Anxious

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Anxious

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ANXIOUS

 

 

Idoia Amo

Eva M. Soler

 

 

Copyright © 2014 Idoia Amo & Eva M. Soler

Primera edición: Octubre 2014

Diseño portada, contraportada e ilustraciones: Alberto Padierna

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro-incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

ISBN-10: 1502565099

ISBN-13: 978-1502565099

 

 

AGRADECIMIENTOS

 

Por Eva M.Soler:

Primero, por supuesto, agradecer a mi amiga y co-autora, Idoia, por haber tenido la estupenda idea de unir nuestra pasión por escribir hasta llegar aquí. Era, es y será (espero) genial seguir compartiendo esto contigo. Ojalá que lo bien que nos compenetramos nos traiga muchas alegrías, que seguro.

Agradezco en segundo lugar el siempre apoyo incondicional de Diego y de mi madre: no os queda otro remedio, me tenéis que aguantar. Os quiero mucho, gracias por estar ahí cada vez que os necesito, y gracias por la paciencia que me demostráis día a día. Agradecer también al resto de mi familia su compresión, sé que a veces no lo entienden cuando digo que me marcho para escribir, pero… ¡aquí está la prueba!

Por otro lado, agradecer la ayuda y el apoyo inestimable de personas que han terminado siendo muy importantes para mí, que me han demostrado confianza y me han animado mucho a seguir hacia adelante en este proyecto: Chris Molina, mi querido friend, con quien puedo contar para todo y siempre bajo un punto de vista neutral. Toñi García, Salomé Guerrero e Isabel Franco, amigas y lectoras sin cuyas observaciones, apoyo y cariño no habría sido lo mismo, y Sandra Sandía, cuyas ilustraciones me han alegrado cantidad de momentos. Sita Polo y Sira Marivela, que siempre han estado ahí para echarme una mano cuando las necesitaba. Por supuesto, un besazo a mi otra gran amiga, Ainara Bovedilla.  Y mención especial para mi grupo de lectoras, que es pequeño, pero de calidad. Los escritores saben lo difícil que es a veces exponer su trabajo frente a todos para recibir críticas, pero vosotros lo habéis puesto todo muy fácil. Ojalá esto sea así siempre

 

Por Idoia Amo:

En primer lugar, a mi co-autora Eva. Cuando empezamos este proyecto no sabíamos si saldría bien, pero ha quedado claro que el tiempo y la distancia, no significan nada ante la verdadera amistad.

A mi familia, por su paciencia y apoyo todo este tiempo: Gurko, que además has aportado tu granito de arena como “asesor”, te quiero; Unax, que eres muy pequeño para entenderlo, pero has estado conmigo mientras escribía y eres la luz de mi vida; Mamá y Miren, por estar ahí siempre, os quiero muchísimo. Y para ti, papá… El hijo del rock n’ roll, el mejor padre del mundo… Estés donde estés, espero que puedas leerlo y estar orgulloso de mí.

Y por último, Lorena Alameda: gracias por ser tan quisquilla, ¡no podía tener una lectora cero mejor!

 

Y a los lectores nuevos, bienvenidos. Esperamos que os quedéis con nosotras mucho tiempo.

 

CONTENIDO

 

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE: PROYECTO «ANXIOUS»

1.              Policías, virólogos y militares

2.              Un poco de diversión

3.              Paciente cero

4.              Proyecto «Anxious»

5.              La desaparecida

6.              El mando es mío

7.              Un poco de información

8.              Cuarentena

SEGUNDA PARTE: DESENCUENTROS

1.              Encuentro

2.              El grupo

3.              Estableciéndose

4.              En movimiento

5.              Una parada en el camino

6.              Uno menos

7.              Susurros y traiciones en la oscuridad

8.              Hacia el punto de encuentro

9.              Supervivientes

TERCERA PARTE: EL MAPA DE LOS MUERTOS

1.              Little Falls

2.              Saint Cloud

3.              Roseville

4.              Minneapolis

5.              Davenport

6.              Sand Ridge State Park

7.              Atlanta

CUARTA PARTE: HACIA EL FIN

1.              El chico de ojos extraños

2.              A un paso de la civilización

3.              Toda coraza tiene grietas

4.              Ratas de laboratorio

5.              La ansiedad dentro de mí

6.              Amargo futuro

7.              El demonio está aquí

8.              No te necesitamos

9.              El futuro que se avecina

EPÍLOGO

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Solo.

Chester Woods, Minnesota. 14 de noviembre.

 

Con un tamaño de aproximadamente 540 hectáreas, Chester Woods era el lugar ideal donde ir de acampada. Dotado de siete zonas de picnic, áreas de camping con todas las comodidades posibles y un extenso lago de 47 hectáreas en el que poder practicar todo tipo de actividades acuáticas, el parque natural se había convertido en el lugar favorito donde pasar el fin de semana para las familias con niños de las ciudades de Rochester y Eyota, situadas a pocos kilómetros de la zona.

Varios senderos perfectamente cuidados lo recorrían, marcados por dificultad y longitud, e incluso algunos de ellos se habían diseñado específicamente para pasear con los caballos que se podían alquilar en la entrada o, como mucha gente prefería, con los suyos propios.

El principal objetivo del parque era la conservación de la fauna y flora local, tal y como recordaban multitud de señales colocadas estratégicamente a lo largo y ancho del mismo. La caza estaba estrictamente prohibida, y los animales vivían libres y salvajes sin ser molestados.

Faltaba poco para la hora de apertura, pero no había ni un solo coche esperando en la entrada, ni ningún trabajador tras las puertas preparándose para la llegada de los visitantes.

No lejos de allí, un pequeño ciervo pastaba tranquilamente en un claro del bosque. Se había alejado del resto de su manada, atraído por el olor de los brotes de hierba joven cubiertos por el rocío de la mañana. Poco a poco se fue acercando a los árboles, alejándose cada vez más de su grupo sin darse cuenta. Levantó la mirada por instinto, investigando los alrededores, pero no vio ni olió nada extraño que le alertara de ningún peligro inminente, así que se arrimó a un tronco caído y empezó a arrancar la corteza con los dientes.

Fue su último bocado. El cuchillo le atravesó la garganta sin darle tiempo a reaccionar ni a emitir siquiera el menor quejido, y en unos segundos estaba muerto.

Hunter Cooper sostuvo el cuerpo inerte mientras se desangraba, sin dejar de mirar los árboles y el claro, atento a cualquier señal de peligro. No podía arriesgarse a dejar un rastro de sangre hasta su escondite, así que allí mismo lo desolló rápida y eficazmente. Extrajo la carne con cortes expertos, y la envolvió en una bolsa de plástico. No era lo más higiénico, pero hacía tiempo que eso ya no le preocupaba. Metió la bolsa en una mochila y se la echó a la espalda.

Se lavó la sangre de las manos y el rostro en un riachuelo cercano, y se alejó rápidamente de los restos del ciervo. El olor del cuerpo descuartizado no tardaría en atraer a los depredadores del bosque, y no eran los lobos precisamente con los que tenía que tener más cuidado.

Se internó entre los árboles, moviéndose con rapidez pero sigilosamente, hasta llegar a la base de un montículo de rocas. Las escaló sin dificultad. Hacía varios días que había establecido su campamento en ese sitio, y ya se sabía de memoria dónde estaban todos los puntos de apoyo necesarios para llegar a la cima. Antes de darse el último impulso, se asomó con cuidado. Todo parecía tal y como lo había dejado y no se oía ningún ruido, así que terminó de subir.

Había encontrado aquel lugar por casualidad, y hasta entonces era el más seguro de todos en los que había estado. La altura de las rocas le daban forma de atalaya natural, haciéndolo inaccesible si no era escalando, y hasta entonces no había visto que ningún depredador ni nada que pudiera atacarle supiera hacerlo.

Dejó la mochila en el suelo y sacó la bolsa de carne, acercándose a unas piedras amontonadas en la tierra. Las levantó con cuidado, dejándolas a un lado, y comprobó que el fuego aún seguía vivo.

De niño, había disfrutado enormemente de sus salidas al campo con su padre, pero nunca hasta entonces se había sentido tan agradecido por lo que le había enseñado. Con la formación militar había aprendido a defenderse, pero gracias a su padre, estaba sobreviviendo solo. Él le había enseñado cómo hacer aquel fuego. Según su padre, se llamaba estilo Dakota. Hunter siempre había pensado que era un nombre inventado por él para incentivar su interés cuando se lo explicaba, pero lo cierto era que años más tarde se había enterado de que realmente lo habían usado los indios Dakota durante siglos, para poder ocultar su posición al enemigo. La técnica, aunque en teoría sencilla, no estaba exenta de complicaciones. Consistía en cavar un agujero de unos 40 ó 50 cms de profundidad por unos 30 ó 40 de diámetro. A continuación, se comprobaba la  dirección en la que soplaba el viento y desde ese lado, se cavaba otro agujero, creando un túnel que lo comunicaba con la base del primero para proporcionar el oxígeno. Taponando la entrada de aire con más o menos piedras, Hunter podía controlar la cantidad de fuego que necesitaba, ocultando así la luz y el humo del mismo. Después, cuando lo abandonara, solo tendría que cubrirlo con la tierra que había extraído y de ese modo, evitar un incendio impremeditado, además de no utilizar agua para apagarlo, un bien demasiado preciado aquellos días como para desperdiciarlo de esa manera.

Comenzó a cortar la carne en trozos más pequeños, cocinándola por turnos ya que el agujero era demasiado pequeño para hacerlo todo de una vez. Con aquella carne tendría para varios días, y guardó parte dentro de la bolsa, la cual semienterró para evitar que el olor a carne asada se dispersara.

Se sentó en el borde de una de las rocas, con las piernas colgando en el aire, y comió la carne lentamente, observando el paisaje mientras pensaba en sus próximos movimientos. Allí estaba seguro, podría sobrevivir un tiempo más, pero se estaba acabando el otoño y Minnesota no era conocida precisamente por sus inviernos suaves. La nieve y el frío acabarían con él si no encontraba un refugio donde pasar la estación. Chester Woods contaba con cabañas de veraneo, pero estaban demasiado expuestas. En las semanas que llevaba en aquel bosque ya conocía cada sendero, cobertizo y edificio, y ningún lugar era seguro para un hombre solo.

Bebió un poco de agua para tragar el último trozo de carne, y terminó una lata de melocotones en almíbar que había abierto un par de días antes. Casi no le quedaban provisiones que no fueran carne, y no había encontrado muchas bayas silvestres comestibles, lo cual era otro problema. Si se alimentaba solo a base de carne o pescado, sabía que acabaría enfermando.

Enterró la lata también, y se incorporó. Se quitó la camiseta y las botas para estar más cómodo. Se había establecido una rutina de ejercicios diaria con una doble intención: mantenerse en forma para poder seguir sobreviviendo, y tener algo en qué ocupar su mente para no volverse loco.

Empezó los estiramientos concentrándose en la respiración, repasando mentalmente los ejercicios que haría esa mañana. Había adelgazado unos cuantos kilos, pero a cambio estaba aún más fibroso que antes y había ganado en elasticidad.

Siempre había sido el deportista del instituto, y en el ejército había aprendido cómo utilizar todos aquellos músculos que de joven había utilizado principalmente para ligar. El físico siempre le había acompañado en ese sentido. Había heredado de su madre su pelo rubio oscuro, y sus ojos azul claro, y de su padre la mandíbula cuadrada que le daba aspecto de duro. Todo ello añadido a un par de bíceps bien formados, una miradita seductora y su media sonrisa pícara le habían conseguido todas las chicas que había querido en el instituto. Al terminar, había ingresado en el ejército, había madurado encerrando su sonrisa en un cajón, y su carrera había pasado a ser la primera en su lista de prioridades. Gracias eso, había logrado ser el teniente coronel más joven de la historia de Minnesota, y su trabajo junto al coronel Thomas había sido su mayor orgullo.

Hasta dos meses antes.

PRIMERA PARTE: PROYECTO «ANXIOUS»

 

 

 

1.      POLICÍAS, VIRÓLOGOS Y MILITARES

Little Falls, Minnesota. 10 de septiembre.

 

Joel Crane entró de forma sigilosa en la comisaria, intentando pasar desapercibido. Sin embargo, no logró resistir la tentación de meter una moneda en la máquina del café, rezando porque no hiciera ningún sonido que los ruidos habituales de teléfonos y voces no lograran ocultar. Ya estaba en su mesa cuando Emma asomó la cabeza desde su despacho, ignorando que llegaba tarde y que tenía los pies apoyados sobre el escritorio.

—Tengo una propuesta para ti, colega —le dijo sonriendo.

—Vale, ¿qué va a ser hoy? —sopló por encima del café para enfriarlo—. Espera, a ver si lo adivino... un gato en un árbol.

—Casi. Había uno, pero los bomberos se nos han adelantado. —Joel alzó una ceja—. Nos vamos de patrulla.

—¿Qué? —protestó él con cara de incredulidad—. ¿Tú has leído lo que pone en la puerta de mi despacho, Jefferson? Si no, te lo recuerdo: Teniente. Teniente Crane.

La vio negar sin quitar la sonrisa.

—Sí, teniente Crane, soy consciente de eso. Pero Malone está en casa metido en la cama con 38 grados de fiebre y no puede venir a hacer su trabajo.

—¿Seguro que está con fiebre y no con dos gemelas en ropa interior o algo así? —Joel hizo una mueca—. ¿Por qué tenemos que ir nosotros, qué hay de los demás?

—Ocupados.

—¿Todos? —Joel siguió protestando pese a que ya se estaba levantando para ponerse la cazadora que acababa de quitarse hacía menos de cinco minutos.

—Si por todos te refieres a los otros seis miembros de esta comisaria, sí, lo están. —Lo miró, aún acomodada en el marco de la puerta—. No irás a decirme que tienes algo mejor que hacer.

—Siempre hay algo mejor que hacer que patrullar, joder.

Ella sacudió la cabeza antes de salir; Joel siempre había sido un poco impertinente, pero se lo perdonaba todo porque como policía era excepcional. Tenía buenos reflejos, mucho olfato y poco miedo, lo cual no pocas veces le traía problemas. Y aunque en ocasiones sus métodos no eran muy ortodoxos, conseguía resultados.

Aunque no era el único motivo para apreciarlo, ya que eran amigos desde que se habían conocido en la academia de policía de Minneapolis y esa amistad había continuado al ser ambos designados a la comisaria de Little Falls. Ese pequeño pueblo con unos 8500 habitantes se encontraba en el condado de Morrison, a unos 100 kilómetros al noroeste de Minneapolis, en el centro de Minnesota. Debido a su tamaño solo poseían una comisaría en la cual trabajan ocho personas y una secretaria general compartida; actuaban como policía local, pero también tenían atribuciones de policía integral cuando el caso lo requería.

Lo que era raro, ya que Little Falls era un lugar muy tranquilo donde nunca sucedía nada.

—¿Has cogido las llaves? —preguntó desde fuera mientras se ponía su abrigo.

Joel retrocedió otra vez hasta su mesa y capturó las llaves del coche policial; luego cerró la puerta y se reunió con Emma mientras se apoderaba de un paquete de patatas fritas del mostrador que presumiblemente era de Morrigan, la agente de movilidad que en esos momentos no se encontraba en su sitio. Al no estar Malone, ese día tendría que abarcar más tareas de las que le correspondían.

—Luego te odiará por robárselas —dijo Emma al verlo.

—¿Salimos a cenar esta noche? —preguntó Joel ignorando su comentario—. Es viernes, pequeña. Eso significa billar.

—Claro. A menos que algún crimen nos estropee el plan.

—¿En Little Falls? Aquí nunca pasa nada.

—Lo dices como si fuera una lástima. —Ella lo siguió al coche.

—Una persecución en coche nunca ha matado a nadie.

—Si quieres acción, deberías pensar en echarte novia. Te aseguro que esa historia la seguiría con mucho interés —se burló la chica.

Joel frunció el ceño al escucharla reír, pero se puso al volante sin defenderse. Cerca de los 34 y con un aspecto físico más que aceptable (sus ojos azules y sus facciones viriles siempre despertaban el interés de las mujeres), aún continuaba soltero. Y no era porque no tuviera oportunidades, de hecho, Emma calculaba que ya había salido con todas las chicas disponibles de Little Falls; era que su amigo no deseaba ningún tipo de responsabilidad en su vida. Seguía viviendo como cuando tenía veinte años, en un apartamento de dos habitaciones que de vez en cuando le limpiaba una señora setentona, saliendo los viernes a jugar al billar, los sábados a beber cerveza y los domingos despertándose al mediodía justo a tiempo de encargar comida china con la que vegetar tranquilamente.

—No, gracias —dijo él—. Me gusta mi vida, aunque sea rutinaria.

—Espero que eso sea cierto, porque a estas alturas dudo mucho que vaya a cambiar.

—Preocúpate de la tuya, Jefferson, que tampoco es para tirar cohetes. Vives con tu hermana pequeña y solo sales con imbéciles.

Ella se puso el cinturón y se quitó los guantes de nuevo sin perder la sonrisa.

—Es lo único que hay en este pueblo —comentó mientras miraba por el cristal—. Mediados de septiembre y ya empieza a hacer frío de verdad. Será mejor que nos pongamos en marcha ya, no quiero volver muy tarde a casa.

—¿Y si vamos directos desde comisaria? Sabes que no habrá problema aunque no avisemos a Hank. Nos hará una cena estupenda.

—No, quiero ver que tal está June. Es viernes, supongo que saldrá de fiesta y quiero asegurarme de que no crea que va a llevarse mi coche.

—No eres buena hermana, no recuerdas cómo te sentías tú a los veintitantos.

—Claro que lo hago, por eso no quiero que se lleve el coche... que llame un taxi y listo. Y no estoy tan lejos de los veintitantos —le gruñó.

Joel había salido ya del parking y conducía con una mano mientras con la otra se comía las patatas de Morrigan sin ningún remordimiento. Emma consultó su móvil para asegurarse de que no tenía mensajes o llamadas importantes y lo dejó apoyado encima de sus piernas.

—¿Vamos donde siempre, a la general? —Joel la miró de reojo para verla asentir—. No creo que haya mucho que hacer hoy, nadie en su sano juicio saldría con semejante frío.

Tenía razón. Fue una mañana tranquila, solo interrumpida por llamadas constantes que llegaban al teléfono de Emma, en su mayor parte procedentes de la comisaría. Después de comer regresaron al trabajo, esta vez instalados en otra zona de menos afluencia, y cuando Joel ya empezaba a dar cabezadas rezando para que por fin diera la hora de largarse, un coche negro pasó junto a ellos a una velocidad bastante más alta de la deseada.

Ambos se miraron un segundo.

—¿Has visto? —dijo él, arrancando al momento—. Creo que tenemos una multa por exceso de velocidad. —Y salió detrás acelerando.

—Y no solo eso —observó Emma sin apartar la mirada—. No lleva matrícula. Pon la sirena.

Y Joel obedeció.

 

Nathan Thomas nunca se había alegrado tanto en su vida por algo como cuando escuchó a la azafata junto a la puerta del lavabo avisándolo de que debía volver a su asiento, pues iban a aterrizar. Después de tantas horas de vuelo, estaba a punto de tirarse por la puerta sin paracaídas si no conseguía que la doctora Paris Hill se callara durante unos minutos.

—Ya podían servir copas de verdad —estaba refunfuñando ella tras lanzar una mirada ceñuda a la joven que acababa de retirar el vasito—. Un chorrito de vodka no se puede considerar un destornillador, ¿sabes? Y qué revistas, no hay ni un triste Cosmopolitan.

—¿Sabes qué? Ahora mismo vuelvo.

Nathan se había levantado para ir al lavabo, donde decidió hacer algo de tiempo. No es que le gustara estar allí, pero deseaba perderla de vista y aunque habitualmente no era tan grosero, con esa mujer no lograba controlarse. Por mucho que su padre le repitiera lo buena que era, él no pensaba que mereciera la pena. Aquella señora inducía al suicidio.

Se miró en el espejo, desconcertado. ¿A qué volvía a Little Falls? Su padre no había querido darle el menor detalle. Misión secreta, se había limitado a decir, ¿qué podía ser esa vez? Y nada menos que a su pueblo natal, donde había vivido hasta los 19 años, que ahora que tenía 32 se le antojaban tan lejanos... pero allí estaba la base militar del coronel Ray Thomas. Cuando tenía 19 a su padre le habían trasladado a la de Minneapolis, pero hacía menos de 2 años otra vez había regresado a Camp Ripley. La idea de Nathan era vivir con él y estudiar en esa ciudad, pero entonces lo habían aceptado en Harvard, así que terminó marchándose allí. Una vez terminada la carrera de biología y biotecnología, se había especializado en virología molecular; cuando había empezado a plantearse su siguiente destino, su padre había decidido por él. Le había conseguido un puesto en la delegación de la CDC de Pittsburgh para trabajar con una vieja colega, la doctora Paris Hill. Nathan no la conocía, ni la había tratado nunca, y después de su primer año con ella, no lo lamentaba en absoluto.

Pittsburgh estaba en Pennsylvania, el sitio era precioso, y él cada vez se alejaba más y más de su hogar. Pero comprendía que su trabajo requería que estuviera en lugares como esos, trabajando en investigación y virus. Era lo que había escogido.

Volvió a mirarse en el espejo y este le devolvió una imagen cansada. Detrás de sus gafas se escondían sus ojos, de un extraño azul claro y en ocasiones inquietantes; tenía una boca bonita, quizás demasiado para ser un hombre, buenos pómulos, y un pelo cobrizo digno de la mejor estirpe irlandesa. Su cara angulosa remataba un rostro atractivo, pero nunca le sacaba provecho.

—¿Disculpe? —Voz de azafata aprensiva—. ¿Señor?

Él abrió la puerta, asomándose.

—Vamos a aterrizar, señor. Tiene que volver a su asiento y abrocharse el cinturón.

Nathan afirmó, agradecido. No quería ni pensar en las dos horas que duraría el viaje hasta Little Falls desde el aeropuerto de Sant Paul, de momento daba las gracias de forma interna por dejar de estar sentado junto a Paris. Aunque en ese momento tuvo que regresar a su lado y ella, una cincuentona de aspecto clásico, lo miró con una mueca sarcástica.

—Estabas mareado, ¿no?— preguntó—. Pues ya aterrizamos, tranquilo.

—Genial. Estoy deseando —«Perderte de vista»—... bajar de una vez.

—Oh, Dios mío. — Paris había pasado al siguiente tema y examinaba la mini lata de galletitas saladas que le habían traído junto al falso destornillador y que ya se había comido hacía rato—. ¡200 calorías! ¿Nadie les ha sugerido jamás que usen productos light?

—Hazlo tú —comentó Nathan—. Seguro que quedan impresionados por tu nivel de profundidad.

—Cuando te pones en ese plan hasta me resultas tierno.

—La ilusión de mi vida.

Quince minutos después y con una absoluta y sorprendente puntualidad, aterrizaban en Sant Paul, Minneapolis.

—¿Vendrá tu padre a recogernos? —quiso saber Paris mientras pasaban los controles de seguridad antes de hacerse con su equipaje.

—Puede que en tus sueños.

Paris acababa de conseguir su maleta y estaba observando alrededor cuando vio a dos jóvenes aproximarse hacia ellos sin la menor duda.

—Vaya —murmuró bajando el tono para que solo la escuchara Nathan—. Creo que esos vienen a por nosotros.

Los dos chicos se plantaron delante de él mirándolos.

—Buenas tardes— dijo uno de los dos—. ¿Son ustedes los científicos?

—Sí, somos nosotros— contestó Nathan— Nathan Thomas.

—Yo soy la «doctora» Paris Hill.

Nathan miró al techo; que típico de Paris restregar su titulación de doctora ante cualquier desconocido.

—Venimos para trasladarlos a la base militar de Camp Ripley —explicó el joven que había tomado la palabra—. Me llamo Sam y él es Billy. Si nos acompañan al coche nos pondremos en marcha.

Sam echó a andar sin esperar preguntas, de manera que los dos lo siguieron sin dudar de sus palabras. Billy también lo hizo, colocándose al lado de su compañero, ambos caminando con cierta rigidez familiar a ojos de Nathan.

—¿Es largo el trayecto? — preguntó Paris cuando ya estaban instalados en la parte trasera del automóvil.

—Dos horas y diez minutos, señora. —Escucharon la voz de Billy.

—¡Dos horas! —exclamó ella horrorizada.

Luego se puso a observar los cristales tintados con expresión de inquietud mientras miraba a Nathan de forma insistente; él se encogió de hombros, no estaba tan extrañado, pero tampoco pensaba molestarse en quitarle a ella la preocupación.

—¿Conocen Minnesota? —preguntó Sam en el asiento delantero.

—Por favor —siseó Paris—. Yo tengo demasiada clase, pero aquí Nathan no puede decir lo mismo.

Sam cogió un bache que la hizo saltar en el asiento, lo que hizo sonreír a Nathan.

—¡Oiga! ¿Es que le tocó el carnet en una tómbola?

—Lo siento, señora. Es cosa de la carretera, no mía. —Fue la aséptica respuesta del conductor, totalmente desprovista de emoción alguna.

Una risita que parecía llegar del asiento del copiloto hizo que Nathan sonriera de nuevo; Paris lo miró, dudando entre si repartir su furia sobre él o Billy, pero terminó resoplando indignada.

—¿Y quiénes son ustedes, al fin y al cabo? —preguntó elevando la voz—. Ni siquiera se han identificado.

—Sí que lo hemos hecho. Yo soy Sam y él Billy, y somos los encargados de llevarlos hasta la base militar. No hay nada más que necesiten saber. —El tono de voz de Sam no fue muy amable.

Nathan permaneció callado durante casi todo el viaje, observando cómo el paisaje se desdibujaba a medida que iban avanzando y notando cómo por momentos le llegaban recuerdos de su infancia y adolescencia. Escuchaba de lejos la conversación distendida de los conductores, solo interrumpida a veces por comentarios de Paris que no venían a cuento.

Al tratarse de un centro de entrenamiento militar, ocupaba casi veinte mil hectáreas para poder dar cabida a las ochenta zonas de adiestramiento, tanto para infantería como para el ejército del aire.

Estaba ubicada a sólo diez kilómetros al norte de Little Falls, así que cuando pasaron junto al cartel que daba la bienvenida al pueblo, Nathan comprendió que estaban a punto de llegar a su destino y se irguió en el asiento.

—Vamos demasiado rápido —dijo Paris cruzada de brazos.

—¿Nunca se calla? —preguntó Sam mirando a Nathan por el retrovisor.

—No hable de mí como si no estuviera delante —gruñó ella mirándolo mal—. Que vamos demasiado rápido es un hecho objetivo, señor conductor.

—Puede hablarlo con mi jefe si le apetece, señora.

—Señora, señora... —repitió Paris con una vocecilla desagradable.

Y justo en ese mismo momento escucharon una clara y potente sirena de policía. Paris intercambió una mirada con su compañero de trabajo que no estaba exenta de satisfacción.

—¿La policía? —Billy hizo una pregunta un tanto absurda, pero a Nathan no se le escapó que observaba a su compañero preocupado.

—Ya les dije que iban muy deprisa... —empezó Paris.

—Cierre el pico —ordenó Sam sin contemplaciones.

Paris abrió la boca incrédula ante tamaña impertinencia, pero al momento se dio cuenta que no le prestaban atención, dedicados a hablar entre ellos mientras decidían que hacer. Les llegaron frases sueltas que contenían palabras como «acelera» o «llama a...» y eso empezó a preocuparlo.

—Para —decía Billy—. Es la policía, joder, para.

Sam frenó el vehículo y acercó su cara a la ventanilla para echar un vistazo por el retrovisor.

—Mierda.

 

Joel descendió del coche policial por su lado, cerrando la puerta mientras Emma lo hacía por el suyo. Se aproximaron de forma lenta hacia el automóvil, que al fin se había detenido en el arcén para no importunar el resto del tráfico. Mientras Joel observaba en la parte trasera la ausencia de matrícula y los cristales que impedían ver quién viajaba en los asientos de atrás, Emma llegó hasta la altura del conductor e hizo una rápida valoración: dos varones menores de 30 años, ambos con pelo corto y aspecto serio. No se escuchaba música alguna dentro, ni había humo de cigarrillos ni nada que pareciera fuera de lugar; los cristales oscuros no le permitían ver más, pero a eso ya llegaría. Dio unos golpecitos en el cristal y observó cómo el conductor bajaba la ventanilla con aspecto indiferente.

—¿Sucede algo, agente? —preguntó con un tono que nada tenía de humilde.

Emma conocía ese comportamiento. Sabía exactamente lo que estaba pensando en ese momento aquel chico veinteañero sobre ella : una agente de policía que parecía tener menos de 25 años, que seguramente era de lo más débil e inexperta a pesar de pertenecer al cuerpo y que poseía una belleza que en nada ayudaba a que la tomaran en serio. La coleta alta no disimulaba su bonita melena rubia, la ausencia de maquillaje no escondía ni sus ojos grises ni su boca de proporciones perfectas y el entrenamiento mantenía su cuerpo en forma. Eso era lo que ellos no sabían, que en realidad estaba preparada para pegarles una paliza sin ningún problema.

—Sucede que iban a demasiada velocidad —respondió con voz amable.

—Lo siento. No me he dado cuenta.

—Y no lleva matrícula —añadió Joel acercándose a su lado.

Emma echó un vistazo al coche y también al copiloto, que parecía nervioso.

—Documentación del coche, por favor —ordenó—. Y la suya. Y si viaja alguien más con ustedes ahí detrás igual.

Le pareció escuchar una voz femenina resoplando, pero el chico que conducía atrajo de nuevo su atención.

—¿Nos va a detener, agente? —preguntó un poco sarcástico—. Si piensa usted usar sus esposas no me parecería mal, mientras sea con cariño.

Billy observó cómo cambiaba la expresión en el rostro de la policía rubia, por lo que carraspeó.

—Solo está bromeando, agente.

—Documentación del coche y la propia —repitió ella en tono seco.

—Yo soy Sam y él es Billy, ha sido un placer. ¿Podemos marcharnos ya?

—¿Se está negando a identificarse ante un agente de la ley? —dijo Joel echando mano de su radio al momento.

Sam lo oyó pero no apartó los ojos de Emma, y eran desafiantes.

—Ustedes no saben quiénes somos. No tengo por qué tolerar que la agente macizorra nos trate como delincuentes, ¿puedo hablar con su jefe? Ni siquiera van uniformados, quiero ver sus placas otra vez.

—Baje del coche, por favor —dijo ella sin perder su tono de voz tranquilo.

—Quiero hablar con el jefe de la comisaría —insistió Sam.

—Estás hablando con ella, chaval —repuso Joel meneando la cabeza.

El chico paseó su mirada de Joel a la rubia desconcertado y entonces ella le puso la placa delante de la cara.

—Soy Emma Jefferson, la jefa de policía de Little Falls. Y ahora baje del vehículo, por favor. No haga ningún gesto brusco ni con las manos ni con ninguna otra cosa.

Billy se echó las manos a la cabeza cuando oyó un carraspeo desde la parte trasera; se volvió para ver a Nathan que le señalaba las puertas.

—Abre —pidió el científico. Al ver que Billy no parecía reaccionar, insistió—. ¡Abre!

Un segundo después los seguros se elevaron y Nathan abrió la puerta de atrás; la voz del policía masculino pertenecía a un hombre que le llevaría dos o tres años y que no llevaba uniforme, aunque se le advertía el arma bajo la cazadora y su placa estaba a la vista. Y después la vio a ella; le había parecido reconocer su voz, pero al escucharla decir su nombre se habían disipado todas las dudas.

Los dos se alejaron de forma instintiva al ver como se abría una de las puertas traseras y Joel se llevó la mano automáticamente al cinturón.

—Tranquilo. No pasa nada —dijo Nathan alzando las manos para que viera que no tenía intención hostil—. Hola, Emma.

Ella lo estaba mirando fijamente, como preguntándose si veía bien. De pronto, su expresión se relajó hasta que apareció una sonrisa radiante en su cara.

—¡Nathan! Pero... ¡qué sorpresa! —exclamó acercándose.

Joel dejó de tocar su arma mientras observaba atónito cómo su jefa se aproximaba a abrazar a aquel pelirrojo como si lo conociera de toda la vida. Sam y Billy hacían algo parecido, preguntándose si aquel golpe de buena suerte los libraría de tener más problemas.

—No tenía ni idea de que todavía vivías aquí—estaba diciendo Nathan sorprendido—. Esto sí que no me lo esperaba. —Y se giró hacia el coche—. No pasa nada, nos llevan a la base militar. Estoy aquí por trabajo.

Emma se soltó del chico y regresó su atención a Sam y Billy.

—¿Son militares? —preguntó.

—Sí, señora —replicó Sam a regañadientes—. Ejército del aire.

—¿Y por qué no lo han dicho antes? —dijo ella exasperada.

—Es una misión secreta y nos pidieron específicamente dar la menor información posible.

—No a la policía.

Sam sacó su identificación, cogió la de Billy y se las acercó por encima de la ventanilla.

—Con el debido respeto, agente, esto queda fuera de su jurisdicción —dijo.

Emma le lanzó una mirada poco agradable, pero asintió con la cabeza.

—Muy bien —aceptó—, pero no olviden poner la matrícula.

Sam asintió, así que ella dio el asunto por finalizado.

—Suba al coche, doctor —pidió Billy.

—Un minuto —les dijo Nathan mientras escuchaba cómo Paris descendía por el otro lado y se giró a Emma—. Así que, ¿jefe de policía? No me lo creo.

—Pues resulta que lo conseguí —dijo ella con una sonrisa de satisfacción aunque sin darse importancia.

—Era lo que querías. Y no me sorprende, pegabas mejor que muchos tíos —sonrió Nathan al recordar eso.

—Y aún lo hago —dijo Emma enseñándole su cinto donde llevaba un par de armas sujetas—.Solo que ahora uso otros juguetes. A Dios gracias mi desequilibrio todavía está en fase temprana.

—La verdad, a estas alturas pensaba que ya tendrías tu propio psicólogo.

—¡Claro que tengo uno! ¿Tú no?

—Estás muy cambiada, ¿sabes? Tu pelo, tu... todo.

—Espero que «cambiada» no signifique vieja en tu diccionario personal.

Paris apareció de pronto, tratando que sus tacones no se clavaran en la tierra y haciendo aspavientos.

—¡Necesito fumar! —exclamó mientras los dos policías la miraban atónitos.

—Esta es la «doctora» Hill —informó Nathan—. Va en el lote.

—¿En el lote? Menudo viajecito me estás dando. —Se giró hacia Emma—. ¿Siempre es así? Porque hay veces que...

Nathan la escuchó disertar sin dejar de observar a su novia de la adolescencia. La recordaba como una rubia curvilínea, guapa y pizpireta, una chica que no tenía nada de seria, que corría y sacudía mejor que gran parte de sus compañeros de clase y que era bastante divertida. Ahora apenas la reconocía en aquella treintañera, pese a que su rostro seguía siendo juvenil, se la veía más adulta, más delgada, más... diferente.

—Estás guapa —le dijo interrumpiendo a Paris con total naturalidad.

—Siempre has sabido hablar —comentó ella—. Este es el teniente Joel Crane. —Vio cómo los dos se estrechaban la mano con una sonrisa—. Así que, ¿estás aquí por trabajo? —Él afirmó—. Y no puedes hablar de ello.

—No. Principalmente porque aún no sé nada. Mi padre no me ha puesto al corriente.

—Sigue en su línea, pues.

—Ya lo conoces.

En ese momento sonó el móvil de Emma, que descolgó de forma rápida.

—¿Sí?

—Soy Morrigan —dijo una voz al otro lado de la línea—. Te ha llamado dos veces el alcalde, algo sobre su hijo.

—Dile que en seguida lo llamo. —Cortó y miró otra vez a Nathan—. Trabajo, ya sabes cómo es.

—Ya lo veo. No te preocupes, nosotros nos marchamos ya.

Emma se quedó pensativa un momento y alzó la mirada hacia él.

—¿Cenamos juntos? —le preguntó—. Así podremos hablar con tranquilidad.

—Claro. Sería genial.

—La base está lejos y veo que no tienes coche, ¿te recojo a las ocho? —Él asintió—. Ah, no hace falta que vayas con esa ropa zarrapastrosa, puedes ponerte un traje chulo.

—Muy graciosa —se burló Nathan—. Veo que no has perdido tu chispa.

—Eso nunca. —Le guiñó un ojo—. Nos vemos luego.

Observó cómo tanto Nathan como Paris se metían en el coche y después cómo éste arrancaba para encaminarse otra vez hacia su destino. Joel sacó un cigarrillo con gesto lento, lo encendió y la miró.

—¿Nos vamos a casa?

—Aún tenemos algo de papeleo que hacer.

—¿Y por qué crees que voy a ayudarte con el papeleo?

—Quizá porque aún estás de servicio. Que el día sea... productivo.

Joel dio una calada.

—Lo tuyo sí que ha sido productivo —observó—. ¡No todos los días uno se encuentra con un ex con el que aún se hable!

—Éramos críos, Joel —le dijo ella—. Aunque bueno, nos iba muy bien. Si a su padre no le hubieran trasladado a Minneapolis vete a saber dónde... bah, habríamos roto más adelante.

—Seguramente. A esa edad es muy inocente.

—Pues nosotros hicimos de todo —dijo Emma y Joel levantó una ceja—. ¿Qué? Soy curiosa, ya lo sabes.

—Vale, vale, no me cuentes más detalles. Cuando uno lleva tanto tiempo soltero, la más mínima alusión al sexo puede desencadenar acontecimientos lamentables.

—Por cierto, esta noche no iré a cenar contigo.

—Ya. —Él soltó una risita socarrona—. Te vas a tirar al doctorcillo, ¿a que sí?

—¿Crees que me dejará?

—Madre mía, a veces tengo la sensación de estar hablando con un tío.

—Solo bromeaba. —Ella se encaminó de vuelta a su coche con Joel detrás—. Vamos a ir a cenar y a recordar viejos tiempos.

—¿Qué tipo de viejos tiempos? ¿Anécdotas divertidas de instituto o recuerdos físicos?

—¿De ambos?

—Vámonos —decidió Joel—. Pero recuerda algo importante, Emma; si él no quiere, las puertas de mi casa siempre estarán abiertas para ti.

—Se estropearía nuestra amistad. —Emma cerró la puerta del coche sonriendo.

—A mí no me importaría de forma especial, siempre he pensado que la amistad está sobrevalorada.

 

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