Annabelle

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El centro de Gullspång parecía un pueblo fantasma. Tiendas cerradas, ventanas con los cristales rotos, carteles con la cara de Annabelle pegados a las farolas y agitados por el viento… Si no hubiera sido por todas las personas ataviadas con chalecos amarillos que había a las puertas del supermercado ICA, casi se podría pensar que el pueblo estaba abandonado. Delante del supermercado todavía se hallaba el viejo banco, ocupado ahora por tres hombres con pinta de haber sido maltratados por la vida y con sendas latas de cerveza en la mano. Quizá se tratara del mismo grupo de entonces, el que solía gritarle a Betty, cada vez que ella pasaba por allí, cosas como:

«¡Ven a darme un beso, Betty, guapa!».

«Cierra el pico —contestaba Betty—, no me pegues esas voces cuando voy con la niña».

«Tu hija —dijo uno de ellos en una ocasión—, tu hija se te parece cada vez más».

Ese día Betty le soltó la mano a Charlie y avanzó en dirección al banco. Se fue aproximando al hombre que había comentado lo del parecido y cuando estuvo muy muy cerca de él le advirtió, con un tono amenazador, que dejara en paz a su hija.

«Mantente alejado de mi hija, ¿vale?».

«¿Por qué dices eso, Betty? Yo sólo he dicho…».

«¡Tú mantente alejado!».

Charlie deseó haber estado sola en el coche. En todos esos sueños en los que ella regresaba siempre se encontraba sola. Le resultaba tan irreal volver a verlo todo, ver las deslucidas fachadas de las casas, el supermercado, el quiosco, el abandonado edificio donde una vez hubo una pastelería… Para alguien de fuera quizá sólo se tratara del pequeño y patético centro de un pueblo, pero para ella… Empezó a notar cierta irritación en la nariz. Cerró los ojos e inspiró hondo. Intentaría imaginarse que se trataba de un pueblo cualquiera, que los edificios, el agua y las carreteras le eran desconocidos, que visitaba por primera vez aquel lugar. ¿Sería eso posible? Una machacona frase empezó a martillearle la cabeza: «Se puede sacar a la niña del pueblo, pero no al pueblo de la niña».

—Son rápidos —dijo Anders señalando con la cabeza a los de los chalecos amarillos.

—Pues mejor —contestó Charlie—. Necesitamos toda la ayuda posible. Aunque bueno, una chica sueca y guapa de diecisiete años… No creo que falte gente dispuesta a echar una mano.

Levantó la mirada hacia la pequeña plaza donde unos periodistas provistos con blocs de notas hablaban con «amigos» que estaban llorando. Ella sabía qué tipo de descripciones resultaban de esa clase de entrevistas. Las personas desaparecidas eran siempre buenísimas, fantásticas y maravillosas. Y no, no tenían enemigos; y las quería todo el mundo.

—¿Qué coño es eso? —soltó Anders cuando pasaron por la vieja fundición que se alzaba, enorme, en todo el centro del pueblo.

—Gea —dijo Charlie.

—¿Gea?

—Una fundición.

—¿Sigue en activo?

—¿Te lo parece? —Charlie miró hacia la oxidada fachada de chapa y las altas chimeneas.

—Tiene una pinta horrible. ¿Cómo pueden tenerla así, y en pleno centro encima? Quiero decir que si ya no está en activo…

Charlie volvió a mirar el edificio y fue entonces cuando se dio cuenta de que, en efecto, era muy feo. Nunca reparó en ello en su infancia, pues, simplemente, aquello siempre había estado allí. «Parece que se está usando para otra cosa», comentó. En un letrero se podía leer CLUB DE TIRO, y en otro más grande BIBLIOTECA.

La fundición. Una vez fue el lugar de trabajo de Betty. Lo odiaba.

¿Por qué?

Porque hacía un calor infernal, porque las tareas eran tan monótonas que podían convertir a la persona más cuerda en un enfermo mental. No había ningún lugar en el mundo que odiara tanto como la fundición.

Y cuando Charlie quiso saber por qué iba si la odiaba tanto, Betty se rió y dijo que no tenía otra elección. Luego, cuando Gea cerró, Betty consiguió trabajo en la fábrica de contrachapados. La hacía feliz poder probar algo nuevo, librarse del calor, recuperar sus pestañas. Esperaba encontrarse realmente a gusto allí, pero ya en su primera jornada volvió a casa quejándose. Por el calor, dijo; en la maldita fábrica hacía tanto calor como en la fundición, y encima, por si fuera poco, se había hecho unos rasguños en los brazos. La fundición le había trastornado la cabeza, y ahora esa maldita fábrica acabaría con su cuerpo. ¿Es que nunca la dejarían en paz?

—Ya que eres de aquí —comentó Anders—, a lo mejor podrías indicarme dónde está el hotel.

—No hay —repuso Charlie—. Al menos no había ninguno cuando yo vivía aquí.

—Pero Challe dijo que…

—Lo que hay es un motel —contestó Charlie para, acto seguido, señalar un edificio amarillo que se hallaba un poco más adelante.

—¿Qué diferencia hay entre un hotel y un motel?

—Ahora mismo lo sabrás. Gira aquí.

Se quedaron contemplando el gran edificio amarillo con esquinas marrones. Una escalera de color madera adornaba la fachada occidental. Empezaba en una ventana de la planta superior y descendía hasta el suelo.

—Bonita escalera de incendios —sentenció Anders—, porque supongo que eso es lo que es, ¿no? Y realmente muy discreta, sí.

—Cumple su cometido —repuso Charlie—. Quizá eso sea más importante que la estética.

—Sí, pero ¿por qué no se pueden tener las dos cosas?

—Quizá por dinero. ¡Yo qué coño sé!

—Siempre muestras tu lado más amable cuando tienes resaca. —Anders aparcó el coche delante del motel y apagó el motor—. ¿Qué es ese olor? —preguntó al bajarse del coche.

Charlie inspiró profundamente y sintió un profundo olor a…

—¿Mierda? —dijo Anders—. ¿Estiércol?

—No, es la fábrica de papel.

—¿También tenéis una fábrica de papel?

—No —contestó Charlie—. Está a unos veinte o treinta kilómetros, pero si el viento viene de allí, nos llega el olor.

Casi se le había olvidado ese olor. Pero se acordó de cómo no podían tender la ropa fuera si soplaban fuertes vientos del norte y de cómo a Betty siempre se le olvidaba y tenían que dormir en sábanas que olían ligeramente a cloaca.

—¡Qué horror salir por la mañana y encontrarte con esta peste! —exclamó Anders.

—A mí me parece que huele bien —dijo Charlie—. Me gusta este olor. Huele a… mi infancia.

—Menuda infancia debes de haber tenido.

—Por cierto, no quiero que le digas a nadie que soy de aquí.

—¿Por qué?

—Porque no tiene ninguna importancia. Y porque creo, por desgracia, que sólo dificultaría las cosas.

—Pero ¿no te reconocerán?

Charlie negó con la cabeza. Creía que no. Había pasado mucho tiempo. Ella había cambiado.

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