Antonia

Antonia


1936, guerra

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Cuando enfilaban la cuesta de Santa Isabel, tomándola desde el final de la calle, tenían que pasar sin más remedio por el depósito de cadáveres, donde se amontonaban los cuerpos porque no había suficiente suelo para colocarlos alineados. Eran los «paseados», expuestos en el interior pero visibles desde fuera, porque la orden era dejar los batientes de las ventanas abiertas. Las caras de los que se agolpaban agarrados a los barrotes dejaban adivinar por qué habían ido hasta allí: los rostros más inexpresivos, los que intentaban disimular la angustia aunque les delatara su frenético movimiento de ojos deteniéndose en las caras de los muertos, en unos zapatos o un traje reconocibles, en un anillo… eran los que buscaban sin querer encontrar al familiar que esa noche no había vuelto a casa. Los de gesto más dolorido, los que paseaban su mirada lentamente sobre las pilas de cadáveres, habían ido llevados por la curiosidad más morbosa, por el inédito y empalagoso olor de la muerte. Las grandes ventanas, tan verticales que llegaban casi hasta el suelo, dejaban ver el espectáculo desde la altura de Antoñita, entre los huecos que se abrían entre los mirones, pero la Juana siempre apretaba el paso cuando pasaba por allí, y si su hija la acompañaba, plantaba la mano para que la niña no mirara.

Un día miró.

Fue muy fugaz. Solo vio gente tumbada. Pero la vio, y sabía que eran muertos.

Aquel efímero vistazo se le quedó estampado, como una foto fija desenfocada, y cada vez que oía los bombardeos o veía el pistolón del Peque encima de la mesa mientras se tomaba su sopa, volvía a reproducirse en su cabeza el montón de cuerpos. Hasta que otra imagen desplazó a los muertos del depósito de Santa Isabel, cuando divisó en la calle, asomada a la ventana, el cadáver desbaratado y polvoriento de la señora que vendía periódicos.

La silla permanecía intacta y las hojas de papel revoloteaban por la calle.

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