Annabelle

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Allí y entonces

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Allí y entonces

Todo empieza con la gata que maúlla fuertemente. El espíritu dice: «Cállala para siempre».

—Eso sólo puede interpretarse de una manera —comenta Rosa toda seria. Y, acto seguido, salen a buscarla.

No es difícil dar con esa ruidosa gata atigrada. Rosa se pone en cuclillas y la llama. El animal se acerca inmediatamente y se frota contra las piernas de Rosa, quien la coge en brazos y se la lleva a la parte posterior de la casa, hasta un barril lleno de agua en el que desagua un canalón.

—Ahora sólo tienes que cogerla y sujetarla con fuerza —le dice Rosa a Alice antes de pasarle la gata, que no cesa de maullar—. Métela en el agua.

Alice niega con la cabeza. No puede hacerlo; con un animal inocente no.

Pero Rosa responde que lo importante no es la gata, sino obedecer al espíritu, y que, si no lo hace, seguro que les sucederá algo terrible. Y ella no querrá eso, ¿verdad?

Y entonces Alice quiere contestarle que no cree en los espíritus y que, diga lo que diga, no piensa ahogar a la gata. Sin embargo, sumerge al animal, que se defiende con arañazos y bufidos, y lo mantiene un buen rato bajo el agua. Alice puede ver cómo sus aterrados y amarillos ojos la miran desde dentro del agua.

No puede. No puede hacerlo. La gata se esfuerza en respirar cuando la saca. Se la ve tan pequeña e indefensa con ese pelaje mojado pegado al cuerpo… Pero ya no araña, ya no lucha. Sólo respira espasmódicamente con los ojos cerrados.

—No puedo —susurra Alice.

—Entonces tendré que hacerlo yo —le espeta Rosa para, acto seguido, arrebatársela.

La gata sigue sin oponer resistencia, cuelga de sus manos como si fuera un trapo mojado. Pero deja escapar un débil maullido antes de que Rosa vuelva a sumergirla en el agua.

Alice se da la vuelta y se tapa los oídos. Es como si no pudiera respirar. Es como si fuera ella la que se ahoga.

Después entierran al animal en el pastizal de los Larsson. Las vacas las observan con grandes ojos cuando se aproximan con el mojado bulto.

—No estés triste, Alice —le dice Rosa—. Ya sabes que la muerte por ahogo es la más dulce. No tienes más que preguntarle a tu padre. Todos los marineros saben que ésa es la mejor manera de morir. Pero la próxima vez… —le advierte Rosa mientras se alejan de la tumba—, la próxima vez no me falles. Sabes que yo haría cualquier cosa por ti, lo que sea. Lo sabes, ¿no?

Y Alice asiente con la cabeza. Lo sabe.

—Porque si vuelves a fallarme, no podremos ser amigas —continúa explicándole Rosa mientras se limpia las manos, llenas de tierra, restregándolas contra la seca hierba—. La gente tiene que hacer cualquier cosa por sus amigos. Que no se te olvide quién fue la que te salvó.

Unas semanas más tarde, la madre de Alice cuenta que la vecina ha encontrado a cuatro gatitos abandonados con el mismo dibujo en el pelaje que esa gata atigrada que solía maullar tanto. Recién nacidos, dice, porque sus ojos aún permanecían cerrados. Seguramente habrían atropellado a la madre en la carretera o algo así, porque no es normal que una gata abandone a sus crías.

Esa noche, Alice no puede dormir. Piensa en los gatitos abandonados cuyos ojos no se abrirán jamás, piensa en los pequeños cuerpos pegajosos, los oye gemir de hambre, ve cómo sus bocas buscan en vano algo de lo que mamar.

Alice no quiere contactar con los espíritus nunca más. Se lo dice a Rosa.

¿Por qué?

Por lo del diablo. ¿Cómo pueden saber que no es el diablo con quien contactan?

Y Rosa contesta que esas cosas se saben. Y que si ella fuera Alice, obedecería al espíritu. Porque piensa que quizá sea la desobediencia de Alice la que hace que su madre no mejore de su enfermedad.

Algún tiempo después, un joven policía fijará su mirada en los ojos de Alice y le preguntará si cree en los espíritus. «¿Crees en los espíritus, Alice?».

Y Alice baja la mirada y dice que ya no cree en nada.

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