Annabelle

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—¡Hombre, por fin apareces! —exclamó Anders al llegar Charlie a la comisaría—. Has tardado lo tuyo. —Se acercó a la nevera. Micke y Adnan intercambiaron unas burlonas sonrisas cuando lo vieron sacar su leche de soja.

—Por cierto, ¿por qué se te ha ocurrido ir a la vieja tienda? —Micke se volvió para mirar a Charlie.

—Quería verla con mis propios ojos —contestó Charlie—. ¿Vamos a casa de William Stark?

—¿No estará todavía en el instituto? —Anders miró el reloj.

—¿Puede alguien llamarlo y averiguar dónde anda? —Charlie señaló a Adnan con la cabeza, quien cogió su teléfono, se levantó y salió de la estancia.

—¿Has conseguido encontrar su otra cuenta de Facebook? —Charlie miró a Micke.

—Sí —respondió Micke—. Pero «El guardián entre el centeno» lleva ocho meses inactiva. Y no he visto nada llamativo, tan sólo un montón de jóvenes tramposos y desesperados que necesitan ayuda para sus clases.

—¿Algún comentario raro? ¿Alguna amenaza?

—Nada.

—Por cierto, lo de la sangre en la mesa de la cocina… —dijo Charlie—. Puede que se deba a un juego.

—¿Qué quieres decir? —Olof la miró.

—El juego del cuchillo —aclaró Charlie separando los dedos y poniendo su mano sobre la mesa—; ya sabéis, se va clavando el cuchillo en la mesa intentando no tocar los dedos. Hay un montón de marcas en la mesa de la cocina.

—¿El juego del cuchillo? —se sorprendió Micke—. ¿Todavía hay gente que juega a eso?

En ese instante, Adnan entró y les comunicó que William Stark se hallaba en casa y que podían ir a verlo cuando quisieran.

—¿Dónde vive? —inquirió Anders.

—En Ribbingsfors. —Micke empezó a explicar cómo ir, pero Charlie lo interrumpió. Tenían GPS.

—¿El juego del cuchillo? —preguntó Anders ya en el coche—. ¿Soy yo el único que no está familiarizado con él? ¿Qué más solíais hacer por estas tierras en las fiestas? ¿Dispararos los unos a los otros? ¿Jugar a la ruleta rusa en vez de al cartero ruso?[1]

Charlie se rió. Pensó en los botes de pegamento que habían esnifado, en las competiciones que habían hecho para ver quién se atrevía a asomar más el cuerpo en la roca que se encontraba junto a las compuertas…

—También jugábamos a desmayar al otro —respondió ella.

—¿«Desmayar al otro»? ¿Y eso cómo se hace? —Anders la miró.

—Apretando muy fuerte el cuello del otro hasta que se desmayaba. Así de simple.

—¿Por qué?

—Porque la sensación que se produce justo antes del desmayo es maravillosa; y luego, cuando te despiertas, es como si durante un rato vieras el mundo ligeramente diferente.

—Perdóname —dijo Anders—, pero me parece de lo más enfermizo. Alégrate de haber conseguido salir de aquí a tiempo. Joder, si te hubieras quedado, sabe Dios si habrías logrado sobrevivir.

Charlie deseó responderle que quizá no lo habría hecho pero que en tal caso se habría debido a razones totalmente distintas de unos simples juegos.

—¿Os habéis entregado a algo que no fuera destructivo? —preguntó Anders—. ¿Algo que no tuviera por objetivo haceros daño?

Charlie pensó en las noches que pasó con Susanne, en sus conversaciones junto al lago, en las manos de Susanne en su pelo, en aquellas puestas de sol. No, no sólo se habían hecho daño. También había habido otras cosas.

«¿Como qué?», quiso saber Anders.

—Amistad —respondió Charlie—. Amor, cariño.

Anders se rió, pero paró en seco cuando se percató de que Charlie hablaba en serio.

—Supongo —dijo— que un chico de Estocolmo como yo no llega a comprenderlo del todo.

—Exacto. Qué bien que al menos hayas entendido eso.

Enfilaron la carretera comarcal y, ya a cierta distancia, Charlie vio que, después de tantos años, la tienda de Lågprisladan todavía seguía abierta.

—¿Puedes girar por aquí? —inquirió.

Anders le preguntó qué iba a hacer allí, y ella le dijo la verdad, que estaba pasando un calor insoportable y que tenía que comprar algún vestido más fino.

—Bueno, pues date prisa —le pidió Anders.

Cinco minutos más tarde ya estaba de vuelta con una fina falda que le llegaba hasta las rodillas y una camiseta blanca de canutillo sin mangas.

—Precioso —comentó Anders cuando Charlie volvió a sentarse en el coche—. De verdad que es muy elegante el conjunto.

—Cállate —le soltó Charlie—. Es lo más bonito que he podido encontrar.

—Pues no entiendo cómo no han quebrado.

—Quizá no todo el mundo tenga tu exquisito gusto.

—Eso es obvio. —Anders arrancó el coche—. Por cierto, ¿qué es Ribbingsfors?

Charlie le contó que se trataba de una mansión de las afueras de Gullspång en la que una vez vivió Frans G. Bengtsson.

Anders se quedó mirándola con ojos inquisitivos.

—Frans G. Bengtsson, el autor de Orm el Rojo y…

—Sé perfectamente quién es Frans G. Bengtsson —la interrumpió Anders.

—Entonces ¿por qué pones esa cara de pasmarote?

—Porque no sabía que había vivido aquí. ¿Por qué no lo he leído en ninguna parte?

—Quizá porque no lees lo suficiente —le soltó Charlie con una sonrisa.

Pensó en Ribbingsfors y se preguntó el aspecto que tendría ahora la casa. Cuando ella era pequeña, sus enormes anexos estaban abandonados. Las vacas deambulaban a su antojo por el porche e incluso se adentraban en el amplísimo salón donde en otros tiempos se organizaron fiestas para la gente más acomodada de la zona. El único edificio que se hallaba en unas condiciones medianamente presentables era el anexo oeste, donde aún se encontraba el viejo escritorio de Frans G. Bengtsson. A veces llegaban grupos de turistas —provistos de termos— dispuestos a seguirle el rastro al gran escritor y deseosos de contemplar el milenario roble que se erguía en el jardín trasero. Se decía que Bengtsson escribió gran parte de Orm el Rojo sentado en un banco que había junto al tronco. Las inmediaciones del árbol habían sido uno de los lugares predilectos de Charlie. Solía ir allí en bici cuando las cosas se ponían difíciles en casa. Unas veces se llevaba un libro, otras un cuaderno, pero la mayoría del tiempo se limitaba a sentarse en el suelo y levantar la vista hacia el enorme follaje. En una ocasión les dio un susto de muerte a unas señoras que se presentaron allí al anochecer. No esperaban encontrarse con una niña pequeña en medio de aquella oscuridad —se justificaron—, no estaban preparadas para ver a aquella criatura sentada allí toda sola. Por eso creyeron que se trataba de un fantasma.

—¿Qué haces? —le preguntaron—. ¿Qué haces aquí tan sola?

A lo que Charlie respondió que estaba pensando.

¿Y eso no lo podía hacer en casa?, preguntó una de las señoras. Es que podría coger un resfriado, incluso una cistitis y…

Pero es que en casa no la dejaban en paz. Betty ponía la música demasiado alta y podía irrumpir en cualquier momento en su habitación para bailar un vals con ella. Betty no entendía en absoluto su interés por los libros.

«¿Por qué lees tanto, cariño?».

Y Charlie siempre contestaba que porque le gustaba. Nunca se molestó en describir la sensación que se experimenta al entrar en otros mundos, al dejar que su propia realidad se borrara para convertirse en otra persona. Al estar en otro lugar.

—¿Es verdad? —preguntó Anders.

—¿El qué?

—Eso, lo que acabas de decir: que Frans G. Bengtsson vivía aquí.

—Sí, claro, ¿por qué iba a mentir?

—Pero ¿aquí precisamente? ¡Con la cantidad de sitios que hay en el mundo!

Charlie se quedó mirándolo y repuso que se trataba de un lugar fantástico, que cualquiera que no fuera ciego o idiota sería capaz de verlo.

—Tranquila —respondió Anders—. Sólo me preguntaba cómo vino a parar aquí.

Ya estaban recorriendo la larga alameda de abedules que conducía a la mansión.

—El amor —dijo Charlie—. Fue el amor lo que lo trajo hasta aquí.

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