Annabelle

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El cantautor se tomó un descanso y se dirigió a la barra. El nivel de ruido de la mesa de Svante y William era elevado.

—Sabes quiénes son, ¿verdad? —dijo Susanne efectuando un movimiento de cabeza en dirección a la mesa.

—Sí —respondió Charlie—. ¿Cómo sabes que lo sabía?

—Se nota que llevas fuera un buen tiempo. —Susanne sonrió—. ¿De verdad crees que se puede tomar declaración a una pandilla de jóvenes por la desaparición de una chica sin que todo el mundo se entere? ¿Se te ha olvidado lo rápido que se extienden aquí los rumores?

Charlie negó con la cabeza. No, no se había olvidado de la velocidad a la que viajaban los rumores o las verdades por el pueblo.

—Háblame de ellos —le pidió—. ¿Cómo son?

—Bueno, ninguno de los dos es precisamente un santo —contestó Susanne—. Mira —continuó cuando Svante se levantó y puso sus manos sobre el pecho de William.

Erik no tardó nada en presentarse frente a ellos. Él y Svante se quedaron mirándose un buen rato. Luego, Erik negó con la cabeza y regresó a la barra.

—No deberían dejarle estar aquí —comentó Susanne—. No entiendo por qué Erik no le niega la entrada; supongo que no se atreve.

—¿Por qué?

—El padre de Svante es el dueño de la fábrica de contrachapados.

—Entiendo —dijo Charlie.

—No es que Erik sea precisamente una lumbrera, pero creo que es lo bastante listo como para darse cuenta de que nadie lo ayudaría si se le ocurriese echar a Svante. Nadie quiere perder el trabajo de la fábrica.

Charlie miró de nuevo hacia la mesa de Svante. Los amigos de Annabelle, pensó. ¿No demostraba una excesiva falta de sentimientos estar tomando cervezas en un bar cuando su amiga había desaparecido sin dejar rastro? ¿O era justo eso lo que necesitaban tras haber participado en una dura batida?

El teléfono de Susanne sonó. Ella se disculpó y lo cogió.

—Sí, ya, ahora voy. Sí, pero me he encontrado con una vieja amiga y… Sí, ya sé que dije eso… No, sólo una copita… No, iré andando. —Miró a Charlie y puso los ojos en blanco—. Pero ¿no te das cuenta de que no puedes dejar solos a los niños?

—¿Tu marido? —preguntó Charlie cuando Susanne colgó.

Susanne asintió con la cabeza.

—Quería venir a buscarme. Me parece que es más por comodidad que por consideración. No le hace ninguna gracia que vuelva demasiado tarde porque entonces mañana por la mañana tendrá que ocuparse él solo de los niños. Mierda, no quiero irme todavía.

«Pues quédate», le dieron ganas de decir a Charlie.

—Llámame —le dijo Susanne levantando una mano en señal de despedida.

—No tengo tu número.

—Es verdad.

Susanne le pidió el número, lo tecleó y le hizo una llamada perdida.

Cuando Susanne se marchó, Charlie permaneció un rato en la mesa. Cogió el teléfono para guardar el número de Susanne y se dio cuenta de que Hugo había intentado contactar con ella dos veces. Pero ¿qué se creía? ¿Que ella lo defendería si su mujer la llamaba? Estaba cada vez más claro, pensó, que era un auténtico idiota.

Tras la pausa, el cantautor empezó a tocar de nuevo. Ahora el tema iba sobre los campos de algodón de Luisiana. Aquella canción transportó otra vez a Charlie a Lyckebo: Betty subiendo el volumen de la música y exigiendo que todo el mundo bailara. Charlie pensó un momento en la retahíla de nombres que Susanne había mencionado, en las personas que habían participado en las fiestas. Charlie las recordaba tan sólo como unas borrosas figuras sin contorno. Al único que veía con absoluta claridad en su recuerdo era a Mattias. Nunca había podido olvidarse del todo de su cara.

Mattias había aparecido en Lyckebo el mismo verano en el que Charlie cumplió doce años. Era un amigo, decía Betty. Un amigo que se había metido en problemas, y ella, con la casa tan grande que tenía, no iba a echar a un amigo que necesitaba un sitio donde pasar la noche. Los primeros meses, Mattias durmió en el cobertizo, pero, cuando entró el otoño e hizo frío, se trasladó al dormitorio de Betty. Con la llegada de la Navidad, Betty le contó que Mattias se iba a quedar.

Al principio, Charlie no entendió por qué. ¿No era Betty la que siempre decía que su casa era su fortaleza y que nunca nunca jamás la compartiría con un hombre?

A lo que Betty respondió que Mattias no era como los demás, que ya lo vería si le daba una oportunidad.

«Estoy segura de que un día lo querrás tanto como yo».

Anders ya estaba acostado pero seguía despierto cuando Charlie entró en la habitación. Había separado las dos camas y las había puesto a máxima distancia la una de la otra.

—Creí que ibas a cerrar el bar —le soltó antes de, oportunamente, darse la vuelta para que ella pudiera quitarse las bragas y la camiseta y acostarse.

Charlie miró los cuadros bordados en punto de cruz con frases de amor que colgaban de las paredes. En uno ponía: «El amor es lo más grande», y en otro que quedaba por encima: «El amor es paciente y bondadoso». Charlie murmuró algo.

—¿Qué has dicho? —preguntó Anders.

—Que toda esa maldita carta a los corintios parece estar en estas paredes.

Anders leyó las frases y dijo que, efectivamente, así era. Pero tampoco le parecía tan raro que allí hubiera palabras de amor; al fin y al cabo se encontraban en la suite nupcial.

—Si alguna vez me caso, no dejaré que nadie lea la carta a los corintios —comentó Charlie—. Eso lo tengo claro.

Anders quiso saber qué le pasaba a esa carta, por qué la provocaban tanto unas bonitas frases sobre el amor. Además, no había nada que discutir ya que, de todas formas, ella no se iba a casar.

—¿Cuándo he dicho yo eso? —preguntó Charlie.

—Siempre has dicho que no crees en el matrimonio.

—No es lo mismo. ¿Hay alguien que crea todavía en él?

—Ahora estás siendo cínica.

—Y tú un ingenuo.

Charlie se acomodó en la cama. Las sábanas olían ligeramente a humo, aunque estaban limpias. La almohada le resultó demasiado plana.

—¿Qué haces? —inquirió Anders al verla levantarse.

—Estoy buscando otra almohada.

Como no encontró ninguna tuvo que enrollar una chaqueta de punto y ponerla encima de la almohada. Luego cogió uno de sus libros.

—¿Crees que podrás apagar la luz pronto? —Anders se dio la vuelta—. Es casi la una.

—No puedo dormir si no leo.

—Y yo no puedo dormirme con esa lámpara encendida.

—Pues tienes un problema.

Anders suspiró, apartó la colcha y se levantó.

—¿Qué haces? —preguntó Charlie.

—Voy a buscar algo para taparme los ojos. Llevo tres meses sin dormir y…

—Vale, vale —dijo Charlie—. Ya lo pillo. —Dejó el libro y apagó la lámpara.

Resultaba imposible conciliar el sueño. La presión que sentía en el pecho había ido en aumento a lo largo del día, y ahora que estaba acostada era muchísimo peor. Nada más cerrar los ojos, se encontró de nuevo en la casa de Lyckebo. Vio las finas cortinas agitándose en el salón, vio a Betty tumbada en el sofá y con una toalla mojada cubriéndole la frente.

«Es la luz, Charline. Es toda esa luz la que me provoca dolor».

Anders ya se había dormido y no se despertó cuando Charlie encendió la lámpara y volvió a coger el libro. Intentó concentrarse en la lectura, pero le resultó imposible.

«Es este lugar —pensó—. Es este lugar el que no me deja apartar todo aquello de mi mente».

Ya no puedo mantenerlo alejado de mí.

¿Vamos a coger cerezas a mi jardín?

Yo para ti y tú para mí.

Nada se ve ni nada se oye

en mi jardín.

Como te prometí.

El sueño la transportó a Lyckebo. Se hallaba en el jardín. Los cerezos estaban en flor, los gatos se movían en torno a sus pies. Había alguien sentado en el columpio del árbol. ¿Betty? ¿Mamá?

Se acercó y extendió la mano para tocar la espalda de Betty, pero justo en ese momento la persona del columpio se volvió. No era Betty, sino Mattias.

«¿Por qué vienes ahora, Charline? ¿Por qué vienes cuando es ya demasiado tarde?».

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