Annabelle

Annabelle


2

Página 5 de 90

2

A las siete, Charlie ya estaba despierta. La noche que salía no dormía bien, y mucho menos en una cama extraña. Miró al hombre que yacía a su lado. ¿Martin? ¿Así se llamaba? ¿Y qué nombre le había dicho ella? ¿Maria? ¿Magdalena? Nunca revelaba su verdadero nombre cuando iba de juerga y conocía a algún hombre en algún bar. Ni tampoco su profesión. Más que nada para que no se les ocurriera buscarla, pero también porque no había ninguna cosa que la aburriera más y le cortara más el rollo que los chistes sobre mujeres vestidas con uniforme y provistas de esposas. Ése era uno de los problemas que tenía (uno de los muchos): que se aburría con facilidad.

Fuera como fuese, lo cierto era que ese Martin se le había acercado para preguntarle qué hacía sola en aquel garito, y, sin darle tiempo a responder, la invitó a tomar una copa y luego otra, y cuando el bar cerró fueron a casa del chico. Martin —según le explicó mientras manipulaba torpemente la llave intentando abrir la puerta— no era de los que se llevaban un ligue a casa la primera noche. Charlie le había contestado que ella sí. Que ella sí era de las que se llevaban a un tío a casa la primera noche. Martin se rió y le dijo que le encantaban las chicas con ese sentido del humor; a Charlie le dio pena aclararle que no se trataba de ninguna broma.

Se levantó con sumo cuidado. Le palpitaban las sienes. «Tengo que irme a casa —pensó—. Tengo que encontrar mi ropa e irme a casa».

El vestido estaba en el suelo de la cocina; ni se molestó en buscar las bragas. Casi había llegado al recibidor cuando, sin querer, pisó un juguete que se puso en marcha ruidosamente con el tema Mary had a little lamb. «Joder —susurró—. Me cago en la puta». Oyó cómo Martin se daba la vuelta en la cama del dormitorio. Siguió andando a toda prisa, cogió sus zapatos con una mano, abrió la puerta y bajó corriendo la escalera.

La luz que le impactó en plena cara nada más salir la pilló desprevenida; tardó unos instantes en serenarse lo suficiente como para saber en qué lugar exacto se hallaba. En Skeppargatan, en el barrio de Östermalm. En taxi llegaría a casa en cinco minutos. Miró a su alrededor, pero no vio ninguno, de modo que echó a andar.

Tras haber recorrido un par de manzanas, recibió una llamada de Challe.

—¿Has salido a correr? —le preguntó.

—Sí, una hace lo que puede para llevar una vida sana. ¿Estás en el trabajo?

—Sí, como de todos modos me levanto pronto, ¿qué más me daba venirme?

Charlie sonrió. Por lo que respectaba a la ética profesional, su jefe y ella eran almas gemelas, aunque, a decir verdad, en otra serie de temas había una gran distancia entre los dos. Sin embargo, a diferencia de algunos de sus compañeros masculinos y de cierta edad, Challe no parecía dudar de su capacidad profesional, si bien es cierto que no lo mostraba ante los demás. A Charlie la sacaba de quicio que él no se enfrentara a ellos cuando se metían con ella por ser joven o por el mero hecho de ser mujer, pero al mismo tiempo no podía dejar de sentirse halagada cada vez que él, de puertas para dentro, la llamaba su mejor policía.

Charlie había aterrizado en la Brigada Operativa Nacional hacía un par de años. Al principio fue difícil. Durante su formación había oído muchas y terribles historias sobre el machismo que existía en el cuerpo, pero nunca alcanzó a entender que estuviera tan extendido: la jerga, las pullas y las insinuaciones referentes al síndrome premenstrual estaban a la orden del día cada vez que ella disentía en algo. La mayoría de sus compañeros eran hombres de mediana edad que llevaban décadas protegiéndose entre sí. Ya desde el primer día quedó claro que no les hacía mucha gracia tener a una niñata como colega, y mucho menos a una con la posición de Charlie. Uno de ellos incluso se lo llegó a decir directamente: el único sitio en el que aceptaba que una mujer estuviera por encima de él era en la cama. Poco importaba que Charlie poseyera una brillante trayectoria profesional, o que al empezar en la academia de policía ya contara con un título en Psicología. «Por cierto, ¿cómo diablos lo has hecho?», le preguntó uno de los hombres del equipo. ¿Cómo se había sacado una carrera universitaria si sólo tenía veinte años cuando entró en la academia de policía?

Y Charlie le dijo la verdad: que la pasaron de curso en el colegio, que acabó el bachillerato con diecisiete años y que luego entró directamente en la universidad. Su compañero frunció el ceño mientras decía que eso de empezar a estudiar nada más terminar el instituto no era bueno, que era mejor adquirir un poco de experiencia en la vida, viajar y crecer como persona. Charlie lo cortó soltándole que no le veía ningún sentido a viajar por ahí perdiendo el tiempo sólo porque sí. Y que ella había adquirido experiencia estudiando. ¿O es que la vida se paraba porque uno estudiara en la universidad? El tipo le dedicó una sonrisa de superioridad, como si ella fuera demasiado joven y estúpida para comprender lo que él quería decir.

Durante mucho tiempo, Charlie albergó la esperanza de que esa actitud cambiara con los años, pero era como si los celos y la suspicacia no hicieran más que aumentar conforme ella iba ascendiendo. Al principio se defendía, discutía, se levantaba airada de la mesa donde tomaban café y enviaba indignados correos electrónicos a sus jefes. Pero después acabó adoptando la estrategia de la mayoría de las compañeras que habían logrado ascender en la profesión: bajar la voz y dejar de sonreír. De este modo, le quedó más tiempo y energía para hacer aquello para lo que la habían contratado. Pura pereza, pensaba a veces, cobardía y egoísmo; pero, de no haber actuado así, no habría podido permanecer en el cuerpo, ni tampoco mejorar ni progresar; y ese instinto era más fuerte que el de luchar contra unos compañeros gilipollas y duros de mollera.

Aunque, a decir verdad, no todos ellos eran iguales. Había unas cuantas excepciones y una de ellas era Anders Bratt, el compañero con el que más trabajaba. Tan sólo tenía unos cuantos años más que ella, y le había caído bien desde el primer momento. Procedían de ambientes completamente diferentes. Anders era el típico niño pijo, uno de ésos que han gozado de una infancia segura y a todo lujo: navegando cada verano en barco de vela y esquiando en los Alpes en invierno. Podía ir un poco de superior y ser algo arrogante y pesado con sus continuas pullas, pero Charlie se lo perdonaba todo porque el chico poseía tres características que ella apreciaba en la gente: un buen corazón, sentido del humor y autoconocimiento.

Anders solía bromear con lo divertido que fue cuando ella entró en el equipo y empezó a alborotar ligeramente el avispero. Hubo más de un comentario acerca de su nombre. El primer día alguien le preguntó si le parecía bien que la llamaran Charline para evitar confusiones, porque si no, tendrían que añadir el apellido cada vez que hablaran de ella o del jefe. Charlie contestó que no, que ella se llamaba Charlie. Y punto.

Tiempo después, Anders le llegó a contar que todo el mundo se había reído de eso, de cómo el jefe había tenido que cambiar de nombre cuando ella vino. ¿Cuántas personas eran capaces de hacer que su jefe se cambiara el nombre así como así?

Charlie pisó una piedra y soltó una palabrota.

—¿Qué te pasa? —preguntó Challe.

—Nada, que he tropezado.

—¿Podrías venir luego a mi despacho? —inquirió Challe.

Una gélida sensación recorrió el pecho de Charlie. ¿Tendría que trabajar hoy? ¿Había soñado que Challe le había dado el día libre?

—Sé que te dije que hoy podrías quedarte en casa —continuó Challe—, y sé que hace un calor sofocante y todo eso, pero es que ha ocurrido algo. ¿Has visto los periódicos?

—¿Los periódicos? —Charlie se dio cuenta de que ni siquiera había mirado los titulares en el móvil.

—Una chica de diecisiete años ha desaparecido en la provincia de Västra Götaland.

—¿Cuándo?

—En la madrugada del viernes al sábado. En un principio, esos paletos de ahí abajo pensaron que se había marchado voluntariamente, así que no hicieron nada. Pero luego han visto que hay indicios que apuntan a que tal vez se trate de un crimen.

—¿Qué indicios?

—Lo de siempre: su móvil no ha registrado ninguna actividad y la cuenta bancaria no se ha tocado.

—¿En qué lugar de Västra Götaland? —preguntó Charlie.

—En un pueblo llamado Gullspång.

Charlie se detuvo en seco. Challe continuó hablando de la desaparición, pero Charlie había dejado de escucharle; lo único que resonaba en su cabeza era el nombre de esa localidad: Gullspång.

—Charlie… —dijo Challe. Ella lo oyó encender un cigarrillo—. ¿Sigues ahí?

—Sí.

—He pensado enviaros a ti y a Anders. Además, creo que te vendría bien —añadió— dejar esto una temporada.

Charlie no pudo evitar decir que seguro que a Hugo también le vendría bien. Por otra parte, ella andaba metida en otra investigación. Pero Challe respondió que ya se la asignaría a alguien, que todavía se hallaban en una fase muy temprana; y sí, era verdad que podría mandar a Hugo, pero que no viera aquello como un castigo, sino como…

«Ahora —pensó Charlie—. Ahora es cuando le contesto que no puedo, que no puedo ir allí».

—¿Charlie?

—De acuerdo —dijo—. Iré.

«¿Seguirá allí la comisaría?», estuvo tentada de preguntarle, pero en vez de hacerlo se oyó a sí misma diciendo que llegaría al despacho de Challe dentro de una hora.

Tras colgar se dirigió al 7-Eleven más cercano. Una chica pelirroja de grandes ojos la miró desde las portadas de los periódicos bajo un titular: DESAPARECIDA. Cogió el móvil y entró en la página de Dagens Nyheter para leer la noticia. La chica se llamaba Annabelle Roos y tenía diecisiete años. Le sonaba su apellido, aunque no sabía exactamente de qué. ¿Cómo iba a acordarse de todas las familias de ese pueblo? No había estado allí desde hacía… Se puso a contar los años. ¿En serio habían pasado ya diecinueve?

Ir a la siguiente página

Report Page