Antonia

Antonia


1956, el pisito

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1956

El pisito

Goyo acababa derrengado con su ansiado pluriempleo. Las camionetas de la compañía Adeva que pasaban cada media hora por el Cruce para enfilar la carretera de Andalucía hasta terminar su recorrido en Legazpi, junto al mercado central de frutas y verduras, a solo un paso de donde estaba la Empresa Nacional Calvo Sotelo, iban siempre desbordadas de obreros que intentaban llegar puntuales a sus puestos de trabajo en Madrid. Muchos viajaban por fuera, agarrados a cualquier saliente, aguantando a pulso los seis kilómetros de camino y aliviados a veces por brazos anónimos y caritativos que salían a través de las ventanillas para sujetarlos.

Goyo se organizó a pedales. Le traía más cuenta hacer su camino en bicicleta y saber que siempre ficharía a tiempo, que correr el riesgo de no encontrar sitio ni en los topes de la camioneta. Lo malo era el frío de las mañanas en invierno, y lo peor, el regreso a Villaverde en verano con el sol de las tres de la tarde, pero al menos aquellos dos trabajos les daban para sobrevivir.

La colonia se fue llenando poco a poco de los vecinos que iban recibiendo sus casas, mientras Antonia esperaba como agua de mayo que anunciaran el día en que Franco fuera a inaugurarla para que por fin terminaran de construir el prometido transformador y llegara la luz. «Nunca había deseado tanto ver al cabrón del Caudillo», decía.

Peor fue encontrar colegio para Amelia. Con lo bien que iba la niña y lo lista que había salido… una pena que sufriera un parón. El Cruce de Villaverde era un desamparado poblado encajado entre un arroyo mugriento que corría por el lateral de la empresa de ascensores Boetticher y Navarro, la carretera de Andalucía y varios sembrados de garbanzos. Al otro lado de la carretera, más campo antes de llegar a Villaverde Bajo, y en dirección opuesta, las obras del futuro colegio público que aún tardaría años en llegar, varias chabolas, otro descampado y, por fin, Villaverde Alto.

El colegio más cercano que encontró Antonia no era colegio, pero al menos serviría para que Amelia no perdiera ritmo y estuviera entretenida las mañanas y las tardes. Era la clase del señor Emilio, un maestro que enseñaba a niños de las edades más diversas en un almacén de Villaverde Bajo. La niña había cumplido cinco años y el señor Emilio no la ilustraba con nada que no supiera ya, pero Amelia ni perdía interés ni se dio por enterada del brutal cambio que supuso el nuevo cole. Había pasado de niña perfectamente uniformada en un aula al que no le faltaba el más mínimo detalle escolar, a tener que ir vestida con más capas que una cebolla para eludir el frío de aquel almacén convertido en aula y en donde solo había sillitas pegadas a la pared.

Todos los niños se apañaban escribiendo y haciendo cuentas con el cuaderno sobre las rodillas. Antonia, sin embargo, continuó con su costumbre de echar un trapo al bolso para quitar el polvo o el barro que se acumulaba en los zapatos durante la caminata. «Acuérdate, Amelia, los zapatos, siempre limpios».

La familia fue adaptándose sin quejas al nuevo barrio. El único disgusto fue que Miguel llegó antes que Franco.

Apareció una tarde por sorpresa, subido en un carro alquilado tirado por una mula. Cargaba con su cama plegable, su colchón, una mesa camilla, dos sillas y una maleta de cartón entelado. A Antonia casi le da un vahído. Goyo solo dijo: «No… si ya lo sabía yo».

Las máquinas excavadoras habían llegado por fin hasta el 27 de la calle del Águila y Miguel aguantó viviendo solo hasta el último minuto del último momento, dispuesto a lo que fuera con tal de no irse a vivir a Vallecas. Aunque Antonia tuvo cuidado de no darle señas de la nueva casa, sí le dijo que Goyo había encontrado trabajo de vigilante en Villaverde. Miguel solo tuvo que llegar al Cruce, localizar una colonia de nueva construcción y preguntar por «Goyo, el vigilante», conocido ya por todos los vecinos porque puntualmente acudía a cobrar los recibos.

Antonia rabiaba, ahora también con su marido. Echaba de menos algo más de coraje para defender su independencia. Bien es cierto que Miguel era un teatrero de premio, y que sabía dar lástima. A su edad… tan solo, a punto de jubilarse… sin familia.

—¿Tendrás guardados los papeles del piso de Vallecas? —le preguntó Antonia.

—Sí. Y las llaves.

—Más te vale, con lo que me costó conseguírtelo. Te vamos a dejar que te quedes, pero ¿te acuerdas de lo que me dijiste cuando me tuve que ir a casa de la Manuela?

—No —contestó Miguel, manteniendo un tono modoso.

—Me dijiste que «San Pirando» si no te entregaba todo el dinero para tus vinos. Pues lo mismo te digo. O me entregas el dinero o «San Pirando» de aquí.

—¿Todo?

—Te dejaré algo para tabaco y tus chatos, pero te juro que si apareces borracho te ahogo en el arroyo de más abajo. Yo ya no soy una niña acobardada. A la mínima, te echo, que no me das ninguna pena. Y llévate al basurero esos cuatro trastos podridos que te has traído.

—Me ha costado diez duros alquilar el carro.

—¡Al basurero! Estaba esperando a un cabrón y me viene otro —murmuró Antonia mientras se daba la vuelta.

Amelia comenzó a dormir en una cama extensible que se agenció Antonia y que instalaron en el comedor al perder la niña su habitación en beneficio de su abuelo. No se lo podía creer. Hacía solo unos meses que se había olvidado de lo que era apartar unos muebles para poner otros y la historia volvía a buscarla. En contrapartida, caviló cómo sacar tajada de aquella desgracia, y la idea se la dio la camita de la niña.

Con la excusa de pedirle precios, Antonia fue a la fábrica de camas del señor Benito, en la glorieta de Embajadores. Lo conocía bien, porque había sido vecino de la calle del Águila y sus hijos fueron compañeros de juegos. El hombre, viudo, andaba desesperado a cuenta de las mujeres con las que se habían casado sus dos varones. Las nueras se llevaban a matar y vivían todos juntos en la casa donde tuvo que acoger el señor Benito a las dos parejas, justo encima de la fábrica.

Antonia recordó algunas de las veces que le oyó lamentarse cuando le contaba que entre unos y otras iban a acabar con él. «Mis hijos han llegado a pegarse. Mi casa es un campo de batalla, pero a ver qué voy a hacer. Ninguno tiene dinero para comprarse un piso, y si yo tuviera, se lo compraba, aunque me quedara sin comer».

Antonia tenía la casa que necesitaban.

Tras el disimulo sobre si tal o cual cama turca sería mejor, Antonia preguntó directamente al señor Benito cómo le iban las cosas en casa. «De mal en peor», fue su respuesta. «Pues yo tengo un piso que le puede venir de perlas», contraatacó ella. Y le planteó el negocio sin rodeos.

Le informó de la casa que le habían adjudicado a su padre en Vallecas y que ni siquiera había llegado a ocupar. Si el señor Benito estaba dispuesto a aflojar veinticinco mil pesetas, uno de sus hijos y su esposa podrían instalarse en ella, teniendo solo cuidado de decir que eran parientes lejanos del propietario en caso de que alguien preguntara. «Pero no se preocupe, que nadie pregunta. Hay tal desbarajuste con los realojos, que ninguno está pendiente del vecino —lo tranquilizó la negociante—. Puede usted comprobarlo, porque allí están viviendo la portera de mi casa, la Domi… ¿se acuerda de la Domi?… y la Engracia, y la Paca… Pregunte, pregunte si quiere». Antonia se ocuparía de entregarle un papel con la renuncia de Miguel a los derechos de la casa en el que diría que los que allí vivían eran sus parientes mientras él trabajaba fuera. Un chanchullo en toda regla que ella sabía cómo manejar.

El hombre le pidió tres días para pensarlo.

—Hay poco que pensar, señor Benito… ¿Es que su salud no vale veinticinco mil pesetas? Comprar un mal piso no baja de cien mil. Usted verá…

Al cuarto día Antonia estaba como un clavo en la fábrica de camas para ver si se concretaba el trato, y con ella llevaba el papel que le había preparado un abogado con la renuncia que Miguel firmó con una cruz bajo la amenaza del «San Pirando» y apretando los labios de rabia al tener claro que no vería ni un duro del negocio que había puesto en marcha su hija.

Un documento con todas las de la ley que no servía absolutamente para nada, salvo para tranquilizar al señor Benito.

El acuerdo se cerró, y una semana más tarde a Antonia le temblaban las rodillas pegada a una fachada de la calle de Embajadores, apretando su bolso bajo el brazo derecho con veinticinco mil pesetas dentro. Ni siquiera se las podía guardar en el sujetador porque abultaban mucho. Las piernas no le respondían. Todo el mundo la miraba. Todos sabían que llevaba encima un dineral.

Buscó un taxi, el primero al que se subía en su vida, y dijo «A la empresa Calvo Sotelo. Casi al final de la calle Embajadores, cerca de Legazpi».

—¿Le pasa algo, guapa? La noto nerviosa. Si quiere la invitó a un café para que se tranquilice —le dijo el ligón del taxista.

—Mejor me lleva a Calvo Sotelo y nos tomamos el café con mi marido. Y no me llame guapa.

—Es que lo es.

—¡A Calvo Sotelo, coño!

Cuando Goyo la vio desde la caseta de la conserjería bajarse del taxi, supo que ya tenía el dinero, y solo entonces a Antonia dejaron de sudarle las manos y paró de amargarle la boca. Vomitó.

Por fin Antonia pudo darle al trapero las viejas, rasposas y roídas mantas del ejército con las que se apañaban desde hacía años. Y las sábanas repletas de zurcidos. Y las cortinas hechas de retales. Se compró un abrigo de mouton y un vestido camisero; Goyo estrenó traje para los domingos y abrigo de paño; Amelia lució tres vestidos nuevos, uno de ellos de nido de abeja en la pechera, y Miguel recibió una propina de mil pesetas de las que Antonia le restó setecientas para comprarle mudas, camisas y dos pantalones.

La casa comenzó a ser un hogar, con las ventanas vestidas de visillos y cortinas, con colchas en las camas, con unas pantallas que taparon las tristes bombillas que hasta entonces colgaban de los cables del techo. Y comían sobre un mantel de florecitas, cada uno con su servilleta a juego.

Pero antes de nada, Antonia apartó el dinero necesario para instalar la calefacción. Aquel piso que se les antojaba un palacio, aunque solo fuera por tener váter propio, parecía construido sobre un pantano. Las humedades se comían las paredes y dejaron un criadero de moho con el que Antonia luchaba a diario; eso, cuando no andaba arrodillada con la bayeta recogiendo el agua que rezumaba del suelo. Uno de los albañiles que trabajaba en la colonia les dijo que, dada la mala construcción de las casas, aquello no lo iban a solucionar hasta que no instalaran la calefacción.

Para Antonia ya era tarde, porque le diagnosticaron una bronquitis crónica y un reuma de los que ya no se pudo desprender.

Faltaba solucionar la educación de Amelia. Ni un maldito colegio decente y asequible en los alrededores en el que enseñaran más allá de una formación primaria con la Enciclopedia Álvarez. Con las clases del señor Emilio la niña no llegaría a ninguna parte, y el bachillerato no lo daban en los colegios nacionales. Antonia estaba dispuesta a hacer de tripas corazón con aquellas disfrazadas con hábitos con tal de que su hija alcanzara su título, pero las doscientas setenta y cinco pesetas al mes que cobraban en el único colegio de monjas que había en Villaverde Alto eran imposibles de asumir.

—¿Es que no la puedes llevar a las gratuitas? —le preguntó su prima Meli cuando le pidió Antonia una ayuda para que la pequeña pudiera matricularse en el colegio—. Casi todos los de monjas tienen un cupo para las que no pueden pagar.

—Pero solo cogen a las que ellas quieren, y a las gratuitas no les dan bachillerato. Las dejan solo con la enseñanza primaria, que ya me he enterado yo. Menudas son. Te lo pido porque si pagaste el primer año de la niña en el Sagrado Corazón, igual te da pagar a otras monjas. Además, deben de ser las mismas, porque este colegio los llevan las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús. El uniforme lo pongo yo.

—Lo que no entiendo es cómo en un colegio de pueblo cobran más que en uno de Madrid…

—Es que todo ha subido mucho. Las monjas también. Y a ese colegio van las hijas de Boticher, y la del dueño de Muebles El Barato, y la del jefe de la central de Telefónica de Villaverde… Como son todos ricos, por eso será más caro. Digo yo, no sé.

—Lo máximo que puedo hacer es darte cien pesetas al mes. Por lo menos que sea una ayuda para que la niña no salga tan atea como tú.

—Yo lo que quiero es que le enseñen. Ya me ocuparé yo de sacarle las tonterías y las mentiras que le metan en la cabeza.

—Pues vaya moral que va a aprender Amelia.

—Como hablemos de moral, te doy lo tuyo… No me busques.

—¿Ya estamos otra vez? Cien pesetas. El resto lo ponéis vosotros, que los caprichos hay que pagarlos.

—¿Un capricho que tu ahijada no salga tan ignorante como tú y como yo? ¿Eso es un capricho?

—Yo no soy una ignorante. La que no sabe leer ni escribir eres tú.

—Pero yo he salido lista y tú una espabilada. Sabes las letras y cuatro números, pero te falta moral y educación. Que lo sepas, so ilustrada.

No fue fácil la estancia de Amelia en el colegio de monjas. Pese a que Antonia pagaba religiosamente las doscientas setenta y cinco pesetas mensuales gracias a las cien de ayuda de su prima, el trato que recibía la niña era mezquino. Sor Pirfano, la superiora con la que tenía que tratar Antonia, conocía la procedencia de Amelia, «el poblado chabolero del Cruce», como de vez en cuando dejaba caer, y sabía de las dificultades económicas de la familia, porque Amelia era de las pocas niñas que no pagaban comedor. «No vivimos con los quinquis, hermana Pirfano. Nosotros tenemos casa. Y si le traigo la tartera a la niña es porque necesita una alimentación especial. No me la humille».

Amelia ya podía comer casi de todo, pero el pescado rebozado, el arroz pastoso y la fruta demasiado madura no eran propios de aquel comedor de niñas pudientes. «Estas zorras ahorran hasta en dar de comer a las que les pagan», se quejaba Antonia, que decidió no pagar un almuerzo para pobres en un colegio de ricas preparando la tartera de la niña cada mañana.

Por calentar la comida de Amelia, el colegio exigía el pago de una peseta diaria; un extra del que se libró Antonia llevándole ella misma cada mediodía un guiso recién hecho. Corriendo siempre, para que no se enfriara durante el kilómetro y medio de camino.

Pero las monjas no paraban de apretar. No había semana sin petición a las familias para contribuir con un duro para las misiones o con otras cinco pesetas para poner flores a la Virgen. Cuando no eran los negritos, eran los chinitos, y cuando no, los pobres. Antonia contribuía con comida y medicinas que sacaba del economato al que tenían derecho los trabajadores de empresas nacionales.

—Ya te he dicho varias veces, Antonia, que tienes que traer el duro, como las otras niñas —le volvió a llamar la atención la superiora, que siempre la tuteaba para acrecentar su mando—. Y las flores a la Virgen las compramos nosotras. Deja de traer claveles.

—Pero, digo yo, que los chinitos y los negritos pobres necesitarán comida, más que dinero. Pobrecitos, que yo sé lo que es el hambre, hermana Pirfano. Comida es lo que necesitan, ya se lo digo yo.

—Lo que necesitan lo decide la congregación, no tú. Si no puedes pagarlo, lo entiendo. Si quieres le busco sitio a la niña con las gratuitas, para que no pases calamidades.

—En las gratuitas no hay bachillerato, y yo me quito de comer antes de que mi hija se quede sin bachillerato.

—¿Y para qué le va a hacer falta a Amelia el bachillerato, Antonia?

—Para lo mismo que a la hija del señor Boetticher.

—Boetticher es una empresa. Y aquí no vienen sus hijas; vienen las hijas de uno de los jefes.

—Lo mismo me da de quién sean hijas… como si son del papa, pero Amelia tiene que salir con el bachillerato como me llamo Antonia.

«¡Joder con las Hermanas de la Caridad! Venga a pedir y pedir… parece que les ha hecho la boca un fraile», renegaba Antonia cada vez que Amelia venía con una nueva petición del colegio a la que ella volvía a responder con un kilo de legumbres.

La hermana Pirfano era un mal bicho criado en una familia de postín. Lo dedujeron las niñas porque siempre llevaba colgado un bolígrafo de oro y porque de vez en cuando aparecían por el colegio algunos parientes en enormes coches con chófer. Gastaba siempre muy buen calzado, unos botines finos y lustrosos de medio tacón que llamaban la atención de Amelia.

Cuando observaba los paseos de las monjas por el claustro en los momentos obligatorios de meditación, no quitaba ojo de los pies que asomaban de los faldones. La hermana Pilar, su profesora de música, la más cariñosa y querida por todas las alumnas, siempre llevaba las mismas zapatillas de fieltro, deshilachadas a la altura del dedo gordo; debía de ser pobre. La hermana Julia, la de álgebra y geometría, calzaba buenos zapatos, pero tan feos como sobrios; un reflejo de su carácter seco. Sor Angustias, la de dibujo, los llevaba apagados, sin brillo, igual que sus clases. Su madre tenía razón, los zapatos hablan de quien los lleva puestos.

En 1957, la colonia del Cruce estaba llena y a pleno funcionamiento. Para entonces, Antonia se había convertido en la perfecta ayudante de Goyo, atendiendo a todos los que pasaban por casa o la abordaban por la calle mientras su marido estaba en el trabajo de la mañana. Memorizaba los recados, cobraba los recibos atrasados que Goyo guardaba en casa a la espera de que pudieran pagar y evitando informar de esos retrasos a la Obra Sindical del Hogar; ayudaba a los vecinos más despistados a situarse en el barrio, informaba a las mujeres de las tiendas que mejor despachaban, buscaba a los albañiles de mantenimiento de la colonia para decirles que una cañería había reventado en tal calle o que la grieta del edificio de más allá se estaba haciendo más grande… Antonia comenzó a ser conocida como la «vigilanta».

Al igual que Goyo, había visto llegar a la mayoría de los vecinos porque casi todos tuvieron que pasar por la casa del vigilante para presentar los papeles de la adjudicación, recoger las llaves y recibir instrucciones del funcionamiento de la colonia. Tanta ida y venida de nuevos vecinos les proporcionó muchos conocidos y estar al tanto de todo lo que se cocía por el Cruce.

Los que menos duraban en las casas eran los gitanos, que llegaban para ser realojados después de haber visto cómo destruían su chabola. Pero a ellos la vida se les hacía imposible en un piso, donde las familias, casi siempre muy numerosas, se negaban a separarse del burro con el que recogían chatarra y cartones, la cabra y un par de gallinas.

Cuando se presentaban en casa del vigilante con el papel de la adjudicación, Goyo intentaba buscar alguna vivienda libre de planta baja para que, al menos, dejaran a la bestia atada por fuera a la reja de la ventana. Pero no había forma. El burro, la cabra, las gallinas y algún que otro perro acababan viviendo dentro. A Goyo le llovían las quejas del resto de los vecinos.

Él siempre los tranquilizaba de la misma forma. «No se preocupen, que en dos meses, como mucho, se habrán ido». Solían desaparecer enseguida, no sin antes desmantelar la casa de grifos, lavabos, azulejos y losas que les servían para levantar su nueva chabola.

Esas casas había que repararlas y adjudicarlas de nuevo a otros inquilinos que estaban a la espera de una vivienda; familias que seguían llegando tras los desalojos de poblados chaboleros, las menos, y otras que conseguían el piso por recomendación de algún alto cargo del régimen. Tampoco es que les hicieran mucho favor. Los que llegaban recomendados al Cruce de Villaverde debían ocupar el escalafón más bajo en la lista de compromisos.

A mediados de 1957 Goyo comenzó a extrañarse de la frecuencia con la que se presentaban nuevos vecinos cordobeses a ocupar los pisos rehabilitados. Casi todos eran de Cabra. Antonia se propuso averiguar a qué venía esa coincidencia geográfica y acabó atando cabos después de unas cuantas charlas aparentemente casuales en las que siempre salía a relucir el mismo nombre, el señor Solís.

Los hombres decían ser primos lejanos, la mayoría de las mujeres presumía de haberle dado de mamar, y Antonia, que no acababa de entender de dónde venía el empeño de todos de emparentar con el tal Solís, comenzó a llamarle el Mil-leches.

José Solís, le explicó Goyo, había sido nombrado hacía solo tres meses ministro-secretario general del Movimiento, y dado el volumen de gentes procedentes de Cabra, estaba claro que desde su nuevo cargo se había dado prisa en dar respuesta a sus paisanos.

Antonia se refería a ellos como «los cordobeses» porque no conseguía aprenderse el gentilicio que le daban cuándo preguntaba eso de «¿Y ustedes de dónde son?». «Somos egabrenses, de Cabra, un pueblo de Córdoba», respondían. A Goyo tampoco le cuadraba el nombre de los lugareños con el de su pueblo, pero dedujo que lo de egabrenses sería una evasiva rebuscada para evitar llamarse cabrones o cabreros.

Rebuscada, no, porque Cabra era la villa heredera de la antigua Egabro romana, pero lo de egabrense era una finura lingüística que quedaba muy lejos de los conocimientos, no solo de Goyo y de Antonia, sino del propio ministro Solís de ser cierto el episodio que le ridiculizó durante una sesión de Cortes. Abogaba Solís desde su poderío de mandamás del Movimiento Nacional por un proyecto de ley que aumentara el número de horas destinadas a la gimnasia y al deporte en los colegios en vez de dedicar tanto estudio a las lenguas muertas. «Porque, en definitiva, ¿para qué sirve hoy el latín?», fue la infeliz pregunta atribuida a José Solís, a la que su colega falangista y procurador en Cortes Adolfo Muñoz Alonso, reforzado además por su cátedra de historia de la filosofía, le respondió desde su escaño: «Por de pronto, señor ministro, el latín sirve para que a su señoría, que ha nacido en Cabra, le llamen egabrense y no otra cosa».

Goyo y Antonia hicieron buenas migas con dos nuevos vecinos del Cruce, Pura y Mariano; ella era una jovencísima egabrense, y él, un cabrón nacido en Madrid que acabó recalando en Cabra a finales de los años cuarenta. Desde allí consiguió el piso que le devolvió a Madrid con Pura, una pareja que arrastraba una historia que a Antonia le hizo sentir por ella una mezcla de lástima y penitencia bien merecida, y no poca desconfianza hacia él.

Pura era la menor de tres hermanas, y con la mayor de ellas se había casado Mariano. Tuvieron dos hijos, pero los tres acabaron abandonados en cuanto el marido se encaprichó de la mediana de las hermanas, a la que también plantó en cuanto puso el ojo en la jovencísima Pura cuando cumplió trece años. Si la tercera de las hermanas no hubiera sido la última, el picaflor de Mariano habría seguido recorriendo el escalafón.

Pura llegó a la colonia con dieciocho años y Mariano no le permitía salir a la calle si no iba acompañada por él… o por Antonia. «Se te ve una mujer decente —le decía Mariano—, y la Pura es muy guapa como para dejarla sola». «Será cabrón, el cata-hermanas este…», pensaba Antonia antes que decírselo. Pero llegó el día en que la oyó.

El 21 de mayo de 1958, octavo aniversario de su boda con Goyo, Antonia quiso sorprender a su marido con una cena de lujo. Llevaba meses ahorrando para poder poner en la mesa una docena de cigalas cocidas que dispuso perfectamente acostadas sobre un lecho de lechuga y rodeadas de chirlas.

Así las había visto en la foto de una revista, con las pinzas estiradas y bien juntitas. En la imagen había almejas, pero a tanto no llegaba.

Pendiente de la llegada de Goyo para encender la luz solo cuando estuviera delante de la mesa, Antonia permanecía oculta, vigilando tras la persiana bajada del piso de la calle Alcocer. Lo vio llegar acompañado de Mariano, andando los dos con parsimonia hasta detenerse junto a la ventana. Goyo escuchaba las quejas de su amigo por la mala suerte que había tenido con las mujeres, por el dinero que podría haber amasado si no fuera por ellas.

—Si supieras lo que yo he tenido, Goyo… aunque ahora me veas en una colonia de pobres. Podría ser millonario, pero las mujeres se lo han comido todo. Cuando yo era jefe del Auxilio Social de mi barrio en Madrid, los sacos de garbanzos, el azúcar, las patatas… entraban por la puerta y los guardábamos en el almacén. A los críos les dábamos acelgas con agua, y por la noche sacábamos los sacos en carros y los revendíamos. ¡Ni te imaginas el dinero que gané en aquella época! Y ya me ves… lo único que he conseguido es este piso por mis contactos en Falange.

Antonia se encendió.

Salió a la calle y agarró a Mariano de la pechera. «¡Hijo de puta! ¡Cabronazo! ¡Cómo te atreves a presumir de haber matado a niños de hambre! ¡Falangista asqueroso! —gritaba Antonia mientras Goyo intentaba arrancarla de las solapas de Mariano—. ¡Tú eres un mierda! ¡Tú has traficado con mi hambre! ¡Yo era uno de esos niños a los que dabais acelgas con agua! ¡Hijo de puta!».

Estaba fuera de sí.

Goyo se la llevó a rastras y él fue el único que disfrutó de las cigalas de aniversario. A Antonia se le cerró el estómago. «No sé cómo has sido capaz de estar oyéndole sin decirle nada. Con el hambre que nos han hecho pasar cabrones como él…», le recriminaba a su marido.

Las relaciones con Mariano y Pura se cortaron de cuajo, aunque ella continuaba saludando a Goyo y a Antonia cuando se los encontraba, siempre al lado de una vecina encargada de acompañarla. Una tarde, Antonia la frenó en seco.

—Me estoy empezando a cansar de que nos saludes solo cuando no está el Mariano delante. A mí no se me retira el saludo a ratos, que te quede claro —la desafió.

—Entiéndelo, Antonia, me lo tiene prohibido, y antes está él que tú, aunque yo te aprecio mucho. Dice que vas hablando mal de los falangistas, y que puedes tener problemas que me salpiquen a mí. Que lo mismo te denuncia…

—Pues le vas a decir una cosa de mi parte al cabrón de tu marido… que no es tu marido. Si me quiere denunciar a los falangistas, le dices que yo tengo conocimientos en Falange de muy arriba, y que los problemas los puede tener él. Aquí la única que pierde categoría hablando con vosotros soy yo… que no sé ni cómo estás con ese tipejo que ya ha pasado por todas tus hermanas y que ha dejado abandonados a sus hijos. Que se ande con cuidado, a ver si la que le va a denunciar soy yo.

La vecina que acompañaba a Pura no podía cerrar la boca, y la muchacha no sabía qué decir al comprobar que Antonia conocía toda su historia y que, seguramente, empezaría a conocer toda la colonia a partir de ese momento.

El imprudente de Mariano tenía al tanto de todas sus machadas a Goyo, y Goyo se las había transmitido a Antonia, que soltó la lengua en cuanto se vio ofendida y amenazada.

El episodio callejero provocó que Pura y Mariano empezaran a cambiar de acera para evitar cruzarse con Goyo y Antonia. Al principio, manteniendo miradas desafiantes; después, desde que hizo la comunión Amelia, bajando la cabeza para evitar que Antonia y Goyo ni siquiera repararan en ellos. Era verdad que conocían a alguien gordo en Falange.

No fueron los únicos que se quedaron con un palmo de narices cuando un enorme coche oficial, con chófer, distintivos militares y banderitas de Falange en los laterales del morro, fue a buscar a Amelia a su humilde colonia del Cruce para llevarla al colegio de Villaverde Alto a que tomara su primera comunión. Dentro se acopló como pudo la niña, entre Juanita y su madrina Meli, con don Emilio sentado delante. Goyo y Antonia fueron caminando. Salieron con tiempo para que cuando llegara el coche ellos ya estuvieran allí. Antonia quería ver la cara de la estirada hermana Pirfano, que recibía a las niñas y sus familias en la puerta, cuando Amelia bajara de semejante cochazo oficial. «Se va a caer de culo», pronosticó Goyo.

Antonia había dejado preparado un picoteo para cuando regresaran de la ceremonia. En la misma calle, sobre unas maderas largas que se agenció Goyo, apoyadas en caballetes y cubierto el doméstico apaño con manteles, algunos vecinos y los escasos invitados por la comunión de Amelia disfrutaron de huevos rellenos, patatas en ensalada, aceitunas, ensaladilla rusa, limonada y fresas con nata.

Meli aprovechó un momento para llevarse a un aparte a su prima y hacerle una propuesta. Lo había hablado previamente con don Emilio y Juanita y les parecía bien. A la niña no le faltaría de nada de ahora en adelante. Pagarían toda su educación en un colegio aún mejor que al que acudía en Villaverde y, sobre todo, más céntrico. Se relacionaría con otras niñas de mejores familias, tendría más y variados vestiditos y, quién sabe, si Amelia valiera, podrían pagarle la universidad.

—Pero se tiene que venir a vivir con nosotros. La podéis ver cuando queráis, pero mejor los domingos para que no se distraiga de los estudios.

—¿A ti se te ha ido la cabeza?

—¿Es que no te parece un trato justo?

—¿Un trato? ¿Tú te crees que mi hija es una mula? Anda, Meli… que preferiría no haberte oído. Mi hija y mi marido son lo que más quiero en el mundo y no me separa de ellos ni Dios. ¿Tú qué te has creído?

—Sé que estás embarazada, y mientras crías a otro hijo, nosotras… nosotros hemos pensado que podríamos ocuparnos de Amelia. Pero ya veo que estás dispuesta a que tu hija sea una desgraciada viviendo en esta colonia antes que dejar que la eduquemos nosotras… nosotros.

—Sabía yo que esto era idea tuya y de Juanita. ¿Qué educación le vais a dar, si vosotras tenéis la vuestra en la punta del pie? Si vivís de la mentira y de las apariencias… si vais de lo que no sois… Cómo se te ocurre que porque vaya a tener otro hijo te voy a dar a Amelia.

—No grites. Y no me la vas a dar, ya te he dicho que podéis ir a verla.

—Lo que me faltaba, que tú me des permiso para ver a mi hija. Y grito lo que me da la gana porque estoy en mi casa, en mi calle y en mi barrio.

—Así es como agradeces que yo, que ya me tratan de ilustrísima y excelentísima señora, quiera ayudar a tu hija. Me está bien empleado, por rebajarme.

—Excelentísima señora… Tú qué vas a ser excelentísima. Tú eres de Lavapiés, como yo. Y te has comido los mocos como yo. Y de ilustrísima tienes lo que yo te diga. A ver si te crees que porque te hayas arrimado a don Emilio se te han pegado los estudios.

—¿Así me lo pagas? Ni siquiera le he dicho a Emilio que tus padres han estado en la cárcel por rojos, y bien que lo podía haber hecho. Ya sabía Juanita que no te lo ibas a tomar bien. Le tendría que haber hecho caso.

—Mira, Meli, me tienes de Juanita hasta los cojones. Ni es un tío ni es una tía, es el caballo de Espartero. Y a don Emilio no hace falta que le cuentes nada porque ya se lo he contado yo. Lo que tendrías que contarle no se lo cuentas, ¿verdad? Bien sabes que mi madre no era roja y mi padre tampoco. Mi madre era una simple verdulera que fue a la cárcel por venganza, y mi padre… a mi padre lo tendrían que haber dejado dentro, pero no por rojo, sino por cabrón. ¿Excelentísima? ¿Ilustrísima? Anda ya, Meli… que si yo he estado en la cárcel por estraperlista, tú has estado por ladrona. Tú nunca has sido más que yo, has sido peor que yo. ¡Excelentísima!

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Juanita, que se había acercado sin que las primas repararan en ella—. ¿A qué viene eso de que has estado en la cárcel?

—Pues pasa que vosotras no os lleváis a Amelia. Yo me he tenido que criar sin madre, pero mi hija no se va a criar sin la suya —se le encaró Antonia—. Os metéis vuestro dinero por donde os quepa.

—¿Cuándo has estado tú en la cárcel, Meli? —volvió a preguntar Juanita.

—Claro… es que la excelentísima no se lo ha dicho. A la que se le llena la boca de educación no cuenta que estuvo seis meses presa por ladrona. No cuenta que gracias a lo que yo sacaba con el estraperlo, mi tía Dora le podía llevar buenos paquetes a la cárcel. Mi hija se queda con nosotros y se acabó la discusión. Vuestras cosas os las apañáis entre vosotras —remató Antonia ya más calmada, dando media vuelta y dejando a la pareja allí plantada—. Yo voy a ponerle una limonada fresquita a don Emilio.

Como apañaran sus asuntos, quedó para ellas, pero Antonia supo que les acarreó un disgusto gordo que también trajo consecuencias para Amelia. Las muy vengativas dejaron de pagar las cien pesetas de ayuda para los estudios y alguna ropita que de vez en cuando le regalaban.

No por ello estaban dispuestos a que la niña abandonara el colegio, pero lo que no podían permitirse era otro hijo. «Ya habrá tiempo de tener más, Antonia —intentaba consolarla Goyo, aunque la más decidida a abortar era ella—; no podemos ahogarnos más de lo que estamos. Vete a hablar con Rosario».

Rosario era conocida en la colonia por tener un discreto contacto en el barrio de Usera que provocaba abortos. A cambio de una comisión, llevaba a las mujeres hasta una comadrona «muy limpia y muy profesional que deshace tripas sin riesgos para la madre», como bien explicaba para tranquilizar a las pacientes.

Antonia abortó antes de que se cumpliera el tercer mes, y su inquebrantable decisión de salir del agujero antes de traer más desgraciados al mundo ayudó a que el disgusto pasara antes. El siguiente hijo que tuviera vendría cuando hubieran dejado atrás tanta necesidad, cuando pudieran estar seguros de que no le iba a faltar lo indispensable. Y venir, vendría, porque si algo seguía echando de menos Antonia era un hermano. Uno al menos. Amelia no sería hija única.

La pareja puso fuerzas e ingenio a trabajar. El vigilante Goyo se convirtió también en el cobrador «de los muertos» en el Cruce, y, a la vez que pasaba los recibos para la Obra Sindical del Hogar, recaudaba las mensualidades de los asegurados o intentaba captar nuevos clientes. Lo tenía fácil, porque toda la colonia lo conocía y no tenía que perder tiempo en ganarse la confianza de los vecinos.

Pero los ingresos continuaban siendo insuficientes pese a la administración milimétrica de Antonia y a los trucos que maquinó para que toda la ropa de su marido saliera gratis. Tanto en su trabajo de conserje en Calvo Sotelo como en el de vigilante a sueldo de la Obra Sindical del Hogar, Goyo estaba obligado a vestir de uniforme, uno de verano y otro de invierno, que la empresa y el organismo le facilitaban anualmente.

Antonia sacó provecho a su habilidad con la aguja y llegó a un acuerdo con las dos sastrerías a las que Goyo tenía que ir a recoger sus trajes. En vez de entregarle uniformes nuevos para las dos temporadas, bien podían cambiárselos por el equivalente en precio a un abrigo, una gabardina, un par de chaquetas de sport, una camisa de hilo, un traje de vestir, un corte de tela para hacerse ella un vestido o un par de faldas… lo que fuera.

No por ello Goyo dejaba de ir como un pincel, porque además de ser muy cuidadoso con la ropa, Antonia sabía darle la vuelta a las chaquetas y pantalones que supuestamente había que desechar por gastados; desmontaba los cuellos y los puños de las camisas para ocultar la tela rozada y coserlos de nuevo dejando a la vista la cara que no había sufrido desgaste; cambiaba las ballenas de los cuellos, metía entretelas nuevas en las solapas, repasaba los fondos de los bolsillos… y los uniformes viejos volvían a relucir.

Sacó unas perras más encargándose de lavar y planchar semanalmente las batas blancas de los químicos que trabajaban en Calvo Sotelo, y encontró trabajo cosiendo en casa unas piezas de telas cortadas y marcadas que le entregaban en un almacén del centro de Madrid y que ella tenía que devolver convertidos en pijamas perfectamente armados. Dos míseras pesetas por cada pijama terminado.

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