Annabelle

Annabelle


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Olof respondió al primer tono cuando Charlie lo telefoneó.

—¿Qué tal os ha ido? —soltó sin saludar—. No les habéis podido sacar gran cosa, ¿verdad?

—¿Sabíais que Nora ha sufrido de depresión? ¿Que ha estado ingresada varias veces?

—No, nadie nos lo ha dicho. Pero no me sorprende. Esa mujer siempre me ha parecido una persona… algo angustiada.

—A Fredrik le preocupa que pueda derrumbarse. ¿Sería posible contactar con algún psicólogo?

—Sólo tenemos a Hannes, el pastor. Voy a llamarlo.

—Ya lo he hecho yo. Y no me ha cogido el teléfono. Pero podemos ir a ver si está en casa. Y así aprovechamos para hablar con él sobre ese grupo de lectura de la Biblia en el que participaba Annabelle. ¿O ya lo habéis hecho?

—No, hemos estado ocupados con todos los que estuvieron en la fiesta.

Charlie colgó.

—¿Vamos a ir a ver al pastor ahora? —preguntó Anders.

—Sí, mejor ir a verlo. De todos modos tenemos que hablar con él por lo de Nora. ¿No te parece bien? —continuó Charlie al ver la escéptica cara de Anders—. Es que nadie lo ha interrogado.

—¿Y crees que vamos a poder sacarle algo a un pastor?

—Bueno, puede contestar a algunas preguntas generales. No todo va a ser secreto profesional absoluto.

Anders dijo que por eso, precisamente, se llamaba así, porque era absoluto.

—Pues, sea como sea, hay que averiguar quiénes son los miembros de ese grupo de lectura.

—Vale, busca su dirección —le pidió Anders.

Charlie dijo que no era necesario, que seguramente residía en la casa rectoral. Y ella sabía el camino.

¿Qué más daba? Tan sólo se trataba de ir a la casa, pensó Charlie. No tenía por qué entrar en el cementerio, ni acercarse a la tumba, ni pensar en el descompuesto cuerpo. Estaba allí para investigar una desaparición. Eso era lo más importante ahora.

Pensó en las veces que había ido a la iglesia en bici cuando era pequeña. Solía pasar por entre las tumbas del cementerio aledaño y leer las inscripciones, los nombres y los años de nacimiento y fallecimiento de los enterrados. Por alguna extraña razón la tranquilizaba pensar en la cantidad de gente que yacía muerta bajo sus pies. En cierta ocasión —al finalizar la ceremonia de fin de curso a la que, por una vez en su vida, había asistido Betty—, Charlie le enseñó las lápidas más bonitas. Pero Betty no se dejó impresionar.

«En mi lápida no quiero ninguna de esas ridículas palomas. Ya sabes que nunca me han gustado mucho los pájaros. Además, quiero que esparzas mis cenizas en el Skagern. Sí, ya sé que no está permitido, pero ¿quién te lo va a impedir? No tienes más que coger la urna una noche y salir con la barca».

A Betty le parecía una auténtica locura que Charlie estuviera tanto tiempo en el cementerio, pero no pensaba prohibirle que se pasara el día deambulando por entre los muertos si eso la hacía feliz. Betty no era una persona que prohibiera a los demás que hicieran lo que les gustaba.

Más de una vez, Charlie deseó que Betty fuera más estricta, que estableciera normas como los otros padres, que le exigiera explicaciones sobre adónde iba y cuándo pensaba regresar a casa. Pero ese tipo de cosas traían a Betty sin cuidado. Y luego, cuando Mattias se fue a vivir con ellas, todo se descontroló como nunca.

«Él no es mi padre», solía replicar Charlie cuando Betty le echaba la bronca por el tono que empleaba al dirigirse a Mattias. Pero es que Charlie no podía remediarlo: le resultaba insoportable escuchar a Mattias contando historias sobre el niño que había perdido. Era como si a él no le entrara en la cabeza que los servicios sociales le hubieran dado la custodia a la madre. Betty y Mattias solían hablar del chico, de que intentarían traerlo a casa, de que los cuatro formarían una familia. Cuando Charlie les escuchaba decir ese tipo de cosas acostumbraba a subir a su cuarto y rezarle a ese Dios en el que no creía para que eso no ocurriera nunca. Le pedía que la relación entre Betty y Mattias se acabara, que se convirtiera en algo de lo que ella y Betty pudieran reírse. Pero Charlie sabía que, tratándose de Mattias, Betty no se reiría. Porque Mattias era la excepción que confirmaba la regla.

¿Qué regla?

Esa de que todos los hombres eran unos cerdos. Mattias era indulgente y bondadoso, la única persona que, aun sabiéndolo todo acerca de Betty, la quería. Quizá fuera esa la razón por la que Charlie empezara a odiarlo de verdad. No deseaba tener en su casa a ese hombre que lo sabía todo sobre su madre. No quería que el hijo de Mattias viniera a vivir con ellos. Nunca serían una familia normal, dijera lo que dijese Betty. Porque Mattias bebía y llevaba ropa muy rara, y Betty… pues lo mismo. Todo sería el doble de raro.

Un bache en la carretera la devolvió al presente.

—Te has pasado —dijo ella—. Tendrías que haber girado a la izquierda en el cruce anterior.

—¿Y por qué no has dicho nada?

—Porque estaba pensando en otras cosas. Además, deberías haberte dado cuenta; la iglesia no es precisamente invisible. Tendrás que hacer una pirula.

—La carretera no es lo bastante ancha para eso.

—Sí que lo es. Lo que pasa es que se te da mal calcular las distancias.

—Vale, pero intenta enterarte bien de adónde vamos, por favor.

Aparcaron frente a la roja casa rectoral, en una explanada de grava perfectamente rastrillada, y subieron la escalera hasta la entrada principal. Cuando llamaron a la puerta, un perro empezó a ladrar en el interior.

Les abrió una mujer con un niño pequeño apoyado en la cadera.

—No, Kafka —le dijo al labrador que se abalanzó sobre Charlie—. Todavía cree que es un cachorro —se disculpó—. No se ha dado cuenta de lo grande que es. ¿Está usted bien?

—No pasa nada —contestó Charlie—. Me gustan los perros. —Se agachó, lo acarició con las dos manos por detrás de las orejas y empezó a explicarle a la mujer el motivo de su visita.

El pastor, que se llamaba Hannes, apareció tras la mujer. Iba vestido con un clériman.

—Han venido a hablar de Annabelle —le aclaró la mujer.

—Le hemos estado llamando por teléfono —se anticipó a informar Charlie.

—Lo siento, no estoy muy pendiente del teléfono —se excusó Hannes—. Pero entren, por favor. Acabo de hacer café.

Charlie paseó la mirada por una gran cocina de aire rural. Junto a la ventana había una amplia y antigua mesa de roble que hacía juego con un sofá tipo banco tapizado con una tela de cuadros rojos; de las paredes colgaban una serie de cuadros bordados en punto de cruz que contenían frases que hablaban de la placidez del hogar y que daban gloria a Dios en el cielo.

—Son del anterior pastor —explicó Hannes—. Por lo visto, a su esposa le encantaba bordar.

Una niña de unos cuatro años entró en la cocina con un coche en cada mano.

—¿Puedes llevarte a los niños arriba, Louise? —pidió Hannes.

La madre asintió con la cabeza, llamó a la hija y abandonaron la estancia.

—Estaba a punto de cambiarme —continuó—. Esta ropa no resulta precisamente muy fresca. He estado en la iglesia rezando por Annabelle con un grupo de jóvenes. Todos se encuentran muy alterados. —Se secó una gota de sudor de la frente—. En situaciones como éstas, uno se siente…, se siente impotente.

—¿Se ha puesto usted en contacto con los padres? —preguntó Charlie.

—Los he llamado, pero no me han contestado.

—Quizá sea mejor que vaya a verlos. La madre se encuentra muy mal.

Hannes asintió con la cabeza. Claro que sí, lo haría muy pronto.

—¿Cuánto tiempo lleva en la parroquia? —quiso saber Anders cuando Hannes puso sobre la mesa unas tazas de café blanquiazules con sus correspondientes platillos.

—Sólo tres años.

—¿No son ustedes de aquí?

—No, de Estocolmo. Nos cansamos de la ciudad. Mi mujer quería un jardín y un lugar seguro para los niños. Supongo que tenemos que aceptar que los lugares seguros no existen.

—¿Conoce bien a Annabelle? —preguntó Charlie.

—Participaba en el grupo de lectura de la Biblia. Es un pequeño grupo donde todos nos conocemos.

—¿Por qué cree que se ha acercado a la Iglesia?

—Sólo podría contestarles con especulaciones. Pero no es raro que los jóvenes que tienen una problemática relación familiar se acerquen a la Iglesia.

—¿Está diciendo que Annabelle tenía problemas con su familia?

—Hablo en general. Pero, sea como sea, a ella le gustaban las conversaciones que mantuvimos para su confirmación. Después de eso intenté montar un grupo juvenil. Sin embargo, todos, a excepción de Annabelle, lo fueron dejando tras unas cuantas reuniones. Fue entonces cuando le propuse que participara en el grupo de lectura bíblica para adultos. Al principio creí que sólo vendría una vez, porque los demás son muy mayores. Pero Annabelle pareció apreciarlo. Ella no es…, no es como los de su edad.

Charlie le pidió que desarrollara ese punto.

—La veo más madura y más reflexiva. Y cuando ella habla la gente la escucha. Supongo que se podría decir que es…, que es inteligente. Simplemente.

Charlie quiso saber más de los otros miembros del grupo.

Hannes dijo que eran cinco, y en cuanto Charlie le pidió sus nombres él añadió que estaba convencido de que no tenían nada que ver con la desaparición de Annabelle.

¿Cómo podía estar tan seguro?, le preguntó Anders.

—Son todas mujeres y tienen más de setenta años.

—Aunque no sean sospechosas —dijo Charlie— quizá sepan algo que nos ayude a avanzar en la investigación.

Charlie sacó un cuaderno y un bolígrafo del bolso y pidió a Hannes que escribiera los nombres de todas ellas.

—¿Alguna vez tuvieron, Annabelle y usted, una conversación más personal? —preguntó cuando Hannes le devolvió el cuaderno.

—Sí.

—¿Y llegó a contarle alguna cosa importante?

—No puedo contestar a eso.

—Creo que entiende lo esencial que resulta que sepamos todo lo que nos pueda ayudar a encontrarla.

—Y yo creo que saben lo que es el secreto profesional absoluto. Y ahora, si me disculpan —Hannes le echó una rápida mirada al reloj—, debo preparar un entierro para mañana.

—Sólo una cosa más —dijo Charlie—: ¿dónde estuvo usted la noche del viernes al sábado?

—¿Qué quiere decir? —se asombró Hannes—. ¿Acaso insinúa que yo…?

—Es una pregunta que hacemos a todos los que interrogamos —lo tranquilizó Charlie—, así que no se lo tome a mal.

—No me lo tomo a mal —repuso Hannes—; es sólo que me ha sorprendido un poco, eso es todo. Pero estuve en casa toda la tarde y toda la noche.

—¿Y su familia también? —preguntó Charlie.

—No, habían ido a Estocolmo a visitar a unos parientes. Yo tenía que oficiar misa a primera hora del domingo, de modo que me vi obligado a quedarme aquí.

—¿Qué te dije? —comentó Anders una vez sentados en el coche—. ¿En serio creías que íbamos a sacarle algo a un pastor?

—Pues lo hemos hecho —respondió Charlie.

—¿Sí?

—Sí, lo de la mala relación familiar.

—Eso lo dijo en general.

—No, tío, eso no lo dijo en general.

—Bueno, en cualquier caso, no es ninguna novedad —repuso Anders—. Ya sabíamos lo de la madre, que es sobreprotectora y…

—Bebe —le interrumpió Charlie—. Creo que el pastor bebe.

—¿Por qué? —Anders se volvió hacia ella.

Charlie no supo muy bien qué contestar. Sí, bueno, por el aliento, por ese inconfundible olor a etanol que desprendía cuando se dieron la mano, pero eso no significaba necesariamente que tuviera problemas con el alcohol. ¿Fue por su mirada? ¿Por esa nariz ligeramente roja y con los vasos sanguíneos rotos?

—Es sólo una sensación —dijo ella—, una sensación que he tenido…

—¿Y eso lo convierte en sospechoso?

—No, pero tú sabes tan bien como yo que el alcohol puede nublar la mente de la gente.

—Tan bien como tú no; perdona —le respondió Anders con una sonrisa.

Arrancó el coche y Charlie sacó el cuaderno para mirar los nombres que Hannes había apuntado: Inez Gustavsson, Gunlis Andersson, Anna-Britt Estberger, Marit Höglund y Rita Oksanen.

—Es posible que Annabelle le dijera algo a alguna de ellas —comentó Charlie—. En cualquier caso, alguien tiene que hablar con estas mujeres.

—¿En serio debemos darle prioridad a eso ahora? Me parece un poco improbable que puedan aportar algo. ¿No sería mejor concentrarnos en los que estuvieron en la fiesta?

—No pasa nada por interrogarlas. —Charlie llamó a Micke y le dio los nombres de las mujeres. ¿Podría averiguar sus números y concertar una cita para charlar un poco con cada una de ellas?

—Justo ayer hablé con una —dijo Micke—: Gunlis Andersson. Es mi abuela. Y hay una cosa que te puedo adelantar desde ahora mismo: que si ella hubiera sabido algo de interés, hace tiempo que me lo habría contado.

—Pues contacta con las otras —le pidió Charlie.

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