Annabelle

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Fredrik se levantó del sillón y se dirigió a la cocina. Permaneció un momento frente al fregadero y abrió el grifo, pero se le olvidó beber. Luego regresó al salón.

A Nora la habían ingresado en el psiquiátrico. Se había negado, pero el médico que la atendió en urgencias insistió, cosa a la que Fredrik no se opuso; no había nada que él pudiera hacer para ayudarla. Por lo menos en el psiquiátrico le darían una medicación lo suficientemente fuerte como para que la realidad se le borrara.

Frente a sí, sobre la mesa del sofá, tenía un cofrecito marrón con la cerradura rota que había bajado del desván. Antes de irse, Nora murmuró algo sobre un pequeño cofre del desván y le comentó que, si quería, podía leer todo lo que había dentro, que ya le daba todo igual. «Quizá no me perdones —le susurró—, quizá ni siquiera lo entiendas».

Había algo en el interior de Fredrik que no deseaba saber ni comprender. Le daba la sensación de que, contuviera lo que contuviese ese cofre, le afectaría tanto que tal vez no fuera capaz de soportarlo. Todas las personas tienen un límite.

Se tomó un buen trago de whisky del vaso que se había llenado hasta arriba, apoyó la nuca en el reposacabezas del sofá y cerró los ojos. Una vez más, se le vino a la mente la imagen de la esperanzadora cara que puso Nora cuando se mudaron a esa casa. «Aquí, Fredrik, aquí creo que puedo ser feliz».

«Pero ella nunca ha sido feliz —pensó—. Sólo más o menos infeliz». Se inclinó hacia delante y bebió un sorbo más de whisky. Acto seguido, levantó la tapa del cofre. Dentro había unos cuadernos, unos recortes de periódico y unas cartas. Empezó a leer los artículos. Parecían hablar del mismo tema que esos recortes a los que apenas le había dado tiempo a echarles una ojeada en el escondite del armario de Annabelle. Y los cuadernos que también encontró, y que comprendió que eran un diario, tenían ahí su continuación. Como Nora empeoró muy rápidamente, no llegó a leerlo. Y como el diario parecía pertenecer a una chica extraña, tampoco le dio mayor importancia. Pero allí estaba ahora la continuación de la historia. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando empezó a darse cuenta de quién había escrito el diario. De quién era Alice.

Tres horas y dos copas de whisky más tarde se levantó, fue a por su teléfono y llamó a Charlie Lager.

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