Anxious

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Scalia ya había retrocedido, levantando su arma para comenzar a disparar; unos metros atrás, Emma y Joel fueron hacia ellos apretando los gatillos de sus pistolas. Cinco cabezas reventaron en cuestión de segundos y Emma dejó que Joel se encargara de los restantes mientras corría hacia Clive, que estaba arrodillado sujetando su muñeca con los ojos abiertos como platos, sin acabar de creerse que un descuido de segundos fuera a significar su muerte.

La rubia llegó jadeando y se agachó a su lado; cogió el brazo para examinar su muñeca, quizá no había llegado a clavar los dientes, quizá…

—No, no — murmuró al ver la sangre brotar—, no, joder, Clive…

Alzó la mirada y se encontró con los ojos aterrados del chico. El sargento Clive, que no tenía ni veinticinco años, ya estaba muerto. Le gustaba el chico; era extremadamente funcional, amable, respetaba los silencios de los demás… resumiendo, buena persona.

El último tiro retumbó en la mañana mientras Joel y Scalia se quedaban observándolos, con el dolor reflejado en el rostro.

—¿Te ha mordido? —Joel repitió el gesto que había hecho Emma segundos antes—. Mierda.

Los ojos de Emma gravitaron sobre Scalia y el hacha que llevaba asomando por su mochila, la que habían rescatado de la puerta del hospital de Saint Cloud. El militar siguió su mirada, giró el cuello y al ver el arma comprendió.

—¿Qué estás pensando, Emma? No podemos hacerlo…

—Sí, sí podemos —dijo ella levantándose—. Tú debes tener algún conocimiento de este tipo, a los militares se os entrena para situaciones así.

—No,  no puedo, nunca he hecho nada por el estilo.

—¡Le queda un minuto! Un minuto y le estaremos volando la cabeza. —Emma sacó el hacha de la mochila y se la dio mientras Clive los observaba sin entender—. Hazlo. Es la única oportunidad que tiene.

—Emma… —Joel la siguió—. Joder, ¿esto va en serio, estás pensando en cortarle la mano?

—Hasta el codo.

—¿Qué? —vociferó Clive arrastrándose por el suelo para tratar de poner distancia entre ellos—. ¿Cortarme el brazo? ¡Estáis locos!

Scalia ya estaba a su lado tirando de su manga mientras Emma trataba de ajustar un torniquete improvisado con una de las vendas que había cogido del hospital. Clive forcejeaba, poniéndoselo difícil, y Joel permanecía petrificado sin saber qué hacer.

—¡Clive! —le gritó Scalia en plena cara—. Mira, tío, nunca he hecho esto, ni siquiera sé si va a funcionar y detendrá el contagio, pero ella tiene razón, es tu única oportunidad. Tienes menos de un minuto para decidirte, amigo… o brazo, o tiro en la cabeza.

Clive miró a uno, a otro, y empezó a soltar maldiciones sin parar, pero extendió el brazo sobre el suelo mientras cerraba los ojos. Todos escucharon claramente cómo lo que salía de sus labios era una plegaria. Joel corrió hacia ellos para sujetarlo y evitar que se moviera. Tenían anestesia en la bolsa, pero no tiempo para aplicarla, ni para esperar a que hiciera efecto… ni siquiera podían pensar demasiado. Scalia tragó saliva, miró a Emma y cuando la vio mover la cabeza de forma afirmativa, bajó el hacha de forma veloz.

Usó la fuerza suficiente para seccionar el brazo por debajo del codo; Clive soltó un grito y perdió el conocimiento al momento. Apretaron el torniquete lo máximo posible para reducir la hemorragia, pero Scalia empezó a negar.

—Esto necesitaría una sutura, pero lo que tenemos no nos sirve —dijo—. Vamos a vendárselo a ver si para de sangrar. Debemos buscar un sitio donde quedarnos para que pueda descansar. Y hay que vigilar la herida. —Miró a su alrededor, preocupado—. Yo lo cargo, pero vámonos de aquí.

Cruzaron el parque y corrieron hasta la primera vivienda que encontraron. Joel se encargó de revisarla antes de entrar; como hasta ese momento, en el interior no quedaba nadie. Fue a ayudar a Scalia a cargar al herido y una vez a salvo lo depositaron en el sofá.

—Controla la hemorragia presionando la herida —ordenó Scalia a Emma, y ella obedeció.

El militar regresó segundos después con una manta que echó encima de Clive, que aún no había recuperado el conocimiento.

—¿Y ahora? —preguntó ella.

—¿Ahora? —repitió Scalia, sentándose a su lado—. Ahora le curamos la herida, le cambiamos el vendaje y rezamos para que uno, deje de sangrar, y dos, no se infecte. Porque no tenemos hospitales, ni médicos, ni ninguna ayuda más —bajó la voz mirándola a los ojos—. Te advierto que es complicado que salga... solo para que lo sepas.

—Tenemos la penicilina para la infección… — dijo ella con voz débil.

—¿Sí? ¿Y sabes cómo utilizarla? ¿Conoces las dosis, las horas? Porque yo no.

Ella enmudeció, volviendo su atención a Clive. Tenía el rostro pálido y cubierto por una fina capa de sudor; a pesar de todo, le colocó bien la manta sin dejar de presionar la herida. Scalia se fue a buscar algo que sirviera para hacer una cura y regresó con una palangana que parecía nueva. Entre los dos limpiaron la herida y comprobaron que al menos había dejado de sangrar. Durante el proceso, Clive recuperó el conocimiento y al momento empezó a gritar de dolor.

—Sshhhh, colega —pidió Scalia—. Calla, por favor. Sé que duele, pero no queremos atraer atención innecesaria sobre nosotros.

—Joel —llamó Emma—, busca los analgésicos y dale uno. —Miró a Clive—. Tranquilo, tranquilo. Te vas a poner bien.

Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Scalia supo que no, que aquello no sucedería.

El camino hacia Minneapolis quedó olvidado, y ese día todos permanecieron encerrados en la casa, preocupándose de controlar a Clive. En aquel hogar había una biblioteca bastante extensa, y tanto Emma como Joel buscaron en todos y cada uno de los estantes por si encontraban libros de medicina o algo que pudiera servir, pero no hubo suerte.

—Hay muchos de derecho —protestó Joel cuando llegó al final sin éxito, y después se aproximó hasta su amiga bajando la voz para que no lo escucharan—. ¿Qué vamos a hacer? Sin tratamiento no aguantará y lo sabes tan bien como yo.

Emma se encogió de hombros. Por primera vez desde hacía mucho, no sabía qué hacer ni cómo actuar; sabía mucho de tiros y puñetazos, pero nada de heridas y medicina. Si le administraban penicilina a su libre albedrío nadie sabía lo que podía pasar… también se estaban preocupando de mantener la herida y el vendaje limpios para evitar lo máximo posible una infección. Era consciente que las posibilidades eran escasas, pero debían intentarlo.

—No se contagió —murmuró y Joel se quedó pensativo—. Seguramente va a morir, pero no se transformó en uno de ellos.

—Dudo que eso lo consuele demasiado.

Clive se pasaba las horas semiinconsciente y tenía fiebre, así que de cuando en cuando lo oían musitar frases sin sentido. Si en algún momento se espabilaba, se quejaba del dolor y entonces aparecía Scalia, o ella, y examinaban su herida y que todo estuviera bien. Los hacía sentir como si controlaran algo, cuando en realidad todos tenían claro que no era así. Lo único que podían hacer era darle analgésicos para mitigar aquel dolor e insistir en que bebiera agua para no deshidratarse.

Durmieron allí, aunque les costó. Emma no paraba de dar vueltas a los acontecimientos, y cada vez que echaba hacia atrás en la memoria, se decía que podía haber hecho las cosas mejor. Joel la oía moverse en la cama, inquieta, y no lo dejaba dormir, de manera que terminó por levantarse, dar dos pasos y acostarse a su lado.

—¿Qué haces? Lárgate.

—No seas imbécil —dijo él, sin prestar atención a sus protestas—. Como si fuera la primera vez. —Y con toda la confianza del mundo se acomodó con ella rodeándola con los brazos—. Esto te vendrá bien, así que calla de una puta vez y duérmete.

Escuchó cómo resoplaba exasperada, pero eso no hizo que cambiara de opinión. Emma se relajó al cabo de unos segundos y notó como empezaba a adormilarse; poco antes de abrazar el sueño de Morfeo, aún tuvo un momento para pensar qué haría si alguna vez le faltaba Joel.

 

Durante unos cuantos días, se vieron obligados a permanecer en aquella casa. El sargento Clive no solo no mejoraba, sino que cada día permanecía menos tiempo consciente y más febril: la herida no presentaba el mejor aspecto del mundo, a pesar de que se ocupaban de limpiarla. El problema estaba claro: necesitaba un hospital y un médico. Alguien que pudiera ocuparse de aquella lesión y suministrar las cantidades correctas de penicilina para detener la sepsis.

—Si sigue así, en breve empezaremos a hablar de gangrena —informó Scalia con cuidado de que no se lo escuchara, a pesar de que era muy difícil que Clive pudiera percatarse—. Ahora mismo en un hospital estarían desbridando esa herida. Emma, no podemos hacer nada por él, solo estar a su lado y esperar a que muera.

—¿Qué?

—O podemos lanzarnos a lo loco y ponerle penicilina sin más. —Y puso cara expectante.

—No me dejes la decisión solo a mí, Reth, somos tres.

—Tú estás al mando desde el comienzo. —Alzó las palmas, indicando con ese gesto que se lavaba las manos sobre el tema.

—Joder, una cosa es llevar el grupo y otra decidir sobre las vidas de las demás —protestó ella haciendo un gesto de impotencia mientras miraba a Clive sobre el sofá—. Joel, échame una mano, anda, ¿qué hacemos?

Joel se mantenía apoyado sobre la mesa del comedor, de brazos cruzados.

—No lo sé —terminó por decir—. Si de mí dependiera, te diría que lo dejáramos morir en paz. Puede que hubiera sido mejor la bala en la cabeza, ¿no crees? Ahora está sufriendo.

—Se merecía que lo intentáramos.

Scalia los dejó discutiendo el tema para ir junto a su compañero y examinar su brazo una vez más; la herida seguía igual, aunque a su alrededor todo había enrojecido y eso no era buena señal, y el dolor del que se quejaba el sargento tampoco. Además, su rostro cada vez tenía peor aspecto y estaba demasiado macilento, no quería comer y solo aceptaba agua como mucho.

Por suerte, la casa que habían ocupado estaba llena de comida. Tuvieron que descartar la mitad de los productos perecederos, ya que estaban estropeados, pero abajo había un pequeño sótano y cuando bajaron encontraron muchísimas latas y bebidas, además de otras cosas útiles como ropa bien precintada, cerillas, botas, y algunas armas. Lo más probable era que el cabeza de familia hubiera sido aficionado a la caza; Emma subió lo que necesitaban con ayuda de Joel, agradeciendo no tener que salir a buscar un supermercado. En realidad le hubiera gustado escapar un rato de la visión del sargento Clive enfermo, pero era arriesgado, los grupos de mordedores aparecían de golpe sin verlos llegar y quería conservar su vida.

—¿Dónde estará la familia que vivía aquí ahora? —comentó Joel, dejando en el suelo una caja llena de fotos que había encontrado mientras buscaba munición.

En las paredes también había muchas: un matrimonio, tres niños pequeños, ninguno mayor de doce años, ¿qué les habría sucedido? ¿Se les habrían metido en casa mientras dormían tranquilamente? Emma había observado varias veces aquellas caras felices y sonrosadas que le devolvían la mirada desde sus marcos color marfil.

Nada volvería a ser igual. Aunque llegaran al CDC y allí quedara gente viva trabajando en una solución, esas personas que habían muerto ya no volverían.

 

Dos días después, cuando Scalia retiró el vendaje se encontró con que la herida de Clive estaba necrótica: bordes negros y emanaba un leve, pero evidente, olor desagradable. Se frotó la frente con gesto desesperado, tapándola de nuevo para evitar lo horrible de aquella visión; después se incorporó y fue a la cocina para reunirse con los otros.

—Hola —Saludó Emma al verlo—. ¿Quieres café solo frío?

—No, gracias —respondió él—. Clive tiene gangrena —informó sin andarse por las ramas y provocando que los dos se quedaran mudos—. Confirmado. No va a durar demasiado, en dos o tres días estará muerto.

—Bueno —repuso Joel—, ya nos estábamos mentalizando para eso, supongo, ¿tiene muchos dolores?

—Sí. Y no creo que pueda soportarlo más tiempo. —Scalia se cruzó de brazos en medio de la cocina, observándolos a ambos—. Tenéis que dejarme que haga… lo que tengo que hacer.

—Matarlo —observó la rubia.

—Mira. —El militar se aproximó a ella—. Sé que tenías buena intención cuando decidiste que le cortáramos el brazo, yo también la tenía y por eso lo hice. Había un uno por ciento de posibilidades de que saliera bien, los dos lo sabíamos.

Emma no lo interrumpió, en parte porque tenía razón y tampoco sabía bien qué decir.

—Pero ha llegado el momento de parar esto —siguió Scalia— .Llevamos días así y Clive cada vez está peor. Delira y tenemos que estar con analgésicos cada dos por tres porque cuando se espabila el dolor lo consume… y obviamente no se va a poner bien, sino que va a morir entre grandes dolores, de forma traumática…

—No sigas —lo paró ella alzando una mano—. ¿Qué propones?

—O bien le damos valium para que se duerma, o bien le disparo y acabamos con su sufrimiento.

Se miraron unos segundos en aquella cocina, sin saber qué decir. Emma no estaba preparada para tomar una decisión de aquel calibre, así que esperó por si Joel decidía algo; finalmente, Scalia se percató de que ninguno de ellos era capaz de pronunciar las palabras, así que afirmó despacio dos veces, sacó su arma y abandonó la cocina en dirección al salón.

Un interminable minuto después, el disparo retumbó en toda la casa.

 

4.     Minneapolis

Siguieron su camino en dirección a Minneapolis, esta vez ya sin Clive. A esas alturas, habían aprendido las claves para poder avanzar sin demasiados incidentes, aunque nunca estaban seguros al cien por cien; pero sí sabían lo suficiente para poder pasar desapercibidos. Sin embargo, desconocían lo que les esperaba en la ciudad. Una cosa era ir por caminos forestales o pueblos remotos, y otra muy distinta, acercarse tanto a la ciudad que limitaba con la capital del estado.

Entre Minneapolis y Saint Paul el número de habitantes rondaba los tres millones doscientas mil personas, un número muy preocupante si tomaban en cuenta que todos podían estar contagiados. Emma había estado pensando en cómo abordar la ciudad sin exponerse en exceso, pero no había encontrado ninguna solución milagrosa. Solo examinar los mapas y escoger la ruta más discreta. Entraron pasando cerca del parque de atracciones de Nickelodeon. Las puertas estaban abiertas, con restos de sangre en varias zonas, y las atracciones paradas. Desde el exterior se podía ver claramente la montaña rusa abandona, alta y vacía, como el esqueleto de un dinosaurio. Emma apenas si dirigió una mirada al parque. Recordaba vagamente haber ido con sus padres cuando June y ella habían sido pequeñas, pero no después de la muerte de su madre: él se había negado siempre, decía que era una pérdida de dinero. O quizá le traía recuerdos que no quería revivir.

Atravesaron Northeast park, para dirigirse a la zona central de la ciudad. Emma no solía visitar de forma habitual a su padre en la ciudad, pero recordaba bien la dirección de su domicilio. Tardaron más de lo esperado en llegar, y la joven calculaba que entre una cosa y otra, llevaban unas tres semanas viajando. En realidad el camino se había alargado bastante, pero también habían perdido mucho tiempo.

El padre de Emma vivía en una calle paralela al hospital médico Hennepin, en el corazón del centro de Minneapolis. Pese a que había nacido y crecido en el entorno rural de Little Falls, con el tiempo había dejado de ser el hombre que sus dos hijas habían conocido; se había prejubilado temprano, y sorprendido a las chicas con la decisión de mudarse a la ciudad. En aquellos momentos ninguna había llegado a comprenderlo; cierto era que su madre había muerto siendo Emma pequeña, pero igualmente tenía a sus dos hijas allí. Una vez, Emma le había hecho notar su extraño comportamiento, pero él se había limitado a decir que las había educado desde niñas para poder defenderse en la vida sin necesidad de tener alguien que las protegiera. Eso era cierto, pero como justificación para alejarse le había parecido pobre. Aun así no se quejaba; Zachary Jefferson había sido un buen padre, teniendo en cuenta que todo el trabajo le había caído encima sin comerlo ni beberlo.

Cuando encontraron el edificio, Joel detuvo a la rubia poniendo la mano en su hombro.

—No esperes nada, ¿vale?

Ella no sabía si echarse a reír o a llorar. A esas alturas del viaje, de haber sido testigo de aquel montón de pueblos y ciudades arrasados, ya no esperaba nada.

En la ciudad había muchísimos mordedores, era algo que habían podido comprobar nada más meterse entre sus calles. Iban casi siempre amontonados en grupos, juntos, sin desmarcarse en exceso del resto, como si funcionaran por manadas. La clave para no llamar la atención y esquivarlos era el silencio, y ser lo más invisibles posible… y funcionaba. Debía funcionar, porque las armas que llevaban no lograrían protegerlos de aquella avalancha de infectados.

La casa de Zachary estaba vacía y revuelta. Cerraron la puerta una vez dentro, para evitar posibles sorpresas o visitas inesperadas; no hizo falta más que una vuelta para darse cuenta que estaba vacía. Su padre no estaba allí; o bien había muerto fuera, o bien se encontraba entre aquellos grupos de mordedores que correteaban por la ciudad.

Todo iría bien mientras no se lo encontrara.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Scalia, mirando sobre todo a Joel.

—Dale un rato —replicó éste dejándose caer en uno de los sofás del salón, mientras apartaba el teléfono que estaba tirado encima—. Deja que encuentre lo que ha venido a buscar.

Scalia se sentó junto al policía, sin dejar de examinar las paredes, la habitación. El piso de un hombre que vivía solo, sin duda: sobrio, sin adornos. La manta del sofá estaba ya vieja, al igual que las cortinas y cualquier otro elemento decorativo. Había fotos en el aparador donde estaba encastrada la televisión, y Scalia se incorporó para echar un vistazo; Zachary tenía un par de fotos con unos treinta años menos, vestido de cazador y sujetando un rifle de forma experta mientras sonreía a la cámara.

—¿Era cazador? —preguntó.

—¿Su padre? No lo sé. Sabía mucho de todo. —Joel bostezó, acomodándose—. Sé que enseñó a sus hijas un montón de cosas, desde hacer fuego sin cerillas ni mecheros, a cazar, pescar, preparar trampas y pelear a cuerpo. No era militar, pero podía haberlo sido, se las sabía todas.

—Sí, eso ha quedado claro… —Scalia al fin encontró una foto de Zachary con sus hijas.

La foto era vieja, debía tener unos diez años, y mostraba a un hombre alto que sonreía orgulloso; Emma no estaba muy distinta, a excepción de una sonrisa alegre que Reth no recordaba haberle visto aún. June era muy niña por esa época y la adolescente de la foto no aparentaba más de quince años, aunque parecía desenvuelta mientras sujetaba un pez muerto en su mano izquierda. Estaba claro: un padre atípico.

—¿Esta es su hermana?

—Sí, June. Estaba con nosotros fuera cuando llegasteis —comentó Joel—. No sabemos qué fue de ella, cuando logramos reagruparnos para entrar a la comisaria ya no la vimos.

—Creo que el teniente Wallace estaba con ella en ese momento. Puede que también el cabo Riker, no me acuerdo…todo sucedió muy deprisa.

—Pues ojalá consiguieran protegerla, porque es lo único que le queda a Emma.

La rubia se encontraba en el dormitorio de su padre, rebuscado en los cajones. No encontraba lo que quería, pero sabía que estaba en algún lugar; su padre era un desastre, ya lo había confirmado nada más entrar en su piso. Todo estaba anticuado, como si hubiera decidido vivir en otra época… viejo gruñón que solo la telefoneaba una vez al mes y eso porque ella le daba la lata para que lo hiciera.

Fue directa al armario y se estiró hasta alcanzar la balda superior; solo tuvo que revisar un poco hasta hallar una caja que reposaba al fondo del estante. Se hizo con ella y descendió de nuevo, quitando la tapa. Allí estaban todas las fotos que necesitaba. Siempre había tenido conocimiento de que esa caja existía, pero a él no le gustaba hablar del tema, ni compartirla con nadie.

—Pero ya no puedes gruñir —murmuró Emma, pasando la mano por encima con suavidad.

No quería regresar al salón y tener que dar explicaciones, ni mucho menos ponerse a enseñar fotos como si estuvieran en una cena navideña. Se sentó sobre la cama de su progenitor y empezó a pasar instantáneas, una tras otra, y allí estaba lo que quería: fotos de su madre, algo que jamás habían tenido entre manos ni ella ni June. Ella sabía que el amor que había sentido su padre hacia ella era fuerte y aquella había sido su manera de preservarlo, guardándolo en una caja donde solo fuera suyo. Sin embargo, no solo contenía fotos de su madre… en muchas también aparecía él. Y ella. Debían ser de antes del nacimiento de June, cuando eran un matrimonio joven con una hija increíblemente rubia y sonriente. No recordaba esas fotos, ni habérselas hecho, ni haber estado presente, aunque habían transcurrido muchos años. Las miró analizándolas… Su padre parecía feliz. Su madre también.

Había muchas fotos, fotos que Emma había ido olvidando. Las fotos son recordadas cuando se miran cada cierto tiempo; cuando se guardan bajo tapa, la gente las difumina entre sus recuerdos hasta que se vuelven diminutas. Pero allí había toda una vida en fotos: June de bebé, su primer día en el colegio, fiestas infantiles, días en el parque de atracciones, primer día de secundaria de Emma… su madre ya se había evaporado de las fotos y solo quedaba Zachary, haciendo el doble papel de su vida con sus dos niñas. No solo llevándolas al colegio, sino mostrando como se caminaba por la vida sin necesitar a ninguna persona más.

Hasta encontró una foto donde salía con Nathan, ¿cuándo demonios se habían hecho aquella foto? Bueno, a su padre siempre le había gustado Nathan, no como al coronel Thomas, que jamás la había tragado y esa animadversión había continuado años en el tiempo. Hizo un taco con todas las fotos, las ató con la goma de su pelo y se las guardó en el bolsillo interno de la cazadora. Porque ahora, eso era todo lo que le quedaba de su antigua vida. Y no deseaba perderlo.

Decidieron quedarse a pasar la noche allí. Había una buena despensa de comida enlatada con la que poder despreocuparse durante una temporada; incluso tenía fruta en almíbar, algo que no era habitual encontrar en los hogares.

—Tu padre estaba bien preparado —comentó Scalia, cuando le pareció que el silencio se había vuelto demasiado evidente.

—Sí —admitió Emma—. Recuérdame que eche un ojo antes de irnos mañana. Seguro que tiene cosas que pueden sernos útiles.

Joel estaba trazando la ruta con el mapa, tomando apuntes.

—Deberíamos seguir dirección Winona. Bajaremos rectos hacia Atlanta, aunque está lejísimos, pero es mejor evitar los núcleos urbanos… y seguiremos el curso del río, así nos aseguraremos de tener agua. —Los dos asintieron—. Pues mañana nos aprovisionaremos bien, cuanto menos entremos en las ciudades mejor.

Durmieron intranquilos; allí se escuchaban demasiados ruidos que les recordaban que estaban rodeados de mordedores y que si no andaban con ojo acabarían como ellos. Los tres deseaban regresar lo antes posible a los caminos solitarios, donde la amenaza no era tan latente.

Antes de irse, Emma revisó bien el apartamento de su padre. Encontró unos prismáticos y un brazalete táctico de supervivencia que llevaba casi cuatro metros de cuerda recogidos que podían sostener hasta doscientos cincuenta kilos de peso, además de un silbato. En realidad estaba bien equipado, poseía muchas cosas que podían haber servido de no haber existido el pulso electromagnético… y muchas armas con su correspondiente munición, de forma que abandonaron las suyas y se quedaron con las nuevas, eso haría que durante un par de días no tuvieran que buscar otras.

Salir de la ciudad dirección Winona fue un poco más complicado que la entrada. Había muchos mordedores juntos, pero también separados y eso hacía difícil esquivarlos; necesitaron tiempo y paciencia ocultándose cada poco. A última hora de la noche llegaban a St. Paul; no era muy buen tiempo, pero al menos ya estaban cerca del río Mississippi. Hicieron noche allí metiéndose en un supermercado pequeño totalmente abandonado donde atracaron las puertas para poder estar tranquilos. Por la mañana aprovecharon la pequeña ducha que había en los servicios antes de abandonar el local, y también cogieron provisiones sin pasarse de peso.

En cuánto alcanzaron el área de recreo nacional del río Mississippi todo fue mejor. Joel había estado acertado en su decisión de ir descendiendo siguiendo el cauce del río, ahora solo tenían que avanzar hasta Hastings; una vez allí, bien podían continuar sin entrar en la ciudad, o bien detenerse si preferían pasar la noche en alguna casa vacía. Tenían una buena tirada a pie, pero salir de las ciudades hacía que su humor mejorara porque dejaban de ver el desastre al que habían quedado reducidas.

Se detuvieron a comer en el Lake park Rebecca, que estaba unos kilómetros antes de llegar a Hastings. Hacía frío pero el sol brillaba, todo estaba idílico, y Emma pensó que podría pasar por un tranquilo día de verano tardío.

Los mordedores los pillaron desprevenidos: Scalia estaba limpiando su rifle con calma y concentración; Joel absorbía vitamina D relajado. Ella observaba el paisaje, aún dando vueltas a las fotos que había encontrado en casa de su padre… sin embargo, era la que más despierta estaba, porque escuchó un ruido lejano y se levantó al momento empuñando su arma.

—¿Qué pasa? —preguntó Joel al verla.

—Joder… ¡joder, vámonos!

Agarró su mochila y la cargó al hombro mientras Joel se quedaba sin reaccionar unos segundos y Scalia también salía de su sopor. Los dos miraron hacia donde ella apuntaba y entonces los vieron: un grupo grande, muy grande, por lo menos había treinta de ellos caminando hacia allí. No tenía ni idea de cómo los habían localizado, pero la dirección que llevaban no admitía dudas.

Los dos chicos saltaron del suelo, agarraron sus bolsas y echaron a correr hacia delante. Ni siquiera importaba la dirección, solo ponerse a salvo, desaparecer de su campo de visión, porque los gruñidos y jadeos se escuchaban cada vez más cercanos.

Scalia se detuvo sin aliento. Miró hacia el grupo, sacó su rifle y empezó a disparar; tenía muy buena puntería, al igual que la había tenido el sargento Clive, aunque ese hecho no le hubiera servido de ayuda. Algunos cuerpos cayeron, pero una gran parte continuaron corriendo, empezando a dispersarse… mala cosa. Eran más sencillos de controlar en bloque que correteando cada uno por un lado, pero lo urgente era llegar a Hastings y ocultarse en alguna vivienda, lo justo para alejar aquel grupo.

Emma pensó que no lo lograrían, y eso que todos tenían una buena preparación física; en aquel momento recordaba las palabras que su padre le había dicho desde niña: «entrénate siempre, nunca se sabe cuándo tendrás que correr»… y por Dios que era verdad.

Finalmente tuvieron que detenerse, jadeando. Joel echó la mirada y comprobó que habían conseguido dejarlos atrás, aunque eso no significaba que no continuaran corriendo hacia ellos; echó un vistazo buscando algún indicador y lo que vio fue el puente de entrada a Hastings.

—Vamos —dijo, agarrando a Emma del brazo—, nos ocultaremos.

Lo primero que vieron fue el Hastings City Hall, de manera que allí se encaminaron. El edificio era grande y de piedra; Joel atrancó la puerta y los tres se quedaron vigilando por las ventanas delanteras por si veían desfilar al grupo que los había perseguido desde el lago. Un rato después, el grupo de los mordedores que quedaban cruzaron por delante de sus narices, pero estaba claro que ya les habían perdido el rastro. Cuando desaparecieron de su vista, los tres se dejaron caer al suelo para recuperar el aliento; durante un buen rato ninguno dijo ni una palabra, solo bebieron agua y calmaron sus respiraciones. El hecho de que los hubieran sorprendido al aire libre había sido una mierda, pues no había lugar donde ocultarse.

—Creo que por hoy ya hemos corrido suficiente —dijo Joel al final—. Pasaremos la noche aquí, ¿os parece? Vamos a revisar que todo esté en orden y comprobar otras puertas y ventanas.

Los dos afirmaron, de modo que se repartieron por el edificio. Emma aseguró las ventanas y luego entró a los servicios para comprobar que no hubiera nadie; estaban vacíos y bastante limpios teniendo en cuenta la situación. No dejaba de repetirse que habían sido unos estúpidos por confiarse de aquella manera… pero al menos ya estaban a salvo. Solo debían volver a ponerse igual de alerta que al principio y…

Un disparo interrumpió el hilo de pensamientos en su cabeza y se quedó helada. Porque, un disparo allí dentro, solo podía significar que…

Salió a toda prisa de los lavabos sujetando su pistola, cruzó parte de la entrada y encontró a Joel sentado contra la pared, con su propia arma apuntando hacia delante y un infectado con la cabeza esparcida por el suelo. Miró al mordedor, la pistola, a su amigo y empezó a relajarse… hasta que se dio cuenta que Joel se sujetaba el brazo. Siguió sus ojos hasta ahí y la visión de la sangre le golpeó con fuerza mientras notaba que se quedaba sin oxígeno en los pulmones.

Pasaron unos segundos que parecieron eternos. Joel miró el cadáver, su brazo herido y el arma que sujetaba en la mano derecha; después fijó sus ojos claros en ella.

—Emma —susurró.

Ella pensaba a toda velocidad, ¿qué hacer? El intento con Clive se había saldado con un tremendo fracaso, pero quizás… a lo mejor…

—No, no —empezó a decir al ver que Joel levantaba la pistola—. ¡Espera!

—No seré uno de ellos —dijo él cogiendo aire—. Sabes que te quiero, Em. Sigue viva.

Emma dio dos pasos hacia Joel, pero él no se entretuvo con lacrimógenas despedidas, ni discursos ensayados. Conocía a la perfección el tiempo que tenía antes de levantarse para arrancarle el cuello a bocados a su amiga, un tiempo que no podía desperdiciar si no quería que aquello ocurriera. Se metió la pistola en la boca y disparó, derrumbándose casi al instante mientras su sangre salía disparada hacia atrás, manchando la pared.

La rubia dio un salto hacia atrás y se quedó paralizada, sin reaccionar, mirando la escena con los ojos abiertos de par en par. De no ser por los pasos precipitados que sonaron a toda velocidad por unas escaleras y que la sacaron levemente de su estado, Scalia se la habría encontrado como una estatua.

—Joder —Scalia miraba aquel sangriento escenario boquiabierto—, Dios… ¿se ha pegado un tiro, Emma? ¿De dónde salió ese…?

Dejó de hablar al ver que ella no lo escuchaba. Emma salió finalmente de su estupor y corrió hacia Joel, agachándose junto a él; lo sacudió sin dejar de repetir su nombre, como si con aquello el joven fuera a levantarse. Como si aquello fuera una broma de mal gusto.

Cuando Scalia se dio cuenta de su estado, no tuvo otro remedio que ir y tratar de alejarla. El asunto se saldó con dos valium, porque solo drogándola logró que Emma soltara al fin a su amigo.

Cuando amaneció, Scalia se levantó para comprobar que Emma se encontraba bien. Creyó que seguiría dormida, pero la encontró en la planta principal, ya vestida, sentada junto al cadáver de Joel, que por la noche él mismo había cubierto con una sábana encontrada en el piso superior.

Era la primera vez que Scalia veía a Emma de aquella manera; no solo estaba triste, sino… rota, como si hubiera llegado a su límite, y quizás era eso lo que había sucedido. Se pasó la mano por el pelo, caminó hasta ella con el vaso de café instantáneo que había sacado de su mochila y se dejó caer a su lado, tendiéndoselo.

—Toma —ofreció—, te irá bien.

Lo aceptó en silencio, pero no lo miró. De pronto, aquella joven fuerte y dura que había conocido parecía haberse evaporado, y en su lugar solo quedaba una chica frágil, desvalida, que le provocaba ganas de abrazarla. Pero no podía hacerlo, no deseaba mostrarse débil justo en aquel momento y estaba seguro que ella tampoco se lo hubiera permitido.

—Quiero que lo enterremos —La oyó decir.

—De acuerdo —aceptó Scalia sin dudar, aunque por dentro pensó que la idea podía costarles cara si para ello debían exponerse en pleno campo el tiempo suficiente para cavar una tumba.

—No vamos a dejarlo aquí tirado como si fuera… como dejamos a los demás. Ya hemos dejado demasiados cadáveres atrás. —Y pese a su visible esfuerzo, empezaron a caer lágrimas por sus mejillas.

—Lo siento —respondió Scalia—, sé cómo te sientes.

—¿Cómo se llamaba tu mejor amigo? —preguntó ella de pronto.

Scalia no esperaba una pregunta así, y no sabía responderla. Siempre había sido un solitario y tenía la sensación de que lo llevaba escrito en la frente; permaneció callado.

—¿Cómo se llamaba tu novia? —insistió Emma, recibiendo otro silencio—. No digas que sabes cómo me siento, Reth. No tienes ni puta idea. —Se incorporó—. Voy a buscar una pala.

Scalia la siguió tras meditarlo unos instantes. Le seguía pareciendo arriesgado, pero de ninguna manera iba a dejarla sola, así que se abrochó la cazadora hasta el cuello para salir fuera. La suerte estuvo de su lado, pues pegado al edificio se encontraba un cobertizo lleno de herramientas viejas, entre ellas, una pala: Emma se adueñó de ella. Scalia no se dejó engañar a pesar de su aspecto decidido, sabía que le tocaría cavar y arrastrar el cuerpo, a mitad de hoyo la rubia estaría agotada.

No cruzaron palabra durante la mañana, turnándose para cavar y vigilar por si volvía a aparecer algún grupo de mordedores. No sucedió. Para el mediodía, ambos estaban en tirantes, bañados en sudor y agotados, pero el hoyo estaba listo. Regresaron dentro para comer algo, aunque Emma dijo que era incapaz de probar bocado y se limitó a dar sorbos de agua ante la mirada inquisitiva de Scalia. Lo último que deseaba el militar era preocuparse por su estado de salud, pero decidió que podía dar un margen y si veía que insistía en su actitud, hablaría en serio con ella.

Tras la comida, llegó la peor parte: arrastrar el cuerpo de Joel hasta la calle y de allí a la tumba que habían cavado. Seguían sin verse mordedores, al menos a la vista, Scalia no dudaba que habría alguno por la zona rondando… ayudó a Emma a empujar el cadáver dentro del agujero y ella se quedó mirando. Ni una sola palabra salió de sus labios, algo que él agradeció. No estaba de humor para palabras religiosas, no procedía.

La rubia empezó a verter tierra, sin prisa pero sin pausa. Se detuvo un par de veces y ya cuando parecía agotada, Scalia se atrevió a extender su mano para tomar el relevo. No sabía bien cómo actuar con ella, ya le resultaba insondable cuando estaba al mando, y ahora mucho más. Terminó de ocultar al último caído, con sensación de pesar. De forma lenta pero inexorable habían ido cayendo, uno a uno, y ahora estaban solos… algo que quedó claro durante la cena. Por lo general charlaban, pero Scalia no era el hombre más hablador del mundo y ahora que faltaban los demás se había hecho evidente. Quiso aligerar el ambiente triste tratando de darle conversación, pero ella no lo permitía; quería estar triste, estaba claro. Necesitaba llorar a su amigo, tal vez porque hasta entonces no había llorado al resto… cuando Scalia notó que sus palabras caían en saco roto y que no servían, acortó la distancia que los separaba y se colocó a su lado.

—Oye —empezó, al tiempo que alzaba el brazo para rodear sus hombros. Emma adivinó sus intenciones y le lanzó una mirada sorprendida; el joven se detuvo, pero después decidió que de cualquier forma se arriesgaría al contacto, aunque se jugara un puñetazo. No sucedió, aunque la notó tensarse—, vale, es cierto que no sé exactamente cómo te sientes. Yo nunca he sido una persona sociable, estoy acostumbrado a hacer todo solo, a ocuparme de mí mismo… pero comprendo muy bien tu dolor.

—No me queda nadie, Reth… he perdido a todas las personas que me importaban. Joel era lo único que tenía y también se ha ido. No quiero seguir.

—¿A qué te refieres?

—No quiero seguir viajando —siguió la rubia, pareciendo relajarse bajo su brazo—. Hasta ahora no hemos encontrado a nadie con vida, ¿por qué iba a ser distinto allí? Llevo todo este tiempo tratando de autoconvencerme de que sí, que allí estarían preparados, que podía haber una solución, no sé. Pero ya no lo pienso.

—No hables así. Si hay alguna posibilidad, por mínima que sea, está en el CDC y lo sabes.

—¿Y qué importa ya? Este lugar me gusta.

Es tranquilo, los mordedores escasean y aquí estamos bien, hay mucho espacio… hay duchas, arriba un lugar cómodo y poco frío para dejar los sacos… hasta podríamos conseguir unos colchones o algo parecido.

—¿De qué estás hablando?

—Pues de que no quiero seguir caminando, Reth. Yo lo dejo.

—Emma… —La obligó a girarse para que lo mirara—. Estás agotada. Ha sido un día muy duro… mañana hablaremos de esto, ¿de acuerdo?

—Sí, claro. Mañana —aceptó ella despreocupada. Se levantó—. Voy a ducharme y luego me iré a dormir.

Scalia decidió hacer lo mismo, él también estaba agotado. Por suerte, allí había baños femeninos y masculinos, así que no tuvo que esperar a que la chica dejara libre la ducha. Eran duchas pequeñas, se notaba que estaban colocadas solo para algún caso concreto, y el agua estaba fría, como de costumbre, pero cuando se quitó de encima toda la tierra y el sudor se sintió como nuevo. Fue al cuarto donde tenía su saco de dormir, dudando unos segundos ante la puerta de ella; decidió no molestarla más, aún no tenía claro cómo actuar. Una vez acostado creyó que caería rendido, pero se sorprendió manteniéndose en vela, repasando los acontecimientos de los dos últimos días sin parar. Se sentía diferente… ver a Emma tan vulnerable había despertado un instinto desconocido en él, no sabía si solo protector o también de atracción. No es que no se hubiera percatado hasta ese momento de su belleza, eso era algo que se captaba a primera vista, pero siempre le había parecido inaccesible, era la policía por encima de la mujer. Y ahora, la policía se había desvanecido y solo quedaba la mujer, una mujer muy deseable. Se durmió pensando en ello.

 

Despertó un rato después, sin recordar haberse quedado dormido. Le pareció escuchar ruidos, así que se levantó en silencio, salió del cuarto y se detuvo otra vez ante la puerta de Emma; odiaba oírla sollozar. La empujó un milímetro y se apoyó en el marco.

—¿Estás bien? —siseó, antes de ser consciente de que no había nadie en el edificio a quien pudiera despertar. Aguardó su respuesta, pero esta no llegó, así como no cesó su llanto, contenido pero muy presente—. ¿Quieres que me quede contigo?

De nuevo recibió un silencio por respuesta. No era muy alentador no recibir un «sí», pero mucho mejor que un «no» rotundo.

A la mierda. Cerró la puerta sin hacer ruido, fue hasta donde ella estaba acomodada y se tendió a su lado; no quiso tentar a la suerte tratando de meterse en el saco, hubiera sido demasiado y casi seguro que recibiría una bofetada por ello, pero sí que se atrevió a arrimarse. Si le hubieran dicho días atrás que iba a suceder aquello se hubiera reído, pero ahí estaba: ella necesitaba consuelo, y él podía dárselo, así que segundos después la abrazó.

Emma sintió una opresión fuerte en el pecho al recordar que Joel solía hacer eso cuando la veía muy agitada; siempre había sabido tranquilizarla. Scalia no era Joel, pero valoraba el intento de ayudar, si además tenía en cuenta su habitual carácter taciturno. Se encogió contra él acomodándose y pensando en cómo le diría al día siguiente que ella, ella no se iba a ninguna parte. Abandonaba el viaje, y la esperanza.

 

5.     Davenport

Perdieron un mes entero. Emma explicó a Scalia que necesitaba tiempo, que estaba cansada de tanta muerte, que allí estarían a salvo; si después recobraban los ánimos, podían seguir.

La primera reacción de Scalia fue negarse, ya que si abandonaban el viaje, nunca lo retomarían, de eso estaba convencido. Pero después lo pensó mejor: al fin y al cabo, no tenían exactamente prisa por llegar a ninguna parte, si existía movimiento en Atlanta, allí seguiría aunque se retrasaran unas semanas, y si no… lo mismo daba. Quizá les iría bien un descanso, llevaban un mes sin parar y todo habían sido desgracias.

Así que accedió. Ella estaba acertada al escoger aquel lugar; como bien había comentado, era espacioso, grande, tenía intimidad, se veían pocos mordedores y no era un edificio frío, o al menos de momento. Scalia sabía que en breve apretaría el auténtico clima de Minnesota y entonces tendrían que plantearse hacer alguna otra cosa.

Fue casi como tener una vida normal. La rutina fue bien recibida por parte de los dos: se levantaban, entrenaban, recogían o limpiaban, preparaban la comida, hablaban, iban a tomar el aire, a buscar provisiones, dormían. Por las mañanas era el mejor momento para salir, los mordedores estaban menos activos, aunque ninguno había conseguido averiguar el motivo.

Scalia tenía la sensación de vivir en un matrimonio, aunque sin la parte agradable. Emma se comunicaba mucho con él y aceptaba sus muestras de cariño, pero no se dejaba engañar: sabía que no se planteaba de ninguna de las maneras que aquello fuera más allá. Lo aceptó tal cual, sin dejarse vencer por la frustración. No había otras mujeres cerca, pero tampoco otros hombres. Quizás más adelante, cuando las heridas estuvieran sanadas, ella lo vería de otro modo. Podía esperar y de momento, dedicarse a convivir.

Pasaban los días sin que se manifestaran cambios, Scalia empezó a acomodarse y entonces, exactamente un mes después, Emma se levantó una mañana y dijo:

—Nos marchamos.

—¿Qué? —Tuvo que frotarse los ojos y depositar su taza de café instantáneo. Se derramó parte, lo que era una faena pues ya había agotado casi todas las reservas del supermercado más cercano.

—Pronto será invierno y no podemos estar aquí. Tenemos que alejarnos.

—¿Qué dirección?

—Atlanta, claro. Volvemos al plan inicial —respondió ella, y de un solo gesto puso sobre la mesa el fajo de planos con el que habían viajado hasta Hastings.

—De modo… que ya te sientes con ánimos de seguir —aventuró Scalia.

—Ajá. —Ella alzó sus ojos para ver su cara—. Casi diría que pareces decepcionado.

—En absoluto. Prefiero que vuelvas a ser tú misma. —Y se inclinó un poco para estudiar esos mapas que ella había extendido—. ¿Seguimos el recorrido que marcó Joel, hacia Winona y de ahí a Davenport?

La mención de Joel hizo que ella se pusiera un poco rígida, pero reaccionó deprisa.

—Sí. Creo que es un acierto seguir el río, todo son ventajas y aunque tardemos más en llegar, creo que a nadie le importará. ¿Tú qué opinas?

Al menos contaba con su opinión, algo era algo. Asintió, meditabundo, mientras Emma se sentaba y cruzaba los brazos esperando que manifestara cualquier pega; prefería que estuviera de acuerdo con su idea. Si no lo estaba siempre podían ir cada uno por su cuenta, claro, pero se sentía mejor acompañada. Le gustaba Scalia. Era hombre de pocas palabras y algo distante, pero razonable y amable cuando procedía. Ya se daba cuenta que últimamente la miraba de otra forma, al fin y al cabo estaba acostumbrada a que los hombres la miraran así y lo reconocía de lejos, pero no estaba preocupada ni incómoda. Mientras Scalia se lo tomara de forma natural y tuviera claro que no se le pasaba por la cabeza la idea de acostarse con él, no habría problemas entre ellos. Por el momento funcionaba.

Scalia asintió, la idea era buena porque significaba retomar el camino donde lo habían dejado; además, viajar juntos unía mucho. Esa misma noche recogieron sus cosas y lo dejaron todo listo para partir por la mañana.

Visitaron el lugar donde habían enterrado a Joel a modo de despedida. Emma no articuló palabra, pero por su cara Scalia supo que a pesar de su mejoría, la rubia aún no lo había superado. Después, simplemente, echaron a andar.

Tardaron cuatro días en llegar a Winona siguiendo el curso del río. Podían haberlo hecho en mucho menos, pero desde que el mundo se había ido a la mierda su aguante físico había ido empeorando. La falta de verduras, frutas y carnes frescas contribuía, y eso que ellos dos en concreto se alimentaban de forma decente y hacían ejercicio. De cuando en cuando, Emma pescaba algún pez, pero no demasiado a menudo por si acaso el humo al cocinarlo atraía a los mordedores.

Cinco días después, llegaban a las afueras de Davenport. Entraron en la reserva natural, ya abandonada: era un parque inmenso dividido en varias zonas de similar tamaño.

—Vamos a peinar los alrededores —propuso ella, dejando su mochila apoyada junto a un árbol y cogiendo su arma—. Y así localizamos la mejor zona para la pesca. Apenas tenemos comida, un par de días y estaremos sin nada… Cuando salgamos de aquí ya pasaremos por alguna tienda.

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