Annabelle

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El trabajo había concluido. Charlie había pensado que sentiría alivio al marcharse del pueblo, pero algo dentro de ella había cambiado. «Volveré —pensó—. Esta despedida es sólo temporal».

—¡Joder, cómo conduces! —se quejó Anders.

—Pura envidia —repuso Charlie.

—¿De qué? ¿De que no conduzco como un loco adolescente?

—De que no te atreves a adelantar, de que siempre vas a lo seguro, de que pisas y levantas el pie del acelerador continuamente…

—Sigues cabreada conmigo, ¿verdad?

—Contigo no —dijo Charlie—. Estoy más cabreada conmigo.

—Perdónate a ti misma —respondió Anders.

—¿Jonas Gardell?

—¿Qué?

—Lo que acabas de decir, «perdónate a ti misma». Cuando era joven yo lo solía tener como mantra para calmar los nervios cada vez que…, cada vez que me sentía una mala persona: «Por todo lo que odias de ti, perdónate a ti mismo». Creo que lo escribió Jonas Gardell.

—Ni siquiera sabía que escribiera, creía que sólo era cómico.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Charlie.

—¿Y te ayudó ese mantra? —le preguntó Anders con una sonrisa.

—No —respondió ella—. Siempre me ha costado perdonar.

—¿A ti misma o a los demás?

—Las dos cosas.

Se oyó un maullido en el asiento de atrás.

—A Challe no le va a gustar lo de la gata —comentó Anders—. Sabes que es alérgico a los gatos, ¿no?

—Bueno, tampoco pensaba metérsela en casa.

—Pero si coge el coche…

—Pues entonces tendré que limpiárselo —contestó Charlie, y acto seguido llamó a la gata, que se acercó y se le echó en las rodillas.

—La pobre no tiene muy buena pinta. Está más muerta que viva.

—Se recuperará —lo tranquilizó Charlie.

El teléfono de Anders sonó.

—Hola… —dijo—. Sí, ya estamos en camino… Unas dos horas quizá… Sí, pero pararemos a comer algo… Ya, pero es que tengo hambre.

—¿Le has colgado? —preguntó mirándolo sorprendida.

—¡Sí, joder! No puede estar decidiendo si tengo hambre o no.

—No hace falta que me des explicaciones —lo calmó Charlie—. Estoy completamente de acuerdo.

Pararon en un sitio de comida rápida. Anders pidió un menú completo. Comieron en silencio.

Charlie pensó en lo que habían publicado sobre Betty y Nora en el periódico. Nadie parecía ponerse de acuerdo sobre lo que sucedió realmente. ¿La obra de dos niñas psicópatas? ¿Un juego que se les había ido de las manos? ¿Una consecuencia natural de lo que puede ocurrir cuando los niños se ven obligados a vivir al margen de la sociedad? Charlie pensó en la niña que había perdido su abuela, la hermana de Betty, su tía. Ojalá los periodistas lo hubieran sabido. Es muy posible que eso hubiera atenuado la imagen de su madre, que no la hubieran visto como una despiadada asesina y que se hubiera generado una pizca de comprensión por la tragedia. O igual no habría cambiado nada. Un niño de dos años había sido asesinado; primero raptado y estrangulado, y luego escondido.

Charlie pensó en su abuela: Cecilia Manner. ¿Quién había sido? Una prostituta alcohólica si tenía que creer lo que se había escrito sobre ella, una mujer que había llevado a su propia hija a la perdición. Pero Betty nunca pronunció ni una mala palabra contra su madre. Y, aunque fuera verdad que Cecilia había sido la peor madre de la historia, ¿quién decía que la culpa empezaba y terminaba con ella?

En alguno de los periódicos se había comentado que el asesinato de ese niño carecía de perpetradores, que todas las personas implicadas eran víctimas.

«Es verdad —pensó Charlie—. En esta historia sólo hay víctimas».

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