Annabelle

Annabelle


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—Voy a ir al quiosco. Cojo el coche, ¿vale? —dijo Charlie cuando llegaron al motel—. Tengo que comprar tabaco.

—¿Y por qué no me pediste que pasara por allí?

—Porque se me olvidó.

Delante del quiosco había unos jóvenes. ¿Eran los mismos de antes? Charlie detuvo el vehículo. Al bajarse vio cómo uno de los chicos le daba un empujón a una chica. Se acercó a ellos.

—¿Va todo bien? —preguntó.

Los jóvenes se quedaron mirándola sin decir nada.

—Os he preguntado si todo va bien —repitió mientras miraba al chico que le había dado el empujón a la chica.

—¿Y a ti qué te importa? —soltó un chico algo mayor.

Charlie sacó la placa.

—Tan sólo ha sido una broma —se apresuró a decir el chico que había empujado a la joven—. ¿No tiene la policía cosas más importantes que hacer estos días que meterse con la gente que gasta bromas?

—¿A ti te ha parecido divertido? —preguntó Charlie dirigiéndose a la chica. Y fue en ese instante cuando descubrió que se trataba de Sara, una de las chicas que se había quedado en Valls hasta bien entrada la madrugada la noche en la que Annabelle desapareció.

Sara se encogió de hombros. Había bebido, advirtió Charlie. Trece años y ya estaba borracha a primera hora de la tarde un día de entre semana.

—Vente conmigo, te llevo a casa.

—Déjala en paz —le soltó el chico del empujón—. Ya nos ocupamos nosotros de ella.

—Voy a llevarla a casa —zanjó Charlie.

Sara volvió a encogerse de hombros y la acompañó sin protestar.

—Te llamas Sara, ¿verdad? —le preguntó Charlie una vez sentadas en el coche.

—¿Cómo lo sabes?

—Estabas en la fiesta la noche en la que Annabelle desapareció.

—Sí, pero ya he hablado de eso con tus compañeros. No vi nada. Ni noté nada raro.

—Aquí nadie ha visto nada raro, pero lo cierto es que ha pasado algo raro.

El teléfono de Sara sonó. Estuvo un buen rato rebuscando en el interior del bolso para cogerlo, pero se rindió cuando no dio con él.

—¿Dónde vives? —siguió preguntando Charlie.

Sara dijo una dirección que Charlie conocía.

—¿Se van a enfadar tus padres?

—«Mi padre» —la corrigió Sara antes de entrarle hipo—. Y no, no se va a enfadar. Lo más probable es que ni siquiera se haya dado cuenta de que no estoy. Es un borrachuzo —explicó—. Lo único que le preocupa es que no me suba al coche de un desconocido. —Se echó a reír—. Espero que sólo se refiriera a hombres desconocidos.

La casa de Sara era de ladrillo marrón, y en una de las ventanas había un candelabro de adviento. Charlie no pudo evitar pensar en las cortinas navideñas que colgó el último año en las ventanas de Lyckebo.

—¿Quieres que entre contigo? —se ofreció Charlie.

—No hace falta —dijo Sara—. Voy yo sola.

Sin embargo, se quedó sentada en el coche sin ni siquiera desabrocharse el cinturón de seguridad.

—Bonita canción —comentó mientras movía la cabeza en dirección a la radio donde sonaba Forever Young, de Alphaville—. Pero la letra es triste de la hostia.

Charlie estaba de acuerdo. Era triste.

Puede que hasta terrible, pensó Sara. Porque ¿quién quería ser joven para siempre? No se podía imaginar nada peor. Todos esos adultos que decían que tenían nostalgia de su juventud… O la habían olvidado por completo o eran tontos del culo. Se echó a reír de nuevo. Charlie también se rió y dijo que estaba de acuerdo, que ella era una de las que no la habían olvidado. No se podía imaginar nada peor que ser eternamente joven.

—En cierto sentido casi me habría gustado ser ella —dijo Sara mientras ponía una mano en el tirador de la puerta.

—¿Quién?

—Annabelle.

—¿Por qué? —le preguntó Charlie al tiempo que le clavaba una tensa mirada.

—Porque, a pesar de todo, ha conseguido salir de aquí. Esté donde esté.

—¿La conoces bien?

Sara negó con la cabeza. Annabelle no era de ese tipo de personas que se relacionaban con chicas más jóvenes.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe?

—Segurísimo —dijo Sara.

—Te voy a dar mi tarjeta. —Charlie rebuscó en su bolso hasta que consiguió sacar una tarjeta de visita.

—¿Para qué?

—He pensado que tal vez la necesites. Por si te acuerdas de algo más de lo que sucedió aquella noche, lo que sea… O para lo que quieras.

—De acuerdo. —Sara cogió la tarjeta. Estuvo dándole vueltas un buen rato antes de bajarse del coche y echar a andar en dirección a la casa.

Charlie siguió con la mirada sus tambaleantes pasos por el retrovisor; los cortos pantalones dejaban ver sus delgadas piernas. Durante unos segundos tuvo la sensación de que era ella la que se dirigía a una casa donde reinaba el caos. Quiso abrir la puerta y gritarle que todo saldría bien, que al final todo se arreglaría, pero ¿cómo iba a poder prometerle algo así? «Los servicios sociales —se dijo mientras conducía de regreso al motel—. Me pondré en contacto con los servicios sociales. Aunque lo más probable sea que eso no cambie nada. Al menos si trabajan de la misma manera que cuando yo los necesité. Aquí todo sigue igual —pensó Charlie—. En el fondo, nada ha cambiado».

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