Annabelle

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Pararon en un bar restaurante de carretera. Había algo familiar y agradable en las oscuras sillas y en las mesas con manteles de hule de cuadros rojiblancos. Una señora mayor vino a tomarles nota. Anders tardó un buen rato en decidirse por lo mismo que Charlie: un sándwich de gambas.

—¿No tienes hambre? —le preguntó al verla absorta en sus pensamientos y con la mirada fija en el plato.

—Ya vale… No necesito un padre.

—¿Y quién ha dicho que lo necesites?

—Es que no entiendo por qué la gente se entromete siempre en todo. Tengo treinta y cinco años; ¿qué problema hay en que me tome una copa de vez en cuando?

—Treinta y tres.

—¿Qué?

—Que tienes treinta y tres años.

—Qué más da.

Observó cómo Anders sacaba todos los ingredientes del sándwich y apartaba el pan.

—¿Por qué no te lo comes tal cual? —preguntó ella.

—Intento eliminar los carbohidratos.

—Pues menuda estupidez pedirte un sándwich; si es que no tomas pan, quiero decir.

—Tampoco es que las otras opciones fueran demasiado tentadoras —contestó Anders para, acto seguido, meterse una hoja de lechuga en la boca.

Empezó a explicarle que no había nada malo en reflexionar un poco, pues solamente tenemos una vida, un cuerpo. Y Charlie dijo que, efectivamente, así era, y que por eso sólo los chalados perdían el tiempo contando calorías, entrenándose y haciendo dietas milagrosas.

—Y además: el cerebro necesita carbohidratos —añadió.

—Esto funciona perfectamente —dijo Anders golpeándose la frente con el dedo corazón—. Al menos no he notado que haya empeorado.

—Tal vez porque no te conoces lo suficiente. Sabes que los hombres suelen sobreestimar sus capacidades, ¿no? Hablando en términos generales, claro.

—¿Hablando en términos generales, claro? —la imitó Anders—. Pero ¿tú no odiabas las generalizaciones?

—Sólo cuando las hacen los demás, no cuando las hago yo. Supongo que es porque pienso que las mías están bien fundamentadas.

—Como piensan todos los que generalizan. Ése es precisamente el problema, ¿no te parece?

—Tal vez —contestó Charlie antes de soltar el tenedor y levantarse.

—¿Adónde vas?

—A fumar.

—¿No lo habías dejado?

—He vuelto a caer.

Fue a la gasolinera contigua a comprar un paquete de Blend mentolado, la misma marca que solía fumar Betty. Se puso a cubierto frente a la gasolinera, segura como estaba de que se iba a desmayar bajo aquel sol.

El sabor de los cigarrillos mentolados la transportó al pasado. Pudo ver a Betty sentada junto a la mesa de la cocina con un cigarrillo en la comisura de los labios y oír la rasposa voz de Joplin en el viejo tocadiscos del salón. En casa siempre sonaba música. «No soporto el silencio, Charline. Sin música me volvería loca». Y el pensamiento prohibido de Charlie: «Ya estás loca, mamá».

Un recuerdo: Betty y ella bailando en el jardín. Los cerezos están en flor, los gatos se mueven en torno a sus pies. Betty ha abierto las ventanas de par en par con el fin de que la música se oiga bien.

Cuando brilla el sol de primavera y diecinueve años tienes,

muy pocas cosas son las que entiendes.

Y cuando el invierno se va,

y la primavera está por llegar,

a todas las niñas pequeñas hay que encerrar.

Betty es el hombre y ella la mujer.

«No olvides que es el hombre el que lleva el paso», dice Betty con fingida severidad en la voz.

Y cuando Charlie le pregunta por qué, Betty se encoge de hombros y dice que no lo sabe, que sólo es una estúpida regla. Pero qué coño, las reglas están para infringirlas, así que vale, que sea Charline la que lleve el paso.

Betty se ríe de los pies de Charlie, que son como misiles que le atacan los dedos de los pies. «Relájate, tienes que relajarte».

Pero Charlie es incapaz de hacerlo. Está tensa donde no procede y relajada donde no debe.

«Nunca serás bailarina, Charline».

«Pues siempre me has dicho que puedo ser lo que quiera».

«Lo que quieras menos bailarina, cariño».

Charlie le dio una profunda calada al cigarrillo. Ya no era aquella flaca adolescente que abandonó el pueblo hacía ya casi veinte años. Incluso había perdido su deje al hablar. Y aun así, se dijo, todavía conservaba muchas cosas. Se acordó de la gente con la que más trataba por aquel entonces, de la que todavía estaba y de la que no. No había tenido demasiados amigos, y todas las personas con las que se relacionaba convinieron en que debían marcharse de allí en cuanto se les presentara la oportunidad. Por el tedio, porque allí no había nada, porque los sueños se cumplían en las ciudades. Y entonces pensó en Susanne, la que fue su mejor amiga; las dos sentadas en la ventana de la habitación de su casa de Lyckebo balanceando las piernas contra las tablas de madera de la fachada mientras sus padres se reían, gritaban y se revolcaban por el jardín.

«Somos las únicas adultas de aquí, Charlie».

Y, luego, la imagen de ambas tumbadas en el saliente que quedaba por debajo de la catarata, con los cuerpos desnudos y bronceados, y Susanne entornando los ojos hacia el sol con el bloc de dibujo en la mano. «Me da mucha rabia no lograr dibujarte tal y como eres. No, no puedes verlo, aún no he terminado. Pero ¿qué haces? ¡Déjalo!».

Charlie le quitó el bloc de las manos.

«¡Me has dibujado muchísimo más guapa de lo que soy!».

«¡Pero si no lo he terminado!».

«Pues venga, termínalo».

Charlie se inclina sobre el hombro de Susanne cuando ésta, con sumo cuidado, le añade la cicatriz junto al ojo y justo debajo dibuja un punto, de modo que aquello parece un signo de interrogación.

«Eres un misterio, Charline Lager».

Susanne… Charlie se había ido del pueblo sin despedirse de ella.

¿Por qué?

Porque odiaba las despedidas.

Charlie cerró los ojos, apoyó la cabeza contra la fachada que quedaba a sus espaldas y se imaginó en el bosque aquella noche, descalza, gritando, tropezando.

—¿Cuántos piensas fumarte si puede saberse? —De repente, Anders apareció frente a ella—. ¿Y qué haces tan cerca de los surtidores? ¿Dónde tienes la cabeza?

—¿Tan cerca? No lo estoy tanto.

—Iba a tomarme un café.

—Ahora te acompaño —dijo Charlie—. Déjame terminar el cigarrillo.

Antes de entrar, cogió el teléfono y llamó a su centro de salud. Siguió —cada vez más irritada— todas las instrucciones que la conminaban a pulsar teclas y confió en que la llamaran. Realmente necesitaba esa receta.

—Estás muy callada —comentó Anders mientras conducía. Se habían llevado los cafés al coche.

—Estoy pensando —respondió Charlie.

—¿En qué?

—En todo tipo de cosas.

Dios, ¿por qué no la dejaba en paz?

Sonó el teléfono. Charlie miró la pantalla y vio la H. Le molestaba que todavía le inspirara esperanza. El amor o la pasión, o lo que fuera, podía realmente volver idiota a la gente.

—Si no piensas cogerlo, ponlo al menos en silencio —le pidió Anders.

Charlie lo silenció. Un instante después vio que tenía un mensaje en el buzón de voz. No pudo resistir la tentación de escucharlo:

—Hola, soy yo. Tenemos que hablar. Es por Anna. Ha mirado mi móvil y se ha armado la de Dios, y yo… yo le he dicho que no fue más que un flirteo de lo más inocente, que ya no nos vemos, pero ella no me cree y ahora dice que te va a llamar y… En fin, que estaría bien que me llamaras cuanto antes.

«Y una mierda», pensó Charlie. Y dejó el móvil en el bolso.

—¿Quién era? —preguntó Anders.

—¿Necesitas saberlo?

—Pensaba que a lo mejor tenía que ver con el trabajo.

—En tal caso te lo habría dicho.

—No sé, como te veo tan misteriosa… —respondió Anders—. Bueno, más misteriosa de lo habitual.

—Es por ese lugar —le aclaró Charlie—. Gullspång. He vivido allí.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que viví allí.

—¿Y me lo dices ahora? —Anders la miró como si estuviera loca.

—De aquello hace ya siglos.

—¿Y eso qué tiene que ver? O sea, que es allí donde te criaste.

—Sí.

—¿Y qué tal?

—Pues supongo que más o menos como en cualquier pueblecito de Suecia —contestó Charlie—: madres jóvenes, mala higiene bucodental, desempleo… Llevo casi veinte años sin ir.

—¿Por qué?

—Imagino que porque no me ha apetecido. —Charlie pensó que había sido un error contárselo, aunque si, contra todo pronóstico, alguien la reconocía, lo mejor era que él lo supiera.

—¿Conoces a la chica? —preguntó Anders.

Charlie negó con la cabeza. ¿Cómo iba a conocerla si ni siquiera había nacido cuando ella se marchó del pueblo?

—¿Y cuándo fue?

—Hace mucho —dijo Charlie—. Sólo tenía catorce años.

—¿Y entonces os mudasteis a Estocolmo?

—Sólo yo.

—¿Sólo tú? —Anders la miró.

—Sí, había muchos problemas en casa. Acabé en una familia de acogida. ¿Quieres mirar la carretera, por favor?

—¿Por qué no me lo has contado nunca?

—No es algo en lo que suela pensar; y, si me disculpas, no tengo ganas de hablar de eso.

Anders no parecía entender nada. Quería saber cómo había sido su vida con su familia de acogida; circulaban tantas historias terribles sobre los jóvenes que acababan en casas de acogida…

—Me las apañé —dijo Charlie.

—¿Y ésta es la primera vez que vuelves desde entonces?

—Sí.

—Pero… ¿Y tus padres?

—Sólo mi madre, y ella ya se fue de allí.

Charlie tomó un largo sorbo de café mientras pensaba en la casa de Lyckebo. Hacía un par de meses que alguien del municipio la había llamado para decirle que tal vez debería venderla, que debería ir para arreglarla un poco y luego buscar un comprador. Pero la casa era suya y haría con ella lo que le diera la gana. Y, aunque se estaba cayendo a trozos, no creía que los vecinos se hubieran quejado. El problema era suyo y de nadie más.

Anders continuó con su interrogatorio:

—¿Teníais buena relación tu madre y tú?

—No mucho, no —contestó Charlie—. Y ya hace muchísimo que no la veo.

«Eso es verdad —pensó—. De hecho, es la pura verdad». No le apetecía hablar de Betty con Anders. Ya había cometido ese error con sus antiguos novios, quienes siempre acababan compadeciéndola.

A medida que Anders siguió haciéndole preguntas, ella se volvió cada vez más parca en palabras.

—La mujer sin historia —concluyó Anders.

—¿Así es como me llamáis?

—¿Te extraña? Es que nunca nos cuentas nada de tu vida.

Charlie suspiró. Jamás había entendido que una persona tuviera que abrirse en canal ante sus conocidos. En una ocasión, un amigo (que quería ser más que un amigo) le comentó que por eso ella nunca llegaba a intimar con nadie. No era raro que se encontrara sola, le dijo, puesto que se cerraba como una ostra siempre que alguien deseaba conocerla de verdad.

«Pues eso depende de quién sea ese alguien», le contestó Charlie, tras lo cual aquella relación llegó a su fin.

—Entonces ¿habláis de mí? —preguntó Charlie volviéndose hacia Anders—. No creía que los hombres cotillearan de esa manera. ¿No es eso lo que se suele decir?, ¿que los lugares de trabajo dominados por hombres son una maravilla porque no hay cotilleos ni habladurías?

—No creo que sea verdad. Los hombres hablamos tanto como las mujeres. O, al menos, eso es lo que he visto.

—En cualquier caso, no me gusta intimar mucho con mis compañeros de trabajo —dijo Charlie.

Se dio cuenta de que se lo había servido en bandeja.

—Pues parece que algunos sí han podido intimar bastante contigo —le soltó Anders con una burlona sonrisa.

Charlie no pudo evitar sonreír. Y luego le expresó su opinión: había una diferencia entre lo físico y lo psíquico. Intercambiar fluidos corporales con otra persona no significaba abrirse por completo a ella.

Anders volvió a mostrar la misma sonrisa. Luego se puso serio. Nadie le exigía, le explicó, que lo contara todo, pero era raro, pensaba, que nunca dijera absolutamente nada. Llevaban casi tres años trabajando juntos y lo único que sabía de ella era lo que veía.

—¿Y qué ves? —inquirió Charlie.

—Veo a una mujer de treinta y tres años que teme a los compromisos.

Charlie se echó a reír. Los clichés siempre le provocaban risa.

—¿Qué es lo que te parece tan divertido? —quiso saber Anders.

—Nada. Sigue. ¿Qué más ves?

—Veo a una mujer de treinta y tres años a la que le gusta salir de juerga, que odia charlar por charlar y que tiene una increíble capacidad para ver los detalles en el todo y el todo en los detalles.

—Gracias —dijo Charlie.

—De nada —respondió Anders con los ojos fijos en la carretera.

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