Annabelle

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Esa noche

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Esa noche

La niebla se había cernido sobre los prados, y los grillos cantaban en la cuneta. La chica avanzaba tambaleándose por el camino de grava. Le palpitaba la entrepierna, de donde le resbalaba algo líquido. Pensó que debería llorar, pero se veía incapaz de derramar ni una sola lágrima.

¿Qué hora sería? ¿Las once? ¿Las doce? Sacó el móvil del bolso: casi las doce y media. Su madre ya se habría vuelto loca. Estaría en la puerta, la cogería de los hombros y la zarandearía preguntándole, a voz en grito, de dónde venía. Y entonces descubriría los arañazos, la sangre, el vestido roto. ¿Cómo se lo explicaría?

Estaba tan absorta en sus pensamientos que no advirtió la presencia de la persona que se hallaba ante ella hasta que los separaron unos pocos metros. Su primera reacción fue gritar, pero, luego, al verle la cara, respiró aliviada.

—Ah, eres tú —balbuceó—; me has dado un susto de muerte.

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