Annabelle

Annabelle


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Era principios de junio y por la noche apenas oscurecía. Fredrik Roos se encontraba sentado en su coche contemplando los prados cubiertos de niebla. Sabía que Annabelle atajaba tanto por ellos que incluso había abierto senderos entre la alta hierba. Nora, por supuesto, le tenía prohibido que pasara por allí de noche, pero Fredrik sabía que, aun así, Annabelle lo hacía, cosa que él entendía perfectamente. Con esas estrictas horas límite para llegar a casa que Nora le imponía, cada minuto era muy valioso. Confiaba en que, de un momento a otro, su hija apareciera caminando por el prado; todavía albergaba la esperanza de verla con ese fino vestido azul que había desaparecido del armario de Nora, quien puso el grito en el cielo en cuanto se enteró de ello. Fredrik se detuvo a pensar un instante en su mujer, en su temperamento irascible y en su ansiedad. Siempre había sido emocionalmente inestable y bastante aprensiva. Cuando empezaron a salir, a él se le antojó más bien fascinante esa capacidad que ella tenía para imaginarse situaciones de auténtico terror en los acontecimientos más cotidianos, pero, con los años, esa fascinación se convirtió en irritación. Y ahora, sentado al volante de su coche, enviado por Nora una vez más para buscar a Annabelle, sintió que a duras penas resistiría mucho más.

«No se la puede proteger de todo», solía decir, consciente de que no había ningún otro comentario que sacara tanto de quicio a Nora, pues el hecho de que no se la pudiera proteger de todo no era argumento para que no se la protegiera de lo que sí se podía. El único conflicto residía en que discrepaban en lo referente a dónde situar el límite. Fredrik no veía inconveniente en que Annabelle regresara sola de la casa de sus amigos, aunque fuera en plena noche… Y no le gustaba ni un ápice que tuviera que telefonearlos para decirles dónde se encontraba si cambiaba de planes. Cuando él era joven entraba y salía a su antojo; se habría vuelto loco si alguien hubiese intentado controlarlo como Nora hacía ahora con Annabelle. No era raro que su hija hubiese empezado a infringir sus reglas. El problema no estaba en que Annabelle tuviera las riendas sueltas, pensaba Fredrik, sino en la enorme necesidad de control que tenía Nora.

El edificio que antaño fue la tienda de comestibles del pueblo se hallaba situado en el otro extremo de la localidad. Llevaba varios años abandonado y durante bastante tiempo los jóvenes del lugar lo habían venido usando como sala de fiestas. Fredrik sabía que había mucha gente que consagraba todos sus esfuerzos a obtener un permiso de demolición. Él mismo, sin ir más lejos, había firmado una de las listas que circulaban para ello, pero lo había hecho más bien para que no se dijera. Tal y como él lo entendía, lo único que conseguirían con el derribo sería que los jóvenes trasladaran sus fiestas a otro sitio, con toda probabilidad mucho más lejos del centro.

Aparcó frente a la entrada principal. En el gran ventanal había unos amarillentos carteles en los que se leían los titulares de unos periódicos de hacía eternidades. Aún no había bajado del coche cuando le llegó el apagado sonido de un bajo. Fredrik sacó el móvil para telefonear a Nora y preguntarle si Annabelle ya había regresado a casa; no tenía muchas ganas de meterse en una fiesta de adolescentes a no ser que no hubiera otro remedio. Estaba a punto de marcar cuando lo llamó Nora. ¿Se encontraba ya en la tienda?

—Acabo de llegar.

—¿Y está ahí?

—Acabo de bajarme del coche.

—Pues entra.

—Es lo que estoy haciendo.

Los abandonados arriates que había junto a la fachada principal se hallaban repletos de latas de cerveza, colillas y botellas. Entró por la puerta y accedió a aquel amplio espacio donde antes se encontraba el establecimiento. Le asaltó un intenso olor a abandono, y Fredrik se quedó parado un rato mirando el sucio suelo, el mostrador con la vieja caja registradora y las vacías y alargadas estanterías que cubrían las paredes. La música procedía de la planta superior. Se acercó a la puerta que conducía a la vivienda que había encima de la tienda. Cerrada con llave. Salió del edificio y lo rodeó para entrar por la parte trasera. En el porche de una de las fachadas laterales un chico dormía en el suelo con la mano metida en los pantalones. Fredrik tuvo que dar una buena zancada por encima de él para alcanzar la puerta.

En el vestíbulo se respiraba un aire algo dulzón. Guiado por la música, subió por una larga escalera en curva.

Por mucho que me abrigo siento escalofríos.

No es de extrañar cuando sólo veo idiotas.

Ochocientos grados, confía en mí, confía en mí.

Fredrik bajó la mirada justo a tiempo para descubrir que faltaba una tabla en el siguiente peldaño. «Aquí se podría matar cualquiera», pensó antes de continuar hasta la planta superior.

En la cocina había dos chicos sentados en torno a una mesa de madera oscura y repleta de ceniceros, botellas, latas y paquetes de tabaco. Uno de ellos sostenía una pequeña navaja en la mano que, obsesivamente, clavaba en la mesa. Le sonaban sus caras, pero Fredrik no podía recordar sus nombres. Debían de tener unos años más que Annabelle, porque, si no, se habría acordado. Ninguno de ellos advirtió su presencia hasta que se acercó a la mesa.

—¡Eh! ¿Qué tal? —gritó el que estaba clavando la navaja.

Y entonces Fredrik vio que era Svante Linder, el hijo del dueño de la fábrica de madera contrachapada.

—¡Ven, siéntate y tómate una copa! —continuó—. Pero no pongas esa cara, hombre; está siendo una fiesta cojonuda. Los demás se han rajado, los muy cabrones, pero nosotros seguiremos hasta que salga el sol.

—El sol ya ha salido, Svante —dijo riéndose el chico que estaba a su lado mientras golpeaba con los nudillos el sucio cristal de la ventana—. Ahora que lo pienso, no creo ni que el muy cabrón se haya puesto.

—¿Está Annabelle por aquí? —preguntó Fredrik.

—¿Annabelle? —Los jóvenes se miraron.

—Annabelle —repitió Fredrik.

Svante le dedicó una sonrisa burlona que dejó ver sus dientes, manchados de tabaco snus, para acto seguido soltarle que sabía que a Annabelle le iban los viejos pero que aquello le parecía exagerado:

—Joder, tío, podrías ser su padre.

—«Soy» su padre —repuso Fredrik aproximándose más a él, pues le entraron unas repentinas ganas de pegarle un sopapo a aquel niñato para borrarle la sonrisa de la cara.

Los chicos se quedaron contemplándolo fijamente.

—¡Hostia, es verdad! ¡Eres su viejo! —Svante le dio una patada a una de las sillas desocupadas que había alrededor de la mesa y pidió mil disculpas. No había querido…, no quería decir que…; es que, simplemente, no lo había reconocido. Habían bebido un poco más de la cuenta, eso era todo—. Es que con este calor nos morimos de sed. Dale algo, Jonas —le dijo Svante al chico que se encontraba sentado frente a él—. Prepárale una copa… Pero de las buenas, ¿eh? Venga, levántate, Jonas, por Dios.

—No quiero nada —contestó Fredrik—. Lo único que deseo es saber dónde está mi hija. ¿La habéis visto?

—Ha pasado mucha gente por aquí —dijo Svante—. Una fiesta bastante animada, por decirlo de alguna manera; no sé si me entiendes… Empezamos a las siete, por eso todo el mundo se ha largado ya. Pero sí, ella ha estado aquí, aunque creo que ya se ha ido. Todavía hay gente arriba —aseguró señalando el techo—. Yo iría a echar un vistazo. Hay más plantas —le gritó mientras Fredrik se dirigía hacia la escalera—. Busca por arriba, porque la gente se echa un poco por todas partes.

El volumen de la música iba en aumento según subía. En el piso inmediatamente superior había un amplio recibidor con un acuario a lo largo de una de las paredes. Se acercó a él y vio una tortuga nadando en un agua repleta de colillas. «¿Qué tiene que pasarle a uno por la cabeza —pensó— para apagar un cigarrillo en un acuario?».

Desde el fondo de aquel espacio se accedía a un salón que tenía un par de sofás verdes de felpa con la tela desgarrada. En uno de ellos yacía una chica muy joven y con el pelo enmarañado. Al principio, Fredrik pensó que estaba dormida, pero al aproximarse descubrió que tenía los ojos abiertos de par en par.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Estoy genial, gracias —susurró ella—. ¿Y tú?

Luego se echó a reír y a hacer aspavientos con las manos. Fredrik pensó que aparte del alcohol se habría metido otras cosas, y se preguntó si no debería averiguar quién era y llevarla a casa de sus padres. Lo haría, decidió. En cuanto encontrara a Annabelle.

Nos morimos de frío,

nos congelamos.

Pobre de ti.

Pero ya hará calor.

El equipo de música se hallaba en la habitación contigua. La música estaba puesta, efectivamente, a un volumen ensordecedor. Tardó un rato en dar con el botón necesario para bajarlo. Luego continuó deambulando por el piso, abriendo una puerta tras otra, pero el resto de las habitaciones estaban vacías. Llegó a un pequeño pasillo del que salía otra escalera. «Pero ¿cuántas plantas tiene esta casa? —se preguntó—. ¿No se terminan?». Al final de la escalera había dos puertas. La de la izquierda se hallaba cerrada con llave, pero la de la derecha se abrió cuando Fredrik bajó la manivela.

La ventana se encontraba abierta y una cortina llena de mugre se movía con la corriente de aire. En una cama situada en el centro de la estancia algo se movía rítmicamente bajo una manta.

—Annabelle… —dijo Fredrik—. ¿Estás ahí?

—¡Joder! —Un chico asomó la cabeza por los pies de la cama—. ¡Largo de aquí! —continuó—. ¿Qué te pasa? ¿Eres un pervertido o qué? ¡Lárgate, tío!

—Estoy buscando a mi hija. Sólo quiero saber si Annabelle está aquí.

Fredrik advirtió que el chico reaccionó al oír el nombre.

—No está aquí. Y no tengo ni idea de adónde ha ido.

—¿Y quién está contigo bajo la manta?

—Rebecka —respondió el chico—. Becka, dile algo para que vea que eres tú.

—Soy yo —contestó Rebecka por debajo de la manta—. No sé dónde está Annabelle. Dijo que se iba a casa.

—Creía que estabais juntas —repuso Fredrik—. Nora me dijo que habíais quedado para ver una película en tu casa.

—Sí, y es verdad —contestó Rebecka—, pero luego pasaron cosas y…

—¿Cuándo se marchó?

—No estoy segura. Es que bebimos mucho y Annabelle… estaba…, estaba bastante borracha. ¡Perdón! —gritó Rebecka mientras Fredrik abandonaba la estancia—. Tendría que haberla acompañado a casa, pero…

—No está, ¿a que no? —De repente Svante apareció detrás de él.

—No. Ya has oído lo que ha dicho Rebecka.

—Como si ella lo supiera.

—¿Qué hay detrás de esta puerta? —preguntó Fredrik señalándola con el dedo.

—Ahí dentro no está. Eso seguro.

—¿Y cómo es que estás tan seguro?

—Porque el único que tiene llave de ese cuarto soy yo.

—Entonces, no te importará abrirlo.

—Lo haría encantado si no fuera porque la he perdido. La perdí ayer. Por eso sé que no hay nadie. Por cierto, ¿quieres que te ayudemos a buscarla? Tenemos una vieja moto de carga ahí abajo; la hemos puesto a punto y la hemos dejado de puta madre… Podríamos dar una vuelta y…

Fredrik lanzó una profunda mirada a los grandes ojos de Svante. Había algo raro en ellos. Pensó que no le gustaría verlo conduciendo por ahí en busca de Annabelle, que incluso sería un peligro para la gente teniendo en cuenta el estado en el que parecía encontrarse.

—Te ayudaremos a buscarla, hombre —continuó Svante—. Como no puede… Quiero decir que… que he oído que no puede volver a casa muy tarde, así que…

Fredrik examinó la joven cara que tenía frente a él y pensó que al final resultaba ser verdad lo que había oído en el pueblo: que el hijo del dueño de la fábrica era un tipo de lo más antipático.

Cuando Fredrik regresó al coche tenía tres llamadas perdidas de Nora. La llamó con la única esperanza de oír que Annabelle había vuelto, pero enseguida comprendió —por la voz de su mujer— que no era así.

—¿Sigues en la tienda? —inquirió. Y antes de que a Fredrik le diera tiempo a responder, continuó—: ¿Estaba allí?

—No, no estaba —dijo Fredrik.

—Y entonces ¿dónde está?

—No lo sé.

—Pásate a ver a Rebecka.

—Rebecka está en la tienda —repuso Fredrik—. Cálmate —añadió cuando Nora se echó a llorar—. Seguro que ya va para casa. Mantendré los ojos bien abiertos por el camino.

—Tráemela, Fredrik —le rogó Nora—. ¡Joder, dime que me la vas a traer de una puta vez, Fredrik!

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