Annabelle

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Cuando Susanne se marchó a casa, Charlie se quedó sentada en el jardín. Se reclinó en la silla, cerró los ojos y dejó que el cálido sol de la tarde le diera en la cara. Debió de quedarse algo traspuesta porque fue consciente de que se despertó cuando algo rozó sus desnudas piernas. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que era un tejón, un animal al que, por alguna razón, le tenía un miedo atroz, pero antes de que le diera tiempo a gritar o a patalear descubrió que se trataba de una gata. Se parecía mucho a una gata albina que tuvieron una vez, con el mismo pelaje blanco y los mismos ojos azules, aunque ésta era más delgada. ¿Cuántos años podía vivir un gato?

No, se dijo mientras se agachaba para llamarla. Por aquel entonces, el animal ya era viejo. Betty solía, incluso, hacer bromas al respecto: que tenía la gata más vieja del mundo y la hija más vieja del mundo. Tal vez se tratara de alguna de sus crías.

Charlie le acarició el lomo, lleno de heridas y cicatrices. Una de las orejas estaba descolgada y con algunos cortes. En un principio, la gata se mostró reacia a que la tocaran, pero luego bajó la guardia, se tumbó y empezó a dar vueltas sobre sí misma y a ronronear.

—¿Te has peleado? —susurró Charlie—. ¿Quién te ha hecho daño? ¿Tienes hambre?

Bajó al sótano a por uno de los cartones de leche que Susanne había traído y echó un poco en un platillo limpio. Al volver arriba, el animal seguía todavía allí. Ávidamente, empezó a beber la leche a lengüetadas. Bajo el pelaje se le apreciaban con toda nitidez las costillas. Se trataba de una gata a la que, con toda probabilidad, nunca habrían desparasitado. Betty nunca se preocupó por desparasitar, esterilizar o sacrificar a los animales. La vida debía seguir su curso, opinaba.

Eran más de las siete pero el calor continuaba siendo sofocante. A Charlie le entraron unas repentinas ganas de bañarse. No había bajado hasta el lago desde el verano en el que cumplió trece años. La memoria del cuerpo era una cosa extraña, pensó mientras descendía por el sendero: los pies se acuerdan de cada raíz, de cada piedra. Cuántas veces no habría caminado con Betty por allí, cuántas veces no se habrían dado un chapuzón por la noche desde principios de junio hasta finales de agosto…

El lago era un espejo. Charlie se detuvo. Se le había olvidado la belleza de aquel lugar. Una neblina se cernía sobre el agua. Una gaviota rompió el silencio con un graznido. Todo brillaba. Se acercó al embarcadero. Algunas de las tablas estaban podridas. Avanzó con sumo cuidado hasta el final antes de sentarse y mirar las oscuras aguas.

«Si te sumerges a demasiada profundidad —le dijo Betty un día que Charlie quiso enseñarle cuánto tiempo podía permanecer bajo el agua—, el frío puede distorsionarte los pensamientos de tal manera que llegas a creer que abajo es arriba y que arriba es abajo, y no te das cuenta de que nadas hacia el fondo del lago hasta que es demasiado tarde».

Charlie metió los pies en el agua, cerró los ojos y se dejó invadir por los recuerdos.

Era la fiesta de Midsommar. Betty había empezado a beber muy pronto. Había hecho un pequeño mayo y no dejaba de insistir para que todo el mundo bailara alrededor de él. «¡Joder, que estamos en Midsommar! ¡Vaya panda de muermos que he invitado a mi casa!».

Susanne y Charlie se habían cansado de tanto adulto borracho. Así que se metieron en la habitación de Charlie, donde empezaron a fumar y a contemplar a todos aquellos locos que iban dando bandazos por el jardín.

«Es como si tú y yo fuéramos los únicos adultos de aquí, Charlie».

Hubo bronca. Betty lloraba por algo y empujaba a todo aquel que se le acercaba para intentar calmarla. La fiesta era suya y lloraría cuanto le viniera en gana. Pasadas las doce, todos los invitados se marcharon, pero Betty continuó dando voces y armando bronca. Le gritó a Mattias que era un cobarde y un gilipollas, y Mattias le devolvió los gritos diciéndole que él no era ningún caballero que hubiera venido a lomos de un caballo blanco para salvarla, si era eso lo que creía.

«Porque la verdad, Betty Lager, es que a ti no hay quien te salve».

Y entonces Betty se le echó encima y empezó a golpearle el pecho. Quería saber por qué estaba con ella, entonces, si no tenía salvación. ¿Y qué coño hacía en su casa? ¿Por qué no se iba a la mierda de una puta vez?

Charlie huyó hasta el lago. Se sentó en el embarcadero esperando a que saliera el sol, a que amaneciera un nuevo día. Y de pronto apareció Mattias, aunque él no la vio. Dando tumbos, puso rumbo a la playa, que quedaba un poco más allá. Empujó la vieja barca hasta el agua, recorrió un trecho de orilla antes de subirse en ella con no poco esfuerzo, y empezó a remar. La embarcación avanzó zigzagueando, y Charlie pensó que debería llamarlo para que volviera, para que se detuviera, porque pronto el lago se haría muy profundo… Pero no hizo nada. Luego, todo sucedió muy deprisa. Lo vio levantarse, permanecer un instante de pie en medio de la barca y tambalearse antes de caer y desaparecer bajo la negra superficie.

¿Y qué hizo ella? ¿Salió nadando con el salvavidas?

No.

¿Subió corriendo a la casa, a por Betty, para que llamara a emergencias?

Tampoco.

Se limitó a permanecer sentada en el embarcadero contemplando cómo la superficie del agua volvía a ser un espejo mientras una extraña calma se apoderaba de todo su cuerpo.

Pero ¿cómo se le ocurrió coger la barca?, le preguntó Charlie a Betty cuando la policía empezó a rastrear el lago buscando a Mattias.

Sin embargo, Betty sólo le gritó que no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Querría… ir a algún sitio. ¿Qué más daba por qué lo había hecho? ¿Y cómo era posible que estuviera tan tranquila sabiendo que Mattias había desaparecido? ¡Mattias había desaparecido!

—Acababa de enterarse de que iba a venir su hijo —dijo Betty cuando los policías finalizaron el rastreo. No podían dejar de buscar, porque ¿qué sería, entonces, del chico?

«A lo mejor no cogió la barca», comentó Betty. Y Charlie le recordó que habían encontrado su jersey dentro, que todo parecía indicar que…

Pero ¡joder!, ¿por qué coño no habían dado con él?

Charlie tuvo que recordarle una y otra vez la enorme profundidad que tenía el Skagern. Betty no hacía más que llorar y decir que todo era muy injusto. Con lo bien que se lo habían pasado juntos… Y con lo feliz que estaba Mattias por lo del niño…

A lo que Charlie repuso que si era tan feliz, tal vez no debería haberse adentrado en el lago con una barca estando tan borracho.

—¿Quién coño ha dicho que fuera feliz? —gritó Betty—. Lo que he dicho es que estaba feliz por lo del niño, pero por lo demás…

Y, además, que estuviera bebido era lo de menos; el problema era que Mattias no sabía nadar.

Después fue como si Betty se hubiera olvidado de que tenía un trabajo. Y una hija. Lo único que hacía era pasarse las horas echada en la cama mirando fijamente al techo.

«Es como si todo volviera».

«¿Qué, mamá? ¿Qué es lo que vuelve?».

«Todo, todo vuelve».

Betty no paraba de darle vueltas a lo que podría haberle sucedido a Mattias: quizá se asustara, quizá sufriera algún ataque. Y de poco sirvió que Charlie intentara consolarla con sus propias palabras: que ahogarse en el agua era la muerte más dulce. Porque Betty le respondió que qué sabría ella y que, además, a ella le importaba una mierda cómo hubiera muerto; lo único que deseaba era tener a Mattias a su lado. Sin él, ella era como una hoja a merced del viento, sin él ella podría salir volando en cualquier dirección. Porque ya no había nada que la sujetara.

Charlie pensó en el sofá donde Betty había pasado la mayoría de sus últimos días. En cómo se quedó tumbada pasando frío a pesar de que hacía calor, quejándose de la luz que se filtraba por entre las mantas que había colgado para tapar las ventanas. «Esa luz, cariño. No podemos dejar que entre tanta luz».

Betty tenía una botella de whisky en la mesa que había junto al sofá. Y también todas aquellas pastillas. Por las noches deambulaba por la casa como un alma en pena. A veces, Charlie se despertaba con la pálida cara de su madre flotando en el aire sobre ella. Y aun así, cuando los de los servicios sociales, subidos en los palés que había frente a la puerta, preguntaron si podían entrar, Charlie les respondió que no hacía falta, que lo que su madre necesitaba era descansar. Que todo se arreglaría si la dejaban descansar.

Pero por mucho que Betty durmiera o que Charlie le hablara bajito o cubriera las ventanas con mantas, las semanas pasaron y las vacaciones terminaron, y Betty no se levantó del sofá. El pelo se le enmarañó tanto que Charlie pensó que jamás podría volver a peinárselo. Las hojas de los árboles pasaron a ser marrones y el curso escolar dio inicio, pero Betty seguía tirada en el sofá. Charlie empezó a ir a casa de Susanne después de las clases y a acudir con ella a las fiestas de la vieja tienda, no sólo los fines de semana, sino también entre semana. Era como si salir de juerga fuera lo único que le daba fuerzas para ver a Betty, para asegurarse de que comía algo y para albergar la esperanza de que un día llegaría a casa y la vería en la cocina. La encontraría fumando ante la hornilla, sujetando el teléfono con el hombro y la oreja para invitar a la gente a una fiesta. Pero en Lyckebo nunca más se organizó una fiesta.

«Voy a subir —se dijo Charlie al volver a entrar en casa—. Voy a subir a la habitación de Betty». Se tomó de un trago media copa de vino y pensó que tampoco se moriría por ello; y, bueno, en el caso de que eso ocurriese, es muy probable que se debiera al destino o a lo que quiera que fuese. El círculo se cerraría.

Subió la empinada escalera, atravesó el pasillo y, tras abrir la chirriante puerta blanca de madera del dormitorio de Betty, cruzó el elevado listón del umbral y entró. Se detuvo un instante; las rodillas le temblaban. Luego se serenó y se dirigió directamente a la ventana para descorrer las cortinas. La luz de la tarde entró a raudales en la habitación.

Dirigió la mirada hacia la cama. Estaba hecha. ¿Quién habría cambiado aquellas sábanas manchadas de vómito por unas limpias?

Charlie se quedó contemplando la barra de la que colgaba la ropa de Betty. Allí estaba su vestido rojo favorito, viejo y polvoriento, al lado de abrigos de pieles y gabardinas. Se acercó e introdujo su cara en uno de los abrigos para sentir el particular aroma de Betty, pero allí sólo olía a viejo. Luego depositó la mirada sobre el tocador. Los recuerdos pasaron por su cabeza en una rápida sucesión de imágenes. Betty sentada en la silla, medio tirada sobre la mesa, y con los brazos colgando. Un zumbido de moscas. Charlie lo comprendió al instante. Aun así, entró corriendo y, tras lanzar a Betty sobre el suelo, intentó poner su inánime cuerpo en decúbito lateral. Betty ya estaba fría; y, a pesar de ello, Charlie le dio unos cachetes en la cara e intentó insuflarle vida haciéndole el boca a boca. Ignoraba el tiempo que estuvo intentándolo. ¿Un minuto? ¿Una hora? En la siguiente imagen de su recuerdo se vio en el bosque: la maleza le golpeaba en la cara pero no sentía ningún dolor. No sentía nada.

Un accidente, le dirían después. Betty debió de equivocarse con la dosis de somníferos. Eso, combinado con el alcohol… Su cuerpo no lo resistió.

Charlie cogió la blanca silla del tocador y se sentó frente a él. Era la posesión más querida de Betty porque había pertenecido a su madre, y a la madre de su madre, y a su…; Charlie ignoraba hasta cuándo se remontaba. Cuántas veces no se habría quedado junto a Betty mientras ésta se arreglaba para una fiesta, admirándola mientras se peinaba la oscura y abundante melena, mientras se perfumaba y se pintaba los labios de rojo. A veces, Charlie se acercaba y le ponía morritos para que Betty se los pintara de color rosa claro. Luego, Betty ladeaba la cabeza y decía que era increíble que alguien pudiera ser tan guapa.

En el cajón superior había una brocha de maquillaje, una vieja cajita de rímel y un esmalte de uñas que se había secado. En el segundo cajón encontró un pequeño joyero. Charlie no recordaba haberlo visto nunca. Al abrir la tapa, apareció una bailarina con un roto tutú. Tiró de los cajoncitos. Allí había anillos de plástico, algunos broches, algo que parecía ser una medalla de natación… Y, en el fondo, debajo de todo, había un… Charlie sostuvo en el aire un pequeño colgante que tenía una piedrecita roja. No es que fuera precisamente una experta en joyas, pero había algo en él que lo hacía parecer caro. La cadena era demasiado corta como para colgársela del cuello. Le dio dos vueltas alrededor de la muñeca y se quedó contemplando la pequeña piedra. Fue al disponerse a meter en el joyero las otras cosas que había sacado cuando descubrió una fotografía en el fondo: una chica de unos trece años con la cara pálida y seria. No era Betty, constató. Pero ¿de quién se trataba y por qué le resultaba tan familiar?

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