Antonia

Antonia


1939, hambre

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Miguel recibió la noticia con un insulto. «¡Será hija de puta!».

Antonia se sintió perdida. Otra vez.

Su padre no permitió que volviera con su tía Dora. Necesitaba dos manos en casa que le hicieran de comer y supieran dar un agua a la ropa.

No es que Antonia se desenvolviera ni con una cosa ni con la otra, pero era lista y aprovechaba cada guantazo para aprender una maña nueva.

A Miguel no le quedó otra que volver a agarrar la brocha para conseguir algunas perras. Por las tardes siempre se repetía el mismo rito: salía de trabajar, se aseaba y se cambiaba en casa, se ataba un pañuelo al cuello, agarraba a Antonia y se la llevaba a los puestos del mercado de la calle Calatrava. Compraba lo que le apeteciera y de lo que hubiera para la cena; casi siempre sardinas… un huevo de vez en cuando, alguna patata para freírla… y enviaba a su hija de vuelta a casa para que le preparara la cena mientras él se iba a echar unas horas a la taberna de la Gorda, la de Pepe o, sobre todo, la del Benigno. Miguel cobraba los lunes; o los martes, si el lunes había estado atrapado en la resaca del domingo, pero con demasiada frecuencia el miércoles ya se había bebido la paga.

Mandaba entonces a Antonia a una de las tascas a pedir prestado un duro para comida. «Dice mi padre que se lo devuelvo el lunes, señor Benigno», y el tabernero siempre aceptaba el trato porque sabía que Miguel se dejaba casi todo el sueldo en el vino de su casa.

Antonia carecía de destreza en la cocina. Las entendederas de sus diez años no le daban para limpiar el pescado, y precisamente las sardinas fueron las que le acarrearon más bofetones. La primera vez que abrió el envoltorio de papel de periódico y miró cara a cara a tres sardinas boquiabiertas, esperando que alguna de ellas le dijera qué hacer, tomó su primera decisión equivocada: las cocinó enteras y en injusta recompensa recibió un sopapo por haberlas frito con cabeza y sin limpiar la tripa. Visto que los arenques seguían sin darle pistas, en la segunda ocasión los sopapos llegaron a pares por haberles pegado un tajo a los pescados por debajo de la tripa. Cuando Miguel se los encontró en el plato, allí solo había tres colas fritas. Y cuando no era por una cosa, era por otra, pero los sopapos derivaron en somantas a cuenta de las malditas sardinas.

La mayor parte de las veces, Miguel regresaba de la taberna cuando Antonia ya estaba dormida. Aquella tarde, la niña dejó preparada media docena de sardinas para que su padre cenara, bajó a jugar al patio, regresó luego a casa y se acostó, pero cuando Miguel llegó con su habitual melopea, en el plato descascarillado de loza que había sobre el fogón solo quedaba el rastro de unas gotas de aceite.

—¡¿Dónde están las sardinas?! —despertó Miguel a su hija, zarandeándola.

—¡En el fogón! ¡Están en el plato, encima del fogón!

—¡No hay nada en el fogón! ¡Te las has comido tú! ¡¿Verdad?! ¡Dilo! ¡Te las has comido! —siguió gritando su padre, calentito por el vino, mientras la sacaba a rastras de la cama.

Antonia juraba que no, que las había dejado en el plato, pero los golpes no paraban y de nada servían las rabiosas negativas de la niña. Más de una noche tuvo que subir la Domi a parar a Miguel antes de que matara a su hija, porque la comida continuó desapareciendo. «¿Por qué te comes lo de tu padre, si sabes cómo las gasta?», le decía la portera. «Yo no me como nada, Domi… tengo hambre porque no me como nada», se defendía entre lloros.

Una onza de chocolate un día, unos orejones, otro; un huevo cocido, el pan del racionamiento… y venga palizones una noche sí y otra también, hasta que la Dora buscó solución para que su hermano dejara de moler a palos a Antonia. Por la niña haría cualquier cosa, hasta llevársela a vivir con ella para los restos, pero Miguel no consentía en soltar a su criada… a menos que él también se fuera a vivir con ellos. De eso nada. Por ahí Rafael no pasaba.

Dora decidió que todas las noches cenarían en su casa, y visto que Antonia no se apañaba con la cocina, también ella le prepararía la tartera que al día siguiente se llevaría Miguel al trabajo. La niña, feliz, porque cesaron los vapuleos y porque recuperaba por un rato diario a sus tíos. Miguel, satisfecho de comer bien, aun sabiéndose mal recibido y aunque tuviera que pagar la comida que le cocinaba su hermana. Una pena no poder escamotearlo para vino.

Las patatas cocidas en ensalada que preparaba su tía era uno de los platos preferidos de Antonia. La noche que tocaban se las comía con ansia, como para guardar reservas hasta que cayeran en una próxima cena. A Miguel también le gustaban, y una noche le pidió a la Dora que le guardara una ración para la tartera del día siguiente y que le pusiera encima un huevo que sacó del bolsillo, bien envuelto en el pañuelo moquero.

—Anda que has traído huevos para los demás —le recriminó Rafael.

—Me lo han regalado… ¿Qué quieres? ¿Que mojemos cinco en un huevo?

—Eres tú muy listo —le dijo la Dora—. Si lo hubieras sacado antes, lo habría picado con las patatas. Anda, dame…

—Pero no me lo cuezas. Fríelo y ponlo encima —le dijo a su hermana.

—Mañana estará frío y seco —replicó la Dora.

—No importa. Me gusta frito y esta no sabe hacerlo —contestó Miguel, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Antonia—. Los revienta todos.

De regreso a la calle del Águila, Miguel puso la tartera encima del fogón. La abrió para disfrutar de la vista de un esplendoroso huevo frito encima de las patatas, y abierta la dejó. A la mañana siguiente, allí seguían las patatas, pero el huevo había volado. Antonia volvió a llevarse lo suyo y otra vez tuvo que subir la Domi cuando oyó los gritos de la niña. «¡Para ya, Miguel! —intentó frenarle la portera mientras separaba a Antonia para arrimársela—. ¡Esta niña no puede comer tanto. No es un pozo sin fondo!». Y por un momento, todavía con la mano arriba, Miguel pensó que su hija no podía ser tan torpe como para buscarse una paliza cada dos por tres. Además, Antonia se pirraba por las patatas en ensalada, ¿por qué iba a comerse solo el huevo?

La noche siguiente hizo guardia.

Dejó abierta la tartera con dos chicharros fritos y se sentó en la esquina más oscura. Antonia dormía arrebujada en su catre cuando por el hueco que quedaba entre la desvencijada puerta y el suelo de cemento vio entrar sigilosamente a una gigantesca rata que cada noche iba a buscar su ración, aunque últimamente no encontrara el botín con la regularidad de días atrás. La rata se sabía el camino. Directa desde el hueco de la puerta, giró a la derecha y, sin separar el lomo de la pared, llegó al fogón, escaló y, con una delicada escrupulosidad, sacó el primero de los jureles para llevarlo hasta un rincón de la carbonera de más abajo. Cuando volvió a por el segundo, Miguel la estaba esperando con el palo de la escoba. La batalla despertó a Antonia de un bote, y ya se preparaba para recibir su castigo cuando vio a su padre arreando palos a un bicho que se defendía con brincos enloquecidos como gato panza arriba. Nunca había visto saltar tan alto a una rata, y nunca la había visto de ese tamaño.

En el fondo de la carbonera tenía la ratera su despensa. Allí estaban los orejones a medio roer, restos de chocolate, el chicharro recién almacenado, el pan negro intacto… Tanto palizón por culpa de aquella repugnante rata tan bien comida que hasta se permitía menospreciar el pan del racionamiento.

En la primavera de 1940, el hambre empezó a apretar sin piedad. Hasta las raciones en casa de la Dora, que se defendía lo justo con el estraperlo de tabaco, fueron mermando. Era imposible organizar un menú decente cuando todas las cartillas del racionamiento de la familia de Antonia eran de tercera categoría, las de los pobres. Una semana había que apañarse con un octavo de aceite refinado de no se sabe qué, una tajada de bacalao y jabón; y a la siguiente, con cincuenta gramos de azúcar amarillo, manteca animal y cien gramos de lentejas que se quedaban en poco más de ochenta cuando se retiraban los gorgojos. Las cenas que a duras penas apañaba la Dora no le llegaban a Antonia para calmar la gazuza. Se acostaba con hambre y se despertaba con ruido en las tripas, y decidió poner remedio por su cuenta.

Nunca nadie se ocupó de llevarla al colegio. «Allí pegan a los niños, y a mi hija no le pega nadie», decía la Juana antes de que se viniera la guerra encima. «¿Al colegio? ¿Para qué? —añadía Miguel si alguien preguntaba—. Que espabile y traiga las judías a casa, eso es lo que tiene que aprender». Una mañana, Antonia se levantó muy dispuesta, tomó camino de la Puerta de Toledo y se plantó en el colegio Joaquín Costa, en Pontones.

—Vengo a apuntarme —le dijo a un hombre que estaba en la entrada.

—¿Y vienes sola? ¿Dónde están tus padres? —le preguntó el bedel antes de saber qué hacer con aquella mocosa en alpargatas.

—Mi madre no sé dónde está —mintió Antonia—, y mi padre, trabajando. Me han dicho que me puedo apuntar.

—¿Y tu padre lo sabe?

—Sí, me ha mandado él —volvió a mentir—. Quiere que aprenda a leer y a escribir. —Y venga mentiras.

El bedel no medió más palabra y la dejó plantada mientras él desaparecía por una puerta. Salió al rato y le dijo que ese colegio no le correspondía, que siguiera calle abajo hasta el paseo Imperial y preguntara en una escuela que había frente a la estación de las Pulgas. Antonia llegó al siguiente colegio y contestó casi a las mismas preguntas que en el anterior. Hasta que llegó una para la que no tuvo respuesta.

—¿Estás bautizada?

—No… sí… no lo sé.

—Pues que traiga tu padre la partida de bautismo, porque si no estás bautizada no te puedes apuntar.

¿Estaba bautizada? Nunca nadie se lo había dicho. Seguro que su tía Dora lo sabría. Corrió cuesta arriba hasta la calle del Amparo, subió a la carrera los tres pisos, llamó a la desesperada y abrió su prima Amelia.

—Meli… ¿tú sabes si estoy bautizada?

—Yo qué sé… supongo que sí, como todo el mundo. ¿Y a ti qué te importa?

—Porque si no estoy bautizada no me apuntan en el colegio. ¿Dónde están los tíos? —siguió preguntando sofocada.

—Mi madre ha ido a la cola del racionamiento… ¿Es que te quieres hacer culta?

—¡Quiero comer! —remató Antonia mientras ya bajaba por la escalera a la misma velocidad que había subido.

Encontró a la Dora haciendo cola y, casi sin aliento, repitió su pregunta:

—Tía, ¿a mí me han bautizado?

—Pero qué te pasa, hija… de dónde vienes. Estás empapada. Pues claro que estás bautizada, en la Paloma. Mis pesetas me costó que el tal don Gregorio te regara la cabeza.

—Me han dicho en el colegio que tengo que llevar el papel del bautismo para apuntarme. ¿Tú tienes ese papel?

—No, eso te lo dan en la parroquia. ¿Por qué te quieres apuntar al colegio?

—Me ha dicho la Luci que en los colegios dan de comer. Voy a ir a uno que hay enfrente de la estación de las Pulgas.

—Te van a dar lo que yo te diga —terció en la conversación el hombre que estaba por delante de la Dora en la cola—. Si dieran de comer, estábamos todos apuntados y nos hacíamos intelectuales.

—¿Y cómo lo hago, tía? ¿Te vienes conmigo y me sacas el papel?

—Ahora no puedo, Antoñita, que llevo hora y pico de pie derecho y no está la cosa para perder el turno. Vete a la Paloma, entra en la sacristía y da tu nombre. Di que necesitas el volante y que te bautizó el cabrón de don Gregorio a finales de enero de 1930. ¿Te acordarás? 1930. Creo que fue el 30 de enero, pero no me acuerdo. Lo de cabrón no lo digas… Tú da solo tu nombre y la fecha.

Su tía nunca se equivocaba. En la iglesia de la Paloma le entregaron el ansiado papel dos días después de haberlo pedido y tras pagar veinte céntimos que sisó de lo que le dio su padre para pagar una deuda en la taberna del Benigno. Por allí seguía todavía el tal don Gregorio, y bien que lo conocía de vista Antonia. Era el mismo que siempre la sacaba de la cola de los pobres y le negaba la limosna.

Una vez a la semana, los domingos después de la misa, los niños se organizaban en una fila, pegados a la pared de la iglesia, esperando que el cura saliera a darles unas pesetas, pero don Gregorio hacía antes un recorrido marcial por las caras de aquellos harapientos firmes y modositos y echaba a los que no les sonaba su cara. Antonia siempre le oía lo mismo: «Tú no, que nunca te veo por misa», y la sacaba de la cola.

Y encima tuvo que pagar a la misma iglesia que le negaba la limosna los veinte céntimos de su partida de bautismo. Con su papel regresó al colegio, se apuntó y al día siguiente estaba como un clavo en la puerta, agarrando un pequeño lapicero roído que le pidió al Benigno y que afiló con un cuchillo antes de salir de casa.

Su primera lección fue aprenderse de memoria en qué consistía el Rito Nacional para cumplirlo con estricta puntualidad a la entrada y salida del colegio. La profesora hacía que las niñas repitieran el enunciado como loros: «El Rito Nacional es el deber del español, que consiste en saludar con el brazo en alto la bandera y el himno de la patria, las banderas y los himnos del Movimiento Nacional; en gritar los “¡vivas!” y saludos de España cuando se pronuncie el nombre del Caudillo, en responder: “¡Arriba España!” y “¡Viva España!” y en cantar los cantos nacionales, que son el “Cara al sol”, el “Oriamendi” y el “Himno de la Legión”. Han de ser cumplidos con alegría y con disciplina, con entusiasmo y con solemnidad».

Pero más allá del enunciado, lo único que se aprendió Antonia de pe a pa fue el «Cara al sol» que cada mañana cantaban las niñas alineadas y brazo en alto en el patio del colegio. Nada más entrar en el aula, sin pupitres, con solo sillas pequeñas, la mesa y el asiento de la maestra y un encerado rematado arriba por un crucifijo y el retrato de un señor muy estirado y vestido de militar, la primera lección era el aprendizaje y la comprensión del rezo del rosario, que por la tarde volvían a recitar a su hora establecida, las cinco, justo antes de salir para volver a entonar la cantinela del sol, la camisa nueva y el rojo ayer.

Antonia afinaba los oídos y repetía a saltos frases del rosario como un loro, pero no entendía a qué venía esa instrucción diaria mañanera si todas las demás niñas ya se sabían la retahíla de oraciones. Se aprendió los principios de cada rezo y luego movía la boca con el mayor disimulo, pero nunca le entró en la mollera el orden de los misterios dolorosos, gozosos y liosos, ni aprendió a colocar cada espíritu santo, cada virgen, cada flagelación y cada asunción en el misterio correspondiente.

Antonia solo esperaba la gloriosa hora del recreo en el que le daban un mendrugo de pan con una sardina; o la hora de la tarde, cuando se repartía otro chusco con queso. Su apetito intelectual le salía de lo más hondo de sus tripas.

—Alguna letra te aprenderías entre queso y sardina…

—Alguna, sí. «Que túúúúúúúú bordaste en rojo ayeeeeeeeeer…», eso me lo aprendí de carrerilla. Y la letra del credo, pero se me ha olvidado. No sé qué de «por la señal de la santa cruz».

—Creo que esa no es del credo. Digo letras del abecedario.

—¿De esas? Una mierda. Nos enseñaban las vocales, algunas consonantes, pero no nos explicaban cómo juntarlas. Lo único que querían era que aprendiéramos a rezar. Yo llevaba el lápiz y las hojas sueltas de un cuaderno que me dio el Benigno y copiaba las letras de la pizarra, pero luego no sabía qué hacer con ellas. La maestra las dejaba apuntadas y se iba. Al rato, al recreo, a esperar la sardina. Luego, a casa. Y por la tarde, otra vez las letras sueltas, el mendrugo con queso, el rosario, la bajada de bandera y se acabó. Hasta el día siguiente.

—¿Al menos el queso y la sardina estaban buenos?

—A mí me sabía todo bien, pero cuanto más comía, más hambre tenía. Por eso me cambié de colegio, porque me dijeron que en el de Don Pedro daban más.

—¿Dónde estaba el colegio de don Pedro?

—¿Pues no te lo estoy diciendo? En la calle de Don Pedro.

—Creí que don Pedro era un señor.

—Digo yo que sería un señor, pero cuando yo fui era la calle del colegio.

—¿Y allí eran más rumbosos con la comida? ¿Te daban jamón?

—Sí… jamón. Se me había olvidado a qué sabía. Desde que se murió el Marquesito no volví a probarlo. La Luisita me contó que daban fiambre de chicharrones fritos. Fui y me apunté.

—¿Otra vez con la partida de bautismo?

—En la Paloma me preguntaron que para qué quería tantas, pero, mientras pagaras, te la daban. Otros veinte céntimos que tuve que sisar para sacarla. ¿Te he contado que un día me dieron un pastel? ¿No? Cuando hice la comunión.

—¿En la Paloma?

—No, en Don Pedro. Era mayo cuando fui a apuntarme al colegio y al ver que tenía diez años y pico me dijeron que tenía que hacerla. Me juntaron un día con varias niñas, me prendieron un velo en la cabeza y la hice. Y luego nos dieron el pastel.

—Pues te pusiste como el quico ese día. La hostia y el pastel. Tu padre no fue, supongo.

—Ni se enteró de que estuve de colegio en colegio… Yo, con estar cuando volviera a casa y que le tuviera solucionada la papeleta de la comida y la ropa lavada, le valía. Están llamando… Debe de ser el carpintero, para tomar las medidas de las puertas.

Fue Juanín, el hijo de la Luisa, el que le dio la excusa a Antonia para abandonar el colegio de Don Pedro. Los rezos y los himnos no menguaban en proporción a como lo hacía el mendrugo de pan con chicharrones, que acabó mutando en un pellizco de pan duro untado con manteca.

Andaba el mañoso del Juanín trasteando en la calle con uno de los artefactos que él mismo se fabricaba y con los que le gustaba amedrentar a los niños —su juego favorito consistía en girar a toda velocidad una cuerda atada a un bote de hojalata lleno de papeles a los que prendía fuego—. Los críos le huían para evitar un chichón o una quemadura, pero Antonia decidió no amilanarse aquella tarde. Mientras el Juanín la perseguía, ella buscaba por la calle algo con lo que defenderse, hasta que dio con una botella rota que agarró del cuello. La levantó con tanta rabia para amenazar a su perseguidor, que en el recorrido se rajó de arriba abajo la pantorrilla.

El cabroncete del Juanín salió de naja mientras Antonia sangraba y chillaba en mitad de la calle. Su amiga Paca fue la única que acudió en su ayuda, la que le enrolló en la pierna un trapo que recogió del suelo y la que la acompañó a la pata coja hasta la casa de socorro. El médico la recibió de mala gana y no tuvo piedad a la hora de coser la herida. «¡Si no te estás quieta, te ato!». Y la ató boca abajo a una camilla para coser la herida, puntada a puntada y sin anestesia. La única mano que le quedó libre a Antonia agarró la bata del médico y la hizo jirones. Salió dolorida, cojeando, afónica y abroncada.

Toda la vida arrastró Antonia las consecuencias de aquella herida. Un costurón que la edad disimuló y una ligera hinchazón en la pierna y el pie que nunca la abandonó. Si el zapato de su pie izquierdo se ajustaba, el otro le apretaba. Si la talla era para el pie derecho, el del izquierdo le bailaba.

El estar unos días con la pierna a rastras le quitó las ganas de volver al colegio, aunque no consiguió sacárselo de la cabeza porque se llevó los piojos de recuerdo. Las vecinas se turnaban para ablandar las liendres con vinagre y pasarle el peine al sol del patio, pero estaba difícil desembarazarse de los bichos porque al juntarse con los demás piojosos del barrio se volvía a infestar. Y la herida de la pierna picaba con los calores de junio. «Hija, eres la pupas», le decía la Domi.

Al menos aprendió a esquivar algunas palizas de su padre. Las noches de verano, sentada en el bordillo del portalón, vigilaba la calle del Águila por si le veía aparecer escorado hacia el lado izquierdo, señal de que venía cargado. Antonia se esfumaba entonces en sentido contrario y calculaba el tiempo hasta que el vino le rindiera en la cama. Cuando volvía, se quedaba a dormir al raso, arropada por los vecinos que sacaban los colchones al patio para descansar con la fresca.

Alguna noche le salieron mal las cuentas. Volvía de dar una vuelta con la Paca de la verbena de la Puerta de Toledo y, entrando en el portal, se lo encontró de frente. El guantazo fue monumental, y Antonia volvió a ver chispitas de colores, como cuando su abuela la arreó con la mano mojada.

Miguel era único repartiendo hostias solo con su mujer y su hija, y todavía tuvo oportunidad de darle la última a la Juana el día que la vio aparecer por la calle del Águila. Salió de su refugio de Yeserías para ir a ver a su hija, pero no llegó ni al portal. Antonia la vio desde lejos, pero Miguel le cortó el paso desde la taberna de la Gorda y la tumbó al primer golpe. «¡Nos has abandonado!», le gritó hecho una fiera mientras la Juana permanecía en el suelo con el brazo sobre la cara para parar el siguiente porrazo. Se incorporó de un brinco y salió pitando por donde había venido sin llegar a abrazar a su hija. Antonia corrió renqueando calle abajo, arrastrando su pierna herida, intentando alcanzar a su madre. «¡Mamá… mamá…! ¡Mamááááá!».

La perdió en el primer cruce y esa fue la última imagen que guardó de su madre. De espaldas. Corriendo.

A mediados de noviembre de 1942, mientras Antonia jugaba en la calle, se acercó una mujer.

—¿Conocéis alguno a Antonia, la de la Juana?

—Soy yo —dijo la niña.

—Tu madre se ha muerto hace unos días. Que lo sepas.

—…

Miguel se puso un brazalete de luto por el qué dirán y Teresa la Paleta tiñó de negro toda la ropa de Antonia.

—¿Y ya está? ¿No os dijeron dónde la enterraron? ¿Cómo te quedaste?

—No sé cómo me quedé. No me acuerdo. Allí quieta, mientras los demás niños siguieron jugando. No sé qué más pasó ni dónde la enterraron. Mi padre solo se ocupó de ponerse una tela negra en el brazo. Alguien me dijo años después que murió de una insuficiencia cardiaca.

—Pero eso lo ponían siempre cuando alguien se moría en la cárcel. Infarto o asistolia, que era como se justificaban las muertes por hambre.

—Pues sería el hambre. La última vez que la vi, aunque fuera desde lejos, le bailaba la ropa. Estaba muy delgada.

—¿Nunca sacaste la partida de defunción? Ahí pondría el cementerio al que la llevaron. ¿Nadie preguntó? ¿La tía Dora?

—¡Pero tú qué te crees que eran aquellos años! Todo el mundo se moría todos los días. Lo único que nos preocupaba era comer y sobrevivir. El hambre no te dejaba parar a llorar por nadie. Y además, crecí sin madre. Si no llega a ser por mi tía… Solo sé que se me había muerto alguien importante y que toda la vida la he echado de menos, pero casi nunca la tuve.

—Habría que buscarla.

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