Annabelle

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Johan se había ido. Quizá volvería, dijo al marcharse. Charlie esperaba que no lo hubiera dicho en serio, aunque por otra parte —y por extraño que pudiera parecer— ya lo echaba de menos. Se dieron un beso en la puerta. Él le acarició el pelo y le comentó que estaba muy contento de haber obtenido, por fin, una respuesta.

Luego, Charlie se fue a la cama, y, por primera vez en mucho tiempo, los sueños le dieron calma. Cuando se despertó, el sol ya se había ido y la nocturna niebla había empezado a extenderse por el jardín. Las once. Acababa de coger el móvil cuando éste sonó. Era Fredrik Roos. ¿Podría pasar a verlo? Tenía algo para ella, algo que quizá le interesara leer.

Media hora más tarde, Charlie estaba llamando a su puerta.

—He encontrado algunas cosas —dijo Fredrik para, a continuación, entregarle una bolsa con un fajo de recortes de periódicos, unos cuadernos de tapa negra y un montón de cartas—. Creo que tal vez Annabelle haya visto algo de esto.

Charlie cogió la bolsa.

—No se lo enseñe a nadie —le pidió.

Charlie abrió la boca para decir algo, pero Fredrik se limitó a retroceder unos pasos y cerrar la puerta.

De vuelta a Lyckebo, se sentó en la cocina y empezó a hojear los recortes de periódico. Eran todos de la década de los setenta y hablaban del asesinato de un niño. John-John Larsson, de dos años de edad, había desaparecido a plena luz del día en el aparcamiento de una tienda de comestibles.

En uno de los recortes aparecía una fotografía en la que se veía a la madre, al padre y al hermano abrazados. Y, más abajo, una del hijo que habían perdido: un chico de pelo rizado, sonriente y con los ojos entornados.

El cerebro de Charlie iba a toda máquina. Le sudaban los dedos mientras hojeaba los recortes. ¿Qué tenía que ver ese caso con la desaparición de Annabelle? ¿Y por qué quería Fredrik que leyera todo aquello? Además, él sabía que la habían apartado de la investigación.

¿LAS HIJAS DEL DIABLO?, rezaba un titular. Era una de las frases pronunciadas por un familiar lejano del niño asesinado. En el artículo, un policía confirmaba que todas las sospechas recaían sobre dos niñas.

Charlie se levantó y se acercó a la encimera para llenar su copa de vino. La botella estaba vacía. Introdujo los pies en los zuecos de Betty y bajó al sótano a por otra. De vuelta en la cocina abrió uno de los cuadernos de tapa negra. Se trataba de un diario escrito por una niña llamada Alice. Algo no marchaba bien en su vida, eso le quedó claro a Charlie casi de inmediato. Describía las manos de su madre, que eran como garras, la añoranza de un padre desaparecido, el miedo que le daban los chicos que la perseguían por el camino que iba del colegio a casa… Pero, de pronto, unas páginas después, Charlie percibió una alegría en la florida letra infantil. Se trataba de una nueva amiga.

Es que no puedo entender que ella, Rosa Manner, quiera estar conmigo, que ahora seamos amigas íntimas.

Luego se sucedían largas y felices descripciones de visitas a casa de Rosa. Allí las dejaban hacer lo que querían, había escrito Alice: hornear bollos, pasarse toda la noche sin dormir, pedir pizzas entre semana…

Soy la persona más feliz del mundo.

El resto del primer diario hablaba de Rosa, de cuando se bañaban en el lago, de sus juegos y de sus peleas con alguien al que apodaban «el bobo».

Nada más terminarlo, Charlie empezó con el segundo. El tono era ahora más serio, constató. Alice ya no se mostraba tan positiva con todo lo que Rosa hacía. «Me asusta cuando está enfadada. No entiendo por qué está tan enfadada. Y su madre… Hay algo raro en ella».

Cuando Charlie llegó al tercer diario fue como si el tiempo y el espacio se hubiesen esfumado. Ya no le preocupaba reflexionar sobre por qué debía leer el diario de una niña que no conocía o sobre por qué Fredrik le había dado todo aquello. Lo único que deseaba ahora era seguir leyendo. Se enteró así de los juegos que se les fueron de las manos, de las amenazas, de todas las veces que se cruzaron con hombres raros en casa de Rosa… Supo lo de la paliza de la madre de Rosa cuando estaba embarazada, lo del hombre que la había pateado y lo de la niña que nació muerta; supo del desconcierto y del miedo que Alice sintió. «A veces creo que, diga lo que diga Rosa, es al diablo a quien hemos invocado».

Y justo cuando Charlie había empezado a creer que las cosas no podían ir a peor, la historia dio otra vuelta de tuerca. Sintió escalofríos al leer lo de la gata ahogada en el barril de agua y las exhortaciones que Rosa le dirigió a Alice para que hiciera cualquier cosa por ella si de verdad se consideraba su mejor amiga.

La última parte era la más incoherente. Resultaba obvio que algo terrible había ocurrido:

Fue Rosa la que dijo que lo hiciéramos. Dijo que sólo quería asustarlos. Pero luego… ¿¿¿Qué hemos hecho??? Si existe un cielo y un infierno, yo ya sé adónde iré. Se lo dije ayer a Rosa, que acabaríamos en el infierno. Ella me contestó que si todo eso salía a la luz, nuestras vidas serían un infierno mucho antes de morir. Porque nadie nos creería, nadie creería que no era nuestra intención, que fue un accidente. Rosa sólo quería darle un susto a esa familia tan presumida. Ella no tuvo la culpa de que el crío dejara de respirar así, sin más. ¿Cómo iba a saber ella que todo sucedería tan rápidamente? Pero tal vez el mundo, a pesar de todo, no fuera tan injusto, creía ella, porque si alguien debía experimentar en sus propias carnes lo que se siente al perder a un niño, ése era el padre de John-John.

 

Fue entonces cuando caí en la cuenta de quién era ese hombre, de que era él el culpable de que la hermana de Rosa no hubiera podido respirar ni una sola vez.

Al terminar de leerla, Charlie se levantó y encendió un cigarrillo. Había estado tan absorta en la historia de las chicas, así como en la del niño y su asesinato, que se le había olvidado adoptar una perspectiva más amplia. «Pero tampoco sé si quiero saber más», pensó. Aún le quedaban las cartas. Las manos de Charlie temblaron cuando sacó la primera. Los sobres carecían de remitente y sólo contenían unas pocas líneas. «¿Has olvidado quién te salvó?». En algunas de ellas sólo se expresaba la desesperación causada ante la ausencia de respuesta: «¿Por qué no contestas?».

Hasta que no llegó a la última carta no le encajaron todas las piezas. Porque en ella figuraba el nombre tanto de la persona que la había escrito como el de aquélla a la que iba dirigida. Unas fuertes sacudidas, como latigazos, recorrieron la cabeza de Charlie, de modo que tuvo que tumbarse un rato en el sofá de la cocina. Luego se incorporó y volvió a leer esa última carta:

Querida Nora:

Me resulta raro llamarte con un nombre distinto del de Alice, pero quizá eso no deba preocuparme, ya que no deseas tener ningún contacto conmigo.

Seguramente sea verdad lo que dices, que a ciertas personas no se les da más oportunidades… En cualquier caso, quiero que sepas que yo no me he venido a vivir aquí para fastidiarte. Lo he hecho porque te echaba de menos, para mantener esa promesa que nos hicimos. Creía que te alegrarías al saber de mí. No ha sido fácil encontrarte, pero al final lo he logrado. Lo cierto es que debería marcharme, supongo, aunque la niña está muy a gusto aquí y yo he conseguido un trabajo. Pero no tienes por qué preocuparte, te dejaré en paz. Si algún día cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme.

Tu amiga por siempre,

Rosa «Betty»

Charlie paseó la mirada por la cocina: el viejo reloj de pared, las cacerolas de cobre, el palo para secar el pan colgado del techo… Era como si todo se le hubiera venido encima, como si todo le hablara, como si se encontrara a punto de perder la noción de la realidad. «Debería llamar a Anders», pensó. Quizá la desaparición de Annabelle tenga que ver con el pasado de Nora, quizá haya alguien que quiera vengarse, hacer con su hija lo mismo que ella había ayudado a hacerle al hijo de otro. «Llamo a Anders, tan sólo tengo que… cerrar un poco los ojos antes». Cruzó los brazos sobre la mesa de la cocina y apoyó la cabeza en ellos. Las imágenes de Betty empezaron a bailar en su mente: Betty vestida con su camisón blanco en medio del bosque de cerezos, con el pelo suelto y la mirada levantada al cielo. Y Charlie de pequeña, sentada en la ventana abierta de la cocina y uniéndose a la canción:

Luego, cuando en el cielo todas las estrellas

hayan empezado la canción de la noche,

podremos cantar con ellas

y comer cerezas toda la noche.

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