Annabelle

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—¡No sabes cuánto te he echado de menos, Charline Lager! —exclamó Susanne. Ya habían regresado del baño y se encontraban sentadas en el bar, en una de las mesas que había junto a la pared.

—Yo también —contestó Charlie. Y al decirlo sintió que era cierto. Realmente había echado de menos a Susanne, el tener cerca a una persona que supiera tanto de su pasado, había echado de menos sus conversaciones y esa manera de reírse juntas cuando las cosas se ponían difíciles.

—Pues si tanto me echabas de menos, podrías haber contactado conmigo, ¿no? —le recriminó Susanne con una sonrisa—. No pasa nada —continuó al ver la cara de Charlie—, entiendo que tuvieras que marcharte. Que quisieras volver a empezar.

—Debería haber dado señales de vida —respondió Charlie—. No sé por qué no lo hice.

Permanecieron un rato en silencio, como si necesitaran reflexionar sobre el paso del tiempo.

—¿Y ahora? —dijo Susanne—. ¿Cómo es que has venido? ¿Eres miembro de Missing People?

Charlie le explicó por qué se encontraba allí.

—¿Policía? —Susanne sonrió; sí, debería habérselo imaginado. La verdad era que le pegaba mucho. Luego se puso seria. Qué terrible, dijo, lo de Annabelle. No entendía cómo alguien podía desaparecer sin dejar rastro.

—Siempre se deja algún rastro.

—Espero que la encontréis, de verdad. No quiero ni pensar cómo estarán sus pobres padres.

—¿Los conoces?

Susanne negó con la cabeza. Sabía de quiénes se trataba, pero eran mayores.

—¿Te apetece un hot shot? —preguntó—. Por nuestra vieja amistad.

Charlie le echó una mirada llena de añoranza a la barra y contestó que eso sonaba muy bien pero que estaba allí por trabajo y…

—Bueno, por tomar uno no te va a pasar nada —la animó Susanne; y antes de que a Charlie le hubiera dado tiempo a protestar, Susanne ya había empezado a abrirse camino hacia la barra. Regresó de inmediato con dos buenos chupitos colmados con nata.

—No lo entiendo —dijo—; de verdad que no entiendo que no sean capaces de prepararlo sin que se les corte. —Levantó la copa para enseñar cómo el café había bajado y se había mezclado con el Galliano—. Seguro que es porque les compran esa mierda de alcohol de garrafón a los camioneros del Este. Me apuesto lo que quieras a que esto es vodka coloreado; si no, no tendría este aspecto. En fin, ¿qué más da? —prosiguió diciendo para, a continuación, acercarle uno de los vasitos a Charlie—; se mezclará todo en el estómago.

—Hace una eternidad que no tomo hot shots.

—Pues ya va siendo hora. ¡Salud!

—¡Salud!

Se los tomaron de un trago.

—Bueno, ¿y qué es de tu vida? —preguntó Charlie.

—Ufff, ¿por dónde empezar? —dijo Susanne limpiándose un poco de nata con el dorso de la mano—. Como se suele decir, ha llovido mucho desde entonces.

—¿Qué tal tus padres?

—Mi padre murió.

Charlie le dio el pésame, pero Susanne contestó que ya se lo esperaban y que lo único que le sorprendió fue que hubiera conseguido vivir tantos años. Su muerte no sólo le produjo tristeza, continuó, sino también un cierto alivio porque a raíz de eso su madre dejó la bebida. Era más bien como si hubiera ganado un progenitor en lugar de perderlo.

—Creo que mi madre es la única persona que queda de la vieja pandilla. —Y, acto seguido, Susanne empezó a nombrar a todos los que solían organizar fiestas en Lyckebo que ya estaban muertos.

Nada más concluir, Charlie se percató de que se le había olvidado el primero que falleció; se había olvidado de Mattias.

—De vez en cuando pongo una flor en la tumba de Betty —agregó Susanne—. Siempre que visito la de mi padre.

—Gracias —dijo Charlie mirando hacia la barra y deseando no tener un trabajo en el que pensar.

—Tu madre… Era una borrachuza, pero al menos hacía reír a la gente. Todos se reían mucho con ella. Se merece un brindis.

Susanne se acercó a la barra y no tardó en regresar con dos chupitos más.

—¡Por Betty!

—Por Betty. —Charlie alzó su vasito mientras buscaba en su cabeza la manera de cambiar de tema—. ¿Estás casada? —le preguntó.

Susanne asintió con la cabeza. Se había casado, sí.

—¿Alguien a quien yo conozca?

Susanne negó con la cabeza y contestó que era de fuera.

—¿Tienes hijos?

—Cuatro —respondió Susanne levantando cuatro dedos al aire—. Todos chicos —añadió encogiéndose de hombros como si su sexo fuera un fracaso—. ¿Y tú? ¿Tienes niños?

—No.

—Sabia elección.

—Y tampoco estoy casada —aclaró Charlie adelantándose a la pregunta.

—Eso es más sabio todavía. No conozco ni a una sola persona que se encuentre felizmente casada. Y lo de tener hijos… Sé que suena fatal, pero está demasiado sobrevalorado.

Charlie contestó que eso era una cosa que llevaba sospechando hacía mucho tiempo pero que no podía decirla una persona que no tuviera niños.

—Una madre tampoco —apuntó Susanne—. Eso seguro. —Y continuó hablando de los hijos, de que estaban a punto de acabar con ella. Se peleaban, discutían, gritaban. Necesitaba tanto vino como Sobril para aguantar. Sí, ya sabía que era algo que no se debería decir en voz alta, sobre todo lo de las pastillas para los nervios, pero es que ya pasaba de hablar con circunloquios y adornar la realidad. Ella era así. Y punto.

—Quizá fuera eso lo que me atraía de ti —comentó Charlie—. Aquí no había nadie como tú.

—Lo mismo digo —respondió Susanne sonriendo—. Lo mismo digo, Charlie Lager.

Charlie pensó en el día en que se prometieron que nunca beberían. Estuvieron meciéndose en el columpio que colgaba de unas de las ramas del roble que había en Lyckebo y se juraron que nunca tendrían hijos, que nunca beberían, que nunca serían como sus padres. Y en aquel entonces realmente creyeron que lo conseguirían, pero los genes, o el entorno, o lo que fuera, parecían tenerlas a su merced. Empezaron apurando los restos de las copas de las fiestas de Lyckebo y acabaron robando botellas enteras de vino y licor. Fue después de la primera borrachera cuando en realidad llegó a entender el amor que Betty le profesaba al alcohol. Porque esa sensación, la maravillosa sensación de paz y silencio que se producía en su interior, esa sensación era… Le había encantado desde el primer momento.

—La vida no es como yo esperaba —dijo Susanne.

—Nunca lo es.

—Tal vez no. —Susanne bebió un buen trago—. Pero era bonito cuando todavía se podía soñar.

Charlie asintió con la cabeza.

—Suéltame —le largó de pronto Susanne a un hombre que acababa de ponerle una mano en el hombro—. Suéltame, Svenka.

—¿Por qué estás siempre de tan mal humor? —inquirió ese hombre llamado Svenka.

—Quizá porque no te enteras de que no me gusta que me pongas las manos encima.

—Pero podemos hablar un poco, ¿no?

—Estaba a punto de ir a la barra.

—¿Para pedir qué?

Hot shots —respondió Susanne—. Más hot shots para mí y mi amiga.

—¡Arne! —le gritó Svenka a un hombre que había en la barra—. Arne: ponme también dos hot shots.

Susanne miró a Charlie y puso los ojos en blanco.

—Aquí tenéis —dijo Svenka orgulloso al traerles él mismo los chupitos—. ¿Puedo sentarme?

—La verdad es que estábamos en una conversación privada —contestó Susanne.

—¿Y quién es tu amiguita? —preguntó él mirando a Charlie, con los ojos envueltos en una niebla de alcohol—. ¿Has venido a buscar a esa chica?

—Se podría decir que sí —respondió Charlie.

—Es policía —terció Susanne—, así que por supuesto que sí.

Svenka abrió los ojos inyectados en sangre de par en par y se inclinó sobre la mesa. Ya era hora de que llegaran refuerzos, pensó. ¿Habían subido hasta Skärven? ¿Habían empezado a interrogar a todos los inmigratas que vivían allí?

—¿Qué quieres decir? —inquirió Charlie.

—Tan sólo que si yo fuera policía, empezaría por allí —dijo Svenka antes de apurar su vaso.

—Pues es una suerte que no seas policía —sentenció Susanne.

—Pero ¿es que no os enteráis de nada? —continuó Svenka sin prestar atención al comentario de Susanne—. Es uno de esos putos inmigratas. Piensa en todas las bicis que han desaparecido desde que se instalaron aquí. Bueno, tú ríete pero a mí no me hace ninguna gracia, Susanne. ¡Joder, lo que está claro es que antes de los noventa aquí no se robaban bicis!

—¡Y una mierda! —soltó Susanne—. Aquí se han robado bicis toda la vida.

—Y luego está lo que pasó con la pizzería —prosiguió Svenka sin inmutarse.

—No sabemos quién le pegó fuego.

—Desde luego, nadie del pueblo. Eso seguro.

—No sólo es acosador de mujeres —comentó Susanne apartando la mano de Svenka por segunda vez, que en esta ocasión había ido a parar a su muslo—. También es racista.

—Qué va. Lo que pasa es que aquí no ha sucedido nada bueno desde que los yugoslavos invadieron el pueblo, y luego están todos esos somalíes que llegaron el año pasado… No es raro que ocurran cosas. Eso es lo único que digo —continuó antes de sacarse el snus de la boca e introducirlo en el vaso vacío que había encima de la mesa—, que si hubiera sido mi hija la desaparecida…, si fuera ella, habría hecho saltar todo el puto Skärven por los aires.

—¿Y eso te devolvería a tu hija? —preguntó Susanne—. ¿Un atentado con bomba?

—Tal vez no —dijo Svenka—, pero ojo por ojo… Lo dice hasta la Biblia.

Susanne se rió y repuso que la Biblia también hablaba de poner la otra mejilla, y que eso de querer hacer saltar por los aires a un montón de gente inocente era una locura, pero Svenka no la escuchó. Se limitó a seguir despotricando contra toda aquella basura que vivía en Skärven, que estaba más claro que el agua que era uno de ellos el que se había llevado a Annabelle para deshacerse del cuerpo en algún sitio.

—Basta ya —acabó diciendo Charlie.

—¿Que basta? —Svenka la miró—. Para ti es muy fácil decirlo. Seguro que tienes un pisazo en alguna calle elegante de Estocolmo y que no has vivido con yugoslavos, somalíes ni demás chusma como he tenido que hacer yo desde los noventa.

—Ella es de aquí —le aclaró Susanne—. Es la hija de Betty, Betty Lager.

De pronto, Svenka transformó su pendenciera mirada y se quedó mirando a Charlie de esa manera que ella tanto odiaba. Después de tantos años en Estocolmo se le había olvidado lo mucho que esa forma de mirar la incomodaba.

—Ya lo veo —contestó Svenka—. Ahora me doy cuenta de que eres la hija de Betty… Tu madre…, qué mujer. La gente de por aquí sigue hablando de sus fiestas.

—Me lo imagino —respondió Charlie—. Por supuesto que me lo imagino…

—¿Te acuerdas de mí?

Charlie negó con la cabeza. No se acordaba. ¿Cómo se iba a acordar de todos y cada uno de los locos que habían estado en las fiestas de Lyckebo?

—¿Es la primera vez que vuelves desde…? Quiero decir: ¿cuánto tiempo hace que te marchaste?

—Casi veinte años.

—Veinte años… ¡Joder, tía! ¡Cómo pasa el tiempo! Es como si hubiese sido ayer cuando…

—Oye, Svenka —intervino Susanne—: creo que tus amigos quieren que vayas con ellos. —Y señaló en dirección a la barra, donde se había congregado un ruidoso grupo de hombres.

—Vale, vale, ya lo pillo —repuso Svenka—. Pero créeme —levantó un dedo y apuntó a Charlie—: al hombre que buscáis lo encontraréis allá arriba, en Skärven.

—De momento sólo buscamos a una chica —le respondió Charlie.

Siguieron a Svenka con la mirada mientras se alejaba dando tumbos al encuentro de sus amigos.

—No lo recuerdo de Lyckebo —comentó Charlie—. No me suena haberlo visto allí.

—Todos los hombres pasaron en algún momento por Lyckebo, ¿no? —dijo Susanne.

—Oye, lo de que soy de aquí —le pidió Charlie— es mejor que no lo vayas pregonando por ahí. Ahora sólo quiero… sólo quiero concentrarme en resolver este caso. Y me gustaría no tener que hablar de Betty con la gente.

—Lo entiendo —dijo Susanne—. Pero, sinceramente —continuó—, no creo que nadie te vaya a reconocer. No habías estado por aquí desde que eras una niña.

—Pues tú me has reconocido.

—No es lo mismo.

—¿Y Svenka? —Charlie señaló la barra con la cabeza—. No me resulta un tío muy discreto que digamos.

—Svenka es un borrachuzo. Mañana ni siquiera se acordará de que ha estado aquí.

—Un tipo simpático, por cierto —comentó Charlie—, realmente muy simpático y sutil.

Se echaron a reír.

—Lo cierto es que no es tan mal tío como parece —aclaró Susanne—. Es sólo un pobre hombre, un fracasado. Y está muy desorientado. —Se quedó callada un momento mientras recorría el local con la mirada—. Como la mayoría de los que estamos aquí.

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