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01. ¡No pasarán! El antifascismo hasta 1945

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01. ¡No pasarán! El antifascismo hasta 1945

01

¡No pasarán!

El antifascismo hasta 1945

El 23 de abril de 1925, por la tarde, había un acto político convocado en la rue Damrémont, en el barrio parisino de Montmartre. Desde luego, un encuentro como este no era nada fuera de lo común en esta zona, revolucionaria y de clase obrera. Pero no se trataba de una reunión cualquiera. Porque esa tarde de jueves que, por lo demás, no tenía nada de especial, el orador principal era Pierre Taittinger, el líder de las recién creadas Juventudes Patrióticas. Taittinger, que más tarde fundaría la famosa bodega de champán que lleva su nombre, estaba entonces al final de la treintena y su vida incluía algunas de las características comunes a los miembros del pujante movimiento fascista. Criado en el seno de una familia católica y nacionalista, trabajó como administrativo antes de luchar y ser condecorado en la Primera Guerra Mundial. Más tarde, consiguió fortuna y poder político cuando se casó con la hija de un influyente banquero. En la década de 1920 se encontraba a la cabeza de las Juventudes Patrióticas, una organización de más de 100 000 miembros organizados en destacamentos militares, que desfilaban al ritmo de tambores y cornetas por las calles de París, ataviados con camisas azules y boinas rojas[22].

Los comunistas parisinos decidieron tomarse ese acto, que se iba a celebrar en su feudo de Montmartre, como lo que era: una amenaza. Cierto número de ellos consiguieron entrar en el encuentro y amenazar e insultar al líder fascista mientras pronunciaba su discurso, pero eso no fue suficiente para interrumpir el encuentro. Más tarde, Taittinger dijo que cuando él y sus paramilitares salían del local, a eso de las 11.30, «se olían disturbios en el aire. Una multitud inquieta se agolpaba en las aceras, dando rienda suelta a su odio y a su ira, cantando la Internacional, frente a una delgada línea de policía, que no podía hacer mucho»[23]. Pronto descubrieron que alguien había roto las farolas para que un grupo de comunistas pudiese esperarles en las sombras. En palabras de Taittinger:

Se oyeron disparos de revólver. Habíamos caído en una emboscada. Algunos camaradas heroicos se lanzaron frente a su líder para protegerle con sus propios cuerpos. Dos de ellos cayeron al suelo […] Estallaron violentos enfrentamientos en todas las esquinas. Los heridos caían, sangrando. [Nos] retiramos hacia la estación de metro de Mont-Cenis, cargando con nuestros heridos [y] nos fuimos en metro[24].

Cuatro miembros de las Juventudes Patrióticas yacían muertos. Otros treinta estaban heridos[25]. Al día siguiente, el periódico comunista L’Humanité no se andaba con ambages: «Los fascistas han recogido lo que han sembrado. Los trabajadores no vamos a tolerar que nadie nos desafíe en nuestro territorio. Las experiencias de Italia y Alemania están demasiado dolorosamente grabadas en el corazón de todos los proletarios, como para permitir que algo similar ocurra de nuevo aquí»[26].

¿Comunistas que disparan a fascistas por organizar un acto? ¿Cómo se ha podido llegar a esto? Para encontrar la respuesta, tal vez sea necesario remontarse en el tiempo hasta 1898, al momento álgido del caso Dreyfus en Francia. Entonces las tensiones llegaron a un punto sin retorno a cuenta del caso del capitán judío Alfred Dreyfus. Varios años antes, se había condenado (erróneamente) a Dreyfus a la cárcel por, supuestamente, revelar secretos militares a Alemania. Sin embargo, las pruebas de su inocencia que salieron a la luz dividieron a la sociedad francesa entre los defensores de Dreyfus, anticlericales y de izquierdas, y sus opositores, antisemitas y militaristas. Algunos de los ejemplos más destacados de estos últimos incluían a tres grupos protofascistas: la Liga Antisemita de Francia, la Liga de los Patriotas, organización de la que surgieron luego las Juventudes Patrióticas, y la Liga de Acción Francesa. Estas tres se oponían a ultranza al marxismo y al parlamentarismo de la Tercera República francesa, eran rabiosamente nacionalistas y mostraban una capacidad cada vez mayor de organizar el tipo de movilización tumultuaria y callejera que había sido la prerrogativa exclusiva de la izquierda durante décadas. Conforme crecía el movimiento de defensores de Dreyfus, estas ligas convocaron manifestaciones exaltadas en defensa del Ejército, con multitudes de varios miles de personas que atacaron establecimientos judíos al grito de: «¡Muerte a los judíos!»[27].

No obstante, donde había protofascismo, había también precursores del antifascismo. Anarquistas e integrantes del Partido Obrero Socialista Revolucionario, antiparlamentario, formaron una Coalición Revolucionaria, para «enfrentarse a las bandas de reaccionarios en la gloriosa calle, la calle de las protestas encendidas, la calle de las barricadas».

Y enfrentarse es lo que hicieron. La Coalición protegía a los oradores que defendían a Dreyfus y a los testigos que iban a declarar en el juicio a favor del capitán. Cubrieron la ciudad de carteles, para recuperar el espacio público frente a los antisemitas, y pasaron a la ofensiva contra los opositores a Dreyfus, convocando contramanifestaciones e incluso colándose e interrumpiendo una serie de concentraciones importantes de estos últimos. No obstante, cada vez se volvía más difícil para los revolucionarios acceder a estos actos, así que el anarquista Sébastien Faure falsificó unas invitaciones a un encuentro de los opositores en un restaurante en Marsella. Lamentablemente para Faure, se negó la entrada a los que llegaron con las entradas falsificadas. Así que dieron la vuelta al edificio, rompieron una puerta de cristal, entraron en tromba e interrumpieron el acto[28].

Al año siguiente, en 1899, Dreyfus obtuvo el indulto, aunque tuvo que esperar hasta 1906 para que se le exculpara por completo. En cualquier caso, las ligas opositoras a Dreyfus consiguieron unir el nacionalismo militarista con un populismo callejero, lo que presagiaba el fascismo del siglo siguiente y significaba una novedad importante en la actuación de la derecha. Este era el caso especialmente de Acción Francesa, a la que el historiador Ernst Nolte se refirió como «el primer grupo político con cierta influencia o nivel intelectual que muestra rasgos inconfundiblemente fascistas»[29].

A pesar de esta cita de Nolte, el historiador Robert Paxton defiende que «el fascismo (entendido de forma funcional) apareció a finales de la década de 1860 en el sur de Estados Unidos»[30], con el nacimiento del Ku Klux Klan (KKK). Paxton señala que sus característicos uniformes con capucha, sus métodos de intimidación a través de la violencia y su formación de redes alternativas de autoridad eran precursores del fascismo del siglo XX[31]. En respuesta a la violencia del Klan contra la participación de personas de raza negra en la Liga de la Unión y en el Partido Republicano (y en contra de la comunidad negra en general), en las décadas de 1860 y 1870 los miembros de la Liga boicotearon a los integrantes del Klan, organizaron grupos armados de autodefensa y, en algunos casos, incluso prendieron fuego a las plantaciones de antiguos esclavistas[32]. Llegados a la década de 1890, Ida B. Wells lanzó una importante campaña en contra de los linchamientos, a través de su publicación Free Speech (Libertad de expresión) y con su folleto pionero Southern Horrors (Los horrores del sur). Wells, que siempre llevaba revólver adondequiera que fuese, era una apasionada defensora del derecho de las personas de raza negra a la autodefensa. Cuando un grupo de afroamericanos prendió fuego a un pueblo en Kentucky, en venganza por un linchamiento reciente, escribió en su publicación que habían «mostrado auténticos atisbos de hombría en su resentimiento […] Hasta que los negros no se alcen con todo su poderío y tomen en sus manos la respuesta a estos asesinatos a sangre fría, incluso aunque haya que quemar ciudades enteras, no se pondrá fin a los linchamientos generalizados»[33].

Aunque los orígenes históricos del fascismo italiano y del nazismo alemán, junto con los del antifascismo revolucionario al que dieron lugar, no están totalmente desconectados del terror racial de Estados Unidos, también se pueden descubrir aquellos analizando un conjunto de precedentes históricos diferentes, tomados a partir de la restauración del orden monárquico en Europa en 1815, después de la Revolución francesa. Desde ese momento, la política revolucionaria europea osciló, en buena medida, entre la amenaza latente del republicanismo liberal por la izquierda y la defensa aristocrática de la monarquía tradicional por la derecha. Este conflicto estalló en 1848 en Francia, Hungría, la actual Alemania y en otros lugares, cuando los republicanos y sus simpatizantes de las clases bajas se lanzaron a las barricadas para derribar los regímenes monárquicos del continente y sustituirlos por naciones Estado en la forma de repúblicas. En ese momento, el recientemente inventado concepto de nacionalismo era en buena medida una prerrogativa exclusiva de la izquierda, que lo oponía a la soberanía hereditaria de las dinastías que tradicionalmente habían regido Europa.

En última instancia, la mayoría de las revoluciones nacionales de 1848 fracasaron. Sin embargo, con el desarrollo de sus trágicos acontecimientos, las brechas que se estaban abriendo entre los aspirantes republicanos a políticos y el movimiento obrero, cada vez más potente y revolucionario, tuvieron el efecto de alejar a muchos liberales de las propuestas revolucionarias y de arrojarlos en los brazos de las élites tradicionales. Tal y como escribió el historiador Eric Hobsbawm, «enfrentados a la revolución “roja”, los liberales moderados y los conservadores acercaron sus posturas». Las élites tradicionales estaban dispuestas a conceder muchas exigencias económicas a sus nuevos aliados, a lo largo de la década siguiente, a cambio de que abandonasen la revolución[34].

Sea como sea, el espectro de los levantamientos populares iniciados desde abajo obligó a muchas élites conservadoras a tomarse en serio la política popular y el concepto, liberal y ajeno a ellas, de «opinión pública», probablemente por primera vez en la historia. En lo que es un preludio de algunos elementos del fascismo del siglo XX, el emperador francés Napoleón III buscó acabar con el movimiento obrero, al mismo tiempo que intentaba atraer al pueblo mediante el culto a su imagen de masculinidad. Mientras, en Alemania, Otto von Bismarck recurrió al palo y a la zanahoria. Por un lado, desarrolló un Estado de bienestar embrionario, para privar al socialismo del apoyo de sus bases potenciales, y por el otro, se aprobaron las Leyes Antisocialistas de 1878. Al año siguiente el político liberal británico William Gladstone introdujo por primera vez en Europa las campañas electorales masivas, de ciudad en ciudad, lo que reflejaba una conciencia cada vez mayor del poder de la política popular. Con el paso del tiempo, la presión desde abajo y una comprensión creciente de la utilidad de las reformas desde arriba llevaron a la ampliación del sufragio y a unos limitados derechos de sindicación a través de Europa.

Aun así, a pesar de estas y de otras reformas pensadas para paliar el descontento popular, los conservadores tradicionales y sus miopes partidos no estaban dispuestos a plantearse, en general, un verdadero giro hacia políticas populistas. Conforme se aproximaba el fin del siglo XIX, el rápido avance de los sindicatos y partidos socialistas parecía presagiar la adhesión en cuerpo y alma de «las masas» a la izquierda revolucionaria. No obstante, al mismo tiempo había indicaciones obvias de que las cosas no se iban a quedar así. La década de 1880 asistió al nacimiento de una serie de organizaciones en Francia (tales como la anteriormente mencionada Liga de Patriotas), Alemania, Austria y otros países, que se dirigían sobre todo a un público pequeñoburgués y que a menudo estaban imbuidas del «socialismo de los tontos»: el antisemitismo[35]. Estos artesanos, administrativos y funcionarios, atrapados entre los dirigentes de la industria, por un lado, y lo que percibían como las terroríficas hordas rojas de la clase obrera organizada, por el otro, empezaron a formar sus propias ligas, asociaciones y partidos políticos. Es más, la expansión del imperialismo hacia finales de siglo, que se hizo evidente en el reparto de África y en la división de China, entre otros ejemplos, desplazó el nacionalismo hacia la derecha. Este sirvió para forjar un potente vínculo entre dirigentes y dirigidos, basado en el «prestigio» internacional de la conquista de territorios extranjeros. A la inversa, después de 1903 los nacionalistas italianos dirigieron sus ataques contra la élite de su país, por su fracaso a la hora de competir en el terreno del imperialismo. Una frustración que cristalizó en 1910 con la creación de la Asociación Nacionalista Italiana[36].

El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 exacerbó las fricciones que ya existían en el panorama político europeo, lo que abrió las puertas al futuro nacimiento del fascismo. Tras la declaración de guerra de Austria-Hungría contra Serbia, como respuesta al asesinato en Sarajevo del archiduque de Austria, Franz Ferdinand, Alemania y Turquía acudieron en su apoyo. Mientras, Rusia, Gran Bretaña y Francia eran las principales potencias al otro lado de las trincheras. Durante años, los partidos socialistas de Europa habían hecho planes para convocar una huelga general masiva en todo el continente en caso de guerra, para frenar en seco al militarismo. No obstante, cuando sonaron los clarines, la mayor parte de ellos marcaron el paso con sus Estados respectivos. Una excepción digna de mención fue el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (bolchevique) y su incendiario líder, Vladímir Lenin, para quien el conflicto no era más que «una guerra imperialista depredadora»[37]. La postura belicista de la mayor parte de las organizaciones socialistas de Europa fue la gota que colmó el vaso para Lenin y el ala revolucionaria a la izquierda del socialismo internacional, la cual se había venido distanciando cada vez más del centro del movimiento. Cuando se formó la Segunda Internacional, en 1889, las disputas doctrinales no eran ni mucho menos tan enconadas entre ambos sectores. En aquel momento, el principal debate se centraba en la exclusión de los anarquistas, por su antiparlamentarismo y por su rechazo del papel del partido y del Estado en el proceso revolucionario (un tema que ya había escindido la Primera Internacional en la década anterior, entre los seguidores de Karl Marx y los del anarquista Mijaíl Bakunin). No obstante, la unidad inicial no iba a durar mucho. A finales de la década de 1890, el alemán Eduard Bernstein se desvió profundamente de la ortodoxia marxista al defender que, dado que las condiciones de vida mejoraban progresivamente para los trabajadores, el socialismo podría alcanzarse de forma gradual, mediante la participación en procesos electorales, sin necesidad de una revolución.

En los años posteriores surgieron facciones reformistas y revolucionarias en la mayoría de los partidos socialistas. Sus polémicas se hicieron más agrias durante la guerra y subieron todavía más de tono después de la toma del poder por los bolcheviques en 1917. El entusiasmo que generó la Revolución rusa fue el catalizador de la agitación económica y social que inundó Europa al acabar el conflicto bélico. Una oleada revolucionaria se extendió a través del continente e incluyó motines de soldados, revueltas, huelgas, ocupaciones y la formación de consejos obreros en Alemania, Austria, Hungría e Italia, desde los últimos días de la guerra hasta 1920. Este aumento significativo de la actividad insurreccional culminó en la formación de las repúblicas soviéticas de Hungría, en marzo de 1919, y de Baviera, en abril del mismo año. El líder bolchevique Grigori Zinóviev se mostraba tan optimista que dijo que «a nadie sorprenderá, no obstante, que para el momento en que estas líneas salgan de la imprenta, haya, no solo tres, sino seis o más repúblicas soviéticas. Europa se apresura hacia una revolución proletaria a una velocidad de vértigo»[38].

El optimismo de Zinóviev demostró ser infundado. Los regímenes revolucionarios de Hungría y Baviera duraron poco y a principios de la década de 1920 la marea insurreccional se retiraba. Hay muchas razones que explican el fracaso de los levantamientos posteriores a la guerra, pero una, que no escapaba a los contemporáneos, era el predominio general del ala reformista en el seno del movimiento socialista. Esto se vio claramente en Alemania en enero de 1919. Entonces, Friedrich Ebert, el líder socialdemócrata de la República de Weimar, envió a los paramilitares de los Freikorps a suprimir el levantamiento de los espartaquistas. Al hacerlo, los Freikorps, integrados en su mayoría por excombatientes de la Primera Guerra Mundial, curtidos en el frente de batalla, asesinaron a los destacados comunistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

Los enconados y sanguinarios conflictos que dividieron al socialismo internacional después de la guerra acabarían por suponer enormes obstáculos a la hora de lograr una unidad antifascista en las décadas siguientes. Los comunistas no olvidaron nunca la «traición» socialdemócrata a la revolución, ni los asesinatos de Luxemburgo y Liebknecht. Por el otro lado, los socialistas acabaron por rechazar el modelo bolchevique de gobierno dictatorial y se sentían ofendidos por los intentos comunistas de derribar sus repúblicas parlamentarias. Estos problemas se exacerbaron aún más después de que el Segundo Congreso de la nueva internacional comunista (Komintern o Tercera Internacional) emitiera en 1920 un mandato a las facciones revolucionarias de los partidos socialistas para que se escindiesen de estos y formasen nuevas organizaciones comunistas. Mientras tanto, los anarquistas, que crearon su propia internacional anarcosindicalista en 1922, la Asociación Internacional de los Trabajadores, con una participación de más de dos millones de obreros a nivel mundial[39], se oponían al reformismo socialdemócrata. También denunciaron los ataques bolcheviques de 1921 contra los marinos de Kronstadt y contra el ejército anarquista de Néstor Majnó en Ucrania, así como la represión en general de su movimiento en la recién fundada Unión Soviética.

En el momento de mayor división en el socialismo europeo, su misma supervivencia iba a depender poco después de que supiese responder a su reto más importante hasta la fecha.

A finales de marzo de 1921, Emilio Avon, un dirigente socialista de Castenaso, en las afueras de Bolonia, recibió una sorprendente carta: «Eres el secretario de la sección socialista. Queremos poner a prueba tu valor». A la noche siguiente, mientras la familia de Avon dormía, un grupo de hombres armados y enmascarados tiró a patadas la puerta de entrada de su casa, arrastró a Emilio a la calle y lo dejó inconsciente de una paliza, en medio de los gritos aterrados de su mujer y sus tres hijos. Recibió una «invitación para abandonar la ciudad antes de quince días, bajo pena de muerte», algo que se apresuró a hacer[40].

¿Quiénes eran estos enmascarados y por qué estaban aterrorizando a los socialistas locales y a sus familias? Eran los squadristi Fascistas[41] de Benito Mussolini, sus camisas negras, que recorrían campos y ciudades destruyendo la «plaga» roja que amenazaba la «unidad nacional» desde el final del conflicto bélico. La guerra de clases estalló en Italia durante el Biennio Rosso de 1919-1920, cuando los obreros industriales ocuparon las fábricas, los campesinos se hicieron con las tierras y una oleada de huelgas paralizó la economía. El primer ministro, moderado, prefería negociar en vez de dar rienda suelta al ejército y esto colmó la paciencia de los dueños de la industria y de los terratenientes[42]. La amenaza de una revolución y la más inmediata realidad de una producción con interrupciones severas llevaron a las élites económicas a buscar soluciones a sus problemas más allá de la «impotencia» del Gobierno parlamentario. Pronto decidieron que Benito Mussolini era el hombre que necesitaban.

Como editor del periódico socialista Avanti!, Mussolini defendió la intervención italiana en la Primera Guerra Mundial, una postura que se alejaba de la ortodoxia marxista y que llevó a su expulsión del Partido Socialista Italiano (PSI). Una vez que el país entró en la guerra, Mussolini pasó dos años en el Ejército. Su carrera militar terminó cuando resultó herido por una granada, después de lo cual intentó lanzar un nuevo movimiento que reuniese elementos de su anterior socialismo con sus crecientes nacionalismo y autoritarismo. Pretendía formar un «sindicalismo nacionalista», un nuevo credo de colaboración corporativa de clase, en aras del interés de la nación italiana. Esto llevó a la creación en 1919 del Fascio di Combattimento (basado en el tradicional símbolo romano de unas ramas atadas en torno a un hacha, conocido como fasces). Este momento marca de forma oficial el nacimiento del Fascismo. Entre los integrantes de dicho grupo había antiguos socialistas, algunos futuristas de ultraderecha (el futurismo era una corriente cultural de vanguardia) y, sobre todo, excombatientes de la Primera Guerra Mundial que habían vuelto embrutecidos del frente.

Aunque muchos pensaron al principio que este conflicto iba a ser breve y rápido, se acabó transformando en un auténtico cataclismo, una sucesión de masacres aparentemente interminables en las trincheras durante cuatro años, con armas mortíferas e innovadoras, como la ametralladora o el gas venenoso. La gran capacidad de matar demostrada, aumentada con ayuda de la tecnología, traumatizó a muchos soldados, hasta el punto de que el término «neurosis de guerra» se empezó a utilizar entonces para describir lo que ahora se conoce como trastorno por estrés postraumático (TEPT) provocado por los combates. La desmovilización del Ejército al acabar la contienda hizo que el número de desempleados aumentase en Italia hasta los dos millones, mientras que el coste de la vida era cuatro veces superior al de 1913[43]. Sin embargo, para muchos hombres jóvenes, especialmente los que iban a unirse al fascismo a lo largo de la década siguiente, el «espíritu de las trincheras» dio lugar a una peculiar forma de camaradería. El fundador de los Faisceau franceses recordaba que, cuando empezó la guerra, «regresamos a un estado de naturaleza sobre una base igualitaria. Cada uno de nosotros ocupó su lugar en una jerarquía formada de manera espontánea o aceptada por la nueva sociedad en la que nos encontrábamos»[44]. Desde el punto de vista de los fascistas, los soldados eran unos auténticos «machos» que arriesgaban sus vidas por la nación, en un estado de «jerarquía igualitaria», mientras que los burócratas parlamentarios, «afeminados» y burgueses, vivían entre lujos y permitían a los comunistas destruir Italia. Aún peor, los políticos italianos no supieron evitar el fracaso en la Conferencia de Paz de París y no se otorgaron al país los territorios que se le habían prometido en el Tratado de Londres, lo que hizo que la rabia consumiera a los soldados nacionalistas.

Aunque en un principio el Fascismo de Mussolini incluía una retórica de izquierdas, acerca de la necesidad de equilibrar los intereses de la élite económica con los de campesinos y obreros, en aras de la nación (algo que era evidente en el programa Fascista de 1919), en la práctica sus camisas negras trasladaron la guerra al frente doméstico, atacando militarmente, siempre al servicio de terratenientes y patrones, a los izquierdistas. Un pasatiempo favorito de los escuadrones Fascistas era humillar a sus víctimas obligándolas a beber aceite de ricino. Solo en la primera mitad de 1921, aproximadamente 119 locales sindicales, 107 cooperativas y 83 centros campesinos fueron destruidos. En 1920, más de un millón de jornaleros agrícolas se declararon en huelga. Al año siguiente, esa cifra había disminuido hasta los ochenta mil. Al combinar los escuadrones urbanos de Mussolini con un enorme movimiento reaccionario en el campo, las filas de los Fascistas pasaron de ser un variopinto grupo de apenas 100 hombres en 1919 a tener 250 000 integrantes solo dos años después[45].

La primera organización antifascista militante que se enfrentó a los seguidores de Mussolini fueron los Arditi del Popolo (Escuadrones del Pueblo), fundados por el anarquista Argo Secondari en Roma a finales de junio de 1921. Todo el espectro de fuerzas opuestas al fascismo (comunistas, anarquistas, socialistas y republicanos) se unieron bajo la estructura de milicia, descentralizada y federalista, de los Arditi. Su símbolo era una calavera con un puñal entre los dientes, rodeada por una corona de laurel. En pocos meses ya contaban con 144 secciones, que sumaban unos 20 000 integrantes, y defendían pueblos y ciudades frente a las incursiones de los Fascistas. En un principio, los recién formados Arditi lograron algunas victorias notables. Por ejemplo, en la ciudad noroccidental de Sarzana, los squadristi aterrorizaban de manera habitual a la población, destruyendo locales sindicales y asesinando a izquierdistas, durante los primeros meses de 1921. No obstante, un nuevo ataque a la ciudad en junio, como represalia por la muerte de un Fascista local, fue repelido sin contemplaciones por secciones de los Arditi con apoyo de los trabajadores locales. Murieron veinte Fascistas en el enfrentamiento[46].

En última instancia, los Arditi del Popolo fueron incapaces de resistir el imparable avance Fascista por varios motivos. Entre estos se incluyen el enorme apoyo financiero y material que dieron las élites económicas a Mussolini, el hecho de que una buena parte de la infraestructura de la izquierda ya había sido destruida cuando se formaron los Arditi y por último, la incapacidad de los socialistas para unirse y destruir a su enemigo común. En enero de 1921, un grupo que pretendía seguir la estela de Lenin se escindió del PSI para formar el Partido Comunista Italiano (PCI), en la creencia de que el país estaba al borde de una etapa revolucionaria. Esta ruptura no solo separó a las dos facciones, sino que redujo mucho su capacidad combinada. Si antes de la separación la afiliación al PSI estaba en torno a las 216 000 personas, tras ella el número total de integrantes, entre ambos partidos, no pasaba de cien mil. Y mientras que el centro y la derecha del recién fundado PCI buscaban colaborar con los socialistas de izquierda, el ala radical del partido, agrupada en torno a Amadeo Bordiga, se negaba a cooperar con el PSI. Peor todavía, varios meses después de la formación de los Arditi del Popolo, el PSI les retiró su apoyo, ya que firmó un Pacto de Pacificación con Mussolini, mientras que el PCI sacó de ellos a sus miembros y los calificó de «maniobra burguesa». Unos cuantos militantes de base de ambos partidos siguieron participando en los Arditi, aunque la Unión Anarquista Italiana y la Unión Sindical Italiana, anarcosindicalista, fueron las únicas formaciones de izquierda que mantuvieron su apoyo a esta organización armada[47]. Aparte de los Arditi, varias coaliciones obreras organizaron una serie de paros antifascistas a lo largo de 1922, incluido un intento de huelga general que lanzó la Alianza del Trabajo el 31 de julio. No obstante, el PSI, desaconsejaba las convocatorias organizadas a nivel local y prefería una huelga general «estrictamente legal» que se organizaría bajo su tutela. En todo caso, la violencia de los Fascistas aplastó cualquier intento en este sentido antes de que pudiese coger impulso[48].

En 1924, Mussolini recordaba la Marcha sobre Roma, de finales de octubre de 1922, cuando se hizo con el Gobierno, como «un acto insurreccional, una revolución […], una toma violenta del poder»[49]. Esta forma de ver las cosas reforzaba la imagen de coraje marcial que buscaba cultivar, pero no tiene nada que ver con la realidad, mucho más mundana. El descontento de las élites económicas después de la guerra fue suficiente para que el primer ministro, Giovanni Giolitti, hiciese la vista gorda mientras los camisas negras sembraban el terror entre sindicalistas, huelguistas y políticos de izquierdas. Hasta incluyó a los Fascistas en su bloque nacionalista en las elecciones de mayo de 1921, cuando ocuparon 36 de los 120 escaños que obtuvo el bloque. Poco después, Mussolini transformó su movimiento en el Partido Nacional Fascista.

Sin embargo, participar en el Parlamento no era suficiente para Mussolini y sus camisas negras. Conforme pasaban los meses, cada vez estaba más claro que los Fascistas contaban con el apoyo de buena parte del Ejército y de la élite económica, mientras que los primeros ministros que sucedieron a Giolitti en el cargo no consiguieron un Gobierno estable. A finales de octubre de 1922, Mussolini empezó un juego de «guerra psicológica»[50] cuando reunió a un numeroso grupo de camisas negras en las afueras de Roma, los cuales amenazaban con tomar el poder por la fuerza. El primer ministro estaba dispuesto a decretar la ley marcial para detener el avance Fascista, lo que desde luego hubiese sido suficiente, pero el rey, Víctor Manuel III, se negó a firmar el decreto. En vez de eso, invitó a Mussolini a formar un Gobierno de coalición. Este exigió el control absoluto del nuevo ejecutivo y el rey se lo concedió. La marcha de los camisas negras, el 31 de octubre de 1922, no fue más que la representación simbólica y triunfal de las manipulaciones politiqueras de su líder, frente a un Gobierno liberal dividido[51].

Ni socialistas ni comunistas se mostraron especialmente preocupados por este cambio en el poder. La Confederación del Trabajo de Italia no era hostil al nuevo ejecutivo, no surgieron frentes amplios antifascistas y el dirigente del PCI Palmiro Togliatti se mostró confiado en que «el Gobierno fascista, que es la dictadura de la burguesía, no va a tener interés en prescindir de ninguno de los prejuicios democráticos tradicionales»[52]. Poco después, Togliatti y el resto de Italia iban a descubrir que la verdadera esencia del Fascismo era precisamente la destrucción de esos «prejuicios democráticos». Unos meses después de la Marcha sobre Roma, Mussolini ordenó el arresto del comité central del PCI, forzando al partido a pasar a la clandestinidad y a miles de comunistas a marchar al exilio. El asesinato de Giacomo Matteotti, dirigente del recién formado Partido Socialista Unitario, a manos de los camisas negras, dejó en evidencia la inestable posición de Mussolini como primer ministro de una coalición en la que su propia formación se encontraba en minoría. Sin embargo, las fuerzas de izquierda no consiguieron forjar una alianza antifascista lo suficientemente fuerte. Algunos socialistas y comunistas abandonaron sus escaños como protesta, pero el dirigente comunista Antonio Gramsci les acusó de ser reacios a ir más allá del «terreno de lo estrictamente parlamentario»[53].

Tito Zaniboni, por otro lado, no tenía este tipo de reticencias. El 4 de noviembre de 1925, este diputado del Partido Socialista Unitario se alojó en una habitación de hotel contigua a la de Mussolini, con la intención de abrir fuego sobre el primer ministro mientras este daba un discurso desde su balcón. No obstante, se interceptó una conversación telefónica entre Zaniboni y el gran maestre de la masonería italiana, en la que planeaban la acción, y fue detenido antes de que pudiese disparar un solo tiro[54]. Mussolini se sirvió de este intento como excusa para acabar con el control parlamentario sobre el Gobierno, haciéndose responsable solo frente al rey, y para disolver el Partido Socialista Unitario y la masonería[55]. Al año siguiente hubo otros tres intentos de acabar con la vida del Duce. En abril, la aristócrata anglo-irlandesa Violet Gibson abrió fuego sobre el líder italiano cuando este salía de un congreso internacional de cirujanos, pero la bala apenas rozó su nariz. En septiembre, el anarquista Gino Lucetti arrojó una bomba contra el coche de Mussolini, hiriendo a ocho personas, pero no al blanco de su acción. Por último, en octubre, el adolescente Anteo Zamboni le disparó, pero la bala atravesó milagrosamente su chaqueta, sin llegar a herirle. Zamboni fue luego asesinado por una multitud enfurecida. Hay quien ha dicho que el autor de este último intento era anarquista, pero los antifascistas afirmaron que se trataba de un encargo hecho por los propios Fascistas, como excusa para desatar la represión posterior. De un modo u otro, lo cierto es que estos intentos se utilizaron para eliminar todos los partidos políticos y periódicos que no fuesen Fascistas, dando paso de este modo a la dictadura de Mussolini[56]. Para 1926, los opositores potenciales al régimen habían sido integrados de forma efectiva en el mismo o aplastados. Hasta el desarrollo de los grupos de partisanos, en la década de 1940, la resistencia a la dictadura fue, casi en su totalidad, organizada desde el exterior. Los militantes exiliados introducían de contrabando en el país periódicos y manifiestos clandestinos o llevaban a cabo acciones individuales contra elementos Fascistas[57]. Al menos por un tiempo, el régimen de Mussolini contó con bases sólidas. Todo lo que los antifascistas podían hacer desde el exilio era limar este poder y organizarse en el extranjero contra la oleada de fascismo que amenazaba con ahogar el continente.

La República de Weimar nació de la guerra y recibió su bautismo de fuego en la revolución de 1918-1919 y en el intento de golpe de Estado derechista de 1920. El nuevo Gobierno socialdemócrata intentó atraerse a las clases más bajas incluyendo el Estado de bienestar en la Constitución del país, por primera vez en la historia de Alemania. Al mismo tiempo, buscó mantener el apoyo de las clases altas impidiendo los levantamientos comunistas[58].

En otras circunstancias, esto podría haber sido suficiente para otorgar estabilidad a la nueva república, pero no en el caso de la Alemania de entreguerras. Los nacionalistas de derechas asociaban a la República con la derrota, la cual explicaban de forma mitológica como una traición de políticos civiles (judíos y socialistas), más que como un fracaso en el campo de batalla. Les enfadaba tener que pagar las reparaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles, que consideraban excesivas, y anhelaban la vuelta de la autoridad tradicionalista. A la izquierda, el Partido Comunista (KPD), que se había separado del Partido Socialdemócrata (SPD) en 1919, pretendía derribar la República por la fuerza para instaurar una dictadura del proletariado. Sin embargo, tras la decisión del Gobierno socialista de recurrir a los cuerpos paramilitares de extrema derecha, los Freikorps, para sofocar el levantamiento espartaquista de 1919, los intentos posteriores del KPD de insurrección armada fracasaron estrepitosamente en 1921 y 1923[59].

En la década de 1920, Alemania estaba inundada de formaciones paramilitares, que cubrían todo el espectro político. Entre ellas se incluía la organización de excombatientes independientes, Stahlhelm, que se fue desplazando a la derecha con el paso de los años, hasta impedir la inscripción de judíos[60]. En 1924, los socialdemócratas y algunos partidos de centro formaron la milicia Reichsbanner Schwarz-Rot-Gold (negro, rojo y oro eran los colores de la nueva bandera republicana), para intentar conseguir una presencia de izquierdas entre los excombatientes. A mediados de la década ya contaba, aproximadamente, con 900 000 inscritos. Para no verse superados, los comunistas crearon unos meses después la Liga de Luchadores Rojos del Frente (RFB), en un intento de competir con la Reichsbanner socialdemócrata y contar con una milicia auxiliar en el partido. Era similar a la Liga Roja de Soldados, creada en 1918, y a las Centurias Proletarias de 1923-1924. En 1927 contaba con 127 000 miembros[61].

Llegados a este punto, socialistas y comunistas estaban más preocupados por enfrentarse entre sí que por la organización paramilitar que acabaría por ser la más importante de todas: los Sturmabteilung (tropas de asalto o SA) del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) de Adolf Hitler. Cuando este creó su nueva organización, a partir del ala más radical del Partido Obrero Alemán, no aportó en realidad ninguna novedad a la ideología que ya tenía la derecha[62]. Su mezcla de militarismo, tradicionalismo, hipermasculinidad, antisemitismo y oposición al marxismo, enmarcada en un darwinismo social de lucha nacional y racial, no era más que una cepa particularmente virulenta del pensamiento predominante en la extrema derecha. Incluso la propia esvástica era «casi un requisito previo de los grupos völkisch (es decir, populistas conservadores)», antes de que Hitler la adoptara como emblema de su nuevo partido en 1920. Sin embargo, modernizó este ancestral símbolo «ario» y le dio un trazo más grueso, en línea con las tendencias gráficas dominantes en la publicidad de la época[63]. Esto no es más que un ejemplo de cómo Hitler reinventó las ideas y los emblemas de la derecha mediante la imagen, la oratoria y la organización[64]. Lo mismo hizo con su política, a través de la violencia.

Las tropas de asalto nazis (acrónimo de Nationalsozialistische) no solo copiaron a los camisas negras de Mussolini en sus característicos uniformes pardos, sino que también imitaron la brutalidad de sus homólogos italianos. Por ejemplo, en marzo de 1927 un grupo de varios cientos de SA se cruzó con dos docenas de miembros de la orquesta de la RFB y un político comunista, que estaban por casualidad en el mismo tren con destino a Berlín. Cuando los integrantes de la RFB les saludaron con el puño levantado, los nazis lo «tomaron como una provocación». Como cuenta uno de ellos:

En cada una de las paradas en el viaje, apedreábamos el vagón de los comunistas. Cada piedra alcanzaba su objetivo, porque viajaban en tercera clase, no había tabiques y los pasajeros estaban de pie, apretados entre sí. En un abrir y cerrar de ojos, todos los cristales estaban rotos. A lo largo del trayecto intentamos entrar por la fuerza al vagón, de pie en los escalones. Les golpeábamos desde el techo con el palo de una bandera, a través de las ventanas, y causamos muchos heridos[65].

Cuando el tren llegó a la estación, los nazis se fueron a dar vueltas por Kurfürstendamm y a atacar a cualquiera con «pinta de judío». Cuando llegó la policía, encontraron más de 200 piedras, un revólver con cartuchos vacíos y tres dientes, en medio de «vidrios rotos, charcos de sangre y astillas de madera». La cara del político era «una masa informe y sangrienta». Seis pasajeros tuvieron que ser hospitalizados, incluidos dos nazis[66]. Poco se podían imaginar estos comunistas que esta no era más que la salva inaugural de la «guerra de exterminio contra el marxismo»[67] de Hitler.

Mientras este planeaba su campaña contra la izquierda, los socialistas y los comunistas estaban concentrados en pelearse entre sí.

En 1928, la Komintern declaró que la situación política después de la guerra había entrado en una nueva «tercera etapa», de carácter revolucionario. Esta exigía una estrategia de enfrentamiento sin cuartel contra los socialdemócratas, para dejar en evidencia su supuesto papel a la hora de salvaguardar el capitalismo. Según la Komintern, la «primera etapa» insurreccional había surgido hacia el final de la Primera Guerra Mundial y había hecho necesaria una actitud similar de enfrentamiento, en la que los comunistas se escindieron para formar sus propios partidos. Esta fase acabó cuando se desvaneció la promesa revolucionaria del periodo posterior a la guerra. A consecuencia de ello, al entrar en una «segunda etapa» más estable, el 18 de diciembre de 1921 la Komintern cambió de rumbo para adoptar de forma oficial una postura de «frente común» con los socialistas[68]. Los socialdemócratas alemanes rechazaron la oferta.

En 1928, el anuncio de una «tercera etapa» perjudicó todavía más las relaciones entre estas dos facciones principales. A partir de ese año, los comunistas declararon que los socialistas eran «social-fascistas». Con ello querían decir que estos acabarían por ser, inevitablemente, recuperados por la burguesía, conforme esta se inclinaba cada vez más hacia la extrema derecha, para defender su poder frente al levantamiento de la clase obrera. Según este planteamiento, los socialistas eran la zanahoria y los fascistas el palo y de ahí surgía el término de social-fascistas. Eran dos caras de la misma moneda[69]. El líder soviético Zinóviev defendía que «los sectores más avanzados de la socialdemocracia alemana no son más que una parte del fascismo alemán, con una “terminología socialista”»[70]. De hecho, una razón importante para el cambio a la idea de «social-fascismo» fue la necesidad que tenía Stalin de superar a Zinóviev y a Trotski por la izquierda en la lucha por el poder que se estaba dando en ese momento en la URSS[71]. Las intrigas políticas de Moscú a menudo tenían una mayor influencia en la estrategia de los antifascistas europeos que la realidad local de Italia o Alemania.

La animosidad que hay tras la etiqueta de «social-fascista» se vio exacerbada cuando el jefe de la policía de Berlín, socialdemócrata, prohibió las manifestaciones al aire libre para el 1 de Mayo de 1929. La presión de los militantes de base obligó al KPD a desoír la prohibición y a convocar un acto. Agentes antidisturbios atacaron a los comunistas, lo que dio lugar a huelgas masivas y a tres días de barricadas y enfrentamientos, que solo se pudieron sofocar cuando la policía trajo carros blindados. Los choques dejaron un saldo de 30 muertos y cerca de 200 heridos, mientras que hubo 1200 arrestos. Las organizaciones comunistas, tales como la RFB y su sección juvenil, el Frente Juvenil Rojo, se declararon ilegales sin contemplaciones[72].

Mientras comunistas y socialistas luchaban entre sí, el NSDAP de Hitler seguía creciendo. Aunque el fracaso nazi en el Putsch de Múnich de 1923 supuso un contratiempo momentáneo, después de la salida de prisión de su líder la afiliación al partido pasó de 17 000 miembros en 1926 a 40 000 en 1927 y a 60 000 en 1928[73]. El inicio de la Gran Depresión en 1929 acabó con la fe de muchos alemanes en la capacidad de la República de dar una solución a sus problemas. La violencia de las tropas de asalto nazis aumentó exponencialmente a finales de año, cuando sus escuadrones empezaron a desfilar en barrios comunistas y a atacar sus lugares de reunión y tabernas. Finalmente, se vieron obligados a empezar a tomarse a los nazis en serio, aunque no por ello dejaron de mostrarse arrogantes. El periódico comunista Die Rote Fahne proclamaba: «Dondequiera que un fascista se atreva a dejar ver su cara en un barrio obrero, los puños de los trabajadores le mandarán de vuelta a casa. ¡Berlín es rojo! ¡Berlín seguirá siendo rojo!»[74].

Este tipo de oposición militante al NSDAP generó un gran debate sobre estrategia en el seno del KPD. Una buena parte de los líderes de este partido defendía que la oposición a los nazis debía hacerse a través de huelgas masivas de trabajadores organizados, a pesar de que la depresión económica había debilitado a las centrales obreras y el KPD había acabado por ser el partido de los desempleados. A sus dirigentes les costaba adaptarse al cambiante panorama económico y calibrar la resistencia del partido ante un enemigo de nuevo cuño. Apoyaban la oposición física frente a los nazis, pero defendían el «terror de masas proletario» en vez de las «acciones individuales contra elementos concretos», a las que hacía alusión el nuevo y popular lema: «¡Golpea a los fascistas allí donde los veas!»[75]. El rechazo de los líderes del KPD al espíritu de este lema contribuyó mucho a distanciarles de las formaciones paramilitares del partido, que vivían la realidad cotidiana de tener que enfrentarse a los ataques de las tropas de asalto. Además, esta división a menudo era generacional. Mientas que los más jóvenes estaban ansiosos y dispuestos a enfrentarse a cualquiera que llevase una camisa parda, sus líderes, de mayor edad, pedían contención. Como dijo un comunista desesperado: «En mi opinión, el terror de masas es simplemente imposible […]. Al fascismo ya solo se le puede parar mediante acciones [individuales] y, si eso fracasa, todo está perdido a largo plazo»[76].

La campaña coordinada desde la clandestinidad por la RFB en otoño de 1931 contra los ataques nazis a las tabernas comunistas representó un paso adelante significativo en la estrategia antifascista. Durante generaciones, estos locales habían servido como centros sociales, para la organización y el ocio de la izquierda. Después del éxito del NSDAP en las elecciones de 1930, en las que pasó a ser el segundo partido más importante en el Reichstag, en otoño de 1931 los nazis usaron los recursos económicos de sus simpatizantes ricos para hacerse con las tabernas de izquierdas en Berlín y usarlas como sus centros de operaciones. Ni las huelgas de alquileres ni las manifestaciones consiguieron echarlos, así que la RFB se puso en marcha…

Dos tabernas de las SA fueron tiroteadas en septiembre, lo que provocó la muerte de un vigilante de esta formación. El 15 de octubre siguiente, la estrategia se recrudeció. Mientras se celebraba una manifestación a un kilómetro de distancia, como distracción, entre 30 y 50 personas se dirigieron lentamente hacia una taberna de las SA en Richardstrasse. Iban cantando la Internacional y gritando: «¡Muerte al fascismo!». De repente se detuvieron, cuatro o cinco de ellos sacaron pistolas y abrieron fuego sobre el local, hiriendo a cuatro miembros del partido y dando muerte al propietario, que se había unido al NSDAP por «motivos comerciales». Esta acción condujo a una serie de detenciones y la taberna estaba abierta de nuevo apenas tres meses después. Para desesperación del ala militar del partido, los líderes del KPD hicieron una denuncia pública de este tipo de ataques[77].

Debates similares se produjeron en el seno del movimiento anarquista alemán. Este creó una milicia propia en 1929, las Schwarze Scharen (Bandas Negras o Tropas Negras), para proteger los actos del anarcosindicalista Sindicato de Trabajadores Libres de Alemania (FAUD) y de la Juventud Anarcosindicalista. No obstante, era mucho más pequeña que sus homólogas comunista o socialista. Vestidos completamente de negro con boinas a juego, sus integrantes combinaron los enfrentamientos callejeros contra los nazis con creativas formas de propaganda, como títeres, música o teatro en la calle (comunistas y socialistas también tenían coros, teatros y otras formas de agitación y propaganda). A pesar de que nunca superaron los varios centenares, en algunas ciudades eran la principal oposición a los fascistas.

No obstante, había algunos anarcosindicalistas dentro del FAUD que no estaban de acuerdo con sus métodos de enfrentamiento directo. Conforme se enrarecía la atmósfera política, la milicia anarquista empezó a almacenar explosivos. En mayo de 1932, a raíz del chivatazo de un delator, la policía encontró el escondite. Las detenciones que se produjeron a raíz de este hallazgo, junto con el ascenso de Hitler al poder, sellaron el destino de las Schwarze Scharen[78].

El alcance de la violencia no hizo sino aumentar con el paso de los años. Según sus propios registros, entre 1930 y 1932 murieron 143 nazis en los enfrentamientos, mientras que los comunistas perdieron a 171 de sus miembros. A pesar de que los ataques contra estos últimos fueron más numerosos que los dirigidos a los socialistas, las muertes de estos también aumentaron mucho[79].

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