Annabelle

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Los rayos de sol y el canto de los pájaros despertaron a Charlie a las cinco de la mañana. Estaba sudando a pesar de haberse quitado el edredón, a patadas, en algún momento de la noche. Había soñado con Annabelle: las dos caminando juntas por un camino de grava que había detrás de la vieja tienda. Las dos en silencio y cogidas de la mano. Y de pronto alguien las llamó. Cuando se dieron la vuelta, Charlie vio a una pequeña niña descalza y con un camisón blanco. Se les acercaba con pasos apresurados y parecía envejecer a cada metro que avanzaba. Primero era una chica joven, luego una mujer de mediana edad, y cuando llegó frente a ellas ya se había transformado en una esquelética vieja de pelo blanco. Aun así, no cabía duda de que se trataba de Betty.

«Nunca serás una bailarina, Charline —le dijo con una sonrisa—. Cualquier cosa menos una bailarina, cariño».

Luego, Betty cogió la muñeca de Annabelle y echó a andar.

«Tengo un jardín lleno de cerezas —la oyó decir Charlie—. Es casi como el paraíso. Tuve la oportunidad de comprar la casa muy barata. No hay mal que por bien no venga, como se suele decir».

Charlie no pudo ni gritar ni correr tras ellas. Todo lo que consiguió hacer fue quedarse quieta y ver cómo Betty y Annabelle desaparecían en el horizonte.

En el sueño, Charlie había estado muy cerca de algo. Intentó dormirse de nuevo, pero le resultó imposible. Se levantó a las siete y se echó un gran vaso de agua de la garrafa que Susanne le había traído. El sol ya calentaba. Un día más de abrasante calor.

Se mantendría al margen de la investigación; se lo había prometido a sí misma tras hablar con Anders el día anterior. Había provocado a Challe lo suficiente y debería concentrar todos sus esfuerzos en demostrarle que obedecía sus órdenes y que no era psíquicamente inestable. Pero en ese preciso instante comprendió que le resultaría imposible; imposible dejar por completo la investigación. Annabelle seguía desaparecida y Charlie era una de las personas que habían venido para encontrarla; y esa metedura de pata con el periodista… no tenía por qué impedirle dar con la chica. Estaba cada vez más segura de que no le había mencionado nada sobre el vídeo. ¿Por qué iba a hacerlo? Es cierto que podía cometer muchas tonterías cuando se emborrachaba, pero jamás compartiría información clasificada de una investigación en curso. No lo haría nunca, se conocía lo suficiente como para estar convencida de ello. Terminó de tomarse el café y entró a por Jane Eyre. Creyó que a nadie le importaría que se lo devolviera a los padres de Annabelle.

La Monark roja de Betty continuaba bajo el pequeño tejado voladizo de la leñera. La bomba se hallaba sujeta a la barra del cuadro. Charlie infló los neumáticos y comprobó que el freno funcionaba.

A pesar de que casi todo el camino que había hasta la casa de Nora y Fredrik era cuesta abajo, llegó con la espalda empapada en sudor. Apoyó la bici en la valla y echó a andar hacia la casa. La cortacésped se hallaba en el mismo sitio.

Fue Fredrik quien abrió la puerta.

—¿Ha sucedido algo? —se extrañó.

Charlie dijo que no.

—¿Qué quiere? —inquirió Nora, que, de repente, apareció detrás de su marido—. ¿Qué pasa ahora?

—Tan sólo quiero hacerles unas preguntas sobre un libro. No ha sucedido nada importante.

—¿Podemos fiarnos de eso? —Nora la miró con unos ojos llenos de desconfianza—. Con todo lo que ha aparecido en los periódicos… Pero, claro, supongo que usted tampoco tendrá nada que decir sobre ese vídeo, ¿verdad?

—No hay que creerse todo lo que publican los periódicos.

—Y, entonces, ¿a quién hay que creer? ¿Por qué no nos dicen nada?

—Yo estoy de baja —repuso Charlie—. Ya no trabajo en el caso.

—¿Y qué hace aquí? —Nora le lanzó una mirada vacía—. ¿Por qué viene ahora mareando con lo del libro?

—Sólo quería devolvérselo. —Charlie le dio Jane Eyre a Nora—. Nos pidió que devolviéramos los libros a la biblioteca —comentó dirigiéndose a Fredrik—, pero éste debe de ser de Annabelle. He pensado que tal vez sepan quién se lo regaló. Hay una dedicatoria.

Al dárselo, Nora se quedó en silencio mirando fijamente a Charlie.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Charlie.

—¿De dónde ha sacado eso? —Nora señaló la piedrecita roja del colgante que Charlie llevaba en la muñeca.

—¿Esto? Era de mi madre.

—¿Y quién es su madre?

¿Por qué?, quiso preguntarle Charlie. No tenía ganas de contarle a Nora nada de su vida. Aun así, le dijo la verdad: que era la hija de Betty Lager.

Nora siguió mirándola fijamente.

—¿Pasa algo?

—Vete —le pidió Nora—. Vete de aquí.

—Creo que es mejor que se vaya —dijo Fredrik.

—Pero…

Charlie no alcanzó a decir mucho más, porque Nora dio un paso al frente y le propinó un empujón en el pecho.

—¿Qué haces, Nora? —Fredrik la cogió de los hombros.

—¡Quiero que se vaya de aquí! —exclamó ella apuntando a Charlie con el dedo.

—Pero ¿qué te pasa? —Fredrik intentó apaciguar los violentos aspavientos de su mujer.

—¡Vete! —gritó Nora—. ¡Vete de aquí, Charline!

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