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05. «¡Se acabó la izquierda tolerante!»: «sin tribunas» y la libertad de expresión

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05. «¡Se acabó la izquierda tolerante!»: «sin tribunas» y la libertad de expresión

05

«¡Se acabó la izquierda tolerante!»:

«sin tribunas» y la libertad de expresión

La tradición «sagrada» de la libertad de expresión estaba siendo atacada. El campus de la Universidad de California en Berkeley fue el lugar de nacimiento del Movimiento por la Libertad de Expresión en la década de 1960. Paradójicamente, medio siglo después surgía allí un «Movimiento contra la Libertad de Expresión». Los atribulados Republicanos de Berkeley estaban bajo asedio. Unos «putos niñatos», según los describió Bill Maher, habían impedido que Milo Yiannopoulos, primero, y Ann Coulter luego, pudiesen expresar sus «puntos de vista». Estaban llevando a cabo «una versión progre de la quema de libros». Una horrible alianza de «barriobajeros encapuchados, venidos de fuera del campus», «estudiantes engreídos» y rectores asustadizos, según la descripción de varios comentaristas, habían convertido las universidades en «los campos de entrenamiento y propaganda de la próxima generación de camisas pardas». En otra referencia evidente a los nazis, un comentarista de CNN avisaba: «Si hoy no defendemos la libertad de Coulter, vendrán a quitarnos la nuestra mañana. Y lo que es más importante, la Ilustración morirá de una muerte violenta y patética»[369].

Los enfrentamientos de principios de 2017 pusieron en el candelero a los «autoproclamados anarquistas, encapuchados y empeñados en crear el caos» que se conocen como «antifascistas»[370]. A pesar de una falta absoluta de conocimiento histórico o teórico, los comentaristas llegaban a la conclusión de que el antifascismo supone una amenaza mayor a la libertad de expresión que el fascismo en sí.

¿Acaso están los antifascistas en contra de la libertad de expresión? Este capítulo pretende ser una guía para responder a esta y a otras cuestiones controvertidas relativas a este tema en la época de Donald Trump. En última instancia, defiendo que la ideología de los antifascistas antiautoritarios promueve la libertad de expresión más que la de aquellos que son críticos con él. Incluidos los liberales. A la vez, el antifascismo militante se niega a participar en un debate cuyos términos se han fijado a partir de los conceptos del liberalismo clásico, el fundamento de las posturas «progresistas» y «conservadoras» en Estados Unidos. Los militantes no dan prioridad alguna a derechos universales, supuestamente «neutros». Consideran más importante el proyecto político de destruir el fascismo y de proteger a las personas vulnerables. Independientemente de si sus acciones se consideran atentados contra la libertad de expresión de los fascistas o no.

¿Cuánta libertad hay en la libertad de expresión?

A menudo, los términos del debate asumen que el antifascismo es la única amenaza que hay a la que de otro modo sería una libertad de expresión inmaculada, salvaguardada por el Gobierno de Estados Unidos. No obstante, es imperativo que se entienda que este ya limita muy seriamente lo que se puede decir y quién puede decirlo. Sea legítimo o no, lo cierto es que el Gobierno impone una serie de restricciones al discurso. Por ejemplo, impide la publicidad falsa, la difamación y los anuncios de cigarrillos. Persigue penalmente la incitación a la violencia. Protege el copyright y limita cuándo y dónde se pueden mostrar imágenes pornográficas.

Sobre todo en momentos de crisis, los estadounidenses apoyan de hecho las restricciones a la libertad de expresión. Esto fue evidente a raíz del 11 de Septiembre. Entonces la mitad del país estaba a favor de «controlar los medios de comunicación», a la hora de informar sobre las torturas en Abu Ghraib. Pero también en el hecho de que los periodistas sean arrestados y acosados a menudo por la policía en manifestaciones. Como en Occupy Wall Street o en #NoDAPL. O en las limitaciones de esta Casa Blanca al acceso a las ruedas de prensa de periodistas de medios opositores. Por todos estos motivos, Estados Unidos no pasa del puesto número 43 en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa para 2017[371]. Cada cual puede sacar sus propias conclusiones sobre la conveniencia de estas restricciones. En todo caso, demuestran que el absolutismo en este tema, como en muchos otros casos referidos a derechos, carece de sentido en una sociedad en la que coexisten intereses enfrentados.

Este tipo de conflictos de intereses se materializa de la forma más evidente en Estados Unidos en la represión estatal de los movimientos sociales de izquierda, cada vez que alguno de ellos crece lo suficiente como para suponer una amenaza. Recientemente, por ejemplo, las protestas de Occupy Wall Street y Black Lives Matter fueron brutalmente reprimidas. Históricamente, cientos de revolucionarios nacidos en el extranjero fueron deportados. La policía encarceló y golpeó a los activistas contra la guerra durante el «temor rojo», entre 1917 y 1921. Posteriormente, con McCarthy, se hicieron listas negras de comunistas y otros revolucionarios. En las décadas de 1960 y 1970, J. Edgar Hoover y el FBI usaron métodos clandestinos e ilegales para atacar violentamente a los movimientos sociales. Esta campaña se conoció como Cointelpro (Programa de Contrainteligencia). Los cadáveres de los Panteras Negras asesinados son testigos de que el Gobierno tiene una postura cuando menos neutra en relación a la libertad de expresión, mientras no se sienta él mismo amenazado.

La libertad de expresión se puede entender en relación a su estatus legal como un principio «consagrado» por la Primera Enmienda de la Constitución. Pero también en un sentido más amplio, como un valor. Entonces se deben mencionar la absoluta privación de derechos de los detenidos en Guantánamo; las limitaciones jurídicas de la libertad de expresión de los millones de presos que hay en el país; o la restricción de su derecho al voto, después de salir de la cárcel. Todo ello, sin mencionar los impedimentos de facto para los millones de inmigrantes indocumentados que hay en el país, muchos de los cuales tienen demasiado miedo a ser deportados como para expresarse de algún modo. O el extremo hasta el que debacles cataclísmicas, como las guerras de Vietnam o de Irak, han violado el derecho a expresarse libremente, y todos los demás ya de paso, de las personas asesinadas. Del mismo modo, Estados Unidos mantuvo alianzas con algunos dictadores y prestó apoyo a golpes de Estado militares en Chile, Argentina, Brasil, Guatemala, Honduras, Haití, Grecia, Indonesia y Zaire, entre otros. Todo ello demuestra que la defensa de la libertad de expresión figura muy abajo en la lista de prioridades del Gobierno estadounidense.

Se supone que la Primera Enmienda protege a los ciudadanos no encarcelados frente al Gobierno. Pero no dice nada del sector privado. Derechos ligados a la libre expresión, como el de manifestarse, se ven seriamente limitados en «espacios públicos» de propiedad privada. Por ejemplo, en centros comerciales o el parque Zuccotti, durante Occupy Wall Street. Del mismo modo, las asociaciones de propietarios que gestionan urbanizaciones cerradas tienen mucha más capacidad a la hora de restringir la libertad de expresión de sus residentes que el Gobierno[372]. Los empleados de empresas privadas y los funcionarios públicos se ven a menudo obligados por cláusulas de confidencialidad en sus contratos. Estas les impiden divulgar información reservada, incluso aunque sea de evidente interés público. En la era de la información, ha aumentado mucho el poder que tienen los gigantes tecnológicos para controlar el ámbito y el contenido de la libertad de expresión. Como señala el historiador Timothy Garton Ash, «lo que hace Facebook tiene una repercusión mayor que cualquier cosa que pueda hacer Francia, y Google, que Alemania»[373]. Sin embargo, el impacto de las empresas tecnológicas en este campo no es sino la forma más reciente en que se manifiesta la profunda relación que hay entre el derecho a expresarse y el sistema económico subyacente.

A menudo se compara la libertad de expresión con un mercado de ideas. Implícita en esta metáfora está la noción típica del liberalismo estadounidense de que la clave para combatir el «extremismo» es confiar en la supuesta esencia meritocrática de la esfera pública. Es decir, si todo el mundo puede decir lo que quiera, destacarán las buenas ideas. Mientras, las malas pasarán desapercibidas, como una especie de Reddit de la vida real. «Extremismo» en sí es un término aparentemente inocuo que permite a los centristas equiparar a los nazis con los anarquistas, a los yihadistas con los comunistas. En la concepción liberal, surge cuando este proceso «natural» de intercambio de discursos se ve interrumpido. La conclusión es que quienes no dejan hablar a un orador fascista hacen más por acercar a la sociedad al «fascismo» que el propio agraviado. A pesar de que está defendiendo, de hecho, el fascismo. Esta metáfora del «mercado» se hizo muy popular en Estados Unidos a partir de principios del siglo XX. Entonces el juez del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes defendió que la mejor forma de promover la verdad era el «libre comercio de ideas»[374]. El académico del derecho C. Edwin Baker señala que «la teoría del mercado de ideas ha dominado de forma constante las consideraciones del Tribunal Supremo en materia de libertad de expresión»[375].

De hecho, la metáfora del «mercado» describe a la perfección la dinámica de poder que hay tras la libertad de expresión en una sociedad capitalista. Aunque no en el sentido en que sus defensores pretenden. Las empresas multinacionales aspiran hoy en día a controlar el monopolio del capital y de la información. Fijan los límites generales dentro de los cuales la inmensa mayoría de las personas vendemos nuestra fuerza de trabajo y articulamos el discurso. El mercado de bienes es inseparable del de ideas, porque estas se convierten en productos de consumo. Al igual que todo lo demás en la sociedad capitalista. Todos los ciudadanos que no están en la cárcel tienen, en Estados Unidos, un derecho equivalente a hablar, literalmente. Pero la capacidad de conseguir que se escuche ese discurso y que sea tenido en cuenta es una cuestión diferente, muy estratificada. Muchos estadounidenses progresistas están de acuerdo en que existe un conflicto entre la libertad de expresión y las grandes fortunas. Lo demuestra el apoyo a la reforma de la financiación de las campañas electorales. O la oposición a la sentencia del Tribunal Supremo en el caso de Citizens United, que permite que las empresas financien las campañas electorales.

Desde luego, frente a esto se puede argumentar que «libertad» no implica necesariamente «igualdad». Ni en el mercado de ideas ni en el de bienes de consumo. Pero es aquí donde la parte de la meritocracia entra en juego. Los liberales alaban el concepto de mercado por su supuesta capacidad de producir los resultados más ventajosos. Pero cuando se aplica este criterio al tema del fascismo, surge la duda de si se puede confiar en que el «mercado» de ideas no vaya a elevarlo a un puesto prioritario en la esfera pública. En la confianza en que es así descansa la opinión de los liberales que están de acuerdo con John Milton cuando decía: «Dejemos que la verdad y la mentira luchen; ¿acaso alguien supo que la verdad saliese peor parada en un enfrentamiento libre y abierto?»[376]. Desgraciadamente, a la «verdad» no le fue muy bien en el periodo de entreguerras en Europa. De hecho, los horrores de esa época fueron de tal calibre que para muchos pensadores acabaron por completo con la asunción, tan propia de la modernidad, de que existe un progreso constante de la «verdad». Que es precisamente lo que subyace en las optimistas opiniones de Milton.

Desde un punto de vista histórico, las ideas fascistas y similares prosperaron en el debate abierto. En ocasiones, la discusión pública fue suficiente para acabar con su presencia. Pero en muchos otros casos, no. Por eso los antifascistas se niegan a depositar sus esperanzas de libertad y seguridad para toda la humanidad en un proceso de debate público que ya se ha visto que puede fracasar.

¿Se oponen los antifascistas a la libertad de expresión?

El capital y el Estado limitan en realidad el discurso mucho más de lo que los comentaristas suelen reconocer. Tiene sentido entonces comparar el régimen de libertad de expresión actual con el que defienden la mayoría de los antifascistas.

El antifascismo es una propuesta política de izquierdas para todos los revolucionarios implicados en la lucha contra la extrema derecha. Por lo tanto, hay varias tradiciones socialistas que coexisten bajo este paraguas. Desde la fundación de ARA y su expansión en la década de 1990, la mayor parte de los antifascistas de Estados Unidos son anarquistas o comunistas antiautoritarios. Desde luego, también ha habido estalinistas y otros tipos de autoritarios. Estos han apoyado los esfuerzos de la Unión Soviética y de otros regímenes similares en sus intentos de definir muy estrechamente lo que es un discurso aceptable. Desde su punto de vista, la «libertad de expresión» como tal no es más que una fantasía burguesa, indigna de consideración. Dado que estoy profundamente en desacuerdo con esta opinión autoritaria, que actualmente solo sostiene una pequeña minoría de antifascistas en Estados Unidos, no voy a esforzarme en defenderla. Por el contrario, he de decir que la postura antiautoritaria de la mayoría de las personas en el movimiento es, de hecho, mucho más favorable a la libertad de expresión que la propuesta liberal.

Para empezar, está la asunción errónea de que la libertad de expresión en Estados Unidos es la máxima posible. Se basa en dar por supuesto que esta solo les corresponde a los ciudadanos que no están encarcelados. En realidad, hay millones de personas en el país privados de aspectos fundamentales de este derecho. Por el contrario, los antiautoritarios buscan la abolición de las prisiones, de los Estados y de la propia noción de ciudadanía. Con eso se eliminaría ese agujero negro de privación de derechos. También se proponen construir, tras el capitalismo, una sociedad sin clases. En ella se erradicaría toda diferencia sustancial en la capacidad de hacer que el discurso individual sea significativo y en la cantidad de tiempo de que se dispone para que sea así. Una sociedad como esta no malgastaría recursos en cárceles, policía o ejército. Podría invertir mucho más en mejorar la educación, el arte y la expresión y la investigación colectivas. Por otro lado, al no haber clases se eliminaría la mayor parte de los delitos, que surgen en conexión con las contradicciones capitalistas. Además, los antifascistas proponen sustituir cárceles y policías por métodos de justicia restaurativa, para resolver los conflictos subsistentes. En vez de colaborar con regímenes represivos de todo el planeta, los antiautoritarios aspiran a destruirlos, solidarizándose con quienes resisten de forma activa desde la base.

El principio antiautoritario de autonomía individual y colectiva promueve una visión de la diversidad y la pluralidad humanas opuesta a la asfixiante homogeneidad de la cultura consumista del capitalismo. Si los fascistas empezasen a organizarse en una sociedad como esta, los antifascistas antiautoritarios seguirían movilizándose para impedírselo. Pero no construirían enormes prisiones para encerrarlos, como ha hecho el Gobierno de Estados Unidos con innumerables presos políticos durante generaciones.

Muchos dirán que todo esto es sencillamente imposible. No obstante, incluso si lo fuese, lo que está en cuestión aquí son los valores que se defienden, no las probabilidades de que se lleven a la práctica. Los comentaristas atacan a los antifascistas por oponerse, supuestamente, a la libertad de expresión. Sin embargo, incluso si se está de acuerdo en que impedir los esfuerzos organizativos de los fascistas es una violación de sus derechos en este sentido, sigue siendo palpable que los antifascistas defienden una libertad de expresión, a nivel social, mucho mayor que la que proponen los liberales. Tanto en términos cuantitativos como cualitativos.

¿Están de acuerdo los antifascistas en que «negar tribunas» a los fascistas, es decir, impedir su presencia pública en cualquier ámbito, viola su derecho a la libertad de expresión?

Algunos sí y otros no, aunque la mayoría ni siquiera participa de forma pública en este debate. Cuando se lo pregunté al antifascista holandés Job Polak, se limitó a encogerse de hombros y sonreír. Me dijo que era una «discusión falaz, en la que nunca pensamos que debíamos participar […]. Se tiene derecho a hablar, ¡pero también a que te hagan callar!»[377].

Buena parte de la reticencia de los militantes a la hora de tratar este tema se deriva de su rechazo a los términos del debate, que responden a un liberalismo clásico. Este restringe los aspectos políticos de la expresión individual y colectiva. Los limita al marco de un discurso legalista, basado en los derechos. Para los liberales, la cuestión principal es el derecho de los fascistas a expresarse libremente. Para los antifascistas, que son socialistas y revolucionarios, la cuestión principal es la lucha política contra el fascismo. Desde su punto de vista, los derechos que propugna el gobierno parlamentario capitalista no merecen respeto inherentemente.

No obstante, hay grupos en el movimiento que se esfuerzan en rebatir el argumento de que su actuación atenta contra la libertad de expresión de los fascistas. Por ejemplo, Antifa de Rose City señala que la Constitución «protege a los ciudadanos frente a las injerencias del Estado, no frente a la crítica pública […]. No contamos con un potente aparato estatal a nuestra disposición […], por lo tanto, los conceptos de “censura” y “derecho a la libre expresión” no son válidos aquí en ningún sentido razonable»[378].

Otro argumento que ofrecen a menudo RCA y otros grupos similares es que su actuación se dirige contra los esfuerzos organizativos de los fascistas, no contra lo que dicen. De un modo similar, el cofundador de AFA de Leeds, Paul Bowman, dice que «negar tribunas» sería una violación del «derecho de reunión», más que de la libertad de expresión en sí. El también cofundador de ARA y militante del GDC de Twin Cities, Kieran, explica que su forma de actuar ante un compañero de trabajo de extrema derecha es muy diferente si defiende sus puntos de vista como una persona individual o si está intentando fomentar una organización. Niccolò, de Milán, opina lo mismo cuando dice: «Si los fascistas se quieren quedar en sus bares dando gritos y bebiendo cerveza como cerdos, que lo hagan, pero que no salgan».

Para Niccolò no se trata tanto de discursos u organización. Es un tema de lo público frente a lo privado. Como explica: «Para nosotros, los antifascistas, no se debería permitir a los fascistas hablar nunca en público. Nunca»[379].

Otros antifascistas entienden que la práctica de «negar tribunas» atenta, efectivamente, contra la libertad de expresión de los fascistas. Pero esto se justifica por el hecho de que son… fascistas. Gato, un militante que participó en un grupo de ARA del Medio Oeste en la década de 1990, dice simplemente: «No existe este derecho para los fascistas». Rasmus Preston, de Dinamarca, está de acuerdo. Para él, «toda esta discusión es una falacia liberal, pero creo que va en contra de la libertad de expresión de los grupos fascistas»[380].

En 1984, Tomahawk, el boletín de SCALP, publicó un artículo titulado «Sin libertad de expresión para el fascista Le Pen»[381]. Antifa de Indiana defiende que «los discursos que dañan a otros no pueden estar nunca protegidos»[382]. En su comunicado de 2006, «Ni una tribuna para los fascistas», el irlandés Movimiento de Solidaridad de los Trabajadores está de acuerdo con la diferencia entre las formas de expresión individuales y aquellas que forman parte de un esfuerzo organizativo. Pero dice: «Como anarquistas, creemos que se debe tener derecho a expresarse libremente […] pero [este] no es inalienable y hay unas pocas ocasiones concretas en las que debe ser eliminado». Malamas Sotiriou, de Salónica, dice que el asesinato de Pavlos Fyssas en 2013 hizo que la sociedad en Grecia fuese mucho más receptiva a la idea de impedir la propaganda de Amanecer Dorado. A principios de 2017, incluso algunos alcaldes griegos se negaron a recibir a los parlamentarios del partido en sus ciudades o a permitirles hablar en actos públicos. Los antifascistas militantes se oponen a emplear la fuerza del Estado para reprimir a los fascistas. Tanto por sus propias ideas antiestatistas como por su creencia de que cualquier medida en este sentido se va a usar más a menudo en contra de la izquierda. Sin embargo, Sotiriou explica que las acciones de estos alcaldes demuestran que «el movimiento antifascista ha conseguido generalizar la idea de que los neonazis no tienen derecho a expresarse libremente». Cuando le pregunté a Yiorgos, uno de los promotores de las patrullas antifascistas en moto de Atenas, acerca de este tema, se rio y dijo que «la idea de que los fascistas no tienen derecho a expresarse con libertad está muy aceptada en Grecia […]. Este tipo de discusión es típico de Estados Unidos». Otra antifascista griega, llamada Eliana Kanaveli, sonrió y explicó con calma que el antifascismo se puede resumir en el refrán popular griego: «Si una mano duele, la cortas, no debates con ella»[383].

Los puntos de vista de los militantes en este tema, o al menos la forma en que los expresan, dependen del contexto nacional. La mayor parte de los países de Europa continental ya tienen leyes en contra de la incitación al odio racial o de la negación del Holocausto. Por eso impedir la propaganda nazi no es algo tan controvertido. El legado histórico del fascismo y del nazismo es mucho más palpable para quienes han crecido bajo tales regímenes o tienen padres o familiares que lo han hecho. Es más, la cultura política de la izquierda en Europa es más proclive a concebir la lucha contra el fascismo en términos de oposición política. No como un caso de libertades civiles individuales puestas a prueba.

A mí, personalmente, me parece poco convincente la idea de que impedir los esfuerzos organizativos de los nazis no supone un atentado contra su derecho a expresarse libremente. Es esencial distinguir entre los comentarios que incitan al odio de individuos aislados y las iniciativas organizativas de los fascistas. Pero estas últimas constituyen también una forma de expresión, a menudo en sentido literal. En buena medida es cierto que construir una organización equivale a emitir un discurso, aunque no siempre este tiene esa función. Por lo tanto, los antifascistas no se movilizan contra el discurso en sí. Esto resulta obvio cuando se le da la vuelta a la cuestión. Si un movimiento nazi llega a ser lo bastante poderoso como para impedir que los izquierdistas se reúnan en público, de modo que expresar de forma colectiva nuestros anhelos anticapitalistas conlleve la amenaza de un enfrentamiento físico, estos concluirían, correctamente, que se está restringiendo su libertad de expresión.

Es cierto que la Primera Enmienda se centra en proteger a los ciudadanos del Gobierno. Pero cuando alguien dice que derribar el estrado de un orador fascista atenta contra su libertad de expresión, generalmente entiende esta «libertad» como un valor ético. No se trata solamente de una cláusula constitucional. El liberalismo clásico plantea el derecho a expresarse libremente como un principio básico de su ideología, supuestamente «neutra». Por lo tanto, el debate gira en torno a la legitimidad del principio «universal» según el cual la sociedad no debería limitar el discurso por motivos políticos. Cuando se entiende como un valor y no como una ley, es evidente que el antifascismo se opone a este principio en su forma absoluta (es decir, aquella según la cual toda restricción a la libertad de expresión es mala). Por el contrario, muchos militantes defienden un argumento contrario a las ideas liberales. Según este, «los fascistas no tienen derecho a expresarse libremente». Desde su punto de vista, la seguridad y el bienestar de las poblaciones excluidas son prioritarios. Como decía Joe, del GDC de Raleigh-Durham: «Solo alguien que piensa que la vida es análoga a una sala de debates puede creer en la idea de que la libertad de expresión es lo más importante que se puede proteger»[384]. En mi opinión, negar cualquier tribuna a los fascistas atenta a menudo contra su derecho a expresarse libremente. Pero está justificado por su importancia en la lucha política contra el fascismo.

Independientemente de cómo lo expresen ellos mismos, estos antifascistas valoran el intercambio de ideas, libre y abierto. Simplemente, no consideran que quienes usan esa libertad para promover el genocidio o cuestionar la condición humana de otras personas entren en este ámbito.

Es importante insistir en que la inmensa mayoría de quienes se oponen a limitar la libertad de expresión por motivos políticos no defienden este derecho de modo absoluto. Todos tienen sus excepciones a la regla. Ya sea por obscenidad, incitación al odio, infracciones del copyright, censura de la prensa en tiempos de guerra o por restricciones en el caso de personas encarceladas. Si se replantean los términos del debate para tener en cuenta estas excepciones, es fácil ver que muchos liberales están de acuerdo en limitar el derecho a expresarse de los adolescentes de clase obrera detenidos por posesión de drogas. Por ejemplo. Pero no en el caso de los nazis. Muchos comentaristas no encuentran pega alguna cuando la policía pisotea este principio en el caso de los inmigrantes indocumentados a los que persigue. Pero actúan de altavoces de los discursos del Klan, al protegerlos. Defienden que se prohíba la publicidad del tabaco, pero no la del supremacismo blanco.

Todos estos ejemplos son límites a la libertad de expresión. La única diferencia es que los liberales pretenden que estas restricciones son apolíticas. Los antifascistas, por su parte, adoptan un rechazo declaradamente político del fascismo. No aceptan la idea de que la política se puede reducir a la gestión «neutra» de intereses diversos y aislados entre sí. Traspasan el deseo liberal de mantener el tema en el ámbito de los derechos individuales, al dar prioridad a la lucha colectiva permanente contra el fascismo. Cuando dicen: «Nunca más», lo dicen convencidos y están dispuestos a usar todos los medios necesarios para asegurarse de que sea así.

En realidad, los criterios liberales para limitar la libertad de expresión están profundamente imbuidos de la lógica omnipresente del capital. Del militarismo. Del nacionalismo. Del colonialismo y del racismo institucional del sistema de «justicia» criminal, así como del sistema inmigratorio. Cada vez que uno o más de estos factores restringen la capacidad de los seres humanos de expresarse, se trata de algo político. Si para que se considere que alguien está «a favor de la libertad de expresión» hay que hacer una defensa absoluta de la misma, entonces el 99,99 % de los estadounidenses y el Gobierno que pretende representarlos son contrarios a ella.

No tiene sentido reducir una discusión tan compleja a la distinción maniquea entre bandos supuestamente «a favor» y «en contra». Es mucho más lógico comparar los diferentes criterios que se aducen para limitar el derecho a expresarse libremente en aras del interés público. Es muy poco sincero e impreciso decir que los antifascistas están «en contra de la libertad de expresión» en base a unas exigencias absolutas que nadie llega a cumplir. Sobre todo cuando la sociedad que buscan los antiautoritarios proporcionaría muchas más oportunidades a mucha más gente de expresarse libremente que el estado de cosas actual que defienden sus críticos liberales.

¿Qué ocurre con el «efecto dominó»?

El argumento del «efecto dominó» se suele usar frente a las restricciones al discurso basadas en motivos políticos, en general, y en el caso del antifascismo, en particular. Tal y como escribe Kevin Drum en Mother Jones:

Cada vez que empieces a pensar que hay un buen motivo para anular la invitación de alguien a hablar, sea mediante la violencia o por cualquier otro medio, pregúntate lo siguiente: ¿quién decide? Porque una vez que otorgas el derecho a impedir que alguien hable, le estás otorgando a otra persona el derecho a tomar esa decisión. Y ese alguien puede, en un momento dado, decidir impedírselo a los comunistas. O a los manifestantes contra la guerra. O a los gais. O a los sociobiólogos. O a los judíos que apoyan el Estado de Israel. O a los musulmanes. No quiero que nadie tenga ese poder. Y nadie en la izquierda debería quererlo tampoco[385].

La cuestión es saber dónde se pone el límite. El argumento se basa en la asunción de que este existe, que se puede marcar y que no es arbitrario. Es decir, una vez que cae la primera ficha, el efecto dominó lleva inevitablemente hacia el «totalitarismo». Por lo tanto, según esta lógica, es mejor no empezar siquiera.

A primera vista, este argumento parece especialmente convincente en el caso del fascismo. Es un fenómeno que a menudo se ramifica, para conseguir el apoyo de los conservadores o para infiltrarse en ambientes de izquierda. Académicos y militantes por igual tienen problemas para definirlo. ¿Cómo puede ser posible identificarlo con claridad suficiente como para suprimirlo sin hacer peligrar otros discursos que no son fascistas? Este razonamiento no carece de valor. Pero a pesar de ciertas discrepancias en su interpretación, los antifascistas están de acuerdo, en general, en sus grandes rasgos: el patriarcado, el supremacismo blanco, el autoritarismo, etc. En la práctica, el militante medio arriesga su bienestar físico y su libertad individual para enfrentarse a los nazis. Al final está mucho más versado en los matices que diferencian a los distintos tipos de fascismo y a sus homólogos del centroderecha que la mayoría de los comentaristas, con toda su arrogancia moral. Es más, el antifascismo militante se desarrolla generalmente a partir de presupuestos defensivos, y no ofensivos. Ya se encargan los propios nazis de trazar ese límite político no arbitrario, a base de navajas y puños. La práctica de «negar tribunas» a los fascistas solo puede tener el riesgo de derivar en un comportamiento parecido para otros colectivos, como los homosexuales, si se separa por completo la táctica de su base política. Algo en lo que son especialistas los comentaristas liberales.

En su artículo en Mother Jones, Kevin Drum se pregunta: «¿Quién decide?». Es un interrogante válido. Puede parecer una cuestión irresoluble si se la considera de modo analítico y abstracto, separada de todo contexto y planteamiento político. Pero los confines del debate son más claros cuando se toma este en un marco histórico. Los esfuerzos para impedir que los fascistas tengan alguna tribuna no surgieron con personas individuales. Nadie decidió de repente, de forma arbitraria, que «no estaba de acuerdo» con los fascistas y quería silenciarles. Por el contrario, aparecieron como parte de una lucha histórica, a menudo librada en defensa propia por movimientos de izquierdas. Por judíos. Personas que no son de raza blanca. Musulmanes. Personas queer y transgénero y otros grupos similares. Quieren asegurarse de que los fascistas no llegan a tener bastante poder como para asesinarlos. Estos esfuerzos son el resultado de varias generaciones de luchas transnacionales, no un experimento mental.

En un nivel más fundamental, esta pregunta se refiere al origen de la legitimidad política. El antifascismo militante supone un desafío al monopolio estatal de esta. Presenta un argumento político a favor de la soberanía popular ejercida desde la base. Y al hacerlo así, sostiene sin ambages que sus propuestas políticas son correctas. Los antifascistas no aceptan la noción liberal de que todas las «opiniones» políticas son equiparables. Cuestionan sin dudar la legitimidad del fascismo y de las instituciones que lo apoyan. Desde su punto de vista no se trata de fijar un límite neutro, que las propuestas de la extrema derecha no podrían traspasar, sino de transformar la sociedad por completo. Destruir todas las formas de represión. Para los antifascistas, socialistas revolucionarios, lo que hay que preguntarse es: «¿Quién va a ganar esta lucha política?».

En el debate acerca de la «libertad de expresión» los críticos del antifascismo no tienen nunca en cuenta las circunstancias concretas de la actuación de este. Demuestran así que se plantean el tema desde un punto de vista exclusivamente analítico. Según sus disquisiciones, impedir los esfuerzos organizativos de los supremacistas blancos deriva de forma inevitable en reprimir a «todo aquel con el que no se esté de acuerdo». Como dice Drum, a los «sociobiólogos». Entonces sería lógico pensar que esto ha ocurrido a menudo a lo largo del último siglo de militancia antifascista. Pero los comentaristas liberales ni siquiera se plantean hacer una investigación empírica de este tipo. Hablan sin saber. Se refieren a la táctica de «negar tribunas a los fascistas» como si fuese una propuesta nueva que algunos radicales dementes han decidido probar. De forma espontánea. Sin antecedente alguno.

No obstante, si se considera el recorrido histórico del antifascismo, se puede descubrir un patrón constante. Tan conocido para sus integrantes que es hasta molesto: si descienden los esfuerzos organizativos de los fascistas en una zona, también lo hace la militancia antifascista. El Grupo 43 le dio cera a los fascistas del Movimiento por la Unidad de Mosley hasta que el partido desapareció. No fue luego a por los conservadores, sino que se disolvió. En 2003, el militante de ARA, Rory McGowan, escribió: «Si no hay presencia o actividad nazi notable, los grupos de ARA se vuelven inactivos»[386]. SCALP de Besançon logró impedir que los grupos satélite de Blood and Honour en la zona, Radikal Korps y el Bunker Korps de Lyon siguieran organizando conciertos de rock racista. El movimiento nazi local se disolvió luego por rencillas internas. Pero los antifascistas no fueron a por el siguiente grupo de conservadores, empezando por la derecha. Se disolvieron a su vez. A finales de la década de 1990 el fascismo noruego estaba en buena medida erradicado. Los militantes del país dedicaron la mayor parte de su tiempo a vigilar a los nazis de Suecia, en colaboración con sus compañeros escandinavos. No a atacar a la siguiente facción en orden progresivo desde la extrema derecha.

Es bien conocido el hecho de que la longevidad de la mayor parte de grupos antifascistas viene determinada por la actividad de sus oponentes. Hasta el punto de que esta es una crítica habitual a la forma de organización del movimiento. Muchos militantes se quejan de lo difícil que resulta mantener la participación en las épocas en que la presencia fascista es baja. Si el antifascismo pretendiese hacer callar a todos los que sostienen «puntos de vista alternativos», entonces se deberían encontrar ejemplos tangibles. En los últimos cien años, algún grupo habría puesto en marcha este efecto dominó. Por el contrario, el registro histórico apunta precisamente en el otro sentido. Estoy de acuerdo con los antifascistas militantes en que la ilegalización estatal del nazismo no es deseable. Pero en los países europeos en los que se han prohibido el odio racial, el nazismo y la negación del Holocausto, por muy hipócritas o defectuosas que sean este tipo de restricciones, no se ha caído por ello, de repente, en un autoritarismo distópico. La presunción estadounidense de que cualquier límite político a la libertad de expresión es inaceptable no se sostiene, a la luz de esta evidencia.

La alternativa liberal al antifascismo militante es tener fe en la capacidad del debate racional, de la policía y de las instituciones del Gobierno para impedir la llegada al poder de un régimen fascista. Como ya ha quedado claro, este modelo fracasó en múltiples ocasiones importantes. Las limitaciones del «antifascismo liberal» están demostradas. La estrategia de apaciguamiento que siguieron los aliados antes de la Segunda Guerra Mundial fracasó. A la luz de estos dos hechos se puede argumentar, de forma muy convincente, que si se permite al fascismo desarrollarse y crecer se corre el riesgo comprobado de caer en el «totalitarismo». Si no les paramos cuando son un grupo pequeño, ¿lo hacemos cuando tenga un tamaño medio? Y si no les paramos cuando son medianos, ¿cuando sean grandes? ¿Cuando ya estén en el Gobierno? ¿Hay que esperar a que las esvásticas cuelguen de los edificios públicos para defendernos?

Pancarta en una manifestación contra el Hogar Social en Madrid, en mayo de 2017 (fotografía del autor).

Pongámonos en el peor de los casos para los críticos liberales. Este implica la total supresión del fascismo y de las organizaciones explícitamente declaradas como supremacistas blancas. ¿Cómo puede esta perspectiva ser peor que permitir que prolifere este tipo de grupos? Un estudio psicológico reciente de la Universidad de Kansas llegó a la conclusión de que «los prejuicios raciales explícitos son predictores fiables de la “defensa del derecho a la libertad de expresión” de los racistas […]. Es un caso de racistas defendiendo a racistas»[387]. Esta conclusión no invalida de forma automática el argumento liberal. Pero debería hacernos pensar más allá de los principios mismos que se están tomando en consideración. Hay que darse cuenta de que el racismo es un motivo subyacente muy común.

Finalmente, merece la pena añadir que el antifascismo militante no es sino un aspecto de un proyecto revolucionario de mayor calado. Muchos de sus grupos no se movilizan solo contra el fascismo. Buscan combatir todas las formas de la opresión, tales como la homofobia, el capitalismo, el patriarcado y demás. Entienden que el fascismo es solo la versión más virulenta de unas amenazas sistémicas más amplias. Cuando hablé con los miembros de Pavé Brûlant, en Burdeos, no dejaron de insistir en que todos los partidos políticos principales de Francia presentan aspectos cercanos al fascismo. Dijeron que el Frente Nacional sirve para distraer la atención de la sociedad de las características casi fascistas de los demás partidos. Aunque se centran en combatir a los grupos de extrema derecha, Pavé Brûlant es uno de los muchos colectivos antifascistas que combaten las ideas cercanas al fascismo dondequiera que surjan, como parte de una estrategia integral[388].

Eso no quiere decir, necesariamente, que pretendan aplicar las mismas tácticas a segmentos cada vez mayores del panorama político. Simplemente, es que son revolucionarios. Es un poco surrealista ver a los comentaristas liberales rasgarse las vestiduras solo porque se ha impedido dar un discurso a un nazi. La ideología de los antifascistas defiende la expropiación global de la clase dirigente capitalista y la destrucción (o toma) de todos los Estados existentes por medio de un levantamiento popular internacional, que la mayoría piensa que va a implicar alguna forma de enfrentamiento violento con las fuerzas del Estado.

Si les parece que «negar tribunas» está mal, espera a que les hablemos de la guerra de clases.

¿Acaso no hay que combatir el «error» con la «verdad»?

Una objeción a la táctica de «negar tribunas» a los fascistas, o a limitar su derecho a expresarse libremente en general, proviene de la influyente obra del filósofo británico John Stuart Mill Sobre la libertad. Es una apasionada defensa de la libertad de expresión. En ella Mill dice que, incluso cuando la opinión que se suprime es completamente falsa, «a no ser que se permita que sea, y lo sea de hecho, debatida con vigor y honestidad, será sostenida a la manera de un prejuicio por la mayoría de las personas que la defiendan». Según Mill, «la percepción más clara y la impresión más viva de la verdad se obtienen de su enfrentamiento con el error».

Esto aconsejaría, por ejemplo, presentar puntos de vista a favor y en contra de la esclavitud. Como si fuesen opiniones moralmente equivalentes que la sociedad puede evaluar. Se pueden enseñar el Holocausto, la esclavitud o el genocidio de las poblaciones nativas dentro de un contexto antirracista y anticolonial amplio, mediante fuentes primarias de dueños de esclavos, nazis o colonos, de modo que la perspectiva antirracista resulte enriquecida y profundizada. Eso es algo muy diferente a dar validez a la violencia del genocidio y del supremacismo blanco mediante una defensa «vigorosa y honesta» de la condición de seres humanos de las personas indígenas, de raza negra o judías.

A pesar de las aspiraciones racionalistas que impulsaban a Mill y a sus coetáneos, la mayoría de las personas sostienen siempre sus creencias «a la manera de un prejuicio», como dice el propio Mill. Muy pocas se paran a examinar realmente las connotaciones filosóficas, políticas y sociológicas de los valores que les son más importantes. Incluso en el caso de que lo hagan, la mayoría son mucho menos autoconscientes de lo que les gusta imaginar. Las normas sociales no se cambian mediante procesos racionales de análisis. Se transforman gradualmente a través de una lucha constante entre intereses enfrentados. A su vez, estos son moldeados de forma continua por factores económicos y sociales cambiantes. Aunque desde luego hay formas diversas de entenderla, la opinión generalizada de que «el racismo es malo» solo surgió después de que las personas de razas diferentes a la blanca lucharan durante generaciones. Hoy en día, esta opinión se ha difundido ampliamente en la sociedad. Junto con el consenso histórico de que la esclavitud y el Holocausto fueron atrocidades inenarrables. Idealmente, todo el mundo debería dedicar una buena cantidad de tiempo y de energía mental a interiorizar las razones de estas tragedias y su impacto en la historia. Pero la mayoría de las personas no van a realizar esta reflexión. Por ello, el éxito de los movimientos sociales a la hora de fijar unos niveles básicos de sentimiento antirracista en los «prejuicios» irracionales de la sociedad constituye una defensa muy importante frente a los intentos de la derecha alternativa de desplazar el centro de gravedad hacia un prejuicio irracional más cercano a la supremacía blanca. El antirracismo «irracional» es preferible al supremacismo blanco razonado.

¿Acaso «negar tribunas» a los fascistas no erosiona la libertad de expresión, de modo que se perjudica a la izquierda más que a la derecha?

Si se entiende esto en un sentido legalista, como pedir que el Gobierno prohíba los tipos de discurso que no le resultan aceptables, entonces desde luego que sí. Por ejemplo, la Ley de Orden Público de Gran Bretaña se utilizó contra el Frente Nacional. Pero también para sofocar la huelga de mineros de 1984-1985[389]. Países europeos como Alemania cuentan con leyes contra el nazismo y la negación del Holocausto. Pero a menudo limitan también el lenguaje revolucionario de la izquierda. Por eso los antifascistas alemanes consideran que el poder del Estado es un enemigo, no un aliado. Por eso intentan impedir los esfuerzos organizativos de los nazis mediante la acción directa, sin presentar solicitudes al Gobierno.

En todo caso, independientemente de lo que diga la izquierda, la evidencia histórica es clara al respecto. El Estado se inventa alguna excusa cuando la necesita. Si la izquierda radical amenaza los intereses de las élites, ha habido y habrá represión, ni más ni menos. Se podría decir que el antifascismo militante erosiona el apoyo público a la libertad de expresión. A su vez, esto reduciría la disposición de la población a ayudar a la izquierda cuando empezase la represión contra ella. Pero el argumento de los antifascistas no gira, principalmente, en torno a la estrategia de «negar tribunas». Se trata sobre todo de entender al fascismo como un enemigo político con el que no se puede convivir.

En realidad, incluso ese argumento no es más que un primer peldaño en la defensa más general de una conciencia socialista revolucionaria. Si el antifascismo funciona, la izquierda crece y se hace más poderosa. Lo que a su vez es clave para resistir la represión.

Impedir que los nazis se expresen te hace ser igual que ellos.

Es un hecho histórico que los nazis y otros fascistas prohíben los actos de sus oponentes de izquierda. Por eso hay quien dice que cualquier persona que impide una actividad política, aunque sea de carácter nazi, es, consecuentemente, un nazi. También se sabe que los fascistas son nacionalistas. Empiezan guerras y construyen cárceles. ¿Quiere eso decir que los anarquistas pueden acusar a los liberales que hacen esas cosas de ser fascistas? No se puede definir una ideología en base a un único atributo. Los liberales apoyan limitar la libertad de expresión mucho más de lo que lo hacen los antifascistas. Pero se imaginan que son los guardianes del derecho a expresarse libremente. En consecuencia critican los planteamientos políticos no liberales del antifascismo y los equiparan a los planteamientos políticos no liberales de los fascistas.

Que la principal objeción que alguien tiene al nazismo sea la prohibición de los actos de la oposición dice más sobre sus planteamientos políticos que sobre aquellos a quienes critica. Los antifascistas no se oponen al fascismo porque no sea liberal, en un sentido abstracto. Sino porque promueve la supremacía blanca. El heteropatriarcado. El ultranacionalismo. El autoritarismo y el genocidio.

¿Qué ocurre con los principios antifascistas en la universidad?

Desde la década de 1960 ha habido diferentes oleadas de movimientos sociales. Desde el movimiento por los derechos civiles o el de defensa de los derechos de gais y lesbianas al más reciente por los de las personas transgénero. Todos ellos han hecho que las universidades estadounidenses sean más inclusivas y «diversas». La mayoría de los progresistas en Estados Unidos atribuyen a la idea de «diversidad» un contenido político antirracista y antisexista. Pero cuando se toma el término como una abstracción apolítica puede adquirir connotaciones reaccionarias. Por ejemplo, en la revista Time, el director del grupo conservador Americanos Jóvenes por la Libertad alaba los avances en materia de «diversidad» racial y de género en la enseñanza superior. Dice que «la diversidad de pensamiento», entendida como una actitud permisiva hacia los discursos, es un bien social análogo. Incluso cuando se usa esa libertad de expresión para deshacer los avances en diversificación racial y de género[390]. Es decir, emplea la abstracción apolítica de la idea para socavar el contenido político que los progresistas han querido imbuir en el término.

Esto solo sirve para poner de relieve un aspecto. Habitualmente, se representan las victorias de las universidades en materia de justicia social como actualizaciones de una moralidad colectiva sin contenido político. Generaciones de activistas han obligado a los rectorados a crear departamentos de estudios étnicos. De estudios de género y de mujer. O a contratar más docentes de razas distintas a la blanca. Estos militantes saben que sus luchas y los valores que encierran son completamente políticos. Estos logros no suponen una «neutralidad» más perfecta. Consisten más bien en la adopción de ciertos principios básicos feministas y antirracistas. Las universidades fueron obligadas a preocuparse cada vez más por la «diversidad». Pero también transformaron la adhesión gradual a las exigencias de las personas excluidas en una oportunidad de vender sus lucrativas instituciones. Un nuevo mercado de pluralismo progresista.

Han hecho compromisos institucionales de aportar recursos y apoyo a estudiantes del colectivo LGTBQ. Para la apertura de casas culturales africanas. O para crear becas dirigidas a estudiantes indocumentados. Todos ellos carecen de sentido si esas mismas instituciones facilitan una tribuna a individuos o grupos que no solo niegan la humanidad de esos colectivos, sino que organizan de forma activa movimientos para eliminarlos físicamente. ¿Cómo puede una universidad anunciar los recursos que ofrece a estudiantes transgénero en materia de salud mental y luego permitir a Milo Yiannopoulos que instigue públicamente al odio contra esos mismos estudiantes?

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