Annabelle

Annabelle


Esa noche

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Esa noche

Rebecka desapareció camino adelante. Annabelle pensó en regresar a casa. ¿Qué pintaba en una fiesta en la que casi todo el mundo estaba cabreado con ella? ¡Hasta Jonas! Jonas le había dicho que la había visto con alguien en la isla de Gullö y le había preguntado quién era. Y ella, naturalmente, negó haber estado allí. Entonces, Jonas se mosqueó y le dijo que la próxima vez que quisiera que la llevara a algún sitio que se lo pidiera a otro. Que él ya estaba harto.

Después pensó en William. Él estaba igual de decepcionado con ella que Jonas. O más. Y luego en Becka: seguramente pasaría la noche con William. Annabelle tendría que lidiar con un Svante Linder que no la dejaría en paz, y si alguien podía ponerla de mal humor ése era, sin duda, Svante. ¿Para qué molestarse en ir a la fiesta?

Pero ¿qué haría en casa?

Lo único que quería era verlo a Él. ¿Qué pasaría si fuera a su casa y llamara a la puerta? No, no había que empeorar las cosas. Además, ignoraba lo que su mujer sería capaz de hacer. Lo que ésta le había dicho antes, cuando se la encontró, se le antojó algo más que simples amenazas.

Sentada en la escalera que accedía a la vieja tienda, una chica de unos trece o catorce años, que le sonaba del colegio, fumaba un porro.

—Deberías marcharte a casa —le soltó Annabelle—. No deberías estar aquí.

La chica se rió y le respondió que eso no era asunto suyo. Y que si tan peligroso era aquello, ¿qué coño hacía ella allí?

—Yo soy mayor —contestó Annabelle.

—Unos pocos años no cambian nada, Bella.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—¿Y por qué no iba a saberlo? En este pueblo todos sabemos el nombre de todos.

—No, todos no —precisó Annabelle, porque ella no sabía el nombre de esa chica, a pesar de haberla visto con anterioridad.

—Me llamo Sara. Estoy aquí sólo porque… porque quiero ver a Svante.

—A los niños no les vende nada.

—A mí suele dármelo gratis —respondió Sara con una desafiante mirada.

Annabelle abrió la boca para dejarle claro que Svante nunca regalaba nada, pero luego pensó que era innecesario.

—Vete a casa —le dijo—; y aléjate de Svante.

El vestíbulo estaba lleno de zapatos. A Annabelle le resultó de lo más extraño que las mismas personas que pintaban en las paredes, hacían cortes en los muebles con cuchillos y vomitaban por toda la casa tuvieran la deferencia de quitarse los zapatos antes de subir la escalera. Se dio cuenta de que necesitaba beber más. Si ésa iba a ser una buena fiesta, necesitaba beber mucho más.

Mientras iba subiendo comprendió que Svante Linder ya estaba allí, porque la extraña música que sonaba era, sin lugar a dudas, elección suya:

Yo sólo quiero el deseo de la carne sentir,

oírte gemir,

penetrarte al menos un par de metros.

Tú estás mojada…

Yo soy joven y estoy cachondo.

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