Annabelle

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Olof había convocado una reunión urgente. Micke llevaba un traje pasado de moda que, por si fuera poco, le quedaba enorme. Le habían pillado en medio de una fiesta de cumpleaños, explicó cuando Anders se metió con su indumentaria.

—Charlie quiere enseñaros una cosa —dijo Olof—, pero no consigo que este maldito proyector funcione, así que deberéis conformaros con el ordenador.

Se apelotonaron frente a él.

—¿Qué es? —preguntó Adnan.

—Un vídeo —respondió Charlie—. De esa noche, en la vieja tienda.

—¿Cómo lo has conseguido? ¿Quién lo ha grabado?

—Calla y mira —le espetó Charlie.

En la pantalla empezaron a aparecer una serie de imágenes. El mundo temblaba en la inestable mano del filmador. De fondo retumbaba un tema punk: «El Estado y el capital», de Ebba Grön:

Cogidos de la mano

se ayudan entre sí.

El Estado y el capital

están en el mismo barco.

Tres jóvenes sentados en un sofá de felpa verde se pasaban una pipa: William Stark, Svante Linder y Jonas Landell.

—¡Joder, cómo pega! —gritó Svante tras dar una profunda calada—. ¡Qué subidón!

Luego se produce un corte y, a continuación, se ve una tortuga en un acuario con el agua muy turbia.

—¿Quién lo ha grabado? —preguntó Adnan.

—Sara Larsson —contestó Olof—. La hija de Svenka… Pero ¿qué haces? —protestó cuando Charlie pulsó el botón de pausa.

—¿Sara es la hija de Svenka?

—Sí —dijo Olof—. ¿Por qué?

—No, por nada; es sólo que ayer me crucé con él —respondió Charlie antes de proseguir con la grabación.

La cara de Annabelle apareció en primer plano. Unos ondulados mechones de pelo colgaban sobre su rostro. Tenía el maquillaje corrido y los tirantes del vestido azul caídos. Bailaba, con los ojos cerrados, levantando los brazos por encima de la cabeza. Charlie siempre se sentía provocada cuando alguien decía que las víctimas de un crimen eran bellas, pero era difícil no fijarse en la evidente belleza de esa chica. Luego, la cocina: Annabelle con la mano abierta sobre la mesa y el cuchillo sorteándole los dedos. Ni ella ni nadie parecían darse cuenta de que había errado el golpe, de que le salía sangre de la mano.

—¿Por qué no nos hemos hecho antes con esto? —preguntó Micke—. ¿Cómo coño ha podido esperar esa cría a enseñarnos algo así?

—No lo sabía —contestó Charlie—. No recordaba haber grabado nada. Lo ha descubierto hoy, al revisar las fotos del móvil.

—¿Y por qué no ha acudido a nosotros?

Charlie lo miró y le respondió que no entendía lo que quería decir. ¿No era eso, precisamente, lo que había hecho?

—¿Podemos dejar la discusión para más tarde? —preguntó Olof—. Por lo menos ya sabemos que Annabelle se encontraba todavía en Valls a las once. —Señaló la hora que aparecía en la esquina superior izquierda de la imagen, las 23.06, y luego le dio al botón de pausa.

—Pero eso ya lo sabíamos, ¿no? —dijo Micke—. Lo que importa es lo que ocurrió después.

—Eso es lo que os voy a enseñar ahora —explicó Olof—. Pero antes me gustaría decir unas palabras: lo que vais a ver no debe salir de aquí bajo ningún concepto. Sí, tal vez os parezca un poco exagerado, pero es muy importante que esto quede entre nosotros. ¿Lo habéis entendido todos?

Cuando volvió a darle al play, la cámara se paseó por un jardín salvaje. Sobre la alta hierba flotaba una densa niebla algodonosa.

—El jardín de detrás de la vieja tienda —anunció Olof.

Ahora la mano que grababa temblaba aún más, y desde el interior de la casa se oían gritos y risas que competían con la música.

Charlie se armó de valor para aguantar la escena final. Había visto el vídeo una decena de veces antes de enseñárselo a Anders y Olof, pero resultaba imposible acostumbrarse a ese tipo de imágenes.

Sara tropezó. A continuación, se vio un primer plano de la hierba. «¡Hola, pequeño violinista!».

—¿Con quién habla? —preguntó Adnan.

—Con el saltamontes —contestó Charlie señalando la pantalla.

—¿Cómo has podido verlo? —dijo Adnan entornando los ojos.

Durante un par de minutos la pantalla se quedó negra y se oyeron unas cuantas palabrotas provenientes de Sara.

—Se le ha caído el teléfono —aclaró Charlie—. Esperad un poco…

El mundo siguió patas arriba durante unos segundos más antes de que un cerezo en flor apareciera en la imagen. Y allí estaba Annabelle, tumbada al pie del árbol. Tenía el vestido subido por encima de los salientes huesos ilíacos de las caderas, y había alguien a su lado, de rodillas y con la cara medio vuelta fuera del cuadro de la cámara. Pero cuando levantó la mirada se pudieron discernir claramente sus rasgos faciales.

—¡Svante Linder! —exclamó Micke—. ¡Joder, qué hijo de puta! ¡La madre que lo parió!

Adnan le chistó.

Svante se inclinó sobre Annabelle. Vieron cómo ella se retorció para evitar las manos de Svante, vieron cómo su pene erecto se balanceó al quitarse los pantalones y los calzoncillos de un solo movimiento, vieron cómo se escupió en la mano y le frotó la saliva entre las piernas para, acto seguido, penetrarla. Pudieron ver cómo Annabelle intentó girarse y cómo Svante le inmovilizó las muñecas por encima de la cabeza para continuar con su propósito.

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