Annabelle

Annabelle


Esa noche

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Esa noche

Svante tenía más material fuera en el cenador, dijo, cosas más fuertes; tanto que, si ella quisiera, podría llevarla a la luna.

Pero Annabelle le contestó que lo único que deseaba era escapar de sí misma. Quería algo que pudiera acallar todos sus malditos pensamientos.

Y entonces Svante le respondió que eso estaba hecho; no tenía más que acompañarlo al cenador.

Annabelle dudó un momento. No le gustaba la idea de quedarse a solas con Svante. Había visto lo negro de su mirada en el juego de antes, aunque ahora ya no parecía estar tan cabreado.

—¿No podríamos tomárnoslo aquí? —quiso saber ella.

Svante negó con la cabeza. Las cosas a las que se refería no eran para invitar a los demás.

Bajaron al vestíbulo.

—No necesitas zapatos —le advirtió Svante—, sólo vamos al cenador.

—Este jardín —dijo Annabelle nada más salir a la parte trasera de la casa— es como una maldita jungla. ¿Y los árboles —prosiguió mientras señalaba los árboles frutales— se están hundiendo en la tierra, o es la tierra la que se eleva a su alrededor?

—¿No es lo mismo? —repuso Svante—. ¡Joder! —exclamó deteniéndose en seco.

—¿Qué? —dijo Annabelle.

—Me ha parecido ver una serpiente.

—¿Tienes miedo? —Annabelle le mostró una desafiante sonrisa—. Si tanto miedo les tienes a las serpientes, deberías haberte puesto los zapatos.

Svante continuó hacia el cenador sin pronunciar palabra. Cuando llegaron se sentaron frente a frente en un banco que había junto a la pared. Svante se sacó del bolsillo una cajetilla de porros. Cogió uno y lo encendió.

—¿Qué diferencia hay entre éstos y los que nos fumamos antes? —quiso saber Annabelle.

—Éstos son más fuertes —contestó Svante—, pegan más. —Le pasó el porro a Annabelle—. Deja que el humo se quede un rato en los pulmones antes de soltarlo. Así te hará más efecto.

Annabelle le dio una profunda calada y retuvo el humo todo el tiempo que pudo antes de exhalarlo.

—Fantástico, ¿verdad? —preguntó Svante.

—De la hostia —dijo Annabelle.

—¿Tienes sed?

Annabelle asintió con la cabeza. Tenía mucha sed.

Svante se agachó y rebuscó bajo el banco.

—¡Anda, mira lo que he encontrado! —exclamó al dar con una botella—. Qué oportuna.

Svante desenroscó el tapón y le pegó un buen trago antes de pasársela a Annabelle. Ella tomó tres rápidos tragos antes de sucumbir ante la intensa quemazón del alcohol y echarse a toser.

Svante se rió y dijo que ese aguardiente casero era el más fuerte que había probado en su vida.

—¿Cuántos grados tendrá? —quiso saber Annabelle al devolverle la botella.

—Pues la hostia de grados —contestó Svante con una sonrisa—. Anda, bebe un poco más.

Annabelle quiso decirle que no, que ya había tomado demasiado de todo. Y, sin embargo, continuó bebiendo; un trago tras otro.

—Bueno, ¿y cómo va tu amor? —se interesó Svante.

—¿Qué amor?

—El tío con el que follaste en la isla. ¿Te gustó?

—Supongo que sí. —Annabelle se echó a reír. Y se sorprendió al hacerlo, porque lo cierto era que no había nada de lo que reírse, pero, por mucho que lo intentó, no pudo reprimirse. Había algo en la cara de Svante: cambiaba de forma, se desparramaba, se dilataba, se contraía y volvía a dilatarse.

—¿Qué te pasa? —se extrañó Svante—. ¿Estás alucinando?

Annabelle intentó contestar, pero no era capaz de mover los labios, y la lengua se le antojaba grande y flácida. «He de volver con los demás», pensó; y de un tirón abrió la puerta del cenador. El suelo se hallaba cubierto de una neblina húmeda y algodonosa. Tras de sí oyó cómo Svante la llamaba a gritos rogándole que se quedara, pero ella continuó andando. Resultaba imposible seguir la pequeña senda que discurría entre la hierba porque se movía, se dividía en dos y desaparecía bajo sus pies. Se detuvo para concentrarse en la dirección que debía tomar. Y entonces sintió un empujón en la espalda.

—¿Qué haces? —balbuceó. Y un instante después ya estaba tumbada boca arriba con Svante sobre ella.

—Quédate quieta —le escupió entre dientes cuando ella empezó a defenderse con los brazos, intentando golpearle la cara—. Quédate quieta y cierra el pico si no quieres que te calle yo para siempre.

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