Annabelle

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—¿Tiene hambre? —quiso saber Erik cuando Charlie volvió al motel—. Su colega está allí. —Señaló a Anders, que se hallaba sentado a una mesa junto a la ventana, al fondo del local—. Siéntese, ahora le llevo la comida.

Al comentar Anders que había tardado mucho, Charlie se dio cuenta de que se le había olvidado comprar tabaco.

—He llevado a casa a una chica —dijo—: Sara Larsson. Una de las que estuvo en la fiesta.

—¿Y has averiguado algo nuevo? —preguntó Anders.

—Estaba bastante borracha. Así que habrá que volver a hablar con ella. ¿Qué? —añadió al ver la cara que puso Anders.

—Una chica de trece años borracha —indicó Anders—. Pero si es sólo una cría… Qué trágico. Y qué pena.

Charlie estaba de acuerdo. Aquello daba mucha pena.

—Hay que volver a interrogarlos a todos —concluyó Anders.

Hizo ademán de continuar hablando, pero decidió callar cuando vio que dos personas se sentaban a la mesa contigua. Miró en dirección a la cocina y preguntó por qué no les habían traído la carta. ¿Cómo sabría Erik lo que querían comer?

—Creo que es plato único —dijo Charlie—; al menos así era cuando yo vivía aquí.

Lo cierto era que le habría gustado llevarse la comida a la habitación para poder repasar juntos y con más detenimiento todos los datos del caso. Además, estaba luchando contra una especie de ganas de huir. Toda esa gente del local… No pensaba que fuera a reconocer a nadie, pero al mismo tiempo creía ver rasgos familiares en cada una de las caras en las que posaba la mirada.

Anders empezó a hablar del verano y de las vacaciones, que no resultaban ser del gusto de su mujer. Ella quería ir en julio a Torekov, a casa de sus padres, y luego visitar a su hermana. Y ahora que tenían que repartir las semanas, iba a ser más complicado, y…

¿Qué más daba las semanas que fueran, preguntó Charlie, si de todos modos se encontraba de baja maternal?

Y Anders se metió en una larga disquisición acerca de lo inconveniente que resultaba que no coincidieran con las vacaciones de los suegros, porque Maria ya contaba con que éstos les aliviaran un poco la carga del niño y con tener, así, más tiempo libre.

Le interrumpió una mujer con un cuaderno en la mano que se puso en cuclillas junto a su mesa. Se disculpó y dijo que sólo quería hacer unas preguntas sobre la investigación.

—Sin comentarios —respondió Anders.

—Pero yo…

—Como ya he dicho, sin comentarios. Tendrás que acudir a la rueda de prensa como los demás.

—Nadie me ha informado de que haya una rueda de prensa.

—Ya te informarán cuando se convoque —repuso Anders.

La periodista se volvió esperanzada hacia Charlie, pero cuando se percató de que tampoco a ella iba a sacarle nada, se levantó bruscamente y se marchó.

—Una cosa está clara —dijo Anders—: que todos estos buitres se nos echarán encima si no resolvemos este caso.

—Bueno, supongo que están en su derecho.

Anders consultó su reloj.

—No llevamos aquí más que siete horas.

—Sólo te estoy diciendo que es mejor que no la caguemos.

—Hablas como una adolescente.

—Hablo como me da la gana… —replicó Charlie—. Por cierto —continuó cuando Erik apareció con dos grandes platos de patatas fritas, filetes y salsa bearnesa—: suerte con los carbohidratos.

—De todos modos, es extraño —objetó Anders mientras miraba su plato— que no haya otra elección. ¿No te parece que debería haber alguna ensalada o algo así como alternativa?

—Sí, claro —respondió Charlie, porque le daba pereza explicarle que todos los que intentaban ofrecer una amplia oferta en aquel pueblo de mala muerte acababan cerrando. Así sucedió, al menos, cuando ella vivía allí.

—Esto se va a ir a la mierda —aseguró Anders.

—Espero que te estés refiriendo a tu régimen —contestó Charlie.

Junto a la barra parecían haberse reunido los clientes habituales.

—¿Qué les ha pasado en los brazos? —Anders los señaló con un movimiento de cabeza—. ¿Se han peleado con navajas?

Charlie les miró los desnudos brazos, llenos de arañazos.

—Es por la fábrica —le aclaró—. La fábrica de madera contrachapada. La mayoría de la gente de aquí trabaja en ella.

—¿Y no llevan ropa de protección?

—Sí, pero allí dentro hace un calor de mil demonios en verano. Es por la madera, se hacen esos arañazos cuando manipulan la madera cortada.

—Creía que había máquinas para eso.

—Seguro que las hay, pero quizá no sean tan baratas como las personas.

Anders volvió a mirar hacia la barra.

—Yo no podría… O sea, trabajar en una fábrica y encima arañarse así…

—No todas las personas pueden elegir.

—Siempre existe la posibilidad de elegir.

—Eso lo dicen los que han nacido con suerte.

—Aun así siempre se puede…

—No —lo interrumpió Charlie—, eso es una auténtica gilipollez.

Comieron un rato en silencio. Charlie miró al exterior a través de los sucios ventanales. Todavía hacía sol, aunque eran ya casi las nueve de la noche. En el césped que había entre el motel y la fundición aún estaba el laburno. Se hallaba en plena floración. En una ocasión, siendo niña, cogió un racimo de esas flores amarillas y empezó a comérselas. Betty se puso a gritar, la forzó a abrir la boca y la obligó a escupir. Escupir o morir. Después, Charlie arrancó a llorar porque le había hecho daño en la boca. «Ya, pero es que tenía que sacártelas; si no, habrías muerto. ¿O era eso lo que querías? ¿Eh? ¿Querías morir?».

Y por mucho que Charlie intentara explicar que no había tenido ningún deseo de morir, que aquello sucedió porque las flores parecían mazorcas de maíz, Betty convirtió aquel episodio en un relato protagonizado por la candidata al suicidio más joven de la historia. «¿Qué habría sucedido si yo no hubiera estado? —solía decir cuando hablaba de lo ocurrido con la gente que acudía a sus fiestas—. ¿Qué habría pasado si la niña se hubiera comido un racimo de flores de laburno como si fuese una mazorca de maíz?».

El murmullo y el tintineo de cubiertos del local se transformaron en un apagado ruido de fondo. Charlie pensó en la casa de Lyckebo, en aquel jardín de cerezos en flor, en Betty abriendo las ventanas y poniendo el viejo tocadiscos para que pudieran cantar al son de la música:

¿Tú y yo

cogeremos cerezas en mi jardín?

Coge lo que quieras,

coge cuanto quieras,

si te atreves,

de mi jardín.

Charlie estaba tan absorta en sus pensamientos que se sobresaltó cuando Jonas les sirvió dos buenos chupitos. Y antes de que les diera tiempo a protestar, él ya se había ido a la mesa de al lado.

—¿Los has pedido tú? —quiso saber Anders.

Charlie negó con la cabeza y Anders llamó a Jonas. Se había equivocado.

—Cortesía de la casa —contestó Jonas—. Siempre invitamos a unos chupitos tras la comida. Y se los he puesto dobles, por lo del error de la habitación.

Charlie lo siguió con la mirada hasta que desapareció por las puertas de vaivén que había tras la barra del bar. Se le veía estresado, torpe, nervioso.

—¿Qué piensas de él? —dijo Charlie mientras movía la cabeza en dirección a las puertas.

—Ya hablaremos si acaso. Pero tú misma lo has oído: estaba en la fiesta cuando Annabelle desapareció.

—No sabemos la hora exacta a la que ella se marchó de la fiesta, los datos son contradictorios.

—Ya, supongo que ninguno de los jóvenes lo tiene muy claro —comentó Anders—. La mayoría de ellos parecían haber estado prácticamente inconscientes. ¿Piensas beberte eso? —preguntó cuando vio a Charlie coger su chupito.

—No sé lo que harás tú —respondió ella antes de darle un buen trago a aquel líquido negro y viscoso—, pero yo suelo respetar eso de donde fueres, haz lo que vieres.

En ese instante sonó el teléfono de Anders, quien, tras mirar la pantalla, se levantó y salió del local. Charlie sabía que su compañero estaría fuera un buen rato. Aquel chupito, intacto, se hallaba ahora frente a ella pidiendo ser bebido. Antes de que Charlie tuviera ocasión de pensar que no debería beber más ya se lo había tomado todo de un trago. Como si fuera una señal acordada, Jonas se acercó a la mesa y le preguntó si quería otro.

Charlie negó con la cabeza. Estaba allí para trabajar.

—Siento lo de la reserva —se excusó Jonas—. Espero que no les haya causado ningún problema.

Charlie miró por la ventana y vio a Anders andando de un lado para otro con el teléfono apretado fuertemente contra la oreja y con cara de preocupación.

—No pasa nada —contestó ella—. Todos cometemos errores.

Al parecer, Anders tardaría un buen rato en acabar de hablar con su mujer. A Charlie le dio tiempo a terminar de cenar y a empezar a navegar por internet con el teléfono. La noticia de Annabelle ocupaba las primeras páginas de los dos periódicos vespertinos. En Aftonbladet aparecía una imagen de aquel camino de grava por el que se suponía que Annabelle debería haber regresado a casa aquella noche. La foto estaba hecha de madrugada, el rocío brillaba en los abetos. Charlie pensó que quizá no fuera mucha la gente que elegiría ir por un apartado camino del bosque en mitad de la noche, que tal vez Annabelle no fuera de ese tipo de personas que temían a la oscuridad. Bebió un poco de agua y, de pronto, se sintió nuevamente mal. Se levantó y fue avanzando entre la multitud hasta el cuarto de baño. Había cola en el de mujeres, de modo que se metió a toda prisa en el de hombres, donde no había nadie. Entró corriendo en uno de los compartimentos, se inclinó sobre la taza del váter, que apestaba a amoníaco, y vomitó. No solía pasarlo tan mal cuando estaba resacosa. Volvió a pensar en la sertralina. ¿Habría empezado ya a sufrir los síntomas de la abstinencia? ¿Cuántos días llevaba sin tomarse las pastillas? No había podido atender la llamada que le había hecho el médico, y encima se le había olvidado devolvérsela. «Mañana —pensó—. Mañana lo hago».

Nada más salir del compartimento se cruzó con un par de alegres ojos marrones en el espejo que quedaba por encima de los urinarios.

—Creo que te has equivocado de baño.

—Perdón —murmuró. Y se dirigió hacia la puerta.

—¿Dónde has estado? —preguntó Anders cuando Charlie volvió.

—En el baño.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, ¿y tú?

—Hay una pequeña crisis en casa. Dolor de estómago. Maria piensa que quizá sea un cólico. Le han recetado unas gotas pero al parecer no le están haciendo efecto. No hace más que llorar. Y Maria está agotada.

—Yo me volvería loca —respondió Charlie.

—Pues eso es lo que le ha pasado a ella —se le escapó a Anders—. Bueno, perdón —se corrigió mientras se limpiaba la boca con la servilleta—; lo que quiero decir es que quién no se volvería loco.

Charlie miró por detrás de Anders. El chico del cuarto de baño se hallaba sentado en un rincón, al lado de un pequeño escenario. Estaba hablando con un hombre de la misma edad, pero de vez en cuando miraba en dirección a la mesa en la que ellos se encontraban. Era guapo; y, sin embargo, no parecía ser consciente de ello, como a Charlie le gustaba. Tenía el pelo algo rizado y llevaba unos cuantos días sin afeitarse. Si ella no se hubiera encontrado allí trabajando, tal vez se le habría acercado, si bien es cierto que cuando estaba de servicio no ligaba. Ésa era una de las reglas que se había impuesto (Hugo sería la única excepción). Pero si no hubiera tenido esa clase de reglas, él sería justo el tipo de hombre con el que podría calmar sus nervios. Miró de reojo su perfil. ¿Había algo en él que le resultaba familiar? ¿Era de Gullspång? No lo creía, aunque no estaba segura. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta y cinco? ¿Menos?

Y de pronto él se dio cuenta de que Charlie lo estaba observando. Sus miradas se cruzaron y a ella le pareció ver una promesa en sus ojos, una promesa de que él no se mostraría inaccesible en el caso de que ella decidiera traspasar el límite.

—¿No vas a comer más? —le preguntó Anders señalando con la cabeza su plato, donde las patatas fritas estaban intactas.

—No. Intento dejar los carbohidratos.

—Contigo hay que tener mucho cuidado con lo que se dice. —Anders le cogió unas patatas—. Porque luego lo utilizas en contra de uno.

Charlie se las acercó. Sí, podía cogerlas todas, ella no quería más.

—Por cierto, ¿reconoces a alguien? —quiso saber él después de dejar limpio el plato de Charlie.

—Hace una eternidad que viví aquí.

—¿Y tu madre? ¿Dónde vive?

—Está muerta.

—¿Muerta?

—Sí, muerta.

—¿Por qué no me has dicho nada?

—No me lo has preguntado.

—Claro que sí. Te pregunté si la veías a menudo.

—Y yo te contesté que hacía mucho que no la veía —respondió Charlie—, lo cual no es ninguna mentira.

—Lo interpretas todo de forma tan literal que a veces uno está casi tentado a pensar que tienes síndrome de Asperger.

—No lo interpreto todo de forma literal. Tan sólo lo que me da la gana. Ésa es la gran diferencia. Si tuviera asperger no podría trabajar en esto.

—¿Por qué no? —preguntó Anders.

Charlie suspiró.

—Pero ¿tú no habías estudiado Psicología?

—Sólo un semestre.

—A veces me pregunto si no será una mentira.

—¿Por qué?

—Porque… —«Porque no te acuerdas de lo más importante», quiso decirle—. Porque… parece que se te ha olvidado alguna que otra cosa.

—No fui un estudiante muy aplicado. Acababa de conocer a Maria y supongo que tenía la cabeza en otra parte.

—El amor —concluyó Charlie— puede realmente atontar a la gente.

Miró de nuevo por la ventana. En el aparcamiento un grupo de jóvenes se habían congregado en torno a un viejo tractor EPA.

—¿Y qué pasó? —continuó Anders—. ¿Qué pasó con tu madre?

—Lo de siempre. Se puso enferma y murió.

Anders quiso saber de qué enfermedad, cómo murió, cuántos años tenía Charlie entonces, pero ella dijo que no estaba allí para ahondar en su pasado, sino para encontrar a una chica desaparecida.

—Bueno, una cosa no quita la otra —respondió Anders.

Un cantautor subió al pequeño escenario que había al fondo del bar. Cogió el micrófono y empezó a hablar de la jornada de búsqueda. Él mismo había participado, y esperaba que al día siguiente consiguieran reunir a tanta gente como hoy. Porque una cosa estaba clara: la buscarían hasta encontrarla.

Un murmullo recorrió el local. Por supuesto que sí, joder. Un hombre de mediana edad levantó su vaso, pero lo bajó de inmediato, como si se hubiera dado cuenta de lo inapropiado que resultaba hacer un brindis por una cosa así.

—La encontraremos —comentó un hombre que tenía una camiseta con las mangas cortadas—. No nos rendiremos hasta encontrarla.

El cantautor empezó a cantar. Anders puso los ojos en blanco mirando al techo.

Sally called when she got the word,

And she said: «I suppose you’ve heard

About Alice».

—Me voy a acostar —dijo Anders.

—Ahora subo —le respondió Charlie—. ¡Joder! —continuó cuando vio que Anders le clavaba una mirada que decía que debería acompañarlo—. Déjame al menos que termine de escuchar la canción.

We grew up together,

Two kids in the park,

We carved our initials,

Deep in the bark…

Un grupo de mujeres que parecían llevar una copa de más habían empezado a bailar delante del escenario, y, cuando el cantante llegó al estribillo, el público se unió a él en un coro: Alice, Alice. Who the fuck is Alice?

Dos jóvenes entraron en el local. Al acercarse a la barra, todas las miradas se posaron sobre ellos. Charlie reconoció sus caras de la pizarra de la comisaría. El rubio de anchas espaldas era nada más y nada menos que Svante Linder, el hijo del propietario de la fábrica, y el que lo acompañaba, el exnovio de Annabelle, William Stark. Jonas, que atendía el bar, se apresuró a terminar lo que estaba haciendo para servirles a sus amigos unas cervezas que no les cobró.

Charlie miró a Jonas, quien dio la impresión de estar nervioso, tenso. ¿Temía que lo pillaran invitando a la gente? ¿O acaso Erik había dado su visto bueno?

De pronto, frente a Charlie apareció una mujer de unos cuarenta años diciendo que venía a quitar las mesas porque la gente quería bailar. No las habían quitado antes, como solían hacer cuando los clientes terminaban de cenar, porque pensaban que —teniendo en cuenta las circunstancias— nadie desearía bailar, pero estaba claro que se habían equivocado.

—¿Y no hay sitio para bailar sin quitar las mesas? —preguntó Charlie.

La mujer dijo que era más que nada por su propio bien, porque si no, la gente chocaría no sólo con la mesa, sino también con ella.

—Es por los malditos chupitos de regaliz. Ya le he dicho a mi marido que dejemos de invitar, pero se niega.

—¿De modo que es usted la mujer de Erik?

Ella asintió con la cabeza. Era Linda, la esposa de Erik.

—Qué bien tener una empresa familiar —dijo Charlie.

—No, no lo es. Si por mí fuera, volveríamos ahora mismo a la ciudad. Yo no soy de aquí, soy de Skövde… Pero Erik no quiere dejar este pueblo. Dice que es un lugar seguro y tranquilo para que crezcan nuestros niños y supongo que siempre he pensado que tenía razón, pero ahora…, con todo lo de Annabelle, ya no sé qué creer. ¿Saben algo ya? ¿Tienen alguna teoría?

—Nada de lo que pueda hablar.

—Claro. —Linda se rió—. ¿En qué estaría yo pensando? Es que se queda una tan preocupada… Es todo tan desagradable… Todo parece indicar que hay alguien que… que ha hecho algo con ella. Ya nadie cree que se haya ido voluntariamente. —Bajó la voz y se acercó un poco más—. Es terrible imaginar que tal vez haya un criminal entre nosotros, alguien al que podría haberle servido una cerveza y con el que podría haber charlado.

—¿Está pensando en alguien en particular? —preguntó Charlie.

—No, si así fuera, me habría puesto en contacto con la policía, claro. Lo que pasa es que siempre hay bronca en torno a esa chica.

—¿Qué quiere decir?

—Pues eso, lo que estoy diciendo. Que cuando ella está aquí suele haber peleas. —Linda señaló con la cabeza en dirección a Svante Linder y William Stark, quienes, de repente, habían conseguido hacerse con una mesa que un momento antes estaba ocupada—. Esa chica sabe realmente cómo crear un drama a su alrededor, por decirlo de alguna manera.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que le encanta ligar, a que los tíos se sienten atraídos por ella como las moscas por la mierda y se pavonean a su alrededor compitiendo por llamar su atención.

—Si está pensando en algo concreto, me gustaría que me lo contara —comentó Charlie.

Linda negó con la cabeza; no tenía nada más que añadir.

—¿Le importa que movamos un poco la mesa? Así podría quedarse un rato… —comentó cambiando de tercio.

—Me voy a ir en breve —contestó Charlie—. Mientras tanto me sentaré en el bar.

Pidió una cerveza, se dio la vuelta en el taburete de la barra y recorrió el local con la mirada. Era como si se encontraran en un barco que se hallaba en plena tempestad. La gente se mecía de un lado para otro cuando estaba parada, de pie, y se apoyaba contra la pared cuando caminaba. En la mesa de Svante Linder y William Stark se habían sentado unos cuantos jóvenes más. ¿Qué relación había realmente entre ellos? ¿Eran amigos?, ¿competidores?, ¿enemigos? ¿Alguno de ellos, en un arrebato de celos, locura o maldad, se había cargado a Annabelle?

Charlie miró el reloj. Eran casi las once. Ya iba siendo hora de subir a la habitación. Se levantó. Apenas había andado unos pocos metros cuando se topó con el hombre del baño.

—¿Te vas ya? —le preguntó.

Charlie asintió con la cabeza. Se iba. Había sido un día muy largo.

—¿También eres de Missing People?

—Sí —contestó Charlie.

—Por cierto, me llamo Johan —se presentó tendiéndole la mano.

—Lisa. —Al cruzar su mirada con la de él, sintió que algo le resultaba familiar, pero el inconfundible acento de Estocolmo la tranquilizó. Estaba a punto de decirle que necesitaba irse a la cama cuando descubrió un paquete de Marlboro en el bolsillo de la pechera de su camisa, y, antes de que le diera tiempo a reflexionar, se oyó a sí misma preguntándole si la invitaba a un cigarrillo.

Johan le tendió el paquete de tabaco y un mechero.

—¿Piensas fumar aquí dentro? —inquirió él cuando ella encendió el cigarrillo.

—No sería la única. —Charlie señaló con un gesto varios sitios en los que había gente fumando.

—Pues yo voy a salir —dijo Johan—. Me marea fumar en un lugar cerrado.

Charlie lo acompañó al exterior, hasta la pequeña escalera de la entrada.

El viento debía de haber cambiado porque el olor de la fábrica de papel había desaparecido y había sido sustituido por un delicioso aroma de lilas.

—¿Eres de aquí? —preguntó.

—De Estocolmo. ¿Y tú?

—También.

—No te he visto —declaró Johan—. Me refiero a hoy, en la búsqueda.

Charlie pensó que no debería haber optado por mentirle a ese hombre. No había salido de juerga, ni a ligar, de modo que no tenía por qué inventarse historias. ¿Qué estaba haciendo?

—Bueno, éramos muchos —repuso Charlie.

Johan asintió con la cabeza. Había sido fantástico, pensó, ver la cantidad de gente que se había reunido. Había algo en ese pueblo que lo conmovía: el compromiso, la unión entre la gente, la esperanza de encontrar a la chica con vida.

—En cualquier caso, no parece que esté en la zona más próxima al pueblo —continuó—; a no ser que haya acabado en el lago.

—No tiene fondo.

—¿Qué has dicho?

—Que llevará su tiempo —zanjó Charlie—. Ese lago… al parecer es muy profundo.

—¿Y tú qué piensas? —Johan se volvió hacia ella—. Quiero decir: ¿qué crees que estamos buscando? ¿A una persona viva o…?

—No lo sé, no parece que haya mucha esperanza.

—Vi a su padre ayer por la mañana. Quería participar en la batida, pero se encontraba tan mal que no pudo. Aunque entiendo que quisiera hacerlo. Yo me volvería loco si tuviera que quedarme en casa esperando.

En ese instante sonó el teléfono de Johan. Se disculpó y dijo que tenía que cogerlo. Desapareció rápidamente en dirección al aparcamiento.

Charlie entró y se encaminó al baño. Estaba lleno de mujeres de todas las edades riendo.

Sólo había agua fría. Puso las manos bajo el chorro del grifo mientras se miraba en el espejo. «Un fantasma —pensó—. Parezco un puto fantasma».

—¡Charline! —gritó de pronto, a sus espaldas, una voz que se le antojó conocida—. Al principio creí que había tomado demasiados chupitos, pero ahora veo… ahora veo que eres realmente tú.

Charlie se dio la vuelta.

—¿Susanne?

—Veinte kilos más tarde. Dios mío, ¿de verdad eres tú, Charlie? Te vi en el bar y me resultaste familiar, aunque no me atreví a pensar que… Pero ahora que veo tus ojos y la cicatriz… —señaló la sien de Charlie—. ¡Joder, Charlie! ¡Al final has acabado volviendo!

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