, sino permanecer sentada en las fiestas. Recordó su carta y sonrió. “¿Y ahora qué hombre se fijará en una joven con el pie torcido?” le había escrito, dramática.

Observó el cielo azul con escasas nubes y el mar a lo lejos y suspiró. Le encantaba ver el mar, sentir su murmullo, y escapar un poco de Wensthwood donde era tan desdichada. Y cuando estuvo en la playa se preguntó si podría hacer algo para cambiar las cosas, para vencer el hielo de su mirada. Por momentos sentía que él quería acercarse, pues la otra noche habían conversado a solas, aprovechando que no tenían invitados a cenar y fue tan especial. No entendía por qué luego se alejaba, o por qué no intentaba hacerla suya.

Lo deseaba. Dormir sola, sin su esposo la hacía sentir tan desdichada.

Se preguntó si aún pensaba en Caprice y cuando regresó andando, rato después observó el lugar donde estaban sus habitaciones. Su hermana había señalado hacia el ala sur, en el segundo piso.

Un pensamiento invadió su mente entonces. Debía ir a las habitaciones cerradas, al lugar donde era venerada la bella Caprice.

 Luego se dijo que no debía ir. Pero entonces, al día siguiente, aprovechando que todo estaba muy calmo en Wensthwood, Arabella decidió ir al ala sur. Sólo los sirvientes iban allí, una vez a la semana a realizar el aseo pero ella se preguntó si su esposo pasaba horas allí cuando se ausentaba durante horas para estar a solas con su adorada esposa. Pensar en eso le dio rabia y fue lo que la impulsó a cometer esa insensatez, porque sabía que él no quería que fura allí ni que nombrara a su venerada esposa.

También lo hizo por curiosidad. Necesitaba ver las habitaciones de Caprice, y encontrar respuestas sobre su vida y su misteriosa muerte.

Aunque ella no sabía exactamente qué esperaba encontrar. Sólo se sentía atraída por una razón que no lograba comprender.

Sus pasos la llevaron a cometer una imprudencia. ¿Pero qué mujer no lo habría hecho luego de casarse con un hombre que la ignoraba y parecía atado al recuerdo de su anterior esposa? ¿Si tanto la amaba por qué se había casado con ella?  

La joven avanzó con sigilo, y tomó un candelabro que encontró  en una habitación para iluminar su camino. Sus pasos retumbaban en la penumbra y a su alrededor reinaba un silencio sepulcral porque sabía bien que nadie iba al ala sur, porque allí estaban las pertenencias de la venerada Caprice. ¿Iría su marido en las noches solitarias para adorarla mirando su retrato y recordar tiempos felices?

Pero allí estaba el misterio. La razón por la que no podía tocarla.

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