Annabelle

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Esa noche

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Esa noche

Se habían trasladado arriba y ahora estaban sentados en círculo en el suelo del salón. El porro iba de mano en mano. Y la persona a la que se le cayera la ceniza tendría que responder con sinceridad a la pregunta que se le formulara.

La chica de la escalera, la que iba a octavo y cuyo nombre no sabía —o no recordaba— Annabelle, estaba demasiado colocada como para entender las reglas. Ella contestaba a las preguntas que les hacían a los otros, se reía por cualquier cosa y era incapaz de quedarse quieta.

—¿No vas a preguntarme nada, Svante? —inquirió con una risa tonta cuando se le cayó la ceniza en las rodillas—. ¿No vas a preguntarme qué ocurrió en el granero…?

—No sé a qué te refieres —respondió Svante—. Por cierto, ¿a ti te dejan salir hasta estas horas de la noche, Sandra?

La chica lo miró desafiante y le dijo que se llamaba Sara y que podía salir hasta cuando le diera la gana. Que ya tenía trece años.

Un chico del curso superior al de Annabelle se quedó observando a Svante y comentó que, en tal caso, aquello era ilegal.

—Olvídalo —le pidió Svante—. No sé de qué habla. Está delirando. Oye, tú, Sandra —le dijo—, ¿por qué no te vas a darle de comer a Skalman? Creo que tiene hambre.

Sara se levantó y se alejó dando tumbos. Acto seguido, la oyeron gritar algo sobre comida para tortugas, tras lo cual se calló.

El porro seguía circulando entre los chicos, pero esta vez las cenizas cayeron sobre las rodillas de Annabelle. Tuvo el tiempo justo de quitárselas antes de que le hicieran un agujero en el vestido.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Svante—. Ahora todo el mundo podrá hacerle preguntas a Annabelle.

Ella suspiró y dijo que aquello no era más que un juego estúpido y que no tenía por qué contestar a nada.

—Quien algo empieza… —dijo Jonas.

—Bueno, también puedes optar por hacer algo —le aclaró Svante—, como en verdad o atrevimiento.

Annabelle se echó a reír. Ese juego de las cenizas era igual que el de la botella. ¿Cuántos años tenían? ¿Cinco?

—Vale, pues entonces elijo atrevimiento. Pero no me salgas con que tengo que darle una vuelta a la casa a la pata coja.

—Chúpamela —le soltó Svante tocándose la entrepierna—. He oído que se te dan muy bien las mamadas.

—¿Me lo dices en serio? —Annabelle se quedó mirándolo fijamente.

Svante asintió con un gesto de la cabeza. Si había algo sobre lo que nunca bromeaba eran las mamadas.

—Déjalo, Svante. ¡Joder! —terció Jonas.

—¿Qué? —se sorprendió Svante—. Pero si tú mismo acabas de decir que quien algo empieza…

—Ya, pero…

—Venga, quítate los pantalones —los interrumpió Annabelle mirando a Svante—. Es que difícilmente podré hacerlo si no te los quitas. ¿O es que no te atreves? ¿Tienes miedo?

Svante respondió que tenía de todo menos miedo. Dejó su copa y empezó a desabotonarse los vaqueros.

Annabelle se puso a cuatro patas y empezó a avanzar gateando.

Svante permanecía sentado con sus bóxers blancos mientras le mostraba una burlona sonrisa.

—Quítatelos —le susurró Annabelle en cuanto se halló junto a él—. Quítatelo todo.

Svante se puso de rodillas y se bajó los calzoncillos. Luego la agarró del pelo y la obligó a aproximarse a su entrepierna.

Jonas se levantó diciendo que estaban fatal de la cabeza.

Annabelle abrió la boca acercándose cada vez más, pero de repente, cuando se encontraba a tan sólo un centímetro de su miembro, se zafó de Svante.

—¿De verdad pensabais que lo iba a hacer? —dijo antes de dar unas cuantas vueltas por el suelo—. ¡Qué gilipollas sois! —se rió—. Estoy hasta el coño de estar rodeada de gilipollas.

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