Annabelle

Annabelle


Ese día

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Ese día

«Tengo que dejar de verlo como a un niño», pensó Annabelle. Se acarició el vientre, aún liso. No había podido resistirse a buscar en el móvil todo lo que le sucedía al feto durante esa semana. Más que nada para convencerse de que sólo se trataba de una pequeña concentración de células y así tranquilizarse. Sin embargo, lo que leyó fue que el feto ya medía, en su décima semana, de tres a cuatro centímetros desde la cabeza hasta el culo. Al comprobar la longitud con sus propios dedos le pareció inquietantemente grande. Tampoco le gustaron las palabras «desde la cabeza hasta el culo». Eso significaba que había algo dentro de ella que tenía cabeza y culo, y que en absoluto se parecía, como ella había imaginado, a un pequeño y coleante animal acuático. Pero no tenía sentimientos, pensó. El cerebro de esa minúscula cabeza difícilmente podría experimentar dolor. ¿O sí? No se atrevió a buscar información al respecto, temerosa de que pudiera hacerla dudar en su decisión. Ya se sentía más susceptible de lo normal. No; debía centrarse en esa noche, ponerse guapa, intentar ser ella misma de nuevo.

Se recogió el pelo y, al mirarse en el espejo, se dio cuenta de lo bien que le irían con el vestido los pequeños y brillantes pendientes de diamante que le regalaron a su madre cuando se casó. Pero ¿dónde estaban? Sólo se los había cogido en un par de ocasiones… Hasta que su madre la pilló y los escondió en otro lugar. ¿Dónde los habría guardado? Annabelle entró en el dormitorio de sus padres y rebuscó por entre la ropa de las baldas del armario. Nada. Sacó un cajón de la mesilla de noche, pero allí no había más que pañuelos y cajas vacías de medicamentos. Suspiró. ¿Dónde podría continuar la búsqueda? Entonces se acordó del desván y de que no subía allí desde el día —hacía ya muchos años— en el que vio un ratón. Si su madre quería ocultarle algo, lo más seguro es que hubiera elegido el desván.

Sería como buscar una aguja en un pajar, pensó al abrir la chirriante puerta. El recuerdo del ratón le produjo escalofríos. ¿Realmente valía la pena exponerse a esa sensación sólo por unos pendientes?

Sí, decidió. Ya que había subido, ¿por qué no quedarse un rato buscando? El suelo se hallaba cubierto de una fina capa de serrín. Venía de arriba, le explicó su padre en una ocasión, algún animal habría roído las vigas del techo. Annabelle se asustó. Pensó que la casa se les caería encima, pero su padre la tranquilizó diciéndole que no corrían ningún peligro y que él nunca permitiría que la casa se les cayera encima. En esta ocasión, el serrín le fue de gran ayuda, porque le permitió ver las huellas de las pisadas. Cruzaban toda la estancia y terminaban en la parte sur, justo bajo el techo inclinado, donde se alineaban una serie de cajas.

Annabelle tiró de la primera caja y la abrió. Allí no había más que viejos jerséis de lana apolillados. Suspiró y cogió la siguiente. En ella se encontraba su ropa de bebé: vestiditos con flores y volantes. Ya se disponía a colocar la caja entre las demás cuando, de pronto, descubrió un pequeño cofre. Estaba segura de no haberlo visto nunca. Agarró una de las asas y, tras acercárselo, descubrió que estaba cerrado con llave. ¿Por qué? ¿Tan cuidadosa era su madre con los pendientes que los guardaba con tanto celo? Barrió la estancia con la mirada en busca de algo que le sirviera para forzar la cerradura y no tardó en dar con un martillo oxidado. Apuntó bien y golpeó la cerradura con todas sus fuerzas. «Mi madre se va a cabrear de la hostia», pensó cuando la cerradura cedió al segundo martillazo, pero su curiosidad era más fuerte que el miedo a las consecuencias. Lo abrió. Apartó a toda prisa unos viejos cuadernos de tapa negra, unos antiguos recortes de prensa y algunas cartas. Pero allí no había ninguna cajita con pendientes. Leyó el titular de uno de los amarillentos recortes de periódico que había apartado. Luego leyó todo el artículo, y también el siguiente; el vello se le fue erizando. Acababa de abrir la primera página de uno de los cuadernos cuando oyó el familiar chirrido de la puerta de la calle.

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