Annabelle

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La valla que había alrededor de lo que antaño fue un jardín había cedido y estaba caída. Charlie se quedó mirando los palos, cubiertos de musgo, y se vio a sí misma de pequeña, sentada sobre uno de ellos y dictándoles, a voz en grito, una serie de normas a los adultos que venían a las fiestas: que no hicieran fuego porque la tierra estaba muy seca, que no soltaran el manillar cuando montaran en bici, que no invitaran a los niños a tomar cerveza… Todo aquello que ella sabía que no se podía hacer. Su único deseo era que todos respetaran las reglas. Betty solía recordarle quién era la adulta y quién la niña en su relación. Porque era ella, Betty, la que establecía las reglas. «Si hay algo que odio, cariño, son las reglas. Es como si sólo estuvieran ahí para ser infringidas».

Y daba igual que Charlie comentara que había ciertas cosas que, de hecho, estaban prohibidas. Betty se limitaba a reír y decir que tenía la hija más vieja y redicha del mundo. No conocía a ninguna otra niña tan vieja como ella.

Las cortinas de la ventana del salón seguían en su sitio, y, por un instante, a Charlie le pareció vislumbrar a Betty, mirándola tras la fina y blanca tela.

En una ocasión, una terapeuta excesivamente entusiasta le pidió a Charlie que se imaginara volviendo a la casa. «Déjame acompañarte a Lyckebo, Charline. Cierra los ojos, cógeme de la mano y llévame contigo». Y Charlie la condujo hasta el recibidor para luego continuar hasta la cocina y el salón. Llegó, incluso, a subir la escalera, pero en el pasillo de la planta superior le faltó valor.

«Descríbeme lo que ves. Háblame de lo que ves». Sin embargo, en ese momento, Charlie abrió los ojos y le contestó que era una imagen que no deseaba recrear. No creía que los sentimientos fueran más manejables si los describía con palabras.

Entonces ¿cómo pensaba resolver su problema?, quiso saber la terapeuta, ¿cómo pensaba dejar atrás todo aquello y seguir adelante?

«Tienes que aceptar los hechos, Charline, aceptarlos y perdonar».

Y Charlie se dijo que nunca sería capaz de eso, que nunca perdonaría a Betty.

Probablemente, Challe y Anders tuvieran razón: ella era una persona que no sabía lo que le convenía, una persona que erraba en sus decisiones. «Si entro ahí, me volveré loca», pensó. Y, aun así, cogió su maleta y se dirigió hacia la casa.

Los palés se apilaban en una suerte de escalera ante la entrada lateral. El agujero que, en su día, Betty le hizo a la madera de la puerta con el zueco parecía una boca abierta. Charlie empujó hacia abajo la manivela. La llave estaba echada, claro. ¿Qué esperaba? No sabía si existía siquiera alguna llave. No recordaba haber recibido ninguna. «Pero la casa es mía —se dijo al doblar la esquina para buscar una piedra—. Es mi casa, y si quiero entrar por una ventana, entro».

Y entró. En sus sueños, las visitas a aquella casa siempre se le antojaban escenas de una película de terror, pero ahora que la luz del sol se filtraba por los sucios ventanales y el familiar olor a madera acudió a su encuentro, aquel espacio no le resultó tan amenazador. Aun así, volvió a marearse; tuvo la extraña sensación de que la cabeza le crepitaba y apoyó las manos en las paredes del pasillo que había a continuación del recibidor.

Las moscas revoloteaban zumbando por toda la cocina. Sobre la mesa, tazas y platillos, como si alguien esperara una visita. Se le pasó por la mente el cuento de Ricitos de oro que su madre solía contarle. Era injusto, creía Charlie, que la chica sólo acabara rompiendo y comiéndose las cosas del oso pequeño. A lo que Betty siempre respondía que el mundo era así: injusto.

Continuó hasta la sala de estar, el lounge, tal y como Betty solía llamarlo en broma. «Venid, amigos, tomemos una copita en el lounge». Charlie pasó un dedo por el polvo acumulado sobre el negro piano. Betty siempre lo tocaba en las fiestas.

«Pide una canción, la que sea».

La ventana que había junto al piano se encontraba cubierta por el rosal de fuera. Aquello le daba una luz verde muy bonita a la estancia. Charlie pensó que era verdad lo que Betty acostumbraba a decir: que los árboles y las plantas no debían podarse, que la gente debería permitir que las cosas crecieran en paz. Miró hacia la empinada escalera que conducía a la planta de arriba. No, aún no estaba preparada para subir.

Sobre el piano se hallaba la única foto de familia que existía en la casa: Betty de pequeña junto a una mujer joven y bella, su madre. Charlie pensó en todos los infructuosos intentos que había hecho para que Betty le hablara de su familia, de sus antepasados, de cuanto existió antes de mudarse a Lyckebo. Lo único que Charlie sabía era que su abuela se llamaba Cecilia y que, según Betty, había sido una persona fantástica. Cecilia se había atrevido a ir a contracorriente, le había comentado Betty; y si había algo que hiciera las delicias de su madre, era la gente que iba en contra de la corriente. Se trataba de un rasgo familiar, un rasgo del que debían sentirse orgullosas.

No obstante, Charlie pensaba que quizá no debiera ser motivo de tanto orgullo, puesto que el ir a contracorriente parecía haberlas llevado a una muerte demasiado temprana; todas habían fallecido ya. Pero la muerte no tenía nada que ver con una mala elección, le decía siempre Betty. Habían tenido mala suerte, simplemente. Es que la vida era así: injusta.

«Pero tú y yo nos tenemos la una a la otra, Charline. Tú y yo no necesitamos a nadie más. Juntas somos fuertes».

¿Y su padre? ¿Nunca llegaría a saber quién era?

Betty suspiró y le respondió que jamás existió tal padre. Y que eso lo sabía muy bien.

Al final, Charlie acabó contentándose con ello. Lo hizo hasta el día en el que Betty dejó que Mattias viniera a vivir con ellas. Porque si era verdad que las dos solas se las arreglaban tan bien, ¿qué pintaba Mattias allí?

Charlie fue a la habitación que quedaba por detrás de la cocina. El papel de la pared, blanco y con unas rosas, se había despegado por varios sitios; una gruesa capa de polvo cubría su antiguo escritorio y la librería. En la parte exterior de la ventana vio colgando la cuerda que bajaba de la planta de arriba, la que iban a usar su hermano y ella para enviarse cartas. Betty solía comentar que eso era lo que siempre había deseado, un hermano con el que compartir secretos.

Betty pensaba que Charlie resultaba muy aburrida cada vez que intentaba explicar que uno no se convertía en hermano sólo porque… porque sus padres estuvieran juntos.

Charlie sintió que necesitaba beber algo. Sí, ya…, pero ¿qué sentido tenía mantenerse sobria si no podía trabajar? Abrió la puerta del sótano y rezó para que el tesoro de Betty se hallara todavía allí.

Un olor a tierra y humedad le golpeó la cara nada más bajar la escalera. Las pequeñas y sucias ventanas apenas dejaban entrar la luz, de modo que tuvo que avanzar a tientas hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. No tardó en dar con la puerta de la despensa donde se hallaban las provisiones de vino. ¿Podría beberse todavía? Pronto lo sabría. Cogió dos botellas y subió a la cocina.

Le llevó un rato encontrar un sacacorchos. Los cajones estaban manga por hombro. Betty nunca había entendido lo de tener una manera ordenada de guardar las cosas. Y, precisamente, ése era uno de los puntos que la tozuda señora de los servicios sociales solía comentar: la importancia del orden, de un horario fijo y de unas reglas claras. «Si quieres seguir con tu hija, Betty, no tienes más que demostrar que eres adulta y que puedes asumir responsabilidades». Acto seguido, Betty mostraba una exagerada sonrisa y argumentaba que lo más importante era el amor; y entonces la señora suspiraba y le explicaba que una cosa no quitaba la otra, que todo estaba relacionado.

«¿Va a llevarme consigo? —preguntaba siempre Charlie tras esas visitas—. ¿La Prussiluskan[3] va a llevarme a algún sitio?».

«Por encima de mi cadáver —sentenciaba Betty—. Conmigo estás a salvo, puedes estar muy tranquila, Charline».

Pero resultaba difícil estar tranquila con Betty. Y no por el desorden de los cajones y las estanterías, ni por la ausencia de reglas, que le permitía entrar y salir a su antojo. Sino por su cambiante humor, por lo imprevisible que resultaba en función de cómo se levantara. Porque, aunque era verdad que había días de canciones y bailes en el bosque de cerezos, días en los que iban a nadar hasta la balsa y en los que tocaban el piano a cuatro manos en el salón, también había días en los que Betty no se levantaba de la cama y en los que su única preocupación consistía en protegerse de la luz y aislarse de cualquier ruido; días en los que se quedaba acostada sin hacer nada, limitándose a mirar fijamente al techo y a apenas contestar cuando se le hablaba. Pero a todos ellos les sucedían, cuando por fin se levantaba, los períodos de fiesta. Un sinfín de personas borrachas provistas de guitarras y acompañadas de inquietos pastores alemanes. Y Betty en la escalera dándoles la bienvenida. ¿Por qué tenía que venir a su casa aquella gente tan rara?

Porque Betty quería un hogar abierto, un hogar con canciones, risas y música. Es que la vida era demasiado corta como para perder el tiempo aburriéndose. ¿Verdad que Charline no quería privar a su mamá de un poco de ambiente festivo ahora que había recuperado el ánimo?

Y poco importaba que Charlie adujera que no le gustaba, que toda esa panda de borrachos le daban miedo. Betty no entendía en absoluto lo que quería decir; ella jamás invitaría a su casa a nadie que no fuera una buena persona. «Y si alguien te toca un solo pelo de la cabeza…, si alguien se atreve siquiera a rozarte, yo lo… Yo te protegeré, cariño».

Pero las noches en las que las fiestas se desmadraban, esas noches en las que Betty se quedaba dormida en el cuarto de baño y no podía protegerla de nada, Charlie deseaba que la Prussiluskan viniera a buscarla y se la llevara a un lugar más agradable.

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