Annabelle

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A Charlie le quedaban varias manzanas por recorrer antes de llegar a casa. No había aparecido ningún taxi y el metro no lo cogía nunca; la idea de saberse bajo tierra la asfixiaba. Le dolían los pies de tanto andar con esos zapatos de tacón alto. Se detuvo para quitárselos. El asfalto le quemó las plantas de los pies. «Si alguien me viera ahora —pensó—, jamás adivinaría en qué trabajo».

Al entrar en el apartamento y ver reflejada su cara en el espejo del recibidor soltó una palabrota. Por encima de la ceja izquierda, un corte destacaba con un agresivo rojo sobre su pálida tez. Se palpó la gruesa costra de la herida y se dio cuenta de que no iba a poder hacerla desaparecer, como por arte de magia, con el maquillaje. ¿Cómo coño se había hecho ese corte en plena frente? Y de pronto se acordó de la ducha, de cómo ella y ese tal Martin se habían enjabonado mutuamente, y de cómo luego ella resbaló y se dio contra… ¿la alcachofa de la ducha? Ni siquiera recordaba contra qué había sido.

«Soy la parodia de un policía —pensó—; sola, fracasada socialmente y con una excesiva afición por la bebida». Pero luego se tranquilizó diciéndose que sólo bebía a rachas. Todo iba a peor cuando el verano se acercaba, cuando la vida le jugaba sus malas pasadas.

Casi llegó a sentir pena de no tener un hombre del que sus colegas pudieran sospechar. Ahora todo el mundo pensaría que la herida… Sí, bueno, ¿qué pensarían en realidad? Tras lo sucedido en la última fiesta de la comisaría, la idea de que se debía a un exagerado consumo de alcohol no sería muy descabellada. Challe insistiría en que necesitaba ayuda, y ella le respondería que se las apañaba sola perfectamente, que lo tenía todo bajo control.

¿De verdad se lo creía?

«¿Automedicación? —le preguntó seriamente una terapeuta en una ocasión en la que ella, a regañadientes, le habló de su relación con el alcohol—. ¿Bebes para reducir tu angustia?».

Charlie le contestó que no, que no se trataba de eso.

Entonces ¿de qué se trataba?

Se trataba de relajarse, de calmar sus nervios, de poner un poco de paz en su cabeza; a veces sólo necesitaba beber un poco para sentirse bien.

La terapeuta le dirigió una adusta mirada y le aclaró que en eso consistía, precisamente, la automedicación.

Charlie entró en el salón. En la mesa de centro, frente al sofá, había latas de cerveza y ceniceros llenos de colillas. Así de bien le iba su intento de dejar de fumar, pensó mientras buscaba una bolsa de plástico para tirarlo todo. Una vez recogido lo más gordo, se sentó en el sofá y paseó la mirada por la casa: la distribución abierta del espacio, la altura del techo, los suelos de madera. El apartamento podría tener muy buena pinta si no fuera por las mustias plantas, las montañas de ropa y los cristales de las ventanas, que llevaban una eternidad sin limpiarse. Todo parecía indicar que ahí vivía una persona poco amiga del orden y de la decoración de interiores. Le gustaba tenerlo todo bonito, pero era como si no fuera capaz de conseguirlo. A veces le daba una venada y decidía crear un hogar como los que salían en las revistas. Una de esas casas que solía ver en las lujosas revistas de la consulta del dentista. Pensaba que sería más feliz —o, como poco, menos infeliz— si tuviera una vivienda completamente blanca. Paredes blancas, suelos blancos y unos cuantos objetos colocados estratégicamente: cosas antiguas, heredadas o traídas de algún viaje. Pero el problema era que no había heredado nada, y en cuanto a los viajes…, nunca viajaba a ningún sitio. Además, conocía a demasiadas personas deprimidas y con casas preciosas como para dejarse engañar por ese mito.

En la encimera de la cocina había un solitario y abandonado cigarrillo. Se disponía a tirarlo cuando cambió de opinión; lo encendió, se sentó junto a la campana extractora y se lo fumó entero. «Voy a llamar a Challe ahora mismo —pensó—. Lo llamo y le digo que no puedo ir, que ese lugar…; que tengo motivos personales». Cogió el teléfono, pero lo soltó de inmediato. El tabaco la había mareado, así que en vez de llamar se dirigió al cuarto de baño.

Ya en la ducha volvió la cara en dirección al chorro de agua mientras pensaba que debía actuar con profesionalidad. Si así lo hacía, todo iría bien, ¿verdad? Había hecho cuanto estuvo en su mano para olvidar el pasado y continuar con su vida. Olvidar ese lugar, la casa, las fiestas…; olvidar la luz y la oscuridad de Betty. En algunas ocasiones llegó a tener la sensación de que casi lo había conseguido, pero con el paso del tiempo aprendió que aquella sensación sólo era momentánea, que a los períodos tranquilos les sucedían otros más duros, que en cualquier instante los recuerdos podían sorprenderla y transportarla de nuevo a ese lugar, a aquella noche.

«Una historia con final feliz». Con esas palabras había definido su vida una señora de la oficina de asistencia social de Gullspång un día que se cruzaron en Drottninggatan. Una superviviente nata que había triunfado contra todo pronóstico. Charlie se quedó mirando la cara exageradamente entusiasta de la señora mientras pensaba: «Quizá debieras aprender a leer entre líneas».

Cuando acabó de ducharse se dirigió al dormitorio para hacer la maleta. Encima de la mesilla de noche había tres libros empezados. Dobló las esquinas de las páginas por las que iba y los introdujo en una bolsa. En el armario apenas había ropa limpia. Cogió unos cuantos vestidos, vaqueros y algunos jerséis y camisetas del cesto de la ropa sucia mientras pensaba que lo que se iba a poner era la menor de sus preocupaciones.

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