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04. Cinco lecciones históricas para antifascistas

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04. Cinco lecciones históricas para antifascistas

04

Cinco lecciones históricas

para antifascistas

En este capítulo se analizan brevemente cinco lecciones que muchos antifascistas sacan, o creo que deberían sacar, de la historia. Cada una de ellas empieza con una descripción de algún fenómeno dado, antes de pasar a realizar una interpretación antifascista del hecho en cuestión. Como todos los acontecimientos pasados, estos también están sujetos a múltiples interpretaciones. Estas no son las únicas lecciones que se pueden extraer, pero aportan claridad a algunas de las interpretaciones históricamente informadas del antifascismo.

1. Las insurrecciones fascistas no han triunfado nunca. Siempre han accedido al poder por medios legales.

Partamos de algunos hechos importantes: la marcha de Mussolini sobre Roma no fue más que un espectáculo, para legitimar la invitación a formar Gobierno que ya había recibido. El Putsch de Múnich de Hitler en 1923 fue un absoluto fracaso. Cuando finalmente accedió al poder, lo hizo porque el presidente Hindenburg le nombró canciller. Del mismo modo, el Parlamento aprobó la Ley Habilitante, que le otorgó el poder absoluto.

Para el antifascismo militante, estos hechos históricos arrojan dudas sobre el método liberal para enfrentar el fascismo. Básicamente, este es poco más que un acto de fe: en la capacidad del debate razonado para neutralizar las ideas fascistas; en la policía, para neutralizar la violencia fascista; y en las instituciones del gobierno parlamentario, para neutralizar los intentos fascistas de hacerse con el poder. No hay duda de que, en ocasiones, este método funcionó. Pero tampoco se puede negar que en muchos otros casos no lo hizo.

El fascismo y el nazismo surgieron con un atractivo emotivo e irracional, basado en promesas masculinas de un vigor nacional renovado. Aportar argumentos políticos es siempre importante para apelar a la potencial base popular del fascismo. Pero este enfoque pierde eficacia cuando se enfrenta a ideologías que rechazan las condiciones del debate racional. La racionalidad no ha conseguido nunca detener a los fascistas ni a los nazis. No cabe duda de que la razón siempre es necesaria. Pero lamentablemente no es suficiente, desde un punto de vista antifascista.

Tampoco es ninguna sorpresa que la historia demuestre que los Gobiernos parlamentarios no siempre fueron una barrera ante el fascismo. Al contrario, en muchas ocasiones sirvieron más bien de carta de invitación. Cuando las élites políticas y económicas del periodo de entreguerras se sintieron lo suficientemente amenazadas por la posibilidad de una revolución, se volvieron hacia personajes como Mussolini y Hitler para aplastar sin contemplaciones a los disidentes y defender su propiedad privada. Sería un error reducir el fascismo por completo a una maniobra de último recurso de un sistema capitalista en peligro. Pero ese elemento de la ecuación jugó un papel importante, a veces decisivo, en su desarrollo. Cuando los líderes autoritarios del periodo de entreguerras no se sentían tan amenazados, a menudo aplicaron ellos mismos desde el Gobierno políticas similares a las de los fascistas. Para la mayoría de los revolucionarios, esto quiere decir que el antifascismo debe ser también, necesariamente, anticapitalista. Mientras el capitalismo alimente la lucha de clases, dicen, el fascismo estará siempre oculto al fondo de la sala. Será la solución autoritaria al descontento social.

Por lo que respecta a que la policía neutralice la violencia fascista, es cierto que en ocasiones han detenido y reprimido a los fascistas. Pero la evidencia histórica demuestra que, junto con el ejército, se cuentan entre los actores sociales más ansiosos por «restaurar el orden». Una serie de estudios han demostrado el alto porcentaje de policías que votaron por Amanecer Dorado y por el Frente Nacional, en sus respectivos países, a lo largo de los últimos años[354]. En Estados Unidos, es evidente que muchos agentes dieron la bienvenida a Trump. Es un presidente que les apoya. Les permite continuar sin impedimentos con el acoso y los asesinatos en las comunidades que no son de raza blanca. Se ha sabido hace poco que el FBI venía investigando desde hacía décadas los preocupantemente altos niveles de infiltración de supremacistas blancos en las fuerzas del orden[355]. Algo que es probable que no sorprenda a nadie. Independientemente de la composición de los cuerpos policiales en Estados Unidos, lo cierto es que se desarrollaron a partir de las patrullas sureñas para perseguir esclavos y de la represión en el norte contra el movimiento sindical. Eso da algunas pistas sobre el papel que han jugado estos organismos en el sistema de «justicia» criminal, supremacista blanco en sí mismo.

A pesar de todo lo dicho y del hecho de que las insurrecciones de los fascistas hayan fracasado siempre, no se debe bajar la guardia ante el uso de estas tácticas por su parte. Hay muchos casos que testimonian el peligro material que supone su violencia insurreccional. La «estrategia de tensión» en Italia. El desarrollo de la idea del lobo solitario en una «resistencia sin líderes», propuesta por el líder (sic) del Klan Louis Beam, en Estados Unidos. O la lucha armada fascista que se vivió en ambos lados del conflicto del Euromaidán en Ucrania[356]. En todo caso, históricamente, el fascismo no accedió a los salones del poder derribando la puerta, sino convenciendo al portero de que la abriera para él.

2.

Unos más que otros, muchos dirigentes y teóricos antifascistas del periodo de entreguerras asumieron que el fascismo no era más que una variante de las posiciones contrarrevolucionarias tradicionales.

No se lo tomaron suficientemente en serio hasta que fue demasiado tarde.

Desde que ha existido le revolución, ha habido contrarrevolución. Todo asalto a la Bastilla ha tenido su Termidor. Tras la Comuna de París, cientos de comuneros subieron al cadalso. Miles más fueron encarcelados o tuvieron que partir al exilio. Después de la fallida Revolución rusa de 1905, más de 5000 prisioneros políticos fueron ejecutados y se mandó a la cárcel a 38 000 personas. En este mismo periodo, se vivieron 690 pogromos antisemitas, en los que se asesinó a más de 3000 judíos[357]. Los revolucionarios europeos y las minorías étnicas han vivido en carne propia la violencia de la reacción tradicional.

No obstante, el fascismo era algo nuevo. Sus innovaciones ideológicas, tecnológicas y burocráticas dieron forma a un mecanismo con el que llevar a la metrópoli las guerras de exterminio que el imperialismo y el genocidio europeos habían exportado por todo el mundo.

Por ello, no es sorprendente que al principio muchos analistas de izquierda interpretaran el fascismo dentro de los parámetros de las fuerzas contrarrevolucionarias existentes. Según la Federación de Trabajadores Socialistas, los Fascistas italianos eran, «en el sentido más literal, una Guardia Blanca». Con ello se referían a los contrarrevolucionarios de la Revolución rusa. El Partido Comunista de Gran Bretaña les llamaba «los Black and Tan italianos», en referencia a las unidades contrarrevolucionarias británicas de la guerra de Independencia de Irlanda. En la década de 1920, algunos marxistas emplearon el análisis del comunista húngaro Géorg Lúkacs del «terror blanco». En consonancia, defendían que los squadristi de Mussolini no eran más que una avanzadilla de la clase dirigente, sin ideología propia[358].

Por otra parte, una serie de analistas pusieron de relieve las características exclusivas del fascismo. Reconocieron la novedad de sus guiños nacionalistas al socialismo, su elitismo populista. Observaron que ciertos sectores anteriormente enfrentados, como los terratenientes tradicionales y los capitalistas burgueses, podían formar un movimiento contrarrevolucionario unido[359]. El enfoque marxista en la dinámica de clase que subyace al fascismo sacó a la luz partes de esta nueva y sorprendente doctrina, que los observadores de centro no llegaron a detectar. Sin embargo, esto también tendía a confinar el peligro potencial de esta ideología en los límites de su supuesto papel como guardaespaldas de la clase dirigente. De ese modo, los marxistas y muchos otros no consiguieron prever que el ámbito de su violencia se iba a extender mucho más allá de lo estrictamente «necesario» para salvaguardar la empresa capitalista. Es cierto que los fascistas del periodo de entreguerras se desarrollaron a partir de una base de clase media, con el apoyo de las clases dirigentes. Pero a menudo, aunque no siempre, al crecer conseguían atraer a elementos obreros. Este es un hecho que los marxistas tardaron mucho tiempo en asimilar del todo.

Independientemente del contenido de sus análisis, muchos políticos de la izquierda no se comportaron como si realmente estuviese en juego la supervivencia de sus movimientos. Los socialistas italianos firmaron el Pacto de Pacificación con Mussolini en 1921. Para ellos, igual que para los comunistas, la llegada del fascismo al poder no representaba nada más grave que el enésimo giro a la derecha en la perpetua oscilación pendular de la política parlamentaria burguesa. En este aspecto, no fueron diferentes del todo de la mayor parte de los socialdemócratas españoles. Estos colaboraron con el Gobierno militar de Primo de Rivera, a pesar de sus tintes fascistas, en la década de 1920. En Alemania, los comunistas pensaban que el fascismo había llegado ya cuando los «Gobiernos presidenciales» de principios de la década de 1930 empezaron a legislar por decreto. Sin embargo, ni los supuestamente fascistas «Gobiernos presidenciales» ni la llegada a la cancillería de Adolf Hitler convencieron a los líderes del partido de que se enfrentaban a una amenaza existencial. Para la cúpula del KPD, el nazismo no requería una oposición por todos los medios posibles, sino paciencia. Su lema era: «Primero Hitler, luego nosotros». A principios del siglo pasado, los izquierdistas tenían motivos para pensar que las etapas de represión más intensa iban y venían. El fascismo cambió las reglas del juego.

La primera vez que se reconoció de manera sustantiva el peligro del fascismo fue en el «Levantamiento de Febrero» de 1934. En él, los socialistas austriacos se defendieron de los asaltos de las fuerzas del autoritario canciller Dollfuss contra sus centros de reunión (a su vez, estos ataques estaban espoleados por Mussolini). El levantamiento fue brutalmente reprimido. Dejó 200 muertos, 300 heridos y resultó en la prohibición del partido[360]. No obstante, su valentía animó a los mineros socialistas en España. Estos se sublevaron más tarde ese mismo año en Asturias. Su lema era: «Mejor Viena que Berlín». Hacía referencia a la llegada de Hitler al poder, a la que nadie se opuso por la fuerza. Cuando estalló la guerra civil en España, el antifascismo se entendía ya como una lucha desesperada para evitar el exterminio.

Teóricos y políticos marxistas tendían a interpretar el fascismo basándose demasiado en el paradigma de la contrarrevolución tradicional. Esto limitó la capacidad de la izquierda en su conjunto para reaccionar ante esta nueva amenaza. La forma de la resistencia debe adaptarse siempre a aquello contra lo que se resiste. Por eso, es tarea de los antifascistas reevaluar de forma continua sus arsenales teóricos, estratégicos y tácticos, en base a los cambios en la ideología y la práctica de sus adversarios de extrema derecha. Matthew N. Lyons ha puesto esta lección en práctica. Critica a los autores que dicen que a la «derecha alternativa» no se le debería llamar otra cosa más que neonazis. Para Lyons no cabe duda de que muchos en la derecha alternativa lo son. Pero defiende que esta actitud «representa la idea equivocada de que los supremacistas blancos son todos iguales […], de que no necesitamos conocer a nuestros oponentes»[361]. A los antifascistas de entreguerras les costó muy caro interpretar a su enemigo en virtud de un paradigma desfasado. En cierto momento, la evolución de la extrema derecha va a implicar que habrá que abandonar el marco del «fascismo» por completo, conforme nos alejemos más y más del siglo XX.

Es crucial que los militantes desarrollen una comprensión clara y precisa del fascismo. Para poder entender la naturaleza flexible y sólida de las propuestas políticas del antifascismo, debemos reconocer la relación que hay entre dos de sus muchos aspectos: el analítico y el moral.

El aspecto analítico consiste en poner en juego definiciones e interpretaciones históricamente informadas del fascismo. Se busca dar forma a una estrategia de oposición a este adaptada a los retos concretos que plantea el enfrentarse a grupos y movimientos con esa ideología. Por ejemplo, ciertos métodos válidos para enfrentarse a colectivos neonazis pueden no ser aplicables a otras organizaciones de extrema derecha. Deben entenderse bien las diferencias que hay en la ultraderecha para tenerlas en cuenta en la toma de decisiones estratégicas y tácticas.

El aspecto moral se desarrolló durante el periodo de entreguerras a partir de la potencia retórica asociada al término «fascista», cuando se califica así a alguien o a algo. Entra en juego cuando la óptica militante se aplica a fenómenos que pueden no ser fascistas, hablando de forma estricta, pero que presentan ciertos rasgos que sí lo son.

Por ejemplo, ¿se equivocaban los Panteras Negras al llamar «cerdos fascistas» a los policías que asesinaban a personas de raza negra con impunidad? Puede ser que los agentes no tuviesen opiniones de este tipo, personalmente. Además, el Gobierno de Estados Unidos no era literalmente fascista. En una manifestación del movimiento en Madrid pude ver una bandera del arcoíris con el lema «La homofobia es fascismo». ¿Acaso el hecho de que haya muchos homófobos que no son de ultraderecha invalida esta afirmación? Las guerrillas que se enfrentaron a Pinochet en Chile o el maquis contra Franco en España ¿estaban equivocados al decir que su lucha era «antifascista»? Según muchos historiadores, estos regímenes no eran fascistas, en un sentido estricto…

Es importante analizar cada uno de estos casos y muchos más para poder desarrollar un análisis bien afinado. Sin embargo, el aspecto moral del antifascismo permite comprender cómo el término «fascismo» ha llegado a constituir una categoría normativa. Quienes se enfrentan a un conjunto de formas de opresión lo utilizan de este modo. Ponen así de relieve la ferocidad de sus oponentes políticos y los elementos de continuidad que tienen con el fascismo en sí. La España de Franco puede haber sido un régimen militar católico y tradicionalista, más que fascista como tal. Pero estas distinciones no tenían mucha importancia para las personas perseguidas por la Guardia Civil.

Las dificultades a la hora de definir el fascismo hacen que la línea divisoria entre estos dos aspectos se difumine. Es más, el aspecto analítico contiene una crítica moral. Al igual que el aspecto normativo implica un análisis, aunque sea impreciso, de las relaciones que hay entre una cierta forma de opresión y el fascismo. Es verdad que a partir de cierto punto el uso de este calificativo pierde su eficacia, cuando se repite en exceso. Pero una parte integrante fundamental del antifascismo es la necesidad de enfrentarse tanto a propuestas explícitamente fascistas como a otras similares, en solidaridad con todos los que las sufren y luchan contra ellas. Las cuestiones terminológicas deben afectar a nuestra estrategias y tácticas, no a nuestra solidaridad.

3.

Por motivos ideológicos y organizativos, a menudo las cúpulas socialista y comunista tardaron más que sus bases en evaluar de forma correcta la amenaza que representaba el fascismo.

Y más todavía en apoyar una respuesta antifascista militante.

Muchos socialistas y comunistas consideraron en un principio que el fascismo era una forma más de las actitudes contrarrevolucionarias clásicas. Se centraron mucho más en enfrentarse entre sí que en oponerse a sus enemigos fascistas. Ambas facciones marxistas argumentaban que si lograban unir al proletariado bajo su liderazgo, los obstáculos que opusiese la extrema derecha no tendrían importancia.

Algunos militantes socialistas de base siguieron en los Arditi del Popolo para luchar contra los camisas negras en Italia, a principios de la década de 1920. Pero los líderes del partido ordenaron abandonarlos, para proseguir una senda electoral y legalista. Cuando esta se vio definitivamente bloqueada, fueron incapaces de cambiar de rumbo.

Lo mismo ocurrió en otras partes en esa época. Los socialdemócratas alemanes se mantuvieron estrictamente dentro de la legalidad a lo largo de las décadas de 1920 y 1930 a pesar del creciente descontento entre los miembros del partido. Sus militantes de base participaban en la milicia Reichsbanner, después en el Frente de Hierro, y proponían medidas más agresivas. Pero el letárgico aparato del partido no estaba preparado para plantearse estrategias alternativas. Del mismo modo, a las bases del socialismo austriaco les costó mucho llevar a los líderes de su partido a posiciones de autodefensa militante frente al asalto de la extrema derecha, en las décadas de 1920 y 1930. En Gran Bretaña, los militantes del Partido Laborista y del Congreso de Sindicatos se enfrentaban físicamente a los fascistas en las calles. Sus líderes les advertían de que no lo hicieran. La cúpula del laborismo condenó incluso la participación de algunos de sus afiliados en la batalla de Cable Street, en la que varios colectivos se opusieron a los camisas negras de Oswald Mosley que querían desfilar por un sector judío del East End de Londres. También se negaron a apoyar a los muchos miembros del partido que se unieron a las Brigadas Internacionales en España[362]. Como ha dicho el historiador Larry Ceplair, los socialdemócratas «habían jugado al juego parlamentario demasiado tiempo y sus líderes se habían vuelto ideológica y psicológicamente incapaces de organizar, ordenar o aprobar la resistencia armada o una revolución preventiva»[363].

Muchos socialistas a nivel individual no estaban tan preocupados por la ideología legalista del partido ni por su estrategia de planes maestros electorales. Percibieron mucho mejor la cambiante situación que se daba sobre el terreno y estuvieron mucho más dispuestos a plantar cara al fascismo.

A principios de la década de 1920, la Internacional Comunista creía que la tarea más inmediata de los revolucionarios era dejar clara la distinción que había entre el marxismo-leninismo y la socialdemocracia y el enfrentamiento entre ambos. De ese modo, serían ellos quienes liderasen la oleada insurreccional que parecía que iba a engullir el continente. Este objetivo volvió a plantearse con el inicio de la «tercera etapa» de la Komintern, a partir de 1928. El modelo de organización leninista de «centralismo democrático» dictaba una cadena de mando muy disciplinada. Descendía desde la Komintern en Moscú, a través de los partidos nacionales, hasta las secciones locales y los cuadros militantes en los barrios. Esto permitía al movimiento comunista internacional actuar de forma concertada a lo largo de vastas zonas geográficas. Pero también implicaba a menudo que las rencillas internas entre la élite del partido en Moscú tenían una mayor influencia sobre las decisiones políticas que la situación sobre el terreno.

El calificativo de «socialfascistas» es un ejemplo de ello. Muchos líderes nacionales lo adoptaron a regañadientes y lo abandonaron gustosamente cuando la Komintern pasó a la postura del Frente Popular, en 1935. Generalmente, entre los militantes de los partidos no había ni de lejos tanta animosidad como la que existía entre sus líderes. De hecho, las primeras iniciativas de unidad entre socialistas y comunistas en Francia y Austria, por poner dos casos, se desarrollaron desde la base[364]. Estos ejemplos ilustran algunos de los inconvenientes de las formas jerárquicas de organización.

4. El fascismo le roba a la izquierda la ideología, la estrategia, la imagen y la cultura.

El fascismo y el nazismo se desarrollaron a partir del deseo de librar al nacionalismo, al militarismo y a la masculinidad de la «decadente» burguesía capitalista que estaba al frente de los Gobiernos italiano y alemán. También para arrebatar la política popular y colectivista de las manos de la «degenerada» izquierda socialista. Incluso antes de que Hitler tomase las riendas del Partido Alemán de los Trabajadores, este ya usaba una buena cantidad de rojo en sus banderas y en sus carteles y sus miembros se trataban de «camarada»[365]. Esto dio lugar a paradojas semánticas, contrarias a la ideología y a la lógica, tales como «nacionalsindicalismo» o «nacionalsocialismo». Invariablemente, conforme estos partidos ganaban influencia y empezaban a hacer guiños a la élite económica, purgaban a los fascistas y a los nazis de «izquierda». Pero el hecho de haberse reapropiado de la retórica del populismo obrero fue un elemento muy importante para que pudieran llegar hasta ese punto.

Por ejemplo, los nazis crearon sus propias bolsas de trabajo. Esto les permitía conseguir empleos a los parados, gracias a sus buenas relaciones con los empresarios. En cierta manera, se trataba de una versión de la noción de colaboración entre clases que entiende que el sindicato sirve como puerta de entrada al empleo en una industria concreta. A su vez, no cabe duda de que las tabernas de las tropas de asalto surgieron a partir de una tradición socialista similar, que se remontaba al siglo XIX.

Los nazis también daban comida y alojamiento gratuitos a sus simpatizantes durante la Gran Depresión. Esto suponía una enorme diferencia con respecto a los conservadores tradicionales, que desdeñaban a los pobres y a los desempleados. Como mucho, podían hacer alguna aportación a organizaciones caritativas apolíticas o religiosas.

Esta forma de auxilio político y social de la extrema derecha ha sido adoptada más recientemente por Amanecer Dorado en Grecia, CasaPound en Italia, el Hogar Social de Madrid y Acción Nacional Británica. Todos ellos realizan repartos de comida gratuita a griegos, italianos y españoles étnicos o «solo a blancos». Los integrantes de CasaPound imitan a los okupas autónomos y entran en edificios abandonados. Hogar Social Madrid no solo hace okupaciones similares, sino que en ocasiones se ha movilizado para evitar el desalojo de españoles de origen. Un vergonzoso intento de aprovechar el prestigio del dinámico movimiento de izquierdas contra los desahucios.

De un modo más genérico, los fascistas de después de la guerra no dejaron de recurrir a la izquierda revolucionaria para extraer propuestas estratégicas. Los de la «Tercera Vía» pretendían aplicar las teorías de Mao, acerca de las revoluciones en el tercer mundo, a su objetivo de una «liberación europea». Esta implicaba la expulsión forzosa de todos los «no europeos» del continente. En la década de 1980, una fracción de Tercera Vía en Francia propuso emplear una «estrategia “trotskista”» para infiltrase en el Frente Nacional y controlarlo desde dentro. Los fascistas en Ucrania han querido reapropiarse del legado del anarquista ucraniano Néstor Majnó. Y las Bases Autónomas, en España, ensalzaban al anarquista Buenaventura Durruti[366].

Incluso fascistas de toda Europa empezaron a copiar la táctica del bloque negro de los autónomos alemanes. Lo han hecho desde finales de la década de 1980 y principios de la de 1990 y, sobre todo, desde finales de la de 2000. Estos «nacionalistas autónomos» visten de negro y han llegado a utilizar el emblema antifascista de las banderas, pero con lemas nacionalsocialistas. A veces llevan pañuelos palestinos y hacen todo lo posible por emular el atractivo de la izquierda revolucionaria. Para ello adoptan el anticapitalismo, el antimilitarismo y la oposición al sionismo en países como Alemania, Grecia, la República Checa, Polonia, Ucrania, Inglaterra, Rumanía, Suecia, Bulgaria y los Países Bajos. No obstante, en Europa Occidental esta tendencia empezó a decaer en torno a 2013. Una nueva modalidad de este tema es el «nacionalanarquismo». Los «nacionalanarquistas» insultan el concepto anarquista de autonomía al basarse en él para defender «enclaves étnicos», separados y homogéneos, incluida una patria solo para blancos[367].

Se podrían citar muchos más ejemplos, pero estos son suficientes para demostrar que el antifascismo no se trata solo de dar un paso adelante para oponerse al fascismo.

Hay que estar alerta frente al sigiloso avance fascista, como sugiere el título del estupendo trabajo de Alexander Reid Ross. También demuestran la importancia de la ideología de izquierdas. Conceptos como «autonomía», «liberación nacional», o incluso «socialismo», y tácticas como los repartos de comida, las okupaciones o el bloque negro pueden ser recuperados ante nuestras propias narices si no queda bien clara la forma en que se combinan entre sí.

5. No hacen falta tantos fascistas para que haya fascismo.

En 1919, los fasci de Mussolini no tenían más que 100 integrantes. Cuando le nombraron primer ministro, en 1922, solo un 7 % o un 8 % de la población de Italia se había unido a su partido, el PNF. De hecho, solo tenía 35 escaños, de los más de 500 que había en el Parlamento. Cuando Hitler fue a la primera reunión del Partido Obrero Alemán, este solo contaba con 54 miembros. Y en el momento en que le nombraron canciller, en 1933, solo el 1,3 % de la población alemana estaba afiliado al NSDAP[368]. Por toda Europa, en el periodo de entreguerras, los partidos fascistas de masas surgieron a partir de lo que habían sido núcleos inicialmente muy pequeños. Más recientemente, antes de la crisis financiera de 2008 y de la llegada de los refugiados, muchos partidos fascistas o cercanos a esta ideología eran minúsculos. Sus posteriores éxitos electorales demuestran que la extrema derecha tiene el potencial de crecer muy rápidamente cuando las circunstancias le son favorables.

Es indudable que estas organizaciones crecieron y sus regímenes se consolidaron en el poder cuando obtuvieron el apoyo de las élites conservadoras. Y de empresarios asustados, de dueños de pequeños negocios preocupados, de nacionalistas en paro y otros. Después de la guerra se popularizaron unas narrativas triunfales de la resistencia. Vienen a decir que nadie, aparte de los ideólogos fascistas más comprometidos, apoyaba a Mussolini o a Hitler. Pero lo cierto es que los regímenes de ambos consiguieron un amplio apoyo popular. Ese discurso nubla nuestra comprensión de lo que significaba ser un fascista o un nazi en la década de 1930. En ese sentido, hicieron falta muchos fascistas para que hubiese fascismo. Lo que quiero decir aquí es que, antes de lograr ese apoyo popular, no eran más que pequeños grupos de fanáticos.

Es importante señalar que, mientras Mussolini reunía a su variopinto grupo de unos cientos de excombatientes amargados y escasos socialistas nacionalistas, o Hitler intentaba hacerse con el liderazgo del minúsculo Partido Obrero Alemán, Italia y Alemania parecían estar al borde de la revolución social. No había motivo alguno por el que la izquierda tuviese siquiera que pestañear ante ambos acontecimientos. Esos grupos minúsculos no podían parecer más irrelevantes.

Teniendo en cuenta lo que sabían en ese momento anarquistas, comunistas y socialistas, ninguno tenía motivos para dedicar tiempo o atención al fascismo en sus inicios. Sin embargo, es imposible dejar de preguntarse lo que podría haber ocurrido si lo hubiesen hecho. No podemos saberlo, desde luego. Gastar demasiado tiempo en ello pasa por alto otros factores sociales más amplios que abonaron el terreno para la irrupción del fascismo. En todo caso, el futuro no está escrito. A menudo el fascismo ha surgido a partir de grupos pequeños y marginales. Por eso los antifascistas llegan a la conclusión de que toda presencia fascista o supremacista blanca debe tratarse como si fuesen los 100 fasci de Mussolini o los 54 miembros iniciales del Partido Obrero Alemán de los Trabajadores, el primer peldaño de Hitler en su ascenso al poder.

La trágica ironía del antifascismo moderno es que, cuanto más éxito tiene, más se pone en duda su necesidad. Sus mayores triunfos quedan siempre en un limbo hipotético: ¿cuántos movimientos genocidas han cortado de raíz los antifascistas a lo largo de los últimos 70 años de lucha, antes de que su violencia pudiese hacer metástasis en el resto de la sociedad? Nunca lo sabremos. Y eso es algo verdaderamente bueno.

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