Annabelle

Annabelle


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Charlie vio a la gata sentada en la escalera de la casa, como si estuviera esperándola. Cuando abrió la puerta, el animal entró con ella. Le puso un plato de leche y se recordó a sí misma que tenía que comprar comida para gatos y arreglar lo de la desparasitación. Ella también debería intentar comer algo, pero era como si todo su cuerpo se hubiera negado a funcionar. No sentía hambre, tan sólo una insistente desazón provocada por lo que había descubierto esa mañana: el marido de Susanne había tenido una relación con Annabelle. ¿Susanne lo sabía? ¿Habría sido capaz de callarse una cosa así? Charlie pensó en lo cabreada que estaba la mujer de Hugo cuando la llamó. Los celos y la traición podían desequilibrar a las personas más sensatas.

Se sentó un rato con la gata en el regazo. El animal tenía una garrapata grande y llena de sangre detrás de la oreja lesionada, y, desamparado, se quedó mirando tristemente a Charlie cuando ésta se la quitó. Era como si le dijera: «¿Tampoco puedo confiar en ti? ¿Tú también vas a hacerme daño?». Charlie puso la garrapata en la mesa y sintió la familiar satisfacción de comprobar que había salido entera, con su cabeza y sus negras patitas. Empezó a buscar más detenidamente. Había garrapatas de distintos tamaños por doquier. Charlie fue alternando su extracción con caricias en la barbilla y en la barriga de la gata, que parecía empezar a entender que las intenciones de Charlie eran buenas. Pensó en cómo Betty solía pegarles fuego a las garrapatas. Y en lo poco que importaba que Charlie dijera que aquello era terrible, que aquello era maltrato de animales; Betty no podía evitar sentirse encantada cuando los bichitos reventaban y se convertían en un pequeño charco de sangre.

Una vez extraídas todas las garrapatas, acudió de nuevo a su mente Isak Sander. Cogió el teléfono y buscó su nombre en Google. Tenía mejor aspecto que en la vida real, constató al ver una fotografía de él en la pantalla. Pero no dio con nada significativo: allí aparecía su dirección y su profesión, al tiempo que se informaba también del día de su santo. Pudo leer, asimismo, una breve entrevista sobre buenos libros para jóvenes que le había hecho el periódico local. Isak Sander, bibliotecario, padre de cuatro hijos y marido de Susanne. Además de un completo cabrón, infiel y poco fiable.

En un intento de distraer sus pensamientos, se ató dos trapos de cocina en las rodillas y se encaminó al cobertizo en busca del cubo que tenía los útiles de jardinería de Betty. Siempre con esa gata de enmarañado pelaje pisándole los talones. La pequeña pala y el rastrillo estaban tan oxidados que los mangos le dejaron rojas las palmas de las manos. Pasó un buen rato arrodillada en el suelo trabajando afanosamente, cavando y arrancando hierbajos, cardos y dientes de león. Al cabo de algo más de una hora, apenas había conseguido dejar limpias siete pequeñas baldosas. Charlie suspiró y soltó la pala. Aquello no servía de nada.

Cuando entró en casa para lavarse, sonó el teléfono. Era Susanne, quien entre maldiciones y sollozos consiguió decirle que la policía había ido a buscar a Isak. No, no se lo habían llevado a la fuerza, sólo le habían dicho que querían hablar con él en privado.

—¿Dónde están los niños? —fue lo único que se le ocurrió decir a Charlie.

—Ha venido mi madre a buscarlos. Ahora mismo no puedo ocuparme ni de mí misma.

—Voy para allá —le anunció Charlie—. No tardo nada.

—¡Isak es un cerdo! —exclamó Susanne. Se encontraba sentada en el sofá bebiendo de una botella que contenía un extraño y verdoso mejunje. El perro salchicha estaba tumbado junto a ella y de vez en cuando miraba a su ama cuando la voz de ésta se volvía estridente—. Pero quiero que sepas una cosa, Charlie: que, aunque ahora mismo desee que se pudra en el infierno, no es de los que van raptando jóvenes por ahí. Espero que lo entiendas.

Charlie asintió, aunque no lo entendía del todo. ¿Cómo iba a entenderlo? No conocía a Isak; y, además, cuando una persona estaba sometida a mucha presión, cuando se veía amenazada, podía experimentar los más desagradables cambios de personalidad.

—¿Tú lo sabías? —inquirió Charlie—. ¿Sabías que se veían?

Susanne asintió con la cabeza. Lo sabía.

Entonces, ¿por qué no se lo había comentado a la policía?

Sí, ¿por qué? Quizá porque no deseaba que el padre de los chicos, y todos los miembros de la familia, se vieran vilipendiados ante el maldito pueblo.

—Pero Annabelle ha desaparecido —arguyó Charlie, y quiso continuar haciendo referencia a que la Susanne que ella conocía jamás habría ocultado esa información para salvarse, pero Susanne ya estaba lo suficientemente alterada.

—Supongo que lo creí cuando me juró que no tenía nada que ver con su desaparición.

—¿Estuvo Isak en casa esa noche? —le preguntó Charlie.

—Sí, creo que sí.

—¿Crees?

—Me había tomado dos Imovanes —dijo Susanne—. Dos Imovanes y un analgésico. ¿Cómo diablos iba a saber si estuvo en casa o no?

—Entonces ¿pudo haber salido?

—En teoría, sí.

—¿Y en la práctica?

—Sí, en la teoría y en la práctica, pero él no le ha hecho nada.

—¿Ya le has contado todo lo que sabes a la policía?

Susanne asintió. Ya se lo había dicho todo. Pero estaba segura, completamente segura, de que Isak no le había hecho nada a Annabelle.

—A veces —explicó Charlie— uno cree que conoce a alguien, y luego resulta que… las personas no son siempre lo que creemos que son.

—Como si yo no lo supiera —respondió Susanne antes de apurar el vaso—. Pero Isak…, Isak no podría… Joder, si fuera un tipo violento, haría ya mucho tiempo que le habría pegado a alguno de los chicos. Tú no sabes hasta qué punto pueden sacarte de quicio con sus gritos y peleas. Isak es un puto salido, un mentiroso, un tío con una crisis vital, pero créeme: es incapaz de hacerle daño a nadie… Al menos físicamente.

Permanecieron calladas un buen rato. Susanne le pasó la botella. Cuando Charlie le dio a entender que no con la cabeza, ella suspiró, se llenó el vaso y se tomó tres grandes tragos.

Charlie se armó de valor y le formuló la incómoda pregunta:

—¿Conoces a Annabelle?

—Sí, ya te he dicho que a veces va por el motel.

—¿Y la viste esa noche?

—¿Qué noche?

—Joder, la noche que desapareció. ¿Qué noche va a ser?

—No —respondió Susanne—. Esa noche no. Pero antes sí, por la tarde.

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